Discurso pronunciado por Arturo Fontaine durante la conferencia impartida el 31 de julio de 2009 en la Cátedra Carlos Fuentes de la Universidad Veracruzana (UV). Es para mí un honor inmenso, y una inmensa alegría, participar hoy en la inauguración de la Cátedra Carlos Fuentes de la Universidad Veracruzana. Este honor lo acrecienta el hecho de hacerlo en compañía de dos grandes escritores Ignacio Padilla y Santiago Gamboa, cuya presencia se hace sentir cada vez con mayor fuerza en la literatura latinoamericana. Saludo asimismo al gran Sergio Pitol. He leído sus inteligentes novelas con fascinación y me alegra sentir que en particular los lectores jóvenes me preguntan constantemente por él y buscan sus libros. Felicito a las autoridades de la Universidad y en especial a su rector, doctor Raúl Arias Lovillo, por esta iniciativa que nos reúne esta mañana: la fundación de la Cátedra Carlos Fuentes constituye un acontecimiento de significación mayor para toda la lengua. La vasta y estimulante obra de Carlos Fuentes será un semillero de ideas y proyectos para miles de escritores e intelectuales de ahora y del futuro. Según Walter Benjamin, son dos los orígenes del cuento: por un lado la tierra, la tradición local, el campesino sedentario, y por otro lado el marino mercante, el viajero. Dice: “Ambos estilos de vida, en cierta medida, han generado estirpes distintas de narradores”. Eso dice Walter Benjamin. Fuentes, diría yo, ha bebido de ambas vertientes. Por eso ve con ojos apasionados y penetrantes, con ojos propios y mirada ajena, porque de esa mezcla de cercanía y distancia brota la novela. Llegar desde Chile al estado de Veracruz es llegar cargado de imágenes con resonancias históricas, aventuras, batallas, de las que hemos oído desde la niñez con una mezcla de asombro e incredulidad, admiración y dolor, temor y rechazo, resignación y esperanza. La antigua cultura Olmeca, la cultura Tolteca y su risa que todavía perdura en la piedra. Ayer estuvimos visitando el extraordinario Museo de Antropología de Xalapa, un museo de primera entre los primeros del mundo diría, y hemos quedado deslumbrados con las maravillas que ustedes conservan ahí y por la arquitectura misma del museo. Nos guió en nuestra visita Maliyel Beverido, de quien no tuve la oportunidad de despedirme así que por eso le rindo un homenaje en agradecimiento porque nos guió con mucho conocimiento y con mucho acierto y tino, en este mundo misterioso. En fin, uno llega desde el sur a estas tierras veracruzanas imaginando a Hernán Cortés al momento de quemar las naves, esta imagen que nos estremeció desde niños en la escuela, al emperador Maximiliano, su breve vida y su violenta muerte. En fin, aquí en Veracruz nació el novelista Carlos Fuentes y por supuesto el gran Artemio Cruz. Más adelante haré unos alcances a la novela de este héroe de origen veracruzano, nacido de la imaginación de Carlos Fuentes. Agradezco esta invitación de la Universidad Veracruzana y esta oportunidad de ver con mis ojos tierras que había visto desde niño sólo con la imaginación. Bien, la novela, diría yo, se construye a partir de la brecha que existe entre el impulso subjetivo del protagonista de la historia, y el mundo tal como es. Del choque dialéctico entre el deseo y la realidad, entre la visión subjetiva y la fuerza de los hechos. De esa confrontación surge quizá una nueva realidad, a veces, no siempre, una nueva esperanza. Hegel creía que la mayoría de las novelas debían tener un desenlace en el que, según dice, la prosa sucede a la poesía, lo real a lo irreal. Se me ocurre que es el caso, no es cierto, del “Quijote”. Es también el caso de “Madame Bovary” y sabemos que Flaubert leía el “Quijote”, del cual hablaba Ignacio, según dice por ahí, todos los años. Desde los Federico Robles, Ixca Cienfuegos y Rodrigo Pola, de “La región más transparente”, y hasta los José Nadal, Max Monroy y Asunta Jordán de “La voluntad y la fortuna”, Carlos Fuentes ha trabajado esa brecha entre aspiración y realidad, y lo ha hecho con un talento, una inteligencia creativa y un tesón extraordinarios. Yo conocí a Carlos Fuentes hace más años de los que quiero acordarme, y voy a contarles una pequeña anécdota. Yo era entonces un joven estudiante en la Universidad de Columbia, Nueva York, Carlos estaba creo que en Princeton en esa época pero dictó una serie de conferencias en Columbia University, a las que yo asistí; debo decir que me abrieron un mundo. Carlos comentó en esa oportunidad, o fue comentando a lo largo del semestre, recuerdo, "El Quijote", "Tristram Shandy", un libro del que yo jamás había oído hablar y del cual tal vez me hubiera demorado mucho en llegar a él sino hubiera sido por esas conferencias, "Rojo y Negro", "Un corazón simple" que fue una novel que me fascinó y me sigue fascinando, "Madame Bovary" de Flaubert, y finalmente el "Ulises" de Joyce. Imagínense lo que fue eso. Yo había sido educado en la Universidad de Chile en años anteriores, y predominaba entre mis profesores una actitud punitiva ante el gozo de la lectura. Robbe-Grillet y otros autores del Nouveau roman habían sido inyectados en nosotros a sangre y fuego, y eran leídos de manera dogmática y simplista. Resultaban entonces autores tremendamente castigadores, inteligentes sin duda, pero un poco castradores, o al menos así lo sentíamos los estudiantes que estábamos sometidos a este pequeño grupo de profesores fanatizados que desde Chile creían saber exactamente qué pensaba Robbe-Grillet, en fin, Nathalie Sarraute, etcétera, etcétera, etcétera. Había entonces que resistir la idea del personaje, había que resistirse a la idea de que la novela tuviera argumento, había una infinidad de cosas que ya definitivamente no se podrían hacer más en literatura. Y eran justamente esas cosas que no se podían hacer nunca más las que a mí me habían hecho leer novelas y querer ser escritor. Entonces, era un poco decepcionante darse cuenta que uno se había enamorado de una mujer inexistente, no, que definitivamente había muerto mucho antes y que era imposible resucitar; entonces, era una vida absurda, dedicada a algo que manifiestamente ya no existía. La literatura, entonces, era vista como un tren que evoluciona y donde en distintos momentos hay una manera de hacer literatura, no es cierto, que corresponde a la época y luego esa manera muere y no se puede rescatar nada, porque el pasado es el pasado. Era un tren y el tren iba en una dirección que a mí me resultaba muy difícil, la verdad, de entender como yo había leído la literatura, y yo había leído la literatura para arrancar del aburrimiento de tener que estudiar matemáticas o física en la escuela. Y me encontraba con que ahora leer literatura era tan aburrido como resolver álgebra, digamos ejercicios de álgebra, y en el álgebra uno llegaba al final y la demostración era la demostración y quedaba en paz, pero esto era una cosa de más. Uno terminaba el ensayo y no tenía claro si sabía más que al comienzo o menos, y cuando venía la nota y el profesor a uno lo felicitaba, uno no sabía mucho por qué y cuando le decía que estaba mal tampoco sabía uno mucho por qué. Entonces, bueno, una de las pocas cosas que sí estaba permitido por mis profesores de entonces era escribir como Phillipe Sollers, que escribía en una revista de esos años que teníamos que devorarnos, que se llamaba "Tel Quel". Por supuesto Phillipe Sollers fue el primero en quemar todo eso y escribir cosas completamente diferentes después. Pero en ese momento había que tratar de entender cómo escribía Sollers, quien a su vez trataba de escribir como escribía Joyce, diría yo, en Finnegans Wake, y nuestro francés y nuestro inglés era bueno pero no sé si tanto como para lograr hacer todas las transposiciones luego al castellano. Pero eso era más o menos lo que se esperaba de nosotros, entonces para mí llegar ahí a sentarme a esa sala inmensa, donde debe haber habido unos doscientos o trescientos estudiantes, y escuchar a Carlos Fuentes, fue reencontrarse con la literatura vivida como una pasión libre. Recuerdo que íbamos con David Anger, un escritor norteamericano de origen latinoamericano que tenía un castellano perfecto, un gran traductor que tradujo a Enrique Linn, por ejemplo, un poeta chileno de cierta importancia. Iba Isaac Goldenberg, un peruano-judío autor de una gran novela, que ya está un poco olvidada, que se llama "La fragmentada vida de Jacobo Lerner" y que yo recomiendo porque es una gran novela que ha quedado perdida, y algunas otras cosas más, y nos íbamos, no sé por qué tomamos esta costumbre, a tomar desayuno a un café que se llamaba, se llama el “Tom’s”, en Broadway, creo que con la 113, si mal no recuerdo. Era un lugar sencillo frecuentado por estudiantes y trabajadores, lo cual a nosotros en esos años nos parecía que era como la encarnación misma de la vanguardia y del futuro esa confluencia, estudiantes y trabajadores unidos tomando desayuno, no, era una cosa fantástica, muy prometedora. Y qué comíamos, bueno, comíamos huevo revueltos y nos tomábamos un café bastante malo, un café americano bastante malo, sentados en una mesa de esas que los americanos llaman un bus, en esas, como encerraditos así, en unos asientos de plástico rojo, imitación cuero. Años después, fíjense ustedes que ese mismo café se volvió famoso en el mundo entero porque es el café donde va a tomar desayuno Seinfield, digamos, en la serie de televisión “Seinfield” ese café es donde ven, ustedes lo recuerdan de color, es exactamente igual. Y hoy día si ustedes van ahí, o por lo menos la última vez que estuvimos ahí con Tamara había una cola de japoneses y gente así que se iba a fotografiar frente a este café “Tom’s” que se hizo célebre, claro, no por nosotros, como nosotros soñábamos en ese momento, sino por “Seinfield”. Pero cuando íbamos ahí nosotros creíamos que a lo mejor se iba a hacer famoso ese café y se iba a decir “aquí venían a tomar desayuno”, pero bueno. La verdad es que comentábamos a esa hora temprana la clase anterior de Carlos Fuentes, y empezábamos hablando de lo que nos había dicho Carlos Fuentes pero claro, inevitablemente la conversación derivaba en chismes, aventuras amorosas más o menos frustradas con alguna americana que habíamos conocido, en fin, bromas, lecturas, ustedes se imaginan, no. Y luego partíamos apurados, rápido, para llegar puntual a la clase y conseguir buenos asientos, es decir, hacia adelante, porque los americanos llegaban con sus popcorns y con todas sus cosas digamos y ocupaban la sala, y no nos gustaba quedar atrás. Una vez ahí, nos mantenía en vilo la energía, que ustedes conocen, la inteligencia, y la cultura tremenda de Carlos Fuentes, aunque a veces, debo confesarlo, nos distraía la belleza serena de Silvia. Quisiera plantear aquí, hoy, algunas reflexiones sobre la novela. Parto de la base de que las novelas que vendrán serán diferentes, inesperadas, que no habrá, que no debe haber entre ellas una estética común y homogénea, sino por el contrario, gran variedad y pluralidad. Soy de los que disfrutan intensamente de la frase larga y serpenteante de un Marcel Proust y también del staccato, del fraseo de Hemingway. No veo contradicción en poder disfrutar ambos estilos por diferentes que sean. Una novela puede ser espléndida y estar hecha de una manera completamente distinta de la que voy a esbozar, eh, aquí. Por ejemplo, y menciono algunas de inmediato, yo he disfrutado mucho “Argos el ciego” de Bufalino, el escritor italiano, he gozado con el alemán, con las obras del alemán Sebald, con John Banville en “The Sea”, “El mar”, por ejemplo, he leído con pasión “El libro del desasosiego” de Fernando Pessoa, o las novelas de Harold Brodsky, a quien admiro muchísimo. Y en estos libros el arte de la novela no se practica teniendo en cuenta el tipo de enfoque estético que me propongo esbozar ante ustedes. Son excelentes novelas escritas desde otro punto de vista. ¿Me contradigo? Quizás. Dicho eso creo que un escritor de repente puede tener sus propias preferencias y proyectos, y hacer sus propias apuestas. Quiero entonces compartir con ustedes algunas reflexiones que nacen de algunas lecturas recientes sobre estética de la narración, que he hecho. Todo esto un escritor puede cambiarlo de golpe, por cierto. Quiero sólo confesarles aquí, con toda naturalidad y sin ánimo de dar recomendaciones y establecer, por cierto, criterios estéticos de validez general ni esas cosas. Quiero simplemente compartir algunos gustos e intuiciones personales, las que están quizá de la novela que acabo de terminar y en lo que estoy trabajando. Y quiero decirles que me atrevo a hablar aquí de estas intuiciones que tengo en este momento, y que estoy dispuesto a abandonarlas mañana mismo, es decir, no me caso tampoco con esto. No quisiera, insisto, entonces dar la impresión de que quiero dar consejos o establecer criterios estéticos rígidos, nada de eso. Quiero compartir algunas ideas que me rondan a mí, y lo hago de manera tentativa y revisable. Ahora lo que voy a confesar se resume en una frase: hay que pensar de nuevo, hay que repensar creativamente, con libertad, la poética de Aristóteles. Sí, en esta época. Sí, Aristóteles una vez más. Y voy a comentar esta idea entrelazando esto con algunos alcances a algunas novelas, sobre todo la de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes. A mi juicio, y esto daría para largo, los principios que Aristóteles plantea en ese viejísimo libro están presentes, de una manera u otra, en muchísimas de las novelas contemporáneas. Y tal vez la academia, tal vez la crítica, no pone, y tal vez los escritores, no ponemos hincapié en este hecho y sí en otros, y tal vez eso distorsiona un poco el comentario que se hace a veces de estas obras. Menciono algunas: “Pastoral americana” de Philip Roth, “Desgracia” de Coetzee, “El enigma de la llegada” de VS Naipaul, “Las partículas elementales” de Michel Houellebecq, “Expiación” de McEwan, “El intocable” de John Banville, “Meridiano de sangre”, llevada al cine por Todd Field y “No es país para viejos”, llevada al cine por los hermanos Cohen, ambas de Cormac McCarthy. Algunos cuentos de Kureishi como “Intimidad”, “El lector” de Bernard Schlink, “Tokio Blues” y “After Dark”, de Murakami, entre otras. Por otra parte, los guionistas actuales de Hollywood están repensando la estética de Aristóteles explícitamente. Por ejemplo Michael Tierno, analista de scripts para “Miramax”, ha dedicado un libro entero a la poética de Aristóteles, destinado a demostrar su vigencia para los cineastas de hoy. Creo que es bueno que la novela se escriba al servicio de una historia y no al revés. En términos de Aristóteles, esto significa que la novela debe narrar lo que él llama una acción o una secuencia de acciones, ahí está el corazón de una novela. En oposición a qué digo esto; bueno, a mí me enseñaron, como ya dije, que la novela era puro lenguaje, lo demás era un cebo, una apariencia nada más, el argumento era una excusa para explorar un cierto lenguaje y yo todo esto me lo creí. Ahora no lo veo así. Creo que el lector quiere que le cuenten una buena historia y esto un escritor debe tomárselo en serio. Queremos oír historias: las buscamos en el cine, las buscamos en las series de televisión, en los cómics, a veces mudos, en una sucesión de caricaturas, las buscamos en las noticias de prensa, en los discursos de nuestros políticos. ¿Qué sería Obama sin las maravillosas historias que cuenta y que tienen que ver con su vida? Las buscamos en Facebook, en Twitter, en la vida cotidiana. Buena parte de nuestras conversaciones ¿qué son? sino un intercambio de historias, de anécdotas. Y ocurre que una buena historia puede contarse en un lenguaje pobre o inerte e inadecuado que la empequeñece, pero eso no significa que la historia misma sea necesariamente mala. Creo que muchos best sellers de mala calidad literaria y de gran éxito comercial cuentan una buena historia, ese es su fuerte. Hamlet, como historia, existía mucho antes de la obra de Shakespeare; fue escrita por Saxo Grammaticus aparentemente en el siglo doce, en latín, luego fue traducida por Belleforest al francés, luego se hizo una primera versión que los expertos llaman el “Ur-Hamlet”, que no se sabe bien quién la escribió, pero que ya así se presentó en el teatro inglés aproximadamente en 1587, y luego vino la obra que conocemos. Lo mismo sucede con la historia de Romeo y Julieta y The King Lear, también. Shakespeare, en rigor, no inventó ninguna de sus tramas, excepto The Tempest, me refiero a las tragedias; lo que hizo fue contar esas historias de nuevo en un lenguaje que le dio vida, profundidad, inteligencia y emoción, es decir, belleza. Ese es el desafío, evitar el cliché, la historia plana o artificiosa, superficial, o efectista o puramente ingeniosa, y darle vigencia en el lenguaje a una historia de veras humana. Si nosotros los novelistas no satisfacemos esa hambre de historias, lo harán otros. Según la Poética, la tragedia no es una mimesis, una imitación de hombres, sino de una acción y de la vida misma, y la vida consiste en la acción. Y decir acción, dice Aristóteles, es decir decisión. La acción debe ser completa, lo que se expresa según él en una trama que tiene unidad, que es un todo redondo. La unidad de la trama, afirma en la Poética, no consiste como algunos suponen en tener al mismo hombre como tema. Una infinidad de cosas le suceden a un hombre, muchas de ellas son imposibles de reducir a una unidad. De la misma manera hay muchas acciones que no es posible configurar en una sola acción. Muchos suponen, dice, que porque Heracles era un solo hombre, la historia de Heracles, en el sentido literario, debe ser una sola historia. Se ve aquí que por imitación, que es como se ha traducido el término mimesis, Aristóteles no entendía para nada una copia directa de la realidad, sino una verdadera creación, la verdad biográfica no tiene que ver en él con la calidad artística de una obra. Otro error común, afirma, es confundir el relato histórico con el relato de ficción o artístico, él lo llama relato poético. La narración que hace un historiador abarca un periodo, dice, y se compone de una multitud de acciones y acontecimientos que no tienen unidad y no configuran un todo redondo. La imitación, la creación que hace un relato ficticio, entonces, es un co-relato de lo real que hay que imaginar. Es un artefacto. La unidad que se pide a la trama de una tragedia también se pide al poema narrativo y por tanto, diría yo, a la novela, y ese es el salto que doy porque él no habla de la novela sino de poemas narrativos y de obras de teatro. La Odisea podría ser, digo yo, algo así como la madre de todas las novelas, la verdad no lo digo yo, lo dijo D. H. Lawrence hace algunos años. Aristóteles dice respecto de esta obra que Homero no intentó contar todo lo que le sucedió al héroe Ulises; por ejemplo, dice Ulises fue herido en el Parnaso y fingió un ataque de locura en un momento en el que se llamaba a las armas, pero Homero omitió esos episodios, sólo se centra en el viaje de regreso a casa, a Ítaca, y la situación con Penélope y los pretendientes. Tampoco, dice Aristóteles, Homero intentó contar toda la guerra de Troya sino sólo una fase de esa larga guerra, la cólera de Aquiles que causó infinitos males a los aqueos. Las tramas episódicas, afirma Aristóteles, son las peores. Llamo una trama episódica, explica, cuando no hay ni probabilidad ni necesidad en la secuencia de sus episodios. Yo diría que hay muchas novelas actuales en las que, desgraciadamente, eso es lo que ocurre, novelas en las que una multitud de incidentes y episodios se desperdigan impulsados por una fantasía meramente caprichosa. En cambio la trama de La muerte de Artemio Cruz está férreamente unida por su agonía; es desde la agonía, que vuelve una y otra vez a reaparecer, que se van articulando momentos escogidos y cruciales de su vida, es entonces la historia recordada de un Artemio Cruz a punto de morir lo que nos mantiene en vilo. A su vez, estos episodios de la vida de Artemio Cruz tienen una trama breve pero completa. Por ejemplo, en la sección que corresponde al 22 de octubre de 1922, Artemio Cruz y un indio yaki, herido, son hechos prisioneros por el coronel Zagal, que va al mando de una columna de combatientes de Pancho Villa. Van en hilera, a caballo, y en ese momento el indio yaki se las arregla para decirle a Artemio Cruz que lo abandone, que él está herido, que él ya no tiene esperanza, y que huya, que pasarán frente al tajo de una mina abandonada y que si logra entrar y escapar por esos chiflones, no lo encontrarán jamás. Artemio Cruz decide arriesgarse para conseguir su libertad, se tira del caballo y se pierde entre los vericuetos oscuros y húmedos de la mina. Oye unos tiros, luego gritos, luego la carcajada del coronel Zagal y un chiflido, después nada. Cuando regresa a la entrada, la han tapiado con piedras pesadas. Lo han dejado, entonces, encerrado ahí adentro. El lector sigue los momentos que se suceden con terror. Ahora, ¿por qué nos ocurre esto si sabemos, como lectores, que Artemio Cruz sobrevivió, llegó a viejo y recién ahora, décadas después, agoniza y recuerda? Esa es la fuerza de la imaginación que nos hace revivir ese episodio poniéndonos en el lugar del Cruz de entonces. Ahora, por cierto Artemio Cruz logrará dar, como esperamos, con una galería estrecha y se arrastrará hasta dar con algo de luz y aire. Justo cuando el lector respira por fin, aliviado de poder salir con su héroe de ese encierro angustiante, la situación gira en 180 grados; quienes acampan ahí y guitarrean son los mismos soldados villistas al mando del coronel Zagal que lo han llevado prisionero, el hombre vuelve a caer en sus manos. Este es sólo un episodio dentro de ese capítulo, pero diría que es un episodio que contiene un cuento completo, es decir, es una trama que forma parte de la trama mayor del capítulo y se estructura con los mismos elementos: el héroe que lucha enfrentando obstáculos y en el proceso de vencerlos o de sucumbir a ellos, se prueba, se rebela y se transforma. Es un episodio que se lee sin respiro. Uno sucumbe al encanto de un relato en estado puro. Alfred Hitchcock, que algo sabía de construir tramas, decía que si en un film de repente explota una bomba que estaba debajo de la mesa sin que lo supieran los protagonistas del film, en realidad no ha sucedido nada de interés para el espectador. En una buena trama en cambio, dice, los espectadores están informados de que hay una bomba debajo de la mesa, que está a punto de explotar y los personajes no lo saben. Esa situación, dice, sí tiene potencial dramático, porque suscita una pregunta ¿qué va a pasar, cuándo va a explotar la bomba y con qué consecuencias? Nadie sigue una historia si le da lo mismo qué va a pasar. Una buena trama se desenvuelve, entonces, como una respuesta a esa pregunta inicial, ese es el comienzo y guía la sucesión de acciones posteriores. Aristóteles sostiene que una trama es un todo si tiene principio, medio y final. Es increíble lo mal que se ha planteado esto en muchos de los comentaristas que hablan de este asunto, mal por lo menos desde el punto de vista de lo que tenemos que hacer hoy, diría yo. El punto es que, a mi juicio, el principio es el incidente que gatilla la serie de acciones posteriores, y debe estar conectado con el final, de lo contrario no es ése incidente el principio de esa trama particular. El principio cambia el status quo del protagonista y lo lanza a una búsqueda, a un viaje. Por ejemplo, en el caso de Aura diría que el principio tiene lugar cuando Felipe conoce a Aura; esto ocurre en la página séptima. Dice: “Abre los ojos poco a poco -ella, Aura, ustedes recordarán estocomo si temiera los fulgores de la recámara. Al fin podrás ver esos ojos de mar que fluyen, se hacen espuma, vuelven a la calma verde, vuelven a inflamarse como una ola: tú los ves y te repites que no es cierto, que son unos hermosos ojos verdes idénticos a todos los hermosos ojos verdes que has conocido o podrás conocer. Sin embargo, no te engañas: esos ojos fluyen, se transforman, como si te ofrecieran un paisaje que sólo tú puedes adivinar y desear”. En ese instante la vida de Felipe cambia y se pone en marcha una búsqueda, una cadena de actos a través de los cuales Felipe intentará conquistar el amor de Aura. Ese es el medio, en términos de Aristóteles, el desarrollo que nos irá conduciendo al final. En “El amante del teatro”, el primer cuento del libro “Inquieta compañía” que publicó Fuentes en el año 2004, O’Shea, el protagonista, vive en Londres dedicado a la edición de cine, “a la fluidez narrativa, y a la perfección técnica de la película”, dice el cuento. Película es membrana, piel, y con la piel, dice, “nos presentamos a la mirada del otro”. O’Shea es un huraño que se lo pasa encerrado editando películas o yendo al teatro. La escena, dice, “me proporciona la distancia viva que requiere mi espíritu (que exigen mis ojos)”. En ese abismo que lo separa de los actores, uno adivina desde ya, la tentación del vértigo. Don Quijote, en ese episodio formidable del teatro de títeres del Maese Pedro, sintió ese vértigo y no pudo contenerse: desenvainó la espada y atacó al moro que se robaba a doña Melisendra. Un espectador razonable y civilizado, por cierto no hace eso, sin embargo de repente hay gente que todavía hoy se enfurece porque, por ejemplo, la interpretación que hacen de Cristo como directores de cine un Scorsese o incluso un Mel Gibson, que es católico, no gusta y ofenden de veras, y hay manifestaciones públicas en contra de estas películas. Y en algunos países, como ocurrió en el mío, incluso algunas de estas películas llego a ser prohibida y hubo un abogado, conocido de la plaza, que presentó un juicio para defender la honra de Jesucristo; como el juez exigió que el ofendido manifestara su domicilio en la tierra, no en el cielo –cómo voy a ofender a alguien que no tiene ni siquiera identidad y domicilio-, el abogado se vio en un problema teológico muy complejo –cómo darle un domicilio a Jesucristo-; optó por dar su propio domicilio. Es un abogado que además es autor de una novela. Dice el cuento “Todo cambió cuando apareció ella”. Este es el incidente que gatilla la secuencia de acciones, aquí nacen las expectativas del lector. Ella, la mujer, surge en el edificio de al frente, es decir, separada por un abismo. Al principio fue sólo una luz detrás de las cortinas antes oscuras. Ese departamento llevaba años vacío, ahora ella va y viene. Y, claro, no lo ve a él –¿pero no lo verá?- Eso lo hace libre. Puede investigar sus horarios y rutinas. Un día él la ve abrir las cortinas: “Me bastó bajar la mirada hacia sus senos prácticamente visibles debido a lo pronunciado del escote, para descubrir en ellos una ternura que no me atreví a calificar"; a mí me encanta eso de “una ternura que no me atreví a calificar”. El espectador, enamorado, quiere seguirla segundo a segundo. Estamos en el medio de la historia, en pleno desarrollo. Él acomoda su vida a la de ella. Pide licencia en el trabajo. Ella parece hacer gestos y habla o, quizás, muge como una enloquecida. No se atreve él a tocar su timbre. Quiere respetar el abismo que lo separa de la escena. Dice: "No quería romper la ilusión de esa belleza intocable, muda, apartada de mi voz y de mi tacto". O’Shea va al teatro, va a ver un "Hamlet" y ahí sorpresivamente está ella, actuando como Ofelia. Sí, no cabe duda. Y ella lo mira y lo ve. Cuando la dulce Ofelia se sumerge en la corriente del río y se abandona a la muerte, le lanza una flor. Él está en primera fila. Ella ha cruzado el abismo que separa la ficción de la vida. Los acontecimientos entonces se precipitan de manera trágica y desconcertante. El cuento se bifurca en dos versiones distintas, se abre como un campo de posibilidades. Diría que aquí Fuentes invita al lector a escoger el final, a crearlo junto con él. Ahora el final, dice Aristóteles, se sigue naturalmente de algo anterior y nada se sigue de él. El final debe ser reconocido por el espectador, dice, de inmediato, es un corte ficticio porque siempre de algo se seguirá algo. El punto es que lo que se sigue ya no se conecta con el acontecimiento inicial que gatilló la acción, es algo que ya no viene del principio. Y dentro de ese final se produce la crisis, normalmente en ella el protagonista toma una decisión crucial que definirá su vida, una decisión que ha venido preparándose desde el principio. Las fuerzas del mundo que se oponen a su deseo subjetivo, alcanzarán ahí su mayor intensidad y el choque es definitivo. A resultas de este choque, la vida del protagonista se transforma radicalmente. Un ejemplo perfecto de esto es el capítulo quinto o sexto de Hamlet. El guionista William Goldman, el de “Butch Cassidy and the Sundance Kid” y el de “All the president’s men” y varios otros clips conocidos, dice por ahí que hay que darle al público lo que quiere pero no de la manera que quiere. Aristóteles, que era bastante antiguo, en el siglo V antes de Cristo, no andaba tan lejos, porque dijo: “el buen final debe ser inevitable e inesperado”. Inevitable e inesperado. Es lo que ocurre justamente en “Aura”. Aura, como espera el lector, finalmente se enamora de Felipe, hace el amor con Felipe, pero al fin Aura tiene el pelo plateado, Aura se ha convertido en la vieja. O recuerden el final de Gran Torino, el film reciente de Clint Eastwood, esos 20 ó 15 minutos finales que dan vuelta por completo el sentido del film. O si alguno de ustedes es aficionado a los viejos westerns, recuerden el final de “La hora señalada” –High noon- de Fred Zinnemann, con Gary Cooper y Grace Kelly. O el final de “Escenas de la vida conyugal” de Bergman. Aristóteles compara la unidad de la obra con la unidad, dice, de un organismo vivo, cada órgano debe cumplir una función. Es un modelo excesivamente exigente tal vez para una obra de arte, y si lo aplicáramos a la letra, perderíamos obras maravillosas. Dice, los diversos incidentes de una obra han de estar estrechamente conectados, de tal manera –afirma- que la omisión de alguno, es decir de uno, descoyuntará y deslocará el todo. Porque lo que no hace una diferencia perceptible por su presencia o ausencia no es parte del todo. Esto deja a muchos grandes novelistas fuera del juego, creo que es una posición un poco extrema, desde luego yo quedo gran parte fuera de esto, así que no me gusta nada de esto pero ahí está, vale la pena pensarlo. Ahora, estaba viendo a raíz de esto algo de Henry James, que escribió mucho de estos temas, y me doy cuenta de que era de la misma idea pese a que hace un tipo de literatura que uno no pensaría que se somete a estas reglas, pero él sostenía que sí, y criticó a Tolstoi, lo llamó “A loose bagin monster”, “un monstruo bolsonudo y suelto”, justamente por no cumplir o no someterse a esta regla y desperdigarse en temas que no tenían que ver con el hecho central. Flaubert, en cambio, en Madame Bovary sí cumple a cabalidad con este principio. Cada nuevo episodio, cada nuevo amor de Madame Bovary, la va empujando hacia su final de un modo inevitable. Harold Pinter en The Trial, esa gran obra de teatro, con una enorme habilidad invirtió el esquema; la historia avanza inexorablemente pero hacia el pasado, el final está en la primera escena y retrocedemos a la causa primera de ese estado de cosas. Es una obra magnífica. Sin embargo, quiero decir de inmediato que cumplir con uno de estos criterios estéticos, y el propio Aristóteles lo señala, no garantiza para nada la superioridad de una obra que no los cumple. Es decir, puede haber una obra que no los cumpla y que sea muy superior a una obra que sí los cumple, este es el misterio de todo esto. Yo mismo debo confesar, y a veces he recibido coscorrones y pifias en ambientes literarios, porque he dicho que a mí me gusta más “Ana Karenina” que “Madame Bovary”, yo sé que eso es muy incorrecto. A pesar de que el rigor, y soy el primero en reconocerlo, esas largas discusiones sobre la situación agraria de Rusia en esos años, están de más, digamos, podría uno saltárselas, es un defecto indudable, y sin embargo, me gusta más volver a leer esa obra que Madame Bovary. Yo creo que es el misterio de la belleza, a veces un rostro menos perfecto nos atrae más que uno más perfecto, a mí me conmueve más Ana que Madame Bovary. Ahora, el protagonista es quien encabeza la sucesión de acciones que configuran la trama, los personajes según la poética se revelan a través de la acción, no al revés, es decir, se revelan no por lo que dice el autor sino por cómo actúa, por las decisiones que de hecho toma. Conocemos quién es alguien a través de sus decisiones, porque actuar es decidir bajo presión, a menudo tomando riesgos. La manera en que enfrenta los diversos dilemas ante los que se encuentra, nos va mostrando a quién tenemos delante, quién es ese personaje realmente. El personaje y la trama cuando están bien construidos –entonces- son dos caras de la misma moneda, ahí se ven ellos, ahí se reconocen a sí mismos los personajes, ahí descubren o van descubriendo quiénes son; y también nosotros los vemos reflejados sobre ese espejo. Pero eso no siempre ocurre. Aristóteles crítica nada menos que a Eurípides, por ejemplo, afirmando que el personaje Orestes en su obra “Ifigenia en Tauris”, no dice lo que pide la historia, sino el poeta. Es decir, Eurípides ahí pasó gato por liebre, empezó a meter sus ideas en la boca de Orestes y eso no se justifica desde el punto de vista de la construcción de la historia. Esto pasa muy a menudo. Henry James está en la misma línea, insiste en que no hay que decir sino que hay que mostrar “show, don’t tell”, esa es como una de sus máximas. Y en este esquema, que puede parecernos un poco apretado, ¿qué ocurre con las ideas en la novela? Bueno, hablar de ideas y novela es pensar en Dostoievski, sus personajes están siempre movidos por la pasión de una idea –o muchas veces, es el caso de Iván en los “Hermanos Karamázov”. Ahora, Dostoievski, y esto tiene un paralelo por lo que decía Ignacio respecto de Cervantes, quiere refutar el nihilismo ateo, el inmoralismo radical de su personaje Iván. Una vez que lo ha creado, él está más espantado más que nadie de lo que Iván piensa, siente, y de lo que Iván es, y él quiere ahora refutar a ese personaje. Dice en una carta del 10 de mayo de 1879: “la blasfemia de mi héroe será refutada triunfalmente en el próximo número, junio, en el que estoy trabajando ahora”. La novela se iba entregando mes a mes o cada dos meses y se iba publicando por partes. Entonces él se propone refutar el personaje, que lo tiene a él mismo asustado y a quienes lo han leído porque lo que plantea Iván es descomunal, sin embargo el 20 de agosto, escrito ya el libro sexto que iba a refutar definitivamente a Iván, en una nueva carta duda y se pregunta “¿Será una respuesta suficiente?” y agrega “Bueno, no es una respuesta directa –dice Dostoievski– punto por punto a las proposiciones expresadas anteriormente en El gran inquisidor y anteriormente, sino una respuesta oblicua, algo completamente opuesto a la visión del mundo expresada anteriormente por Iván, pero no es una refutación punto por punto, sino una refutación hecha en forma artística”. A mí me intriga qué quiso decir con esto. Y yo sospecho, por la estructura de la novela y por otros textos que están en sus cartas, que lo que él quiere no es refutar a Iván con ideas y argumentos, sino con la historia y la vida del padre Zósimo, pero una vez que construye esa historia, empieza a quedar incómodo, no es claro que sea suficiente eso y entonces empieza a decir que viene más. Y lo que viene a continuación es la historia de la mujer que regala una cebolla, la posibilidad de perdonar que tiene Grushenka, luego la transformación moral de Dmitri. Pero lo interesante es que esta forma artística de pensar consiste en no refutar con conceptos, sino con historias de vida. Esto es lo artístico de la refutación, esto es lo que hace de Dostoievski no sólo un gran pensador, que lo era, sino un novelista genial, que es que piensa en historias, no está en una argumentación filosófica. Entonces, se produce en la novela esa apertura, esa incertidumbre que no supera nunca, no está claro para él que con sus historias logra refutar las ideas que quiere refutar y logre implantar, por así decir, las ideas en las que él cree. Porque es una novela abierta, en un estado de movimiento, de tensión interior. Es decir, gracias a eso no hay nada didáctico en la novela misma, aunque sí pudo haberlo –y yo me temo que lo hubo- en la persona del escritor, que a ratos tenía algo de predicador. Pero lo que pensaba la persona de Dostoievski desaparece ante el genio de un escritor que tiene una verdadera intuición artística y construye una novela plural, una novela en la cual se confrontan visiones opuestas y se viven apasionadamente, y que es realmente una novela, no una tesis, a pesar de que él hubiera querido escribir una tesis, pienso yo. Entonces se produce ahí lo que con tanto acierto, a mi juicio –y digo esto con cierto temor porque estando aquí un escritor de la talla de Sergio Pitol y además conoce el ruso, no sé si estoy entrando en terreno prohibido– pero lo que a mi juicio con tanto acierto ha llamado Bajtín: una novela polifónica. Ahora, esto de las ideas y la trama, y no me crean mucho, es pertinente a raíz de lo que podría llamarse hoy la nueva novela política que se está escribiendo en América Latina. A ver, estoy pensando por ejemplo en “El desierto” de Carlos Franz, en “El fin de la locura” de Jorge Volpi, “La hora azul” de Alonso Cueto, “Un lugar llamado oreja de perro” de Iván Thays, “El nocturno de Chile” y “Estrella distante” de Roberto Bolaño, y también, quizá, en ese cuento-ensayo o capítulo de una novela-ensayo que escribió Ricardo Piglia, que se llama “Ernesto Guevara, rastros de lectura”, y que forma parte de su último libro “El último lector”. Y por cierto hay otros más, como “Abril Rojo”, por ejemplo, de Santiago Roncagliolo. En estas novelas, y otras, aunque hay un contenido ético y político bastante claro, por ejemplo una denuncia muy fuerte al tema del abuso del poder, esto está siempre puesto en función de la historia, son novelas que sortean, a mi juicio con mucha habilidad, el peligro que representa la literatura didáctica, la literatura edificante. Los malos, en estas novelas, no son solamente malos, no son malos a tiempo completo, están impregnados de humanidad sin dejar de ser malos. Son ficciones plurales, son ficciones abiertas, son novelas en las que las ideas no usurpan el lugar de la acción, el escritor no se vuelve un ensayista disfrazado, salvo en el caso de Piglia donde esto se asume explícitamente en esa novela. No son, entonces, novelas escritas al servicio de una teoría previa, más bien dan cuenta de la imposibilidad de dar cuenta cabal de la conducta humana desde la teoría, de ahí la necesidad de contar una historia, y luego otra, y otra. Quisiera ir cerrando esto con una reflexión sobre el protagonista, también aparte, y volver a La muerte de Artemio Cruz. El protagonista actúa, es decir, busca, desea, aspira, intenta, proyecta; ese es, digamos, el protagonista clásico. Hegel sostiene que el personaje moderno encarna, dice, la energía y la perseverancia de la voluntad y de la pasión, así como la independencia del carácter. Esto sería propio de la modernidad porque en la tragedia clásica, a su juicio, los personajes encarnan principios morales de validez en principio general, que entran en choque. Es lo que ocurre por ejemplo en Antigua, donde chocan los principios de obediencia de las leyes del estado y de obediencia a las leyes de la familia. Entre paréntesis, en la última novela de Carlos Fuentes, en “La voluntad y la fortuna”, hay un brevísimo párrafo en el que José Nadal sintetiza esta tesis de Hegel con singular lucidez y brevedad. En la modernidad, según Hegel, ya no se trata de ideas morales que han entrado en conflicto, Macbeth no encarna un ideal moral, encarna una pasión arrebatadora -la ambición de poder-, aunque sí tiene, claro, culpa. Yo diría que es esa conciencia culposa, en conflicto con su pasión, lo que le da grandeza a Macbeth. Dice Hegel que en las obras modernas tenemos a la vista personajes, entonces, independientes, colocados únicamente enfrente de ellos mismos y de sus propios designios, que espontáneamente han concebido, y cuya ejecución persiguen con la consecución inquebrantable de la pasión. Pienso en Sorel, por ejemplo, de “Rojo y negro”, o en Meursault, protagonista de “El extranjero” de Camus, que aunque es un personaje manifiestamente pasivo durante muchas páginas, al final actúa y mata, y sin eso no hay trama ni novela. Justamente toda la cuestión radica en explicar esa decisión del final. Diría que Artemio Cruz encarna en plenitud lo que Hegel pide al protagonista de una obra moderna y, sin embargo, a la vez, la novela está construida, el diálogo con el barroco, que no sabía que tenía que ver con lo imperfecto pero calza. Comienzo por esto último, con la filiación barroca de la novela. Hay desde luego alusiones explícitas a la cultura del barroco, para comenzar. Por ejemplo se cita a Calderón, a Quevedo “¡Que mudos pasos traes o muerte fría, pues con callado pie todo lo igualas!”. Estando con Laura, una amante, Artemio pone un disco de Händel, ambos se han conocido en un concierto en el que tocan una pieza de Händel, “Concerti Grossi opus 6”, creo que es. Artemio Cruz, en otro momento entra a una iglesia barroca, y el narrador dice: “Avanzarás hacia la portada del primer barroco, castellano todavía, pero rico ya en columnas de vides profusas y claves aquilinas: la portada de la Conquista, severa y joven, con un pie en el mundo viejo muerto y otro en el mundo nuevo, un frente de murallas austeras para proteger el corazón sensual, alegre codicioso”. Pronto “aparecen los santos de mirada asombrada, santos de un cielo inventado por el indio a su imagen y semejanza”. Será un sacerdote, el padre Páez, en una iglesia como esa, en Puebla –creo-, quien le dirá cómo encontrar la casa donde vive Catalina, su futura mujer. Ahí conocerá Artemio a don Gamaliel, hombre poderoso y rico vinculado al mundo previo a la Revolución, un personaje gatopardesco –si hay alguno- , que entregará a su hija Catalina a Artemio Cruz y su fortuna, para garantizar el futuro de su estirpe. Así ve el padre Páez a Artemio Cruz –y vean cómo se ven aquí estos rasgos activos del protagonista-: “el cura distinguió en los movimientos ajenos a la marcialidad inconsciente del hombre acostumbrado al estado de alerta, al mando y al ataque. No era sólo la ligerísima deformación de las corvas del jinete: era cierta fuerza nerviosa del puño formado en el contacto diario con la pistola y las bridas: aun cuando, como ahora, ese hombre sólo caminara con el puño cerrado, a Páez le bastaba para reconocer allí una fuerza inquietante”. Luego está, en la cosa barroca, la asombrosa técnica literaria de esta novela, que es la novela de un virtuoso del oficio. Fuentes maneja con soltura increíble, con gran naturalidad, el estilo libre indirecto, por ejemplo vean este pedacito: “Caminaban las dos tomadas del brazo. Caminaban despacio con las cabezas bajas y se detenían frente a cada aparador y decía qué bonito, qué caro, hay otra mejor más adelante, mira ése, qué bonito, hasta que se cansaban y entraban a un café y buscaban un buen lugar, alejado de la entrada por donde asomaban los billeteros de la lotería y se levantaba el polvo seco y grueso, alejado también de los mingitorios y pedían dos Canada Dry de naranja”. Hay diálogos extraordinarios, como el del capítulo del 23 de noviembre de 1927, que yo les sugiero que cuando lleguen a casa lo busquen en su libro, que es una conversación fantástica entre dos personajes donde se discute de pasarnos del lado del otro, es decir, la conversación explora la posibilidad, la conveniencia de una traición. Pero lo que se dice fluye en un plano y lo que se subentiende, en otro. Hay una corriente superficial, que es lo que se dice, que sólo sirve en realidad para aludir a una corriente subterránea que es la que verdaderamente interesa y es lo que verdaderamente está ocurriendo. Tiene mucha gracia el diálogo cuando tiene este doble plano, y ese es un caso ejemplar. Ahora, la innovación formal de la novela, a pesar de que es obviamente contemporánea y nueva, tiene una raíz barroca, el fraccionamiento del tiempo, la intercalación de trozos del pasado, del presente y del futuro, crea una estructura contrapuntística, la contraposición de la narración desde el yo, el tú, y el él, también va creando una estructura de contrapunto, análoga a la estructura musical de una composición de Händel. Es entonces una novela polifónica en el sentido que usa el término Bajtín, pero que se inventa recogiendo el espíritu formal del barroco. Y por otra parte el mundo de la novela, de la vida de Artemio Cruz está visto desde su muerte. Dice: “Sólo este hombre muere, ¿eh?, nadie más. Es como un golpe de suerte que aplaza las otras muertes”. Esto frente a los que están viéndolo morir. Lo central que es la muerte para entender la vida debe mucho al barroco, y de alguna manera Fuentes recoge –diría yo- esta visión y la invierte, esa concentración en la carnalidad de la muerte de Artemio Cruz, sus detalles vergonzantes, su íntima interpretación con la vida es barroca y quevediana. Versos de Quevedo que se me vienen a la memoria o se me vinieron cuando releía esto: “Presentes sucesiones de difuntos. Soy un fue, un seré y un es cansado. Menos me hospeda el cuerpo que me entierra. Azadas son la hora y el momento que, a jornal de mi pena y mi cuidado, cavan en mi vivir mi monumento”. Versos de Quevedo que de alguna manera están en la atmósfera de Artemio Cruz agonizando. Solo que en Fuentes esa visión se desacraliza y se transforma en una celebración de la vida desde lo medular que es la temporalidad, la inevitabilidad de la muerte y del tiempo. En Fuentes, en esta novela, la muerte reconduce a la vida terrena y pasajera, no al revés. También en Aura, el tema es la temporalidad –diría- como clave de lo vivo, también ahí veo esa temática barroca que exalta la belleza del cuerpo, su sensualidad, pero se anticipa también, y ve en él una fuente de ilusiones, un cebo, una máscara tras la cual se esconden la vejez y la muerte. Esto tiene repercusiones hacia atrás en la literatura. Miss Havisham, de la novela “Great expectations”, “Grandes esperanzas” –o expectativas- de Charles Dickens, uno de sus más grandes personajes, es una mujer que huyó del mundo y se encerró a vivir clavada en el pasado. Es un intento desesperado de negar la temporalidad. Miss Havisham tiene algo en común con Miss Emily Grierson, la protagonista de ese gran cuento de William Faulkner “A rose for Emily”, “Una rosa para Emilia”. Emily envenenó a su antiguo amor, Homer Barron, y dejó su cuerpo encerrado en una pieza de su casa. Esto se descubre recién a la muerte de la señorita Emily, y lo más impresionante no es sólo que está el cadáver ahí, todavía –han pasado como cuarenta años-, sino que hay un el mechón de pelo blanco, de ella, en la almohada donde está reposando el hombre que fue asesinado, lo que queda de él, su calavera, qué se yo. Con lo cual todos sabemos qué indica eso ¿no? Son frecuentes en Faulkner estos personajes que se quedan pegados a un gesto, un acto, un recuerdo, un rencor, que parece desafiar el tiempo. Es un intento imposible, y entonces trágico, de negar el tiempo. Este tipo de mujer, fija en el pasado, aparece en La muerte de Artemio Cruz, por ejemplo en la figura de la vieja Ludivinia, la madre de Artemio Cruz encerrada por 35 años en un cuarto de su casa derruida desde la muerte de su esposo, el coronel Menchaca, el padre de Artemio Cruz. El padre fue ejecutado por los juaristas. Su actitud es lo opuesta a la de Artemio, la de la madre; Artemio, como sabemos, escapa de Veracruz y se inventa una vida a punta de energía, ambición y esfuerzo, su madre –en cambio lo opuesto-, se queda encerrada en su pieza en esa casona que decae. Catalina, la esposa de Artemio Cruz, por su parte, también vive atada a un viejo rencor al que no puede renunciar. No puede amar ni perdonar a Artemio Cruz, que la apartó de su primer amor y se casó con ella presionando a su padre, dice: “Acepté como él quiso, él me pidió que no aceptara dudas o razonamientos, mi padre estaba comprado y debía permanecer aquí”. Lo que en Artemio, entonces, es vida y vida de cara al tiempo, en estas dos mujeres son lo opuesto: vida congelada, vida que se niega a sí misma al querer negar el tiempo. Pero vivir como Artemio Cruz, en medio del tiempo, supone tomar decisiones, y correr riesgos, y aceptar la muerte. Al momento de su muerte él sabe que se ha construido a pulso, movido por pura ambición. Habla, habla a su esposa Catalina y a su hija, pero no es seguro que él se esté dando a entender, no es seguro que ellas, efectivamente, logren oírlo y escucharlo pero él sigue hablando y dice cosas como: “Imagínense un mundo sin mi orgullo y mi decisión; imagínense un mundo en el que yo fuera virtuoso, en el que yo fuera humilde. Todo o nada, todo al negro o todo al rojo, con huevos ¿eh?, con huevos, jugándosela, rompiéndose la madre, exponiéndose a ser fusilado por los de arriba o por los de abajo, eso es ser hombre, como yo lo he sido”. Y más adelante les dice a estas dos mujeres, esposa e hija: “Yo no tuve que emborracharme para asustarlas, yo no tuve que golpearlas para imponerme, yo no tuve que humillarme para rogarles su cariño, yo les di la riqueza sin esperar recompensa, cariño, comprensión, y porque nada les exigí ustedes no han podido abandonarme”. Y más adelante todavía dice: “Mientras yo lo tuve todo, ¿me oyen? todo, lo que se compra y todo lo que no se compra. Tuve a Regina, ¿me oyen?, amé a Regina, se llamaba Regina y me amó, me amó sin dinero, me siguió, me dio la vida”. Él ha vivido su vida consagrado a la búsqueda del poder sin límites, dice “el poder vale por sí mismo”, eso dice Artemio Cruz. Su figura va adquiriendo, a medida de que avanza la novela, características simbólicas, la estampa del arquetipo. Y en esto hay un cierto paralelismo con “Blood Meridian”, “Meridiano de sangre”, la novela de 19 85 de Cormac Mc Carthy, su personaje, Judge Holden, pese a desenvolverse en el plano de la novela básicamente realista, va adquiriendo un carácter marcadamente alegórico hacia el final, en su caso, en el caso de ese personaje, viene a ser algo así como la encarnación del espíritu de la violencia. Ahora, yo no me atrevería a decir qué encarna exactamente Artemio Cruz, no quisiera simplificarlo. Y con esto termino. Pero hay una frase que escribió Terencio en su viejo latín y que dice más o menos así: “soy hombre y nada humano me es ajeno”. Creo que eso puede decirse de Artemio Cruz, creo que eso también puede decirse de su creador, Carlos Fuentes. Muchas gracias.