Corrupción, Ética y Democracia Nicolás López Calera 4 CORRUPCIÓN, ÉTICA Y DEMOCRACIA NUEVE TESIS SOBRE LA CORRUPCIÓN POLÍTICA NICOLÁS LÓPEZ CALERA La tesis metodológica Ninguna teoría de la corrupción política puede ser estrictamente científica. Qué es la «corrupción política» es un problema ideológico, cuyo tratamiento depende de la cosmovisión y de la experiencia del teórico. Obviamente no es posible, pues, un concepto universal. Cualquier definición estará condicionada, será relativa y cuestionable. Lo que sigue a continuación tiene como referente principal la historia política española de los últimos años. Por otro lado, en un trabajo de esta índole quedan muchos conceptos sobreentendidos y sin suficientes precisiones. Es una licencia metodológica disculpable por circunstancias de espacio editorial. El concepto general de corrupción política El concepto general diría así: la corrupción política es toda transgresión de normas dentro de un determinado orden social, en este caso, de una sociedad política como totalidad organizada y volente de una cierta racionalidad, transgresión que cuestiona en alguna medida la supervivencia razonable de esa totalidad. La perspectiva normativa dirá que la corrupción política es un atentado o transgresión de unas determinadas normas, principios y valores que se consideran importantes para la existencia y mantenimiento de un orden social justo y razonable y, en consecuencia, digno de ser vivido. Esta primera aproximación al concepto plantea el primer gran problema: qué clase de normas han de ser violadas para que se pueda hablar de corrupción y no de otros fenómenos sociales patológicos. Inicialmente la corrupción política puede ser entendida como violación de normas jurídicas y también morales. Se podría decir —con cierta ironía— que la corrupción política es como un conjunto de pecados y delitos que no siempre se pueden probar y que amenazan con extenderse por todo un tejido social, económico y político-estatal. La corrupción puede ir, por tanto, desde la desmesura (¿inmoralidad?, ¿imprudencia?) en el uso de fondos públicos hasta la compra (ilegal = delito) de decisiones políticas (generalmente de contenido económico). La corrupción política tiene que ver, indudablemente, con problemas normativos. Es evidente que la corrupción aquí tratada se refiere a la vida política y, sobre todo, se especifica por los sujetos-protagonistas de su producción. Se entiende la «vida política» como vida pública, esto es, lugares, sedes e instituciones en los que están comprometidos intereses públicos o generales. Se podría restringir el sentido de «vida política» a la vida institucional de los distintos aparatos del Estado y a las conductas de sujetos que intervienen en la vida política institucional, esto es, dentro de los aparatos del Estado, bien como gobernantes o bien como oposición. Pero parece que la indignación social puede ir más allá de la estricta vida política. La corrupción de un Rector de Universidad también se puede entender como corrupción política. 1 Corrupción, Ética y Democracia Nicolás López Calera El concepto de corrupción política implica también aspectos cuantitativos. Desde la cantidad, hay otra característica importante a resaltar: la corrupción significa un cierto desorden social que tiene el riesgo de extenderse. Tal desorden tiende a la expansión, lo que hace que se valore más negativamente. Se habla de corrupción política cuando se detecta que hay desviaciones morales y jurídicas graves bastante generalizadas. Desviaciones (morales o jurídicas) puede tenerlas todo sujeto colectivo. Lo que la corrupción manifiesta es una tendencia a la generalización, una patología que amenaza con extenderse por todo el tejido social. Desde una perspectiva cognitiva, la corrupción se caracteriza por ser transgresiones que tienen una dosis alta de clandestinidad, de ocultismo y de falta de pruebas. Parece que hay más de las que se pueden probar y por ello crean un grave desasosiego e indignación social. Por otro lado, la actualidad del problema deriva también de otros aspectos cognitivos. Es cierto que siempre ha habido corrupciones políticas. Las corrupciones son, en definitiva, enfermedades sociales y todas las sociedades, como los individuos, han sufrido alguna enfermedad, esto es, alguna clase de corrupción política. Sin embargo, lo que quizá caracteriza a nuestro tiempo es una mayor conciencia y conocimiento de ese mal social, porque estamos en sociedades democráticas y avanzadas, donde todo (lo político) se conoce mejor y, además, se exige un mayor nivel de «salud social» que en sociedades autoritarias y subdesarrolladas. En relación a esa conciencia y conocimiento, una de las preguntas que resulta inevitable plantear es si realmente hay hoy más corrupción que antes o es simplemente que se conoce mejor. Es posible contestar afirmativamente a ambas partes de la pregunta (esto es, que hay más corrupción y que se conoce mejor) o sólo a una parte (no hay más corrupción, simplemente se conoce mejor). Es muy difícil, de todas maneras, saber si hay más, porque no hay estadísticas respecto a tiempos y circunstancias distintos, y las que hay no son fiables. De todos modos parece claro que hoy se exigen niveles superiores de salud social (más prevención y terapias más fuertes). La mayor sensibilidad, conciencia y conocimiento de lo que debe ser y es un orden social hacen más exigentes a las sociedades avanzadas e incluso generan una especial preocupación y recelo de que ese tipo de mal social se extienda hasta límites intolerables que podrían cuestionar gravemente el sistema como sistema democrático. La «sensibilidad democrática» es, pues, una de las motivaciones más fuertes que han servido para alertar sobre la corrupción política. Un concepto restringido Sin embargo, es posible entender también la corrupción política, en un sentido más restringido, como el aprovechamiento de un cargo o función pública en beneficio de intereses privados, particulares o compartidos. Tal concepto forma parte de la inmoralidad política, es un tipo de desviación de las conductas de los políticos respecto a determinadas (no cualesquiera) normas morales. Toda corrupción política es una inmoralidad política, pero no toda inmoralidad política puede entenderse estrictamente como una corrupción. Hablar a fondo sobre y en contra de la corrupción política es hablar, en definitiva, de la inmoralidad de los políticos. En mi opinión, la corrupción política dice fundamentalmente más de la inmoralidad de los políticos que del uso ilegal del poder. Porque si aquélla no es un delito, no le queda ser otra cosa que una inmoralidad. Reconozco que este concepto restringido amplía excesivamente el campo de su aplicación, pero también detecto otro dato: me parece que el problema de la corrupción política preocupa a la 2 Corrupción, Ética y Democracia Nicolás López Calera ciudadanía como un fenómeno de inmoralidad política. Es evidente que no cualquier inmoralidad de los políticos interesa a una sociedad democrática y pluralista. No toda transgresión moral es percibida como corrupción política (por ejemplo, el abandonar los deberes familiares). Por ello hay que hacer muchas precisiones al respecto. En primer lugar, hay una tesis que casi resulta obvia, pero que no estorba recordar. En los Estados democráticos de Derecho toda política está sometida necesariamente a una moral mínima, socialmente aceptada, que es el derecho. Esta tesis significa que siempre hay «algo de moral» en la política. A pesar de todos los realismos políticos (amorales), lo que parece claro es que la política, como toda práctica humana, no es pura espontaneidad volitiva, esto es, no consiste en hacer lo que se quiera, ni está regida absolutamente por la ley del más fuerte. En toda política, al menos en una sociedad mínimamente avanzada, hoy se respetan unas reglas preestablecidas que expresan, entre otros, valores morales fundamentales para amplios sectores sociales. La moralidad básica de la política es, en definitiva, «el principio de legalidad», que vale para todos y también para los políticos. La existencia del derecho es una forma de asegurar que determinados contenidos morales van a ser respetados o se va a intentar que se respeten a través de un aparato de fuerza organizado como es el derecho. Así lo expresa el artículo 9.1 de la Constitución Española de 1978: «Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico». Evidentemente la corrupción política puede ser delincuencia. O en otras palabras: la delincuencia política (delitos cometidos por políticos en el ámbito de sus actuaciones como sujetos públicos) es una forma (la más radical) de corrupción política. Los políticos —como cualquier otro ciudadano— serán corruptos en ese sentido radical del concepto si no respetan la legalidad vigente. Ahora bien, salvo casos excepcionales de desintegración social, los políticos no suelen ser en este sentido corruptos, esto es, no son delincuentes. Los políticos suelen cumplir —salvo esas excepciones individuales que los convierten en puros delincuentes— con esa «moralidad primera», esa moralidad asumida y expresada como voluntad general que es la ley. Sin embargo, se puede partir de un supuesto razonable: no todo lo que «debe hacerse» (por los políticos o por cualquier ciudadano) está recogido por el derecho. Hay muchas «normatividades» concéntricas y tangentes que determinan la conducta humana. Lo que está claro hoy es que el derecho no regula tantos ámbitos de la práctica humana como controlaba (junto a la política) en otras épocas, cuando llegaba hasta controlar las conciencias. Es una evidente y común convicción de nuestro tiempo que el derecho no está para hacer «buenos» a los hombres en un sentido estrictamente moral. Hasta el mismo Tomás de Aquino ya decía que «la ley humana no prohíbe todos los vicios de los cuales se abstienen los virtuosos, sino sólo los más graves, aquellos que la mayor parte de la multitud puede evitar, y sobre todo los que van en perjuicio de los demás, sin cuya prohibición la sociedad humana no podría sostenerse». La necesidad de formular un concepto restringido deriva de que hay una amplia opinión pública que entiende que la corrupción política es algo más que simple delincuencia. En este sentido, el problema más específico que se plantea es si los políticos han de cumplir y respetar otras reglas, además de las jurídicas, esto es, unas llamadas reglas morales, normas que prohíben o mandan — según ciertos sectores sociales— cosas que no están prohibidas o mandadas por el derecho. En otras palabras, la cuestión más debatida es si los políticos tienen «deberes morales» que «no tendrían jurídicamente que cumplir». El problema es, en otras palabras, si la moralidad de los políticos (no 3 Corrupción, Ética y Democracia Nicolás López Calera su simple legalidad) es una exigencia no sólo privada, sino pública, esto es, una exigencia que puede ser planteada por los ciudadanos (por el público). En principio parece que la opinión pública, la ciudadanía, exige que los políticos sean no solamente «legales» sino también «morales», es decir, que respeten algunas normas que no son jurídicas, normas que se llaman —quizá sin mucho rigor— normas morales. Exigir que los políticos respeten también determinadas reglas morales tiene —se dice— muchos riesgos. Parecería como promover tiempos ya superados. Tal exigencia social, sin duda discutible en sí e indeterminada en su alcance, es un fenómeno social perfectamente constatable. Sin entrar a discutir ahora si está justificada tal exigencia y a qué fines sirve, están claras dos cosas: primera, que la opinión pública y la ciudadanía plantea frecuentemente esta exigencia; segunda, que no se sabe exactamente cuáles son esas reglas morales que deben complementar las reglas jurídicas y conformar las conductas de los políticos. Resulta, pues, inevitable preguntarse si hay una ética política, si hay una moral específica para los políticos y, en última instancia, si se pueden justificar morales especiales según los status o las funciones de determinados individuos, o si hay una moral para todos (políticos y no políticos). ¿Qué normas morales? ¿Por qué y para qué moralizar la política? En principio, parece razonable hablar de «morales especiales» o «morales profesionales» frente a una moral común. La moral ordinaria, como ha señalado Garzón Valdés, sería aquella que responde a las características básicas de todo ser humano, mientras que la moral profesional deriva de la especificidad de determinados papeles y status sociales, moral que permite la realización de actos que desde el punto de vista de la moral ordinaria estarían prohibidos (o mandados). Así se habla de la moral del médico, del abogado, del magistrado, del militar, del sacerdote. A este respecto parece relativamente coherente afirmar que no es posible una coincidencia plena entre una moral de lo privado (de los ciudadanos como sujetos privados) y una posible moral de lo público (de los políticos como sujetos públicos). Quizá haya una razón importante —entre otras razones— que explica que haya morales diversas o «situacionales» y es que no hay principios morales incondicionados (se puede mentir para salvar a un inocente). Lo político (como lo militar, como lo sacerdotal, etc.) condiciona y transforma los principios morales más generales o comunes. Así, los deberes de la vida pública se pueden enfrentar a los deberes de la vida privada, como chocan la lealtad a los amigos y el deber de imparcialidad propio de la vida pública. Garzón Valdés recuerda aquellas palabras de Sartre en Les mai- nes sales: la ética de la política no es la propia de los santos o de los faquires. En este orden de cosas resulta casi inevitable recordar —aunque sea brevemente— la distinción de Max Weber entre una ética de la convicción y una ética de la responsabilidad. Es sabido que, en su famosa conferencia titulada «La política como vocación» (1919), Max Weber expresaba la diferencia entre una ética «a cósmica» (fuera del mundo), como podría ser la del Sermón de la Montaña y que nos ordena —decía— «no resistir el mal con la fuerza», y una ética política, en la que tiene validez el mandato opuesto: «has de resistir al mal con la fuerza, pues de lo contrario te haces responsable de su triunfo». Según Weber, toda acción puede ajustarse a dos tipos de ética, bien a una ética de la convicción o bien a una ética de la responsabilidad. La ética de convicción es una ética de principios, incondicional: obra bien y deja el resultado en las manos de Dios o a la 4 Corrupción, Ética y Democracia Nicolás López Calera responsabilidad de los demás. La ética de la responsabilidad insta, sin embargo, a tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción. Por la fecha de esta conferencia (1919) no es extraño que Weber tuviera especiales recelos contra las éticas de la convicción que promovían «profetas quilaticos». Según Weber, la política se hace con la cabeza, pero no solamente con la cabeza. En esto tiene razón la ética de la convicción. Pero recela de las éticas de la convicción y más particularmente cuestiona su «solidez interior». No se fía de los que postulan esa ética, pues son como «odres llenos de viento que no sienten realmente lo que están haciendo». Sin embargo, admira al hombre maduro que siente la responsabilidad por las consecuencias. En suma, parece razonable que la ética de los políticos, o una ética política, no se puede identificar en términos absolutos con la ética de los privados. Hay coincidencias, pero también hay grandes diferencias. Sean de una moral común y/o de una moral especial, la pregunta es inevitable: ¿Cuáles son esas normas morales que pueden llevar, en caso de ser incumplidas, a la llamada «corrupción política», y no a una simple «inmoralidad»? Esto es, ¿qué normas morales deben cumplir los políticos, más allá del respeto del principio de legalidad, del derecho entendido como expresión de una moralidad mínima para la convivencia justa? Meterse a construir y fundamentar códigos morales ha sido siempre una insensatez. Elaborar un código moral para los políticos es como una especie de «imposible medieval». Debemos reconocer que no hay un procedimiento legitimado para determinar de modo concreto una moralidad pública que vaya más allá del derecho. Sin embargo, hay una experiencia política y moral, de la que se pueden obtener algunas «pistas» o criterios para entender qué clase de «inmoralidad» constituye la corrupción política. De todos modos convendría recordar una de las advertencias metodológicas indicadas al principio: cada sociedad política tiene experiencias propias y normas morales propias para someter a juicio a sus políticos. No se puede generalizar. En la política norteamericana la infidelidad conyugal suele inhabilitar frecuentemente para la práctica política de gran altura. La infidelidad de los políticos se entiende allí como un género de corrupción que sin duda les afecta en su carrera política. En España, las inmoralidades de los políticos se entienden de otra manera. Aquí los políticos infieles existen y no les pasa (políticamente, al menos) nada. Aunque —insisto— no se pueden hacer códigos de ética política, hay convicciones morales bastante generalizadas y que pueden empíricamente constatarse como que afectan a la vida política. La sociología política podría indicar algunas «pistas morales». La opinión pública indica, por ejemplo, que los políticos debieran cumplir las promesas electorales, que no debieran asignarse salarios y dietas desproporcionados, que no debieran utilizar los fondos públicos para gastos lujosos y suntuarios, que no debieran favorecer a compañeros de partido, a amigos y parientes para cubrir cargos de libre designación, que no se insultaran entre sí, que no mintieran, que no antepusieran sus intereses privados o partidistas a los intereses generales, etc., cosas que hacen y que no son delitos. En definitiva, tal moralización apunta a valores como la austeridad, la solidaridad, la veracidad, el buen ejemplo, etc., de los que depende, según la ciudadanía, una política más razonable. No obstante, esta moralización de la vida política no pretende ser indiscriminada, totalizante, ni pantomima. Esto es, indudablemente debe tener unos límites. Los referentes empíricos antes señalados aclaran bastante. Porque conviene advertir que también una opinión 5 Corrupción, Ética y Democracia Nicolás López Calera pública, en determinados contextos, puede manifestar, por ejemplo, actitudes racistas o aplaudir la necesidad de implantar la pena de muerte. Es decir, conviene avisar sobre el riesgo del «efecto deslizante» de tal moralización de la política. De todos modos, resulta difícil imaginar que en una sociedad democrática avanzada se pueda producir tal «deslizamiento» hacia a una moralización pre moderna de la vida política, como aquella que llevó a que el poder político fuera el brazo armado de una moral, de una religión y de una iglesia, e incluso a que se cometieran magnicidios en razón de que «el político» había incumplido la ley de Dios. Menos corrupción: la democratización no jurídica La importancia de la moralización de la política como superación de la corrupción política (no de la simple delincuencia de los políticos) reside en que puede ser una vía positiva para alcanzar una mayor sintonía entre representantes y representados y también para buscar una vida social más razonable y no sólo simplemente más justa. Lo que esta moralización parece exigir a los políticos, por la vía de la crítica pública, es que sintonicen más con valores e ideales sociales mayoritarios, que no han sido recogidos por las normas jurídicas, pero que sirven a una mayor eficacia del ordenamiento jurídico y para crear unas condiciones más favorables de convivencia política. Este tipo de «moralización común» de la vida política, una moralización sin duda muy ingenua, sería algo así como un ejercicio de «democratización no jurídica» de la vida política. En este sentido «ser moral» significaría «ser más democrático», esto es, sintonizar mejor con las exigencias morales (no jurídicas) que derivan de los modelos de praxis social (sectoriales y globales) mayoritariamente compartidos y que no pueden contenerse lógica y razonablemente dentro de un ordenamiento jurídico. El camino más razonable para responder a esa exigencia social de una cierta moralización de la vida política es demandar a los políticos una mayor «sensibilidad democrática», una sensibilidad que les permitirá no vivir ciegamente la política y que les orientará sobre cómo deben actuar más allá de lo que las leyes exigen y de acuerdo con lo que quiere su pueblo. Por otro lado, hay un camino relativamente claro para saber cuáles son esas exigencias morales de la ciudadanía: escuchar las críticas y los deseos que, en una sociedad democrática y pluralista, va manifestando aquélla, bien directamente, bien por medio de instituciones públicas, movimientos sociales, asociaciones privadas, medios de comunicación social, etc. Esas críticas políticas formularán, frecuentemente en términos de «deber ser» (exigencias morales), lo que los políticos han de hacer más allá de las estrictas exigencias jurídicas. En cualquier caso, la sintonía «moral» de los políticos con las mayorías sociales y, sobre todo, sus «deslealtades morales fuertes» se constatarán en las elecciones periódicas o en las consultas directas. Es decir, cuando los políticos no hacen lo que «deben» (moralmente hablando) reciben su «castigo» a través de una cierta «deslegitimación» que puede consistir, en última instancia, en recibir menos votos en unas próximas elecciones. Sin embargo, los sistemas electorales juegan aquí un papel importante. El sistema de listas abiertas permite un «castigo» más personal o individualizado, esto es, «sentencias» de culpabilidad político-moral. Los sistemas de listas cerradas sólo permiten «castigar» al partido político. Más allá de estas reacciones negativas del sistema jurídico-político es difícil encontrar soluciones al problema de la corrupción política. 6 Corrupción, Ética y Democracia Nicolás López Calera La democracia inocente: el sistema bajo sospecha Hay una tesis que conviene tener en cuenta sin ningún género de duda: la causa de la corrupción política y de su expansión como mal social no es la democracia. Sin duda que la democracia, como ha sostenido Norberto Bobbio, lleva sobre sus espaldas un cargado saco de paradojas y de promesas incumplidas. Es difícil realizar los principios democráticos en sociedades muy complejas, en sociedades de masas y en estados fuertemente burocratizados y enfrentados a problemas de enorme envergadura técnica. La división de poderes no se realiza como idealmente pensaron y propusieron los clásicos de la democracia moderna. Por consiguiente, los controles jurídicos y políticos dentro de los Estados (sin duda democráticos) no son nunca perfectos. No es de extrañar, pues, que haya graves dificultades para evitar en términos absolutos la corrupción política (incluso la delincuencia política, esto es, que los políticos no cometan delitos). Además, un sistema efectivo de libertades (sobre todo de información, de expresión) suele desvelar más disfunciones y desviaciones en el ámbito político que en otros subsistemas, como serían el sistema familiar o el religioso. La corrupción política no es una consecuencia, al menos directa, de la democracia en sí ni de la democracia real. La corrupción política no es un motivo para cuestionar éticamente la democracia. Entonces, ¿por qué hay corrupción política? Quizá se podrían detectar algunas de sus causas en territorios no estrictamente políticos. La corrupción política nace fundamentalmente de las carencias e insuficiencias de la moral cívica y pública que necesita toda sociedad política si quiere sobrevivir. Las sociedades no sobreviven sólo por la existencia de un tejido jurídico-normativo. Necesitan también del tejido moral-normativo. La corrupción no podrá reducirse a límites tolerables mientras no haya un tejido social cosido por una moral cívica y pública en el ámbito político y más allá del ámbito político y entre todas las gentes, desde los políticos hasta los estudiantes de bachillerato. No hace mucho tiempo que el humorista Forges pintaba así la situación española: «Arquitecto que trapichea con las constructoras, indignado con la Corrupción política», «Tendero que usa balanza trucada, indignado con la corrupción política», «Piloto divorciado que no pasa la pensión a su mujer, indignado con la corrupción política», «Arcipreste que se niega a bautizar a “hijos naturales”, indignado con la corrupción política», «Periodista que cobra “sobres” de un banco, indignado con la corrupción política», etc. Y luego están los profesores de Universidad que no dan clase, los estudiantes que se copian, los defraudadores sistemáticos de Hacienda, los empresarios que han corrompido a los políticos corromperles, los ciudadanos que viven entre lujos y encima se quejan de «adónde vamos a llegar» cuando hay millones de parados y miles de seres humanos que se mueren de hambre todos los días, etc., etc. La corrupción política, aunque tenga sus especificidades, no es consecuencia de que los políticos son un grupo de degenerados que vienen de un planeta malvado. Hay que huir de un maniqueísmo injusto, que señalaría que los malos son siempre los políticos y los buenos los que están fuera de la política. Hay que huir, en definitiva, de lo que Meinecke llamaba la «satanización de la política», esto es, de la idea de que la política es mala por definición o que es una relación que lleva casi necesariamente a lo inmoral. En una política desarrollada con racionalidad democrática el trabajo del político suele ser un noble servicio a los demás, al interés general y está impregnado de un altruismo que está muy lejos de eso que se ha llamado la «erótica del poder». 7 Corrupción, Ética y Democracia Nicolás López Calera Las raíces de las «maldades sociales», incluida la corrupción, están en lugares más profundos. La corrupción política está precedida de otras anteriores y más graves que anidan en el corazón del sistema social y económico, de un sistema que, por ejemplo, consiente y facilita «corrupciones» como son las injusticias «totalizantes» (hambre, discriminaciones, violencias raciales, paro, etc.). Dentro de un sistema social hay instancias y estructuras de especial virtualidad respecto a la conformación moral de la vida política. En este sentido parece que la corrupción política se preconstituye en el mundo de lo privado, en esa sociedad civil que preexiste a la vida política organizada. Los políticos no nacen de la nada ni vienen de lugares especiales, sino que son personas que han sido formadas y determinadas por las exigencias de socialización de un mundo privado de enorme fuerza constitutiva para otras estructuras colectivas y públicas. Muchos de los vicios públicos son derivados de los vicios privados. En este sentido el sistema económico, regido por las leyes de la libertad y de la eficiencia, determina más las «formas políticas» que al revés. La competitividad feroz, el insaciable afán de éxito y de lucro, la desmedida afición al dinero etc., que son sin duda fuentes de energía para el mundo económico y empresarial (privado), son los grandes «valores» en los que se educa a los jóvenes. Éstos, cuando sean mayores y si se les ocurre asumir responsabilidades políticas, pueden terminar rompiendo las reglas establecidas para el juego público, según las cuales el interés público debe prevalecer sobre el interés privado. Los sinvergüenzas públicos no son sino los sinvergüenzas privados a los que les ha dado por comerciar con el bien común para su personal provecho. La corrupción política demanda reconsiderar, pues, cómo es y cómo funciona el sistema global en el que la política se inserta como una actividad más de los seres humanos. En este sentido valga la siguiente metáfora. Habría que preguntarse si el barco en el que hacemos la travesía de la historia hace aguas sólo por una parte importante de su casco que es la política (corrupciones), o tal vez habría más bien que preguntarse si el barco tiene más agujeros, es decir, si el sistema (el barco) en que estamos metidos hace aguas por más partes y por partes más decisivas para mantener su línea de flotación. Realmente no es correcto afirmar que la salud pública de una sociedad política depende fundamentalmente de lo que pasa en la arena política, en esa parte del casco (del sistema) que llamamos política. Las causas de la corrupción política están obviamente en la política, pero también más allá de ella. Pienso que se ha localizado demasiado rápidamente al «enemigo» y se le ha identificado con los políticos. Constato, a mí entender, un equivocado «encelamiento» con la política acusándola de ser como el lugar desde donde vienen todos los males públicos y también muchos de los males privados. Pienso que muchas veces no se tiene en cuenta que hay otros «subsistemas» dentro del sistema global o total (el barco) que son quizá más determinantes de que la cosa pública o política esté demasiado manchada de corrupciones. Ignacio Ramonet escribía recientemente, en un lúcido artículo titulado «Los nuevos dueños del mundo», que entre las personas que más influyen en el mundo ya no se encuentra ningún jefe de gobierno o de Estado. Hoy manda una nueva especie: los señores del dinero. 8 Corrupción, Ética y Democracia Nicolás López Calera Ejemplificación y des-moralización social De todos modos, no podemos engañarnos: la corrupción política es un grave mal social. La gravedad de la corrupción política nace de la importancia de «ejemplificación» que tienen los comportamientos de los políticos. Sus corrupciones tienen unas repercusiones que son superiores a las que pueden tener los actos de otros ciudadanos que pueden ser también corruptos. Pienso que la pérdida de credibilidad de lo público y, más particularmente, de lo político, cuando la modernidad había hecho un excepcional esfuerzo para implantar una alta dosis de racionalidad a través de la teoría del contrato y de los derechos individuales y, en definitiva, de lo que más tarde hemos llamado el Estado democrático de Derecho, es un hecho que debe preocupar profundamente. El daño que han hecho los corruptos de la política no ha sido todavía calibrado en sus verdaderas dimensiones. La corrupción política, más aún cuando llega a ser mera delincuencia común, está promoviendo una crisis de legitimidad en el Estado social y democrático de Derecho. De esa corrupción política provienen muchas de las críticas al Estado democrático. Las gentes se quejan —y con razón— de los políticos, pero terminan quejándose del Estado a quienes esos políticos dicen re-presentar. Su desvergüenza y su cinismo están llevando a implantar de nuevo la ley del más fuerte, que era propia de un estado pre-social, y están legitimando a esos «señores del dinero», que promueven sólo la eficiencia y la productividad y no hablan de justicia ni de solidaridad. Este desprestigio de la política y del Estado está haciendo que los centros de las grandes decisiones que afectan a intereses generales (transportes, salud, educación, comunicaciones, etc.) se ubiquen en el ámbito de lo privado, donde la racionalidad de las decisiones que afectan a esos intereses generales no se toman bajo las exigencias de la igualdad y de la publicidad, que son unas de las características más propias de un Estado democrático de Derecho. Por ello es necesaria la crítica política como crítica moral. Esta quizá sólo sirva para hacer más incómodo el trabajo de los políticos o tal vez, siendo optimistas, para rectificar sus comportamientos y hacerlos más cercanos a los intereses populares. Pero hay que evitar que la ciudadanía se «des-moralice». Cuando los ciudadanos ven que sus políticos, aun dentro de la más estricta legalidad, hacen cosas que les parecen poco correctas (como las ya relatadas al principio), se corre el riesgo de que la ciudadanía se «des-moralice», esto es, que pierda «la moral», la «buena voluntad» de colaborar al bienestar común, así como que no crea en los políticos, ni en lo que mandan los políticos, lo cual puede llevar incluso a un incumplimiento de las normas jurídicas, o al menos a hacer más difícil su cumplimiento. Pistas contra la corrupción Quizá una de las causas de las carencias morales de los políticos sea que éstos tienen demasiadas potestades discrecionales, esto es, demasiadas competencias que no están controladas por las normas jurídicas. Demasiadas libertades para un campo tan minado. Parece que en determinados ámbitos de la política reina con demasiada frecuencia el arbitrio o la discrecionalidad del político, esto es, su mera moral personal. Quizá una manera de conseguir una vida política más razonable, por menos inmoral, sería limitar el campo de las discrecionalidades y someter a un control jurídico o, más exactamente, a un control jurídico menos genérico y más eficaz, esas discrecionalidades para que fueran, valga la expresión, «menos discrecionales». La incorporación del tráfico de influencias como delito al código penal puede ser valorada como expresión de esta tendencia a reglar las discrecionalidades de los políticos. Si no se hace así en determinados ámbitos 9 Corrupción, Ética y Democracia Nicolás López Calera de la política, existe el riesgo de que la inmoralidad política se extienda, produzca una cierta inseguridad social y se reinstaure la ley del más fuerte (del más poderoso). Ahora bien, en medio de esa «marea legislativa» que marca también a las sociedades de fin de siglo, tal vez no serían necesarias ni convenientes más normas jurídicas. A pesar de la tendencia neoliberal a la «des-regulación», parece que sería razonable algún tipo de regulación jurídica que intentara evitar el uso de poder para intereses propios o impidiera conductas no concordantes con convicciones sociales mayoritarias. En este sentido, sería muy positivo el mayor rigor legal con relación a la diafanidad en el ejercicio del poder político. No es posible seguir admitiendo un Estado de Derecho con tanto ocultismo y de discrecionalidad en el ejercicio del poder, motivados por la burocratización y tecnificación de las «políticas» (policies). Diafanidad quiere decir que, en general y salvo excepciones, todo ejercicio del poder debe ser público, a la vista del público. Ya lo dijo Kant hace muchos años: «Las acciones referidas al derecho de otros hombres, cuyas máximas no admiten publicidad, son injustas». La sociedad tiene que saber, con luz y taquígrafos, cómo, por qué y para qué se adoptan decisiones políticas. Las decisiones legislativas —es claro— están constitucionalmente dotadas de publicidad porque se producen en un Parlamento. Pero las estrictas decisiones políticas se pueden tomar a veces secretamente, se pueden no motivar públicamente y no sufren el control de tribunales y sanciones específicas. La responsabilidad política (no la responsabilidad penal) suele quedar reducida al ámbito de las censuras parlamentarias, de las críticas mediáticas y, en última instancia, al veredicto de las urnas. Hay que inventar «otra política» No trato aquí de caer en la estulticia de dar recetas para resolver problemas de la envergadura de este de superar o evitar las corrupciones políticas. Pero pienso que hay que inventar otra política, esto es, forzar otras políticas alternativas que se muevan sobre supuestos, métodos, parámetros y referentes totalmente distintos de los que ahora dominan en general. Inventar otra política significa o implica inventar o refundar otras muchas cosas en otros ámbitos de la vida que no son el político. Es necesario, por ejemplo, promover y establecer una nueva pedagogía familiar y escolar, que enseñe otras virtudes y valores, contrarios al paradigma del triunfo incondicional, de la eficiencia, del buen vivir a costa de quien sea y de lo que sea. Esa pedagogía es la que puede servir para que los niños de hoy, cuando sean los políticos del mañana, no cometan las tropelías morales (corrupciones) que hoy detectamos, y no las cometan por causa de convicciones morales profundas y no tan sólo por las amenazas de unas normas jurídicas coactivas. Pero esa «otra política» no es cosa sólo de los políticos. Es una cosa de todos. No podemos ni debemos dejar las soluciones a los políticos. La importancia y prepotencia de los políticos puede ser un falso argumento o una coartada para desplazar responsabilidades personales que no pueden ni deben eludir precisamente los que no son políticos. Debe reconocerse que es poco lo que se puede hacer desde el ámbito de lo privado o no estatal para frenar tanta corrupción. Pero los movimientos sociales, como políticas alternativas y complementarias no institucionalizadas, han demostrado que pueden rectificar muchas cosas de la vida pública-institucional. En suma, no se trata de volver a tiempos medievales, sino de democratizar la vida política. Cuando el político actúe desde valores y pautas morales, que no estén juridificados, pero que están asumidos por una mayoría, su política será sin duda más democrática. Dejar la política al margen de toda moral o reducida al puro control jurídico es meterla en un cierto proceso de irracionalización 10 Corrupción, Ética y Democracia Nicolás López Calera o de peligrosa confianza en la fuerza taumatúrgica de las normas jurídicas. La moral (no una moral pantónoma, absoluta e impuesta) como expresión de ideales sociales de un pueblo que quiere ir más allá de sus leyes puede jugar un papel positivo, crítico y utópico en la humanización de las relaciones sociales. Bertrand Russell, en un momento especialmente delicado de la historia política de nuestro siglo (1953), decía lo siguiente: «Hemos alcanzado un momento en la historia humana en que, por primera vez, la mera existencia continuada de la raza humana ha llegado a depender del grado en que los seres humanos puedan aprender a regirse por consideraciones éticas». 5 LA CORRUPCIÓN EN LA DEMOCRACIA MANUEL JIMÉNEZ DE PARGA La corrupción es algo que merodea por los círculos políticos desde que se tiene noticia de la existencia de los mismos. Pero siendo un mal antiguo y de difícil curación, no tiene ni el mismo sentido ni el mismo alcance en las diferentes épocas históricas. Yo voy a considerar la corrupción en la democracia, en el régimen bajo el que convivimos ahora los españoles. Y me circunscribiré a esta manifestación actual por varias razones. Primera, porque es un problema grave que nos causa inquietud. Un repaso a las varias formas de corrupción en los diferentes sistemas de Gobierno tendría interés, sin duda. Pero frente a la corrupción en la democracia nuestra actitud es comprometida, entendiendo por tal «dificultosa o apurada». Paso a explicar por qué. Durante largo tiempo, durante el franquismo, los políticos corruptos y los empresarios corruptores tuvieron presencia destacada en la Administración central y en la local. La falta de libertad de información no fue un impedimento insuperable para que noticias ciertas corriesen por el país, junto a un sinfín de especulaciones y rumores. La corrupción no sólo es permitida en la dictadura, sino que ésta necesita para sobrevivir de la corrupción. Ni los defensores del régimen franquista, ni los opositores al mis- 11