Es difícil imaginar la existencia de un prófugo obligado a permanecer invisible durante cuarenta y dos años. Media vida. Imposible descifrar su mente, comprender sus reacciones, sus mecanismos psicológicos, su percepción de una existencia anómala, su visión de los otros, del mundo exterior. Más difícil todavía si el hombre constreñido a huir como un paria, sin bienes materiales, objetos ni documentos que le hablen de su vida o de sus propiedades es rico, inmensamente rico, inmensamente poderoso. Cuarenta y dos años huyendo. Más de quince mil días y quince mil noches escapando del cerco de centenares de hombres dedicados exclusivamente a su captura. Siempre con el imperativo de ir por delante de los perseguidores, sobreviviendo a las repetidas pérdidas de apoyos, gregarios y hombres de confianza. Creando una y otra vez nuevas redes, nuevos enlaces, nuevos refugios. Ocultándose del acoso invisible de satélites, escuchas, micrófonos, ojeadores, espías y telecámaras. Quince mil días y quince mil noches de aislamiento y cansancio, de infinitos silencios e interminables esperas. Prisionero de la imposibilidad de librarse al descanso o al simple sosiego, siempre vigilante, sobreponiéndose a las limitaciones de la vejez y la enfermedad. Sin otro porvenir que una nueva huida, la misma incertidumbre de ayer, de hoy. Sin poder escapar de la certeza de que tras el primer error o la primera y última traición aguarda la eternidad de la cárcel, el regreso imposible al hogar, al más insignificante de los sueños. ¿O acaso el fantasma es un hombre sin sueños? ¿Acaso no siente el fugaz escalofrío de la duda, la sospecha de haberse equivocado, el deseo de comenzar de nuevo, el remordimiento traído por su extraña conciencia de cristiano? ¿Acaso no se detiene jamás a pensar qué sucedió a tantos otros: a Cancemi, Calderone, La Barbera, al viejo camarada Giuffrè, encallecidos verdugos como él, arrepentidos luego, libres al fin en sus celdas? ¿Es posible que nunca, en las noches transcurridas bajo las estrellas, acuda a su mente la procesión de rostros de sus innumerables muertos? ¿Qué solidez sobrenatural le asiste? ¿Qué extraña omnipotencia anima su fuga, qué ambición su tozudez desperdiciada? Sin embargo, a pesar de todo, cansancio, aislamiento, dolencias, peligros, el prófugo prosigue su carrera, inmerso en las mil y una gestiones de su cargo al frente de la más importante organización criminal del mundo. Absorto por las responsabilidades propias de un jefe de Estado o de un presidente de cualquier organismo o corporación multinacional. Ejerce de mediador entre conflictos, negocia con políticos y administradores, atiende las preguntas y consultas que le llegan de toda Sicilia, establece porcentajes y comisiones, gestiona excarcelaciones, compra terrenos, ordena o rechaza ejecuciones, se reúne con su Estado mayor, despacha con sus testaferros... En el vértigo de la huida se interesa incluso por su alma y por los hijos de otros presos: '¿Qué están haciendo? –le escribe a Giovanni Brusca, pidiéndole por los hijos de Salvatore Riina–: pregunta de mi parte si podemos tratar de evitar cosas desagradables. Hazme saber si causan algún daño y si es verdad lo que oigo de ellos. Salva lo salvable, es mi ruego'. Él es Bernardo Provenzano, el gran jefe de Cosa Nostra. Binnu el contable, la primula rossa, 'u viddanu', Binnu el tractor, el apodo por el que se le conocía en el secreto mundo de la mafia y que le puso Giuseppe Calderone, el antiguo capo de Catania. Honrando su talento homicida y su papel en la masacre de via Lazio, sus incontables víctimas. Como decir 'por donde pasa Provenzano no vuelve a crecer la hierba'. Mafioso a la antigua usanza, Bernardo Provenzano es un campesino astuto, extremadamente hábil, impasible ante la sangre, al dolor –el de los otros–, quizá también al de los suyos. Años atrás, el servicio secreto italiano elaboró su perfil psicológico: “Es agresivo, arrogante, vengativo”, decían los espías que nunca le conocieron. 'Es sugestionable, rudo, prudente y rígido en las relaciones interpersonales, no muy inteligente, meticuloso, leal con los amigos y tosco en las interpretaciones.' Otro corleonés maldito, Luciano Liggio, para quien Provenzano trabajó como sicario, le definió a su manera: 'Dispara como un dios pero tiene el cerebro de una gallina'. Cuesta creer sin embargo en su cerebro gallináceo, en su tosquedad y escasa inteligencia si se piensa en su evasión de 42 años, la más larga clandestinidad de la historia del crimen, mientras capos como Salvatore Totò Riina, el jefe de todos los jefes hasta 1993, Aglieri, el intelectual de Cosa Nostra, astutos generales como Madonia, Spera o Giuffrè, o salvajes adversarios como Bagarella, Brusca y Vito Fardazza Vitale purgan desde hace años un rosario de condenas eternas en las cárceles de máxima seguridad. En los últimos diez años le han visto en todas partes y en ninguna. En todos los ángulos y rincones de Sicilia. Se le ha visto pasear tranquilamente por via Iacono, detrás de la casa de Falcone, en pleno centro de Palermo, por la piazza de Corleone en diciembre de 1999, elegante con su sombrero y su abrigo, moviéndose a solas por las calles de la provincia, en ciclomotor por las callejuelas de Mazara, conduciendo su automóvil con patente a nombre de uno de sus testaferros... Se le ha localizado en la zona del agrigentino, cerca de Santa Margherita Belice, entre las provincias de Palermo y de Messina, oculto entre Pietraperzia y Barrafranca, en Partinico, en los alrededores de Cinisi, en la población de Castidduzzo, donde al parecer habitó en 1991. También en Monreale y en el trapanese, viviendo como un ciudadano normal, asistido por un picciotto puesto a su disposición por el capo de la familia local Mariano Agate. Giusy Vitale, la hermana del boss de Partinico Leonardo Vitale, declaró haber encontrado a Provenzano vestido de obispo a su llegada al vértice mafioso celebrado entre 1991 y 1992 en Valguarnera, en el que Cosa Nostra decidió las muertes de Giovanni Falcone y de Paolo Borsellino. En junio de 2002, la policía interceptó una conversación de Giuseppe Salvatore Riina en la que el hijo de Totò u’curtu, durante un viaje en coche, al pasar entre Gela y Riesi, le confiaba a un amigo que en esta zona se escondía 'Zu Bernardo', es decir, Provenzano. Más aún: el arrepentido Antonino Giuffrè reveló la ocasión en que el prófugo acudió a uno de los cines de Palermo para ver, junto a su amigo de siempre, Pino Lipari, El Padrino de Coppola, el film que aman todos los mafiosos. Y naturalmente se le ha visto mil y una veces en Bagheria. El feudo indiscutible de Bernardo Provenzano. Lo buscan de día y de noche, en Palermo y en toda Sicilia, caserío por caserío entre Cinisi, Belmonte, Castellamare y Partinico. Lo buscan policías, carabineros, agentes de la DIA, del ROS, del GICO, escuadras móviles y repartos operativos, grupos especiales, los servicios secretos civiles y militares. Trescientos especialistas dedicados exclusivamente a capturarle. Pero nada ha servido. Ni los controles y seguimientos constantes durante meses a sus familiares, ni los registros en el domicilio alemán de su hermano, ni la estrecha vigilancia en los lugares en los que se supone que puede haber encontrado refugio, ni la imagen gigante de su supuesto rostro que lleva cada uno de los coches de la policía y de los carabineros que circulan por Sicilia, ni los dos millones y medio de euros que, se asegura, guardan las secciones antimafia para pagar a quien facilite su captura. En enero de 2001, el ex presidente de la Cámara de diputados, Luciano Violante, provocaría el enfado del gobierno de Berlusconi al afirmar que Provenzano llevaba 30 años como prófugo sin salir de su casa: 'Todos los prófugos que han sido capturados estaban en su casa, y no creo que Provenzano sea una excepción. Pienso que no está muy lejos de Palermo, de esta parte de Sicilia'. Es probable que Violante tuviera razón: los mafiosos difícilmente abandonan su territorio, incluso cuando son buscados por las fuerzas del orden. Permanecer significa la afirmación de su autoridad y es allí donde pueden contar con la más vasta red de complicidades. Salvatore Traina, el abogado que le defendió durante quince años, sostiene que a Provenzano no le han encontrado porque lo buscan en el lugar equivocado. Traina, que fue defensor de Luciano Liggio y de Salvatore Provenzano, el hermano mayor, afirma que las autoridades jamás hallarán a su defendido mientras lo busquen en el submundo mafioso: 'Todos piensan descubrirlo en ese ambiente y tal vez él viva tranquilamente en cualquier otra parte. Quizás esté gestionando una lavandería, como su mujer'. Traina hacía referencia a las características del mundo mafioso, en el que todos se conocen, obligados como están a vivir siempre juntos. Sin embargo, señalaba, 'nadie lo ha visto, ninguno lo ha descrito y, sobre todo, ninguno lo ha acusado jamás de un delito específico'. Para el abogado, la leyenda de Provenzano existe por una única razón: para continuar justificando el notable aparato de investigación policíal y judicial puesto en marcha para su captura y para combatir a la organización criminal que supuestamente dirigiría. Durante años, la información sobre Provenzano ha sido sorprendentemente escasa, y sus huellas las mínimas indispensables. Las justas para excitar el hambre de sus cazadores, como señala el periodista Saverio Lodato. De él se conocen sólo dos identikits realizados a partir de las indicaciones de los colaboradores de justicia, cinco viejas fotografías en blanco y negro –dos fotografías de carnet, dos fotografias policiales de frente y de perfil realizadas después de un antiguo arresto, y el retrato de cuando cumplía el servicio militar– y un montón de cartas. Aquéllas a través de las cuales transmite sus órdenes a los cómplices esparcidos por toda la isla. Ahora, desde hace algunos meses, se conoce también su voz. Los arrepentidos que han tenido la ocasión de encontrarle le describen como un hombre robusto, más o menos de la misma estatura de Riina y con una cicatriz en el cuello. Giuffrè, que lo vio seis días antes de su arresto, describió el aspecto que ofrecía en 2001: 'Está muy bien, sufría de la próstata pero ahora está completamente recuperado, al extremo de que duerme al aire libre, dentro de un saco de dormir, por noches y noches. No se fía de nadie y a nadie revela el lugar donde se esconde. Ni siquiera yo, tan próximo a él, sabía dónde estaba su escondite'. Como reveló otro arrepentido: <<Todos sostienen conocerle, haberle visto aquí y allá, pero en cierta ocasión Provenzano, riéndose, me dijo: ‘Si eso fuera verdad, a esta hora llevaría en la cárcel más de veinte años…’>> Cuarenta y dos años sin dar un paso en falso, escapando con éxito al acoso de las fuerzas de seguridad y a los repetidos anuncios de una inminente caída, representan un récord difícil de superar. Nadie lo habría logrado, sin ser, como él, un hombre extremadamente prudente en asuntos de seguridad, obsesionado por la certeza de ser espiado, seguido y escuchado por un ejército de expertos policías dotados de los más modernos sistemas electrónicos de vigilancia. Astuto, reservado, esquivo, Provenzano no ha cedido nunca a la tentación de los nuevos medios tecnológicos, teléfonos móviles e Internet incluidos. Sabe que cualquier señal o llamada podrían revelar su escondite, como le sucedió a Giovanni Brusca, localizado a través del sistema Gms. Por eso, para comunicarse usa sólo hombres, papel y su máquina de escribir que, dicen, cambia de vez en cuando para dificultar el trabajo de la policía científica. Métodos elementales frente a tecnología. A sus fieles no se cansa de recomendarles que estén atentos a las microtelecámaras y microespías instalados por los investigadores, inquietud que también se desprende de sus cartas. En una de ellas, refiriéndose a una nueva casa a la que debía transferirse, ordena: 'El edificio que nos interesa se encuentra a pie de calle y el muchacho, que no es nuestro, debe mirar sólo si hay medios sofisticados como telecámaras instaladas en el entorno'. Provenzano no quiere que le suceda lo que a Pino Guastella, un peligroso killer de Resuttana al que la policía le instaló una minúscula telecámara en uno de los postes de la luz situado frente al escondrijo donde se presumía que estaba escondido. La telecámara estaba conectada a un ordenador de la sede central de la Escuadra Móvil de Palermo con un software dotado de algoritmos con sus datos somáticos, y cuando alguien que se le parecía caminaba frente al dispositivo el ordenador emitía un sonido. Guastella fue captado dos veces y a la segunda fue detenido. Giuffrè ha contado que Provenzano solía sugerirle no hablar dentro o cerca de automóviles y de lugares cerrados con el fin de evitar posibles interceptaciones. También explicó que, aun exage rando, Provenzano tenía las ideas claras respecto a la peligrosidad de los microespías. Para protegerse, sometía a sus interlocutores a un preciso ritual: 'Llegaba a las citas con un sofisticado equipo electrónico –reveló Giuffrè–, con el que procedía a un atento reconocimiento de las habitaciones en las que íbamos a reunirnos. El tema de los micrófonos y de los microespías era para él el argumento más importante.' Cuando policía y carabineros establezcan puntos de observación en determinadas zonas, Provenzano será informado puntualmente. 'De quién recibía estas noticias, no se sabe. Pero es un hecho', dirá su antiguo colaborador. En 1997, para capturarlo, las autoridades construyeron un sofisticado ingenio tecnológico: un aeromodelo, perfecta imitación de un Boeing, que volando a mil metros, visto desde abajo daba la ilusión de un avion de línea surcando el cielo a nueve mil metros. Debía fotografiar, sin levantar sospechas, todo el territorio de Marineo, donde se sospechaba que se escondía Provenzano, en busca de su rostro. Luego, la idea se abandonó: demasiado extenso el territorio y demasiado inciertos los resultados. Más prudente que Riina, il ragioniere sigue libre gracias a haber creado compartimentos estancos y un sistema de contactos y comunicaciones con el exterior absolutamente blindado. Cada vez que los investigadores han individualizado sus apoyos y desarticulado su red de protectores, estrechando el cerco en torno a él, Provenzano ha restablecido un nuevo sistema de seguridad. Nuevo entorno, nuevas relaciones, nuevos mensajeros, nuevos refugios… Todo parece indicar que el superprófugo, como le llama la prensa italiana, no abandona jamás los mandamentos protegidos por gente que controla a todo aquel que entra en el territorio. Los métodos tradicionales de la mafia siciliana los ha convertido en su más seguro sistema de seguridad. Por eso prefiere la protección de mafiosos de la vieja escuela, hombres de honor que eligirían morir antes que traicionar el juramento de la omertà y que, como él, responden al perfil de mafioso de raíces campesinas, discretos y poco proclives a exhibir cualquier signo externo de fortuna y poder. En la zona de Corleone buscará la colaboración de campesinos desconocidos, tanto a los expertos de la antimafia como al propio servicio de información de Cosa Nostra; en el agrigentino confiará en Andrea Montalbano, capo del mandamento de Cianciana. Desde que la presión de las fuerzas de seguridad se ha acentuado y las investigaciones policiales se han vuelto más eficaces, no duerme nunca dos noches seguidas en la misma cama y jamás acude personalmente a una primera reunión, siempre más atento a no dejarse traicionar. Cuando accede a reunirse con alguien, acostumbra a hacerlo en un ovil, para trasladarse a continuación a cualquier masería más segura donde pasar la jornada. Los fieles como Montalbano, Spera, o Raffaele Faldeta, capo de Casteltermini, empiezan a menguar en el paisaje de Cosa Nostra y los riesgos de una posible delación son cada vez más probables. Provenzano ha sobrevivido porque no es un capo a la medida de Michele Greco, Stefano Bontade o Gerlando Alberti, mafiosos acostumbrados a las comodidades urbanas y a los placeres de la buena vida. Él posee el instinto de los campesinos habituados a las privaciones y a las inclemencias. La resistencia de quienes están acostumbrados a vivir en soledad, entre animales, a utilizar el instinto y la ferocidad como armas surgidas de la propia naturaleza. Cualquier otro se hubiera rendido, pero no Bernardo Provenzano, formado en la rudeza mineral de los labradores nacidos a la sombra de Rocca Busambra, en los montes cercanos a Corleone, en pleno corazón de Sicilia. Pero medio siglo de fuga no son posibles sin la complicidad de centenares, quizá de miles de sicilianos. La red protectora de Provenzano cubre toda la isla e incluye a habitantes del planeta Cosa Nostra y a insospechables encubridores que no forman parte de la mafia. Policías y magistrados disponen de evidencias que revelan que la huida del padrino de Corleone cuenta con la ayuda de aldeanos y pastores pero también de médicos, carabineros y policías, amas de casa, funcionarios y empresarios, políticos… Las veces en que, excepcionalmente, alguien lo ha traicionado, la deslealtad procedía de su propio mundo criminal, como en el caso de Ilardo, Brusca o Giuffrè. Pero incluso en estas raras ocasiones, otros sicilianos han velado por su seguridad anticipándole emboscadas y ofreciéndole nuevas vías de escape. Ningún cómplice o anfitrión ocasional lo ha vendido al extremo de facilitar su arresto definitivo. Ni las familias que lo han alojado, ni los colaboradores que le han asistido en sus necesidades cotidianas más elementales. ¿Por temor a la inevitable venganza de Cosa Nostra? ¿Acaso por ese contexto social y cultural que en Sicilia alimenta la omertà y la supervivencia del fenómeno mafioso?