Esperando a Godoy Un escenario vacío salvo por unos cuantos cacharros, muy temprano en la mañana de un agosto lento, alguien, entre sueños, arrima las butacas hasta llegar al interruptor. Luz. A pesar de que las gruesas cortinas de terciopelo se la tragan toda, las sombras se han disuelto y el perfil de ese alguien revela una nariz larga rematada en una punta curva, así como un par de pómulos brillantes. Lleva una escoba como espada en la derecha y en la izquierda, lo que vendría a ser el escudo, un balde grande de color rojo. Arrastra los pies, pero esquiva los trastos, las sillas tumbadas, los retazos de tela, las maderas coloreadas con nubes y soles o negras noches o ciudades futuristas o aldeas, esquiva, en fin, con destreza, de memoria, aburrido. Debajo del sofá tan gordo como viejo y polvoriento que tiene que sacar sí o sí del escenario para colocar, en su lugar, un árbol, duerme una gorra militar casposa. La recoge, la mira, se la coloca. En su cabeza cobra nueva vida; la escoba deja de ser escoba y se vuelve escopeta, y el balde… el balde sigue siendo balde. No importa. Le divierte estar uniformado. Pum, pum, mata un par de maniquíes baldados. Nadie de la compañía lo sabe, pero él, tras bambalinas, entre órdenes que lo dotan de fugaz importancia a la vez que lo disuelven en su insignificante rol de utilero, punto prescindible de equilibrio imprescindible en la caótica intersección de necesidades disparadas al aire, sueña cada traje que los otros utilizan y desechan como segunda, tercera, enésima piel, sueña cada personalidad asociada a cada uno de esos trajes que por arte de una magia adulta y consentida, permite que los actores, los gómez, los pérez, los rodríguez como él y como tantos sean Orfeos, Falstaffs, Tiresias, porque sí, se ha aprendido los nombres de los personajes que lo emboban igual que los burgueses o aburguesados se aprenden los nombres de las residenciales donde aspiran a vivir cuando se jubilen y estacionen por fin el trasero diligente. Y también algunos trozos de parlamentos, algunas frases Reforma tu cara, yo reformaré mi vida, lanza al aire, paladeando una de sus favoritas antes de notar que en ese momento es militar y que más le convendría hincar el silencio de aquella casona con un rotundo Enfrentamos esta noche la muerte para que mañana nuestro país amanezca más vivo. Desde el otro lado del escenario, la parte más negra reacciona ante la arenga con un grito desmedido. Lo han comprendido a la perfección. Lo han comprendido todos excepto uno, que esa noche esperará a que se duerma en su tienda bajo una luna llena perfecta y amparado por la euforia contenida de todos irá a matarlo mordiendo el acero de un puñal. Él no lo sabe. Es decir, sí, pero solo ahora cuando es el traidor y se agazapa con la gorra volteada a olfatear la noche hasta el lecho de su líder, olor fuerte de tabaco cubano, sudor, olor a mujer y hierbas, los cuerpos entrelazados en el más profundo de los descansos: con él es práctico, dos golpes hondos en el pecho; a ella, en cambio, le ahoga un grito pasando la hoja de un lado al otro de su cuello. Nunca lo ha hecho, pero, ya cumplido el objetivo, no puede impedir, antes de regresar al marasmo de lo que le resta de día, echar un vistazo al rostro del líder. Muerto, ojos bien abiertos. La coda de la historia es simplemente mecánica, y le compete a él como a un perro cubrir de tierra su tesoro de huesos: una soga, la noche otra vez, una viga, el final de todo traidor. *** Horas más tarde, el sol apenas brilló, al no tener otra alternativa, sobre lo nada nuevo. El teatro Caja China había abierto sus puertas a las gentes y sus domingos a cuestas. Estragón y Vladimiro y más atrás Pozzo y Lucky y un muchacho husmeaban las butacas donde decaía un anciano y un par de señoras reconstruían chismes con histriónico entusiasmo. El anciano se aferraba a un abrigo terroso, que le llegaba hasta las rodillas y parecía excederlo en todas sus medidas. La función comienza en un cuarto de hora y nada, ¡Oh!, no tengo miedo, llegaré. Pero quiero ser breve porque se hace tarde. Díganme el medio de ser breve y al mismo tiempo claro. Déjenme reflexionar, repasa Pozzo ¿Habrá tiempo para un cigarrillo? Habrá, seguro que sí. Pitaban alternativamente uno, dos cigarrillos, cuando llegó un grupo de muchachos, parecen universitarios, especuló Estragón, conversan sobre dios sabe qué, de qué hablarán ahora los universitarios, Pozzo asintió con la cabeza, encogió hombros, mordió una uña, otra, botó el humo, se rascó apurado uno de los omóplatos como si la picazón pudiera escapársele sin remedio, quizá lleguemos a veinte personas esta vez, no estaría nada mal, se frotaban las manos ansiosos, fijos en el reloj de arena que eran entonces los sesenta asientos poco a poco copados por la llegada de espectadores. No, no creo que veinte, se han estancado en quince y ya hay que comenzar. ¿Has visto a Godoy?, preguntó de pronto Lucky, inquieto, ¿quién es Godoy?, falazmente intrigado habló Estragón, es el utilero, tiene que encender las luces y manipular el telón y no logro recordarlo, interrumpió Vladimiro, ni yo, se sumó Estragón y añadió pero no es nada que tú no puedas hacer hasta que aparezca, a lo que Lucky respondió con un dedo medio. Diecinueve personas. Se abre el telón. Camino en un descampado, con árbol. Atardecer. Estragón, sentado en el suelo, trata de descalzarse con ambas manos. Se detiene, agotado; descansa, jadeando; vuelve a empezar. Igual juego. Entra Vladimiro. La obra prosigue sin complicaciones hasta la parte esta del primer acto: VLADIMIRO.-Cuestión de temperamento. ESTRAGÓN.-De carácter. VLADIMIRO.-No hay nada que hacer. ESTRAGÓN.-Por mucho que uno se mueva. VLADIMIRO.-Cada uno es como es. ESTRAGÓN.-Y no sirve darle vueltas. VLADIMIRO.-EI fondo no cambia. ESTRAGÓN.-No hay nada que hacer. (Ofrece a VLADIMIRO lo que queda de zanahoria) ¿Quieres acabártela? Se esperan ruidos, pero no se oye nada. Silencio. Un instante fuera de sus papeles, dejan el desierto de lenguaje para regresar a las butacas y al olor a baño de aquel pequeño y suburbano teatro. El anciano y su abrigo vuelven a resaltar. ¿Duerme o su rostro es esa gran arruga? Aguzando la vista podrían saberlo, pero es entonces que Pozzo les hace gestos que no entienden. Significan no puedo salir a escena, porque me falta algo, pero para ellos bien puede ser se ahoga un gato o las manos me están creciendo. ¿Q-u-é s-u-c-e-d-e? abre los ojos inmensos Vladimiro cada vez menos Vladimiro y Estragón hace una variación de su último parlamento, hace tiempo, antes de mirar también a Pozzo y ser cada vez menos Estragón. Por fin uno de ellos, pretextando cualquier acción fuera del papel, sale del escenario y confronta a Pozzo que debió salir minutos atrás arreando a Lucky con un látigo. -No puedo salir a escena. -¿Por qué? -No está Godoy. -¿Quién es Godoy? -¡El utilero! -Cierto, cierto, el utilero. ¿Para qué lo quieres? -La soga. No está la soga con que atar a Lucky.