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Venganza y virtud: las aventuras de Próspero; por
Alejandro Oliveros
Alejandro Oliveros · Saturday, May 28th, 2016
The Enchanted Island, Before the Cell of Prospero – Prospero and Miranda (1797), de
Benjamin Smith.
Tenía poco menos de 50 años William Shakespeare cuando terminó La tempestad, la
que iba a ser, de eso estaba consciente, su última obra de teatro. Y lo último que
escribiera en cualquier género y sobre cualquier sujeto. Había madurado de manera
prematura, y envejecido, también, antes de tiempo. No era mucho lo que le restaba de
vida al gran poeta hasta su muerte en 1616. Tres de esos años lo vieron de regreso a
su Stratford-on-Avon natal, después de su prolongada residencia londinense. Atrás
quedaron las tablas de los escenarios que había poblado con sus criaturas tan reales
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como la vida misma, y no pocas veces incluso más grandes. No volvería a pisar una
escena ni a asomarse al espacio vacío. Nunca una ruptura había sido tan radical.
Acaso Rimbaud, 250 años después, protagonizaría una renuncia tan radical. Pero el
francés apenas nos dejó un inquietante manojo de poemas, bastante menos que los
treinta y seis dramas que se le atribuyen a Shakespeare, amén de sus brillantes
sonetos y logrados poemas narrativos. Enterró su libro y rompió la varita mágica que
le sirvió para escribir el mejor teatro desde Eurípides.
En la primera edición de los dramas completos de Shakespeare, el First Folio de 1623,
La tempestad está de primera entre las Comedias, donde se incluyen piezas
“cómicas”, como las conocidas “Spring Comedies”, y otras con muy poco de divertido,
como El mercader de Venecia o Medida por medida, las cuales, a pesar de lo
escabroso de sus asuntos, no llegan tampoco a ser tragedias, simplemente porque, de
manera poco menos que milagrosa, sus protagonistas no pierden la vida. Más
acertado sería un editor posterior, el discreto y preciso Ernest Dowden, cuando las
entendió como “Romances”, a la hora de hacer su edición de los dramas completos.
Con La tempestad, consideró en el mismo reglón a Cimbelino, Cuento de invierno y el
irregular Pericles. Más ajustado en castellano sería agruparlos como dramas
fantásticos, porque de eso se trata, historias donde lo sobrenatural, lo mágico, juegan
un papel importante en el desarrollo de la historia.
En La tempestad el elemento fantástico no llega a disimular del todo el eventual
carácter autobiográfico de la pieza, la única donde es posible distinguir rasgos de la
existencia del autor. En muchos aspectos, Próspero es el mismo Shakespeare al final
de su prodigiosa carrera. Como siempre, la asociación es huidiza y misteriosa. Ningún
autor moderno más pudoroso a la hora de la confesión que el “sweet swan of Avon”.
No ha sido hasta ahora posible explicar la amargura, el pesimismo, el desengaño del
poeta durante los últimos años de su carrera, los mismos que dedicó a escribir La
tempestad y los otros tres “romances”. El pesimismo antropológico de Próspero
responde a causas bien precisas. Su hermano lo ha despojado de la corona y arrojado
al exilio y una muerte segura. En el caso de Shakespeare, seguimos sin saber las
causas de su weltschmerz, su malestar ante el mundo. Próspero es un justo vengador,
si es que la expresión es apropiada entre cristianos. Pero, ¿de quién se quería vengar
el formidable dramaturgo? Ya para 1611, probable fecha de la composición de La
tempestad, Shakespeare comenzaba a cosechar los frutos de una siembra a la cual
había dedicado lo mejor de su existencia. Una familia lo esperaba en Stratford, donde
conocería las gratificaciones de hijos y nietos. Había acumulado una estimable fortuna
y podía, y de hecho lo hizo, comprar la casa más amplia del bucólico poblado. Le
sobrarían medios para celebrar a los viejos amigos y ya se sabe, como nos recuerda
Ezra Pound, que pocos placeres comparables a la de los amigos que llegan de lejos
para visitarnos. Entonces, ¿por qué tanto resentimiento en Próspero, su alter-ego, su
doble? La venganza, porque esto es lo que es la La tempestad, un “revenge play”, es lo
que anima las acciones de Próspero durante los cuatro primeros actos del drama.
En ninguno de las piezas de Shakespeare, con la posible excepción de Hamlet,
aparece un personaje con un rol tan protagónico como el de Próspero. Todo gira a su
alrededor, todo depende de su voluntad y obedece sus órdenes, incluyendo cielos y
tormentas, mareas y huracanes, entre otros prodigios. Próspero no es el más grato de
los criaturas de Shakespeare. Hegemónico, resentido, dictatorial, colonialista,
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manipulador y esclavista. Aún en su condición de víctima y de desterrado, son pocas
las simpatías que nos hace sentir. Tampoco sus facetas más terribles estimulan en
nosotros una secreta identificación, como a casi todos nos ocurre con monstruos como
Macbeth o Ricardo III. Tendremos que esperar hasta finales del último acto, cuando la
virtud se oponga a la venganza, para que nuestra antipatía se convierta en una suerte
de admiración. Todavía así, no es uno de los personajes de Shakespeare con el cual me
gustaría compartir una botella de buen vino. La pregunta sigue siendo la misma,
¿porqué el Bardo, en la cima de su fama y riqueza material, inventó un personaje
como este, la última, por lo demás, de sus formidables criaturas? ¿Qué es lo que tenía
necesidad de expresar en ese momento, poco antes de llegar a sus 50 años? Fue el
mismo Ernest Dowden uno de los primeros en llamar la atención sobre la amarga
naturaleza de este drama fantástico. Y, a comienzos del XX, Lytton Stratchey insistió
en este resentimiento como uno de los atributos de los últimos dramas. Tales son las
dimensiones de su resentimiento, podríamos agregar, que la pulsión revanchista de
Hamlet aparece disminuida ante las dimensiones cósmicas de la venganza de
Próspero. Vientos, rayos, cielos y mareas son convocados para saciar esta sed
justiciera. Tal vez sea precisamente esta desproporción lo que nos mantiene a
distancia de este soberano desterrado, que tuvo que acudir a las artes dudosas de un
mago para recuperar lo que no supo conservar como estadista. Más solidaridad, en
todo caso, es la que sentimos, en su existencial humanismo, por la versión de W. H.
Auden en su poema The Sea and the Mirror, de 1935, donde escuchamos a un
Próspero humano, demasiado humano, cuando se despide de Ariel antes de retirarse
al asilo de ancianos que lo espera a su regreso a Milán:
Quédate conmigo, Ariel, mientras empaco, alegra mi partida, comparte
mi resignación, así como has satisfecho mis deseos. Y después, valiente
espíritu, larga vida para ti de cantos y aventuras; para mí, en cambio,
por un tiempo Milán y luego la húmeda tierra. Después de todo,
las cosas salieron mejor de lo esperado o merecido. Estoy contento
de no haber recuperado mi ducado hasta que ya no lo quería; de que
Miranda no me preste atención; de haberte liberado. Ahora puedo
finalmente creer que voy a morir… En la cubierta de un bote lloré
la pérdida de una ciudad, el calor humano y las cosas reales, tan solo
por el poder de tratar con las sombras. Si la vejez, que ciertamente
es tan lamentable como la juventud, parece cargada de sabiduría,
es tan solo porque los jóvenes creen que puede lograrse algo, mientras
que los ancianos sabemos que no es así, lo contrario… ¿Seré
acaso capaz de aprender a sufrir sin decir algo irónico o
divertido sobre el sufrimiento? ¡Ah, Ariel, cómo te voy
a extrañar! Adiós.
Tal vez una de las tareas más laboriosas de la crítica literaria moderna haya sido
precisar, o tratar de, las fuentes de las obras dramáticas de Shakespeare. El profesor
Geoffrey Bullogh le dedicó siete admirables tomos a la empresa sin agotar el tema.
Allí, entre otras cosas, se nos revela el origen del célebre “discurso de despedida” de
Próspero, al final de La tempestad. En especial, la primera parte, cuando nos da a
conocer el extraordinario alcance de sus poderes:
… he oscurecido
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el sol a mediodía, convocado los vientos en motín
y entre el verde mar y la azul bóveda
provoqué rugiente guerra; he producido fuego
en el gran trueno atronador y he agrietado
el duro roble de Júpiter con su propio rayo,
hice estremecer el promontorio de fuertes bases
y he desarraigado al pino y el cedro.
Las tumbas, a mis órdenes, se han abierto
a sus durmientes y los han dejado escapar,
todo producido por mis artes.
En los versos que siguen, Próspero, como se recuerda, renuncia a estos poderes y
perdona a las que iban a ser víctimas de su venganza. Lo que resulta inquietante, por
lo inesperado, es reconocer la fuente de las líneas anteriores. Pero es que así es
siempre el bardo, poco obvio. En este caso, acudió a la Medea de Ovidio en
Metamorfosis, el libro más frecuentado por los autores del renacimiento isabelino.
Alguna semejanza es posible, pero creo que son más las divergencias entre la terrible
esposa de Jasón y Próspero. La primera es la vengadora que llega hasta el homicidio
para cumplir con su proyecto. El protagonista no sabemos que haya contemplado esa
posibilidad. No obstante, se emparentan en el dominio de un arte tan dudoso como la
magia, blanca o negra. Lo que no deja de extrañar es que de todos los personajes de la
literatura clásica, Shakespeare haya tenido que acudir a una “serial killer” como
Medea para apropiarse de sus expresiones:
Cuando lo he querido, los ríos, ante sus riberas
sorprendidos, han regresado a las fuentes; detengo
y apaciguo las olas agitadas y agito las apacibles
con mis sortilegios, alejo y amontono las nubes,
hago retirar o llamar a los vientos y con palabras
y actos de magia destrozo la garganta de las serpientes
y muevo las rocas vivas y los robles arrancados
de la propia tierra y los bosques, y mando que tiemblen
los montes, que ruja el suelo y los muertos salgan
de sus sepulcros…
Poco antes de extenderse sobre las posibilidades de su inmenso y siniestro poder (la
influencia sobre los muertos era reservada a la magia negra), Próspero a las 6pm del
día en el cual todo ha acontecido, mantiene una breve conversación (a la cual alude
Auden en su poema) con Ariel, una de las dos criaturas sometidas a su voluntad, el
otro es el aborigen Calibán, en la cual este espíritu ingenioso y ligero como el aire, le
revela que los individuos llegados a la isla como náufragos están bien y fueron hechos
prisioneros. Y que, en su estado de abatimiento, han llegado hasta las lágrimas, en
especial Gonzalo, quien lo había salvado de una muerte segura a la hora del destierro.
Si pudiera observarlos, continúa Ariel, incluso él Próspero se “enternecería” (Your
affections would become tender). La reacción de Próspero es casi epifánica. De un
momento a otro se convierte de despiadado vengador en bondadoso noble que sabe
entender y perdonar. Algo es planificar a distancia una implacable venganza y otra es
llevarla a cabo. Si no que le pregunten a Hamlet. La dormida emocionalidad de
Próspero, ya había sido sacudida por los sentimientos amorosos de su hija Miranda.
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Así, cuando Ariel le presenta la posibilidad de manifestar un poco de ternura, el viejo
mago ya no es capaz de resistirse. De nada le valieron tanto estudio e investigación, o,
gracias a ellos fue capaz de descubrir las virtudes innatas que lo habían dado a
conocer cuando era duque de Milán:
Si tú, Ariel que no eres sino puro aire, tienes
esa sensibilidad, esa simpatía por sus sufrimientos,
cómo yo, que soy de la misma especie, que albergo
emociones tan intensamente como ellos,
no voy a sentir más simpatías que tú?
Aunque con sus crueles acciones me golpearon,
doblego ahora con noble razón mi terrible furia.
Es más pura la acción virtuosa que la venganza.
Con el arrepentimiento de ellos, el alcance
de mis propósitos no va más allá de fruncir el ceño.
Próspero, definitivamente, no es Tiestes ni, por lo mismo, Atreo. No estaba hecho de la
misma materia de los criminales. Con este hombre sí abriría gustoso una botella de mi
mejor borgoña. Su sabiduría se revela, como quería Sartre, a la hora de escoger, no
cuando acudiendo a fuerzas ocultas doblegaba vientos y mareas. Mejor pasar los
últimos años acompañando a su amada hija Miranda, que satisfacer el mundo de los
bajos instintos y las torvas pasiones. Fue lo que hizo su creador, maese William
Shakespeare, para quien el regreso a Stratford, donde lo esperaban la hija y los
nietos, fue la salida para dejar atrás su inexplicada amargura. Aquí, también, son uno
y el mismo Próspero y William Shakespeare.
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on Saturday, May 28th, 2016 at 5:00 am and is filed under Artes
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