[8] De Longfellow, el gran poeta americano que acaba de morir, están traducidas a todas las lenguas numerosísimas composiciones. Hay una suya, que no está traducida al castellano, y que es un código de vida, bueno de leer, para cobrar de él fuerzas, por los jóvenes, que han de vivir, y por los ancianos, cansados de haber vivido. Es aquella una poesía que cautiva y ennoblece. Parece voz de patriarca y de profeta. Se llama esa composición Morituri salutamus: es lo que dice un anciano a los alumnos jóvenes del colegio en que él estudió cuando era niño. Otra poesía de Longfellow en todas partes conocida, es Excelsior, verdadero canto de batalla de los humanos. El salmo de la vida, El día lluvioso, La luz de las estrellas, El esqueleto en armadura, El herrero de la villa, El viejo reloj de la escalera, son poesías breves, o poemas, como los llaman los norteamericanos, llenos de una tristísima ternura, y de una viril melancolía, que seducen el ánimo y dan a la áspera lengua inglesa en que están escritos una extraña y cautivadora melodía. Los viajes por África están en boga entre los franceses. Ahora un cónsul, de nombre Raffray, acaba de hacer un viaje por la apartada Abisinia. Allí ha visto a las gallas raias, que son tribus independientes y bravías, que habitan en la Abisinia oriental. Allí ha visto al rey de la comarca, que vive siempre en medio de su ejército, al cual tiene en perpetua batalla, ya contra un vasallo rebelde, ya contra las tribus independientes, que hallan que vivir bien sin el gobierno de tan rudo monarca. Por allí están los montes Zeboul, que era región desconocida, la provincia de los Bogos, las llanuras del Tigré, la villa de Adoua, el río Geralla, los montes Aladjie, uno de los cuales mide 3 007 metros de altura, y los Debbar, entre los que hay uno de 3 252 metros de alto: en suma, un nuevo caudal para la moderna geografía. Saliendo de esos lugares se llega a la región selvosa y húmeda que rodea al lago Aussa, donde hay árboles magníficos, como nuestros árboles de América, y aroma el bosque el fragante tsedi, que tiene del enebro, y se parece un tanto al cedro. El viajero francés vio tres ríos grandes, el Gonlima, el Tacagé y el Tellaré, que corren por entre montes, en cuyas selvas crece una planta especial, el rhyncopetatum montanum, que llega a 8 metros de alto, y donde anidan los insectos análogos a los de la zona templada de Europa. Y en la villa de Lalibela vio el viajero monumentos muy curiosos, y bellos y extraños. Son iglesias monolíticas, talladas en la roca viva, ahuecadas en lo interior, y en lo exterior apartadas como por fosas del resto de la roca. Parece que esas iglesias, que son diez, fueron talladas allá por el siglo V de nuestra era, cuando vivía en la villa el gran rey Lalibela, que le dio nombre, el cual hizo venir de Alejandría de Egipto los obreros talladores. Allí vio el viajero a los obispos coptos, que se llaman abounas, y a los que recibió el rey, rodeado de sus brillantes y apuestos guerreros, con señales de grande ceremonia. Italia ha comenzado [a] hacer gran comercio de vinos con Inglaterra. En 1878 vendieron los italianos a los ingleses $306 000 de vinos, y ya en 1880 les vendían una suma doble. Y es que los ingleses saben ya que el vino tinto de Francia que les va con marca de Burdeos, no es de Burdeos, sino vino pobre de España o de Italia, mezclado con infusión de pasas y cosas menos sencillas; por lo que prefieren comprar derechamente los vinos tintos a Italia y a España, donde abundan, y se dan baratos y son buenos. En una torre de Aragón, que en Aragón llaman torres a las haciendas,tal vez porque los moros, que allí vivieron, remataban con torrecillas sus casas de campoes fácil apagar la sed con un cuartillo, pues eso vale un gran jarro de vino excelente, que trae a la puerta de su limpia casa una moza fornida, o un honrado baturro, que así llaman a sus campesinos los aragoneses. Y en verdad que es sano y puro el vino de Aragón, como son buenos casi todos los vinos italianos. ¡Cómo regocija ver a un anciano erguido y trabajador! Víctor Hugo se levanta a las seis de la mañana, y de pie ante un atril ancho, que es como escribe, pone en verso cada día las impresiones que recogió en su paseo matinal; o las que los sucesos agitados de su tiempo, o los libros que lee, dejan en su ánimo. “Aún tengo más que hacer que lo que he hecho,” decía poco ha a un amigo: “Puede tal vez creerse que la edad debilita la inteligencia; mi inteligencia, por el contrario, parece vigorizarse con la edad, y no descansa. Ven mis ojos, a medida que adelanto en la vida, un horizonte más vasto; y moriré al cabo sin haber concluido mi tarea. Varias vidas habría menester para escribir todo lo que mi mente concibe. Jamás acabaré. Ya me he resignado a eso.” La Opinión Nacional, Caracas, 22 de abril de 1882