ENCUENTROS EN VERINES 1993 Casona de Verines. Pendueles (Asturias) EL UNIVERSO ( DE LAS LETRAS) SE EXPANDE Jordi Coca Voy a suponer que todos vosotros recordáis aquella película de Woody Allen en la que el personaje que él encarna evoca un momento de su infancia, cuando su madre le lleva a la consulta de un médico. La mujer, muy nerviosa, le explica al médico que su hijo no quiere ir a la escuela, que no quiere estudiar y que no se interesa por nada. El médico le pregunta al niño cuál es la razón de su actitud y, tras insistir largamente, consigue por fin arrancarle la respuesta. Y la respuesta es que no vale la pena hacer nada porque el universo se expande. Bueno, sin duda el joven Woody Allen tenía su parte de razón, ya que, en última instancia, si es cierto que el universo se expande, quizá no tenga sentido hacer encuentros como éste, por ejemplo, o molestarse por otras tantas cosas que tanto nos incomodan en la vida: trabajar, aprender, mejorar y un larguísimo etcétera. Sin embargo, como en casi todas las bromas de Woody Allen, el verdadero chiste está en evidenciar que las afirmaciones absolutas realmente no tienen sentido por muy verdaderas que éstas sean. Bromas al margen, yo creo que en literatura, en el territorio de las letras, sucede algo parecido. Este territorio de las letras también puede ser entendido como un universo que se expande desde un inicial e impreciso bigbang. La prueba de ello no es otra, como en el caso del universo espacio-temporal, que hay una historia posible de ambos universos. O lo que es lo mismo: todo acontece en un cambio ininterrumpido que, aunque a primera vista no podamos percibirlo, diferencia cada momento de su inmediato anterior. Nada volverá a ser exactamente igual a como ha sido. En realidad si el universo que conocemos existe porque se expande resulta fácil deducir que, precisamente, expandirse es su razón de ser. En nuestro universo de las letras sucede exactamente igual: su razón de ser es que tiene historia, que ha evolucionado, que cambia, que se expande, en una palabra. De ahí que nuestras quejas por unos cambios que tiendan a modificarlo, quizá hasta convertirlo en algo irreconocible para nosotros, no tenga sentido alguno. Cambiar, expandirse, es su razón de ser. Sin duda el mundo artístico del siglo XX es muy distinto de lo que fue el mundo artístico del siglo XIX, por referirme a algo que todavía nos queda cercano. Lo es en las artes plásticas, en el teatro, en la música y también en la literatura. ¿Quién, a principios del siglo XIX, habría considerado como obras de algún interés las producciones de Kafka, de Robbe-Grillet, de Joyce, de Pound, de Faulkner, etc.? Seguramente nadie. Es más: ninguna de estas obras hubiera sido posible cien años antes. ¿Por qué? En parte porque tienen una temporalidad en el sentido temático, lingüístico, formal y conceptual, lo cual quiere decir que han evolucionado a partir de lo anterior o son una simple reacción. Pero en realidad lo que en última instancia modifica y hace evolucionar el universo de las letras es la relación profunda que éste tiene con la sociedad de la que forma parte de una manera esencial. Naturalmente, a esta relación de las partes de binomio universo de las letras-sociedad no se le puede aplicar reduccionismo alguno y hay que estudiarlo en toda su complejidad. No basta, pues, a mi modo de ver, hablar únicamente de la relación escritor-lector. A lo largo de estas sesiones ya se ha visto que hay otros muchos factores a tener en cuenta y no voy a alargarme en este punto. De todas maneras lo esencial me parece que es indicar con claridad que ninguna de estas relaciones posibles es estable. Tanto la sociedad como el universo de las letras están en proceso constante de destrucción y de construcción, lo cual no impide que esta relación sea tan imprescindible como la expansión misma. En realidad forma parte de la expansión si la entendemos como cambio. Intentaré explicarme brevemente, en el espíritu de abrir el diálogo posterior, y sin profundizar en cuestiones obvias para todos vosotros. Es casi seguro que el ateniense medio del siglo V antes de Cristo no alcanzaba a comprender en su totalidad el alto contenido poético de Esquilo o de Sófocles. Y sin embargo está suficientemente probada la participación y la implicación de casi todos los atenienses –quizá con la excepción de los esclavos- en el sentido último de la tragedia como acontecimiento festivo, religioso, social, político y cultural-dialéctico. La tragedia esa un lugar de encuentro entre lo que se suponía y se sospechaba del pasado y lo que se temía y se esperaba del futuro. Era, como todos vosotros sabéis, la tensión entre el mytho y la polis. Con este ejemplo tan evidente quiero manifestar que, para mí, la opinión del lector no tiene ninguna importancia trascendente si se trata del lector no tiene ninguna importancia trascendente si se trata del lector en minúscula. Ni siquiera el Lector, en mayúsculas, me parece significativo. Lo verdaderamente importante es lo que la sociedad entera, en su conjunto, opina de la literatura, a través de la tragedia, con sinceridad y hasta el terror, de lo divino y de lo humano, de lo que era justo o injusto, de la libertad y sus peligros, de lo que se sabía y de lo que no se sabía. Está muy claro que ahora no es ésta la relación que el conjunto de la sociedad tiene con la literatura. Quizá tengamos algo parecido en el cine, pero ninguna de las maneras se da en la literatura. Quizá la narrativa tuvo esa relación de la que hablamos con la sociedad en el siglo XIX, y quizá también la tuvieron, en Oriente, ciertas formas poéticas como el haiku, que era practicado tanto por las más altas esferas del poder como por los simples campesinos, por lo menos hasta bien entrado el siglo XVIII. Quizá también la tuvo un cierto romanticismo, las formas populares y otros muchos ejemplos. Pero hoy, en nuestro mundo, una relación parecida no se da entre literatura y sociedad. Esta relación intensa de la que hablo es, sin duda, la relación mejor, la más completa, la deseada. Cuando no se da casi siempre se produce una evolución formal del arte que, inevitablemente, enfría las obras y tiende a hacerlas demasiado técnicas, por decirlo rápidamente. Pero en cualquier caso el conjunto de la producción literaria de una época se someterá con el tiempo a un juicio posterior que, en realidad, nunca será definitivo. Ahí está, por citar sólo un ejemplo también fácil y claro, la evolución que ha sufrido el corpus shakesperiano. Sea como sea, ese juicio posterior nunca se hará en función de que en su momento una obra determinada haya tenido muchos o pocos lectores y hay sido entendida igualmente por muchos o por pocos lectores. Con el paso del tiempo la apreciación de una obra se determina por la relación profunda que haya tenido con la sociedad y en la medida que haya sabido marcar territorio, como la moto fabulosa de la que hablaba Carlos Casares. Se hará, también, en la medida que haya sabido encontrar unas formas y unos contenidos, un lenguaje, que encierren en sí mismos la expresión más verdadera de las diversas tensiones y contradicciones de su tiempo. El número de lectores puede ser indicativo de lo que sucede en el presente en un sentido sociológico. Puede ser indicativo de la operatividad de ciertas nostalgias y de la pervivencia de ciertas formas anteriores, generalmente banalizadas, pervertidas y empobrecidas. En fin, acabado el tiempo de que disponía, sólo me queda reiterar que con estas líneas sólo pretendo incitar al diálogo que abriremos a continuación. Muchas gracias.