Mirando el rostro de América Latina: el

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Instituto de Profesores Artigas
Docente Marcia Collazo
“Historia de las ideas Latinoamericana” - 2009
Mirando el rostro de América Latina:
el pensamiento de Leopoldo Zea
Analía Martínez
4° A Filosofía
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“Preservemos nuestra identidad nacional y regional, pero también pongámosla a
prueba, aceptemos el desafío del otro. El otro define nuestro yo. Una identidad aislada
pronto fenece. Sólo las culturas que se comunican viven y florecen”.
Carlos Fuentes
A raíz de la Conquista, que impuso su propia visión, en gran medida,
desvalorizadora de América y sus culturas los latinoamericanos nos acostumbramos a
vernos según esa perspectiva y, a sentirnos avergonzados de todo lo que no es europeo
dentro de nuestra identidad. Esto es lo que el pensador argentino H. A. Murena ha
llamado el “pecado original de América”, es decir, ese sentimiento de culpa por no ser
europeos que nos ha dominado a lo largo de nuestra historia.
Como desde el momento mismo en el que fuimos conquistados, se cuestionó
nuestra humanidad, los latinoamericanos nos vimos obligados a reivindicar nuestra
propia condición de hombres antes que pudiéramos ocuparnos de crear un pensamiento
o un arte propio. Puesto que fuimos considerados desde el principio como sub-hombres,
hasta el derecho a utilizar el Verbo, según lo señala Zea, y a pensarnos a nosotros
mismos, resultaron cuestionados. Primero tuvimos que demostrar a los europeos que
respondíamos al arquetipo universal de humanidad en el que ellos creían, para adquirir
un status de hombre. Eso determinó desde el principio mismo de nuestro acceso a la
historia occidental, que tuviéramos que juzgarnos de acuerdo a modelos que no eran los
nuestros, lo cual explica la fuerte tendencia imitativa que después tuvo la cultura de
nuestro continente. Ahora bien, ¿no implica esta necesidad de hacer patente nuestra
propia humanidad una negación de la misma por parte de los latinoamericanos? ¿Acaso
el esfuerzo por demostrar a los europeos que podíamos ser sus iguales, no transmitía en
sí mismo la necesidad que nosotros teníamos de asemejarnos a ellos? ¿Nos
concebíamos humanos desde un comienzo, o sólo cuando nuestra esencia se vio
cuestionada tomamos conciencia de ella? En tal caso, ¿no había autopercepción antes de
la Conquista? ¿Sólo por medio del descubrimiento de América nos descubrimos a
nosotros mismos?
Desde el momento que los pueblos precolombinos crearon, en mayor o en menor
medida, una cosmología y un arte, es posible dar por sentado, a pesar de la escasez de
textos llegados hasta nosotros, que desarrollaron una percepción de sí mismos. Esta
escapa sin embargo a los fines de este ensayo, que apunta a explorar la posibilidad de
que exista un pensamiento latinoamericano propio, por lo que su punto de partida tiene
que ser necesariamente el momento de contacto entre lo europeo y lo americano porque
es entonces cuando nuestra humanidad es puesta en tela de juicio y sometida a los
arquetipos y valores de la civilización europea. Sólo aquellos componentes de las
culturas indias que pudieron ser considerados por los españoles como antecedentes, por
ejemplo, de la religión cristiana (la cruz asociada al culto de Quetzalcóatl entre otros)
permitieron que se empezara a ver a nuestros antepasados como susceptibles de
alcanzar el status de humanidad, pero esto únicamente en la medida en que se plegaran
a las exigencias de la cultura triunfante.
De esta forma, se inicia lo que Zea denomina nuestra “extraña filosofía”, una
filosofía que tiene su origen en un preguntar que le fue impuesto por los conquistadores,
al obligarnos a cuestionarnos acerca de nuestra propia esencia. Según el pensador
mexicano, el latinoamericano, en su afán de “justificar su pretensión, la de ser Hombre,
no un hombre, se empeñará en someterse al modelo de esta supuesta única forma de lo
humano, recortando, destruyendo, lo que sobrase en la calca, pegando, parchando
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aunque nada tuviese que ver con su personalidad lo que faltase de ella. Recortando lo
propio, añadiendo, pero sin asimilar lo extraño” (1969: 21).
Los latinoamericanos nos acostumbramos, pues, a pensarnos desde lo europeo y a
postergar y silenciar todo lo que, formando parte de nuestra identidad, nos alejaba de
aquél paradigma. Esto fue así no sólo en la época de la colonia, sino que se prolongó
más allá del logro de nuestra Independencia. La liberación política precedió largamente
a la mental.
La intelectualidad de las nuevas naciones siguió pendiente de Europa (si bien el
modelo español fue relevado por le francés y el inglés). Por eso la organización de los
flamantes países se realizó en función del liberalismo y el positivismo tomados de
Europa. Es más, todo lo que se oponía a ello era sentido como expresión de una
mentalidad atrasada que venía de las raíces americanas. Eso explica la famosa
dicotomía entre civilización y barbarie formulada por Sarmiento, para la cual todo lo
que se oponía a la implantación del modelo europeo era manifestación de la barbarie
americana.
Esto también se ve reflejado en el terreno del arte. La primera corriente literaria que
se difunde en América a partir de la Independencia es el Romanticismo, proveniente de
Europa. Muchos de los escritores románticos latinoamericanos se interesaron por llevar
a sus obras el paisaje de sus regiones así como las costumbres de sus habitantes. Pero lo
hicieron desde una óptica europeizada que enfocaba todo lo autóctono como pintoresco,
es decir, como si fuera exótico y no el ámbito al que ellos pertenecían. Muchas veces
inclusive para que algo propio de América se considerara digno de ingresar a la
literatura había que vincularlo con algo proveniente de la cultura europea. Por ejemplo,
cuando nuestro Bartolomé Hidalgo incorpora el Río Paraná a uno de sus poemas, no
encuentra mejor forma de valorizarlo que mostrar a las ninfas (no a las indias)
bañándose en sus aguas.
El interés de los escritores románticos latinoamericanos por captar y expresar la
identidad nacional de cada uno de sus países no demuestra que hayan alcanzado la
“emancipación mental” porque en realidad, su actitud es tomada del nacionalismo
europeo. “Nuestros próceres sueñan con una América que, como Europa, origine un
conjunto de culturas nacionales semejantes a las que han surgido en el Viejo
Continente” (Zea, 1969: 23).
En lugar de definir nuestro yo con el otro, según lo plantea Fuentes en el epígrafe de
nuestro trabajo, los románticos latinoamericanos lo seguían definiendo en función del
otro. Es más: podría decirse que para ellos, como para tantos otros latinoamericanos
antes y después de ellos, el otro continuaba siendo inconscientemente la propia
Latinoamérica. Si a partir de la Conquista nos impusieron una identidad, en el período
romántico y mucho después de él también, seguíamos sintiendo que esa identidad era la
nuestra y la imitábamos para incorporarla definitivamente a nuestro ser. Sin darnos
cuenta tratábamos de hacer nuestro lo que en realidad nos era ajeno y lo intentábamos
por medio de una imitación devota y no de una asimilación que la incorporara
fecundamente a lo propio. No se buscaba integrar sino poner “en lugar de”, sustituyendo
lo nuestro por lo juzgado como valioso, es decir, por lo europeo.
Esta actitud fue inculcada y perpetuada a través de la educación, que “tenderá a
formar un nuevo tipo de hombre latinoamericano, un hombre semejante al que habrá
hecho posible una cultura y una civilización como la europea y la estadounidense” (Zea,
1969:23).
En este contexto, en donde se deja de lado los orígenes que nos hacen ser nosotros
mismos, aquellos fundantes de nuestra propia civilización y por tanto, de nuestra propia
esencia humana, en el cual lo nuestro es despreciado al ser reconocido como
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insignificante en vistas del “modelo” al que se ha de seguir porque constituye aquello
deseado (en realidad, se desea lo que nos es impuesto, ya que como lo afirmaba Paulo
Freire, el oprimido no conoce otra forma de libertad que convertirse en opresor), la
pregunta de Salazar Bondy acerca de la posibilidad de una filosofía americana resulta
necesaria e inevitable, aunque no por eso compartible. Cuando lo habitual es ignorar o
subvalorar lo propio e imitar en forma acrítica lo ajeno, ¿es posible un pensamiento
autónomo que refleje la realidad propia de nuestra América? El Romanticismo, y
posteriormente el Positivismo respondieron de hecho a dicha interrogante en forma
negativa.
Sin embargo, a fines del siglo XIX y comienzos del XX se hace patente para la
conciencia latinoamericana que ese esfuerzo de adaptación al modelo europeo no ha
alcanzado los logros esperados. Los países de nuestro continente no habían logrado
incorporarse a la Modernidad, no sólo por el atraso en el que seguían sumidos, sino
porque continuaban actuando y pensando según una mentalidad que podía considerarse
todavía colonial. Para colmo, un nuevo modelo comenzaba a asomar en el horizonte: el
de la exitosa sociedad norteamericana cuya expansión amenazaba tanto con una nueva
forma de colonialismo como con la sustitución de la influencia latina (España primero,
Francia después) por la sajona. Imitadores de modelos ajenos, mediante los que se
negaban las propias raíces (las provenientes del pasado indígena y del mestizaje
posterior) por considerarlas no civilizadas y carentes de valor, aquello objeto de nuestra
imitación parecía perder su vigencia para pasar al olvido como nuestros propios
orígenes. ¿Acaso los imitadores latinoamericanos tendrían que adoptar un nuevo
modelo? ¿Latinoamérica tendría que sustituir su objeto de imitación constante a fin de
asemejarse a la civilización que poseía el poder de turno? De ser así, nuestra América
estaría condenada a la dependencia que desde sus inicios ha condicionado su
pensamiento y por lo tanto, estaría condenada también a la enajenación.
Las voces de varios modernistas latinoamericanos se levantaron para denunciar ese
nuevo peligro (Rubén Darío) y analizar los modos de eludir el sometimiento a otro
paradigma más inquietante todavía que el europeo debido a su mayor cercanía, su
avasallante poder y su pertenencia a una cultura diferente de la que originalmente nos
había conquistado y colonizado.
En su oda “A Roosevelt”, incluida en “Cantos de vida y esperanza” (1905) Rubén
Darío se expresaba de esta manera:
“Eres los Estados Unidos,
eres el futuro invasor
de la América ingenua que tiene sangre indígena,
que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”.
En estos versos vemos que por lo menos asoma la raíz india junto a la hispana, pero
como lo pone de manifiesto la siguiente cita del mismo poema, lo que Darío reivindica
con más énfasis es el carácter español de nuestra América:
“… esa América
que tiembla de huracanes y que vive de amor;
hombres de ojos sajones y alma bárbara, vive.
Y sueña. Y ama, y vibra; y es la hija del Sol.
Tened cuidado. ¡Vive la América española!”.
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La impresión que se desprende de este fragmento es que el poeta nicaragüense se
levanta indignado contra la expansión sajona en nombre sobre todo de la tradición
española, es decir, que protesta contra un modelo en nombre de otro modelo no de lo
estrictamente propio.
Por su parte, José Enrique Rodó en su célebre ensayo “Ariel” (1900), a parte de
alertar sobre los peligros de abandonarse al nuevo modelo, ponía en evidencia que un
peligro mayor aún es la inclinación a transplantar formas de vida y de pensamiento
opuestas a las propias. Según lo señala Washington Lockhart en “Rodó y el Arielismo”,
lo que Rodó se proponía defender era “la base grecolatina que, junto a la influencia
cristiana informa nuestros orígenes…” (1968: 182).
Si bien Rodó deja de lado uno de los componentes de la identidad latinoamericana
(el indígena) para defender las raíces latinas que nos vienen de Europa a través de
España, de todos modos demuestra tener conciencia en “Ariel” de que la enajenación
del latinoamericano proviene de su esfuerzo, muchas veces desprovisto de sentido
crítico, por parecerse a un modelo de hombre que, según interpreta Zea, “no era ni tenía
por qué ser el Hombre por excelencia” (1969:26). De hecho, al mostrar como el éxito de
la sociedad norteamericana servía para instaurar otro modelo de humanidad, estaba
poniendo implícitamente en evidencia el carácter histórico y por lo tanto relativo de
todos los modelos.
Precisamente, en esas décadas iniciales del siglo XX muchos filósofos y escritores
latinoamericanos se consagran a la búsqueda de la identidad latinoamericana auténtica.
Se trata de un primer intento serio por pensar y ver a América desde ella misma, si bien
a menudo persiste la perspectiva europeísta.
En el terreno literario, esta tendencia se manifestó en una corriente dentro de la
narrativa que fue el llamado Regionalismo el cual podría ser situado entre 1915 y 1940
aproximadamente. Como el nombre del movimiento lo indica, estos narradores
volvieron su mirada hacia su región natal. Su interés se concentró en el mundo y el
hombre rural así como en la naturaleza de la zona. Ellos creían que era precisamente en
ese ambiente, alejado de las ciudades donde imperaba el modelo europeo y comenzaba
a difundirse el norteamericano, donde podría ser rastreada la identidad auténtica de
Latinoamérica. El paisaje con sus dimensiones enormes y su vida salvaje, muy distinto
del europeo, fue presentado por estos autores como imagen del modo de ser profundo de
América, en lucha contra el cual se formaba el hombre. A su vez, el interés por el
habitante de las zonas rurales (la Pampa, el llano venezolano, la selva Amazónica, la
Cadena Andina) cuyas formas de vida estaban amenazadas por el avance de la
modernización proveniente de las ciudades, los llevó a recrear en sus novelas las
costumbres, creencias y modos de hablar que lo caracterizaban y que ellos consideraban
como representativos de la identidad latinoamericana. Sin embargo, estos autores
(Rómulo Gallegos, Ricardo Güiraldes, J. E. Rivera, Ciro Alegría) utilizaron para tratar
de captar y expresar la identidad latinoamericana las técnicas narrativas propias del
realismo europeo, con lo cual si bien los contenidos eran autóctonos la perspectiva y el
modo de organización continuaban siendo ajenos.
A pesar de todo, no se puede negar la importancia de su aporte, no sólo en el terreno
estrictamente literario, sino sobre todo en el de la visión de América y en el de la
relación con el modelo cultural europeo. Es más, puede afirmarse que constituyó un
avance en nuestra “emancipación mental” porque implicó la adaptación de formas
tomadas del modelo europeo a la expresión de algo propio. En consecuencia, ya no
estamos en presencia de una simple imitación sino de una asimilación enriquecedora tal
como postulaba Zea.
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En el campo filosófico por su parte, asistimos también a ese mismo proceso de
asimilación ya que como lo señala Castro Gómez, la influencia del filósofo español
Ortega y Gasset será utilizada por pensadores como Zea, Ramos y Ardao para tratar de
descubrir los componentes de nuestra identidad cultural. En este aspecto, resultó
fundamental la concepción de Ortega y Gasset acerca del conocimiento histórico como
instrumento de autopercepción. Además en el caso de los mexicanos, la influencia de
Ortega y Gasset se vio potenciada por el impacto que produjo en ellos la revolución
ocurrida en su país a partir de 1910. Este acontecimiento provocó el nacimiento de una
nueva conciencia histórica acerca de su país que los llevó a tratar de redefinir qué era lo
que hacía del mexicano y, por lo tanto, del latinoamericano, un ser distinto del europeo.
Zea incluso fue más lejos ya que trató de rastrear el camino seguido por el
pensamiento latinoamericano en la búsqueda de su propia identidad y en el
descubrimiento de todo lo que en ella tenía un carácter universal que hasta entonces le
había sido negado. Hacer esto era un modo de recorrer el camino que había llevado a
América Latina a tomar conciencia de poseer una humanidad equiparable y no inferior a
la europea.
Podemos considerar que en su intento de crear una filosofía original
latinoamericana, Zea fue consciente de enfrentarse a tres problemas fundamentales
según se desprende de lo que él mismo afirma en “La filosofía latinoamericana como
filosofía sin más”. Esos problemas son:
1. No caer en la imitación o repetición de problemas ajenos a nuestra propia
realidad.
2. No apartarse llevados por el afán de originalidad de lo que constituye un
enfoque específicamente filosófico.
3. Elaborar respuestas filosóficas a nuestra realidad concreta pero que tengan a
su vez, validez para otras realidades, como forma de acceder a la
universalidad.
En consecuencia, según la perspectiva de Zea la originalidad no consiste en elaborar
extravagantes sistemas sino en dar una respuesta propia a los problemas que nos
plantean nuestra realidad y nuestro tiempo. Una auténtica filosofía latinoamericana no
deberá ocuparse de formular teorías abstractas sino de hallar respuesta a los temas más
inmediatos para nosotros. De allí que promueva una filosofía de nuestra política, de
nuestra historia y hasta de nuestra religión. No en vano afirma que la filosofía ha
“emanado de las necesidades más imperiosas de cada período y de cada país” (Zea:
1969, 37).
La búsqueda de la originalidad no debe conducir, según Zea, a un aislamiento hostil
hacia formas de pensamiento provenientes de otras culturas, sino que exige mantenerse
abiertos a todas aquellas reflexiones ajenas que puedan ser aplicadas a nuestra realidad
y ejercer una influencia fecunda en el desarrollo de nuestro propio pensamiento. Por
otra parte, esa misma originalidad sólo puede construirse a partir de la conciencia de las
distintas líneas de reflexión elaboradas en el pasado a lo largo de nuestro continente. Por
parciales o erróneas que puedan haber sido, forman parte de nosotros y pueden ayudar
al avance de nuestro propio pensamiento a partir del aprendizaje obtenido de nuestros
propios errores. No hay originalidad sin raíces.
Sin embargo, según lo señala Zea, hay otro peligro que la filosofía latinoamericana
debe evitar: la tentación de convertir al hombre latinoamericano en paradigma de lo
humano, lo cual en el fondo implicaría repetir el error cometido por los ilustrados
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europeos y sus herederos cuando identificaron ser humano con serlo a la manera
europea.
Todos estos problemas que acechan a un pensamiento latinoamericano auténtico
son los que procura enfrentar y solucionar Leopoldo Zea con su “filosofía sin más”, que
consiste precisamente en un tratar de formular respuestas a las problemáticas propias sin
renunciar por ello a la universalidad, en tanto apertura enriquecedora al Otro. Se trata
por tanto, de una filosofía de la historia en la medida en que no existe autoconciencia
sin conciencia de nuestra historia, sin integración de la meditación pasada a la reflexión
presente. Por eso revisa los distintos proyectos anteriores con el fin de rescatar sus
aportes y no recaer en sus errores. El primer proyecto que Zea reconoce en la historia
americana es el “libertario”, que forjó la ideología de las nuevas naciones surgidas a raíz
del triunfo de la revolución contra España a partir de las ideas de la Revolución
Francesa y de la constitución norteamericana. A este le siguió el llamado “proyecto
civilizador” que, al igual que el anterior, no asume la herencia del pasado y procura
construir las nuevas repúblicas según el modelo europeo, descalificando como
“bárbaro” todo aquello que rehúsa ajustarse a él.
Desde fines del siglo XIX y en las primeras décadas del XX toma forma un nuevo
proyecto al que Zea denomina “asuntivo” porque los escritores y pensadores que lo
formulan pertenecientes a tres generaciones distintas, promueven que Latinoamérica se
asuma a sí misma sin complejos de ninguna especie enfrentando para ello sus problemas
y al mismo tiempo, tratando de incorporarse al pensamiento universal. Este proyecto
significó un avance fundamental en el proceso de maduración de la conciencia
latinoamericana ya que en lugar de un humanismo universalista a la europea, propone
un humanismo de nuevo cuño, para el que sólo se puede ser hombre en medio de una
determinada circunstancia histórica y sólo en la medida en que se empleen libremente
las posibilidades que dicha situación ofrece.
Sobre esta base es que Zea promueve el autodescubrimiento de América, es decir, la
toma de conciencia de aquello que nos identifica, único modo de integrarnos
creativamente al conjunto de las otras culturas, sin complejos de inferioridad
inhibitorios ni localismos estériles. Sólo sabiendo lo que somos podemos elaborar un
pensamiento original integrarnos creativamente en la evolución de la filosofía
occidental. Se trata pues de forjar una perspectiva propia acerca de nosotros mismos y
de la realidad mundial. Sólo así podremos completar nuestra liberación mental y
contribuir además en la liberación de quienes aún nos colonizan, cuyos prejuicios
seremos capaces de rebatir únicamente en la medida en que estemos convencidos del
valor de nuestra propia identidad y dejemos de pensarnos tal como ellos nos piensan.
Por todo lo expuesto, cabe decir que lo que distingue al pensamiento de Zea es el
planteamiento contundente de la necesidad de una filosofía latinoamericana que no
puede construirse en el vacío de identidad provocado por la tradicional negación de
nuestros orígenes y por el culto sin sentido crítico a todo lo proveniente de Europa y
Estados Unidos. Esta filosofía enraizada no puede ser otra cosa que filosofía de la
historia según lo hemos estado viendo en nuestra exposición. Filosofía de la historia que
no es otra cosa que filosofía de la historia de las ideas latinoamericana. Esta, a su vez,
desemboca en una filosofía de la liberación latinoamericana. Pero esta culminación sólo
es posible mediante la integración de lo distinto. Es preciso reconocer lo diferente ya
que sólo a partir de la diversidad nace el enriquecimiento. La diferencia es propia de la
condición humana, por eso debe contribuir al encuentro con los otros y no a su rechazo.
Sin embargo, la cultura se ha erigido a lo largo de la historia como afirmación de lo
particular y propio de cada pueblo, afirmación que indica diferenciación y señala lejanía
con aquello que no se asemeja. Zea propone cambiar esto último. Es preciso dejar de
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negar lo diferente, y convertir la diferencia en aquello que nos hace iguales. Esto es,
reconocer lo distinto, enriquecernos a partir de ello, aprender de ello, hacer de la
diferencia vehículo de la comunicación y no del rechazo. Por lo tanto, la negación de la
cultura debe transformarse en una negación de la negación al modo hegeliano, es decir,
en afirmación de lo propio, de lo particular, de aquello que nos hace únicos, pero
reconociendo lo distinto como enriquecedor, como lazo que nos une.
Como consecuencia de todo esto queda claro en primer lugar, que la filosofía de la
liberación debe nutrirse de la diferencia pero no instaurarla como barrera, porque eso
implicaría restaurar desde otra perspectiva, la postura etnocéntrica que caracterizó al
humanismo europeo. Por eso, en lugar de pensar desde una posición de superioridad,
que descalifica a todo lo que no corresponde a su modelo, la filosofía de la liberación se
rige por el principio dialógico, para el cual lo diferente posee la misma dignidad que lo
propio, de allí que sea posible el diálogo.
Pero al hablar de filosofía de la liberación necesariamente surge la pregunta de
liberación de qué o de quién. Y de lo que se trata es de liberar de la pobreza, la
autonegación, la descalificación y la exclusión del diálogo:
“Nuestra filosofía y nuestra liberación –concluye- no pueden ser sólo una etapa
más de la liberación del hombre, sino su etapa final. El hombre a liberar no es sólo el
de América Latina, sino el hombre, en cualquier lugar en dónde éste se encuentre”
(Zea: 1974, 43).
Para ello es necesaria una integración de los pueblos latinoamericanos. Es decir,
primero debemos integrarnos nosotros mismos asumiendo nuestras circunstancias
históricas particulares, luego mediante el diálogo, tender los lazos necesarios para
enriquecernos a partir de la comprensión de los pueblos hermanos, y de sus diferencias
con el nuestro. A partir de allí, será posible la liberación, la verdadera emancipación
mental, que permitirá, teniendo como punto de partida el reconocimiento de lo propio y
de lo que hace latinoamericano a nuestro continente, la apertura al diálogo con los
pueblos que se han erigido a lo largo de la historia como nuestros conquistadores, y por
tanto, como superiores a nosotros. Si alcanzamos a tomar conciencia de que no somos
inferiores ni superiores a los demás, sino iguales, podremos llegar a la autoconciencia
necesaria como para intentar universalizar dicha convicción, en definitiva, llevar al
mundo la esencia de lo humano. Como mencionamos anteriormente, el oprimido no
conoce no ha conocido a lo largo de la historia otra forma de libertad que la de
convertirse en opresor. Cambiemos esta máxima, siendo libres conforme a nuestra
propia esencia la de ser distintos, asumiendo nuestra posición particular en el mundo.
No nos transformemos en opresores, en dominadores, dejemos de lado las concepciones
que nos señalan como inferiores o superiores, y aprendamos simplemente a ser
humanos, rindamos culto a nuestra humanidad. La conquista de América llevó primero
a la negación del alma del latinoamericano, luego, se nos negó la posibilidad de una
filosofía propia (y con ella, el derecho al Verbo) en tanto dependientes de otros
regímenes superiores. Pero si reconocemos nuestra igualdad a pesar de las diferencias
de circunstancias, el triunfo no será particular del latinoamericano, sino del género
humano. Existe una filosofía latinoamericana, una filosofía que tiene su origen
particular y que pugna por la liberación del hombre. Negarla, equivaldría a negar
nuestra humanidad.
Continuando con los vínculos entre filosofía y literatura que hemos llevado a cabo a
lo largo de este trabajo con el fin de mostrar que la reflexión no queda nunca restringida
al ámbito exclusivo de la filosofía (una expresa aquello sobre la que la otra medita)
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haremos referencia brevemente al aporte realizado por el llamado “realismo mágico”,
que dominó la narrativa latinoamericana durante por lo menos tres décadas (50, 60 y
70). Si bien los escritores (Carpentier, Rulfo, García Márquez) de esta corriente no
reconocieron, que sepamos, vínculos explícitos con el pensamiento de Zea, creemos que
es posible establecer algunos. En primer lugar, la preocupación que todos ellos
demostraron por la identidad latinoamericana y los modos de expresarla sin traicionarla.
Para ellos, tal como lo formuló Carpentier, dicha identidad consiste en el carácter
mestizo, no sólo racial sino cultural, de América Latina, del que ésta casi siempre se
avergonzó. De allí que, lo real-maravilloso constituya para ellos el carácter esencial de
América fruto precisamente de esa cultura mestiza que ellos señalaban. Lo real sería
todo aquello que es racionalizable y expresaría el componente europeo de nuestra
identidad. Lo maravilloso por su parte, es la manifestación de la mentalidad mítica
propia de indios y negros que, por lo general, fue menospreciada por la intelectualidad
latinoamericana en su afán de negar todo lo que les parecía bárbaro por ser inadmisible
desde una perspectiva europea. Como el nombre mismo de la corriente lo indica, estos
escritores pretendieron captar y expresar todos los componentes de la identidad de
nuestro continente y no privilegiar unos sobre otros. Por eso junto a episodios reales
desde una perspectiva europea, racional y positivista, narran otros que reflejan las
creencias y modos de entender el mundo propio de las razas oprimidas y postergadas de
América. Así por ejemplo, en “Pedro Páramo” de Juan Rulfo, la acción transcurre en un
pueblo (Comala) habitado por las almas de sus pobladores muertos, lo cual entronca con
la vieja concepción azteca de que no existen fronteras tajantes entre la vida y la muerte.
“La comprensión del pasado es la clave para la salvación del presente”, afirmaba
Zea, y la narrativa del realismo mágico apunta en esa misma dirección. Si las almas en
pena de la novela de Rulfo no consiguen alcanzar la paz en la muerte como no fueron
capaces de ser libres en vida es porque nunca llegaron a conocerse a sí mismas y
dejaron que otro (Pedro Páramo) decidiera por ellas. La razón histórica que Zea
reivindica y la concepción de lo real-maravilloso como identidad de América Latina dan
la impresión de ser dos caras de una misma búsqueda: la de ser nosotros mismos a partir
del conocimiento y la aceptación de lo que somos.
Por tanto, si América Latina continua renegando de su pasado, dejándolo en el
olvido, le resultará imposible ser libre en el presente. La comprensión de ello hace que
la filosofía permita al hombre y al continente liberarse de su dependencia europea. En
consecuencia, es necesario que el latinoamericano se reconcilie con sus orígenes para
que pueda continuar avanzando hacia un futuro que se le presente como liberador. Es
preciso de acuerdo con la filosofía de la liberación pregonada por Zea que el hombre
comprenda las circunstancias propias del contexto en el cual se encuentra, que aprecie el
lugar que le ha sido otorgado en el mundo para luego a partir de ese reconocimiento
caminar hacia un futuro de libre convivencia entre los diferentes. No debemos negar
aquello que nos pertenece y admirar sin sentido crítico lo que nos es ajeno, sino valorar
lo propio y considerar lo distinto en la medida en que pueda enriquecer lo que es
nuestro.
La filosofía latinoamericana no sólo es posible, sino que existe en la medida en que
tomamos conciencia de todo ello. Negar la existencia de una filosofía propia sería lo
mismo que negar nuestra esencia, que negarnos a nosotros mismos como seres
humanos. En otras palabras constituiría un retorno a las estructuras coloniales, en donde
nos veríamos nuevamente rindiendo cuentas a las naciones dominantes acerca de
nuestra propia humanidad, adaptándonos a sus categorizaciones para ser reconocidos
dentro del “nuevo orden mundial” que ellas mismas dictan.
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La filosofía es expresión de nuestra propia esencia, de la libertad y de aquello que
nos hace ser como somos.
El pueblo latinoamericano no puede dejar atrás su pasado, porque ese pasado
constituye su propia historia, la que hace posible y ayuda a comprender su realidad
actual.
La filosofía por tanto existe en nuestro continente, es filosofía de determinada
circunstancia, es filosofía latinoamericana, expresión de un pueblo con una historia
peculiar, realidades propias y diferenciadas de otros pueblos, circunstancias históricas,
que le han impreso ciertas características que le son inherentes.
Esa filosofía responde a determinadas preguntas que competen a una realidad
histórico-social y a un contexto espacio- temporal propios, lo cual no le quita su carácter
de universalidad en la medida en que esos problemas constituyen problemas del ser
humano, en tanto sujeto universal. Es necesario convertir la pregunta de Salazar Bondy
no en una negación por lo que se pregunta, sino en una pregunta retórica, ¿es posible
una filosofía latinoamericana? A lo que respondemos, sí lo es, en la medida en que la
filosofía parte de un sujeto pensante y racional que se relaciona con su entorno, con la
naturaleza, con sus pares y especialmente con sus particulares circunstancias.
El latinoamericano en tanto hombre tiene la capacidad de crear como cualquier otro
ser humano, no sólo puede imitar otros modelos como se creyó durante mucho tiempo,
sino que también puede mirar sus propias circunstancias aprender de su historia, de los
modelos ajenos, y crear los propios, imprimiéndoles a éstos el sello característico del
especial contexto en que su filosofía es producida.
En la línea de Zea, su compatriota Carlos Fuentes afirma:
“Necesitamos al otro. Nadie puede ver una realidad completa por sí sólo.
Necesitamos al otro para completarnos a nosotros mismos. Si rehúso al otro –distante
de mí, detrás de mí, o muy por delante de mí – minimizo mi propia integridad. Cada
uno de nosotros sólo es único porque hay otro, distinto de nosotros, ocupando otro
tiempo y otro espacio en el mundo” (Fuentes: 2000, 25).
La literatura otra vez, ahora en las palabras del gran novelista mexicano, demuestra
caminar en la misma dirección que la filosofía. Y esa preocupación común,
seguramente tiene su origen y su motor en el hecho de que, desde su ingreso al ámbito
de la historia y la cultura occidental, América Latina cargó con el peso de ser en el
sentido peyorativo de la palabra, el “otro”, en nuestro caso el “salvaje”, primero para
sus conquistadores y después, lo que es peor aún, para sí misma. Del menosprecio de
unos, brotó la enajenación de nos-otros. Incluso al comienzo, cuando el descubrimiento
y en los primeros tiempos de la conquista fuimos por decirlo de alguna manera, “otro”
otro, ya que los españoles trataban de acomodar nuestra imagen a las de su propio
imaginario: personajes de la mitología clásica, de la religión cristiana o de las novelas
de caballería. La gran ironía consiste en que para poder ser otro primero tuvimos que ser
otro “ficticio”. T. Todorov lo deja en claro con absoluta lucidez, cuando se refiere a la
actitud de Colón frente a la realidad americana: “No se preocupa por entender mejor las
palabras de los que se dirigen a él, pues sabe de antemano que va a encontrar cíclopes,
hombres con cola y amazonas, Bien ve que las sirenas no son, como se ha dicho,
mujeres hermosas; pero, en vez de concluir que las sirenas no existen, corrige un
prejuicio con otro: las sirenas no son tan hermosas como se supone” (11987:25). ¡Y
pensar que los latinoamericanos, metafóricamente hablando, nos hemos pasado siglos
tratando de demostrar que podemos ser sirenas tan lindas como las que no existen en
Europa!
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Fuimos otro mitológico (la versión degradada y decepcionante de la mitología
clásica) antes de poder ser aceptados como otro real, aunque inferior por supuesto. Y,
desde entonces, no hemos podido perdonarnos no estar a la altura de los paradigmas
ajenos que hemos hecho nuestros para seguir descalificándonos, como antes lo hicieron
ellos y aún lo continúan haciendo, y perpetuarnos así como los otros de nosotros
mismos, como los que somos y nos avergüenza ser. Si Colón, en su relación con los
indios, según lo señala Todorov “en realidad, nunca sale de sí mismo” (1987:49), los
latinoamericanos, a lo largo de la historia, hemos estado compulsivamente fuera de
nosotros mismos. Hemos sido Colón para nosotros mismos. Por eso no puede extrañar
ahora esa tremenda necesidad, a la que dieron voz Zea y tantos otros intelectuales de
distinta manera, de retornar a nosotros mismos, no para encerrarnos en una rencorosa y
autocomplaciente reivindicación de nuestra identidad, como sucede en muchas
ocasiones, sino para encontrarnos a nosotros desde nosotros y, a partir de allí, estar en
condiciones de relacionarnos con él (los) otro (otros) sin complejos de inferioridad ni
tampoco resentimiento estériles.
En la conclusión, no queremos dejar de poner en práctica lo que hemos tratado de
analizar y valorar en Zea: la conjunción enriquecedora de lo otro con lo nuestro.
El gran poeta inglés John Donne (1572-1630) escribió:
“Ningún hombre es en sí equiparable a una Isla;
todo hombre es un pedazo del Continente, una
parte de Tierra Firme (…)
La muerte de cualquier hombre me disminuye
porque soy una parte de la Humanidad.
Por eso no quieras saber nunca
por quién doblan las campanas;
¡están doblando por ti…!”
Sólo en la conciencia de la humanidad compartida es posible integrar fecundamente
las diferencias.
Por otro lado, queremos mencionar la evocación que hace Carlos Fuentes de un
episodio del mito sobre el dios Quetzlcoatl, cuando este queda anonadado al contemplar
su cara en un espejo (“Siendo un dios, creía que no tenía rostro”, acota Fuentes
[2000:11]) y, tras emborracharse y cometer incesto (otras tantas negaciones) se marcha
de México. Buena parte de las desgracias de nuestra América han tenido como origen,
justamente, ese rechazo a mirar nuestro rostro, a aceptar lo que somos, en lugar de huir
de nosotros mismos. El problema es que mientras continuemos haciéndolo, seguirán
viniendo los Hernán Cortés a usurparnos el rostro.
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Bibliografía
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