IGNACIO CHATO GONZALO seguridades de mantener el orden y respetar el trono que daba Saldanha tanto a Seymour como a Alcalá Galiano de poco servían cuando venían de una personalidad tan compleja y contradictoria como la suya26. A pesar de ello, y aunque resultara contradictorio, el Representante español consideraba que, más allá de sus veleidades revolucionarias, su permanencia en la jefatura del gobierno resultaba lo más conveniente en esos momentos. La situación política parecía estabilizarse, dejándose en suspenso la actividad del gobierno hasta la convocatoria de elecciones, trasladando la iniciativa al nuevo Parlamento que, con carácter constituyente, viniera a ocuparse de la reforma de la Carta y de la definición del nuevo régimen. Esta contención que parecía mostrar el gobierno era saludada con aprobación por el gobierno inglés que, a partir de ese momento, iba a limitar la presión que debía ejercerse sobre Saldanha y su ministerio. Fue el propio Palmerston el que estableció cuál debía ser la nueva línea de conducta de los “aliados” con respecto a Portugal: “que en el momento actual no hay peligro que amenace, estando conformes los partidos en Portugal en dejar a la decisión de las Cortes convocadas la solución de todos los puntos, que hoy se cuestionan y que cualquier ademán o movimiento de parte de la España produciría un efecto contrario, dando armas a los partidos de revolución y de reacción. Que sometidos los partidos a la discusión de las Cortes, no podría haber caso de abdicación forzada, sino por la voluntad general de la nación; que la España no podrá intervenir sino conquistando el Portugal y concluyendo por considerar como mejor política de actualidad adherirse al principio estricto de no intervención y de observación de los acontecimientos que vayan desarrollándose en aquel Reino”27. Quedaba así confirmada la doctrina de no intervención, que el gabinete británico había tratado de imponer desde el inicio del proceso revolucionario y que, en ese momento, las circunstancias políticas permitían sostener. No obstante, el gobierno español no iba a conformarse con el estado de cosas que había resultado en Portugal, receloso del rumbo radical y revolucionario hacia el que, todavía, podría conducirse el régimen político en ese país y que, con respecto al posible destronamiento de la Reina, no estaba dispuesto a consentir. A instancias del mismo Istúriz, el nuevo Ministro de Estado, el marqués de Miraflores, iba a intentar resucitar el mismo argumento que sirvió de excusa para la reedición de la Cuádruple Alianza en 1847, la posible participación de los miguelistas en el escenario político y, más en concreto, en la cuestión dinástica. A esta improbable aparición incluía otro elemento de perturbación, éste sí más convincente, que apuntaba a la peligrosa intromisión de los miembros de la democracia. El gobierno español se resistía a renunciar a la estrategia preventiva frente a la amenaza que suponía el contagio revolucionario, incapaz de admitir las inconsecuencias de la abdicación o el destronamiento de María de la Gloria, auténtica expresión de la amenaza al orden y a la propia institución monárquica: … que la España no aspira ni a su supremacía ni aun influjo preferente en Portugal; que se contenta con evitar en él todo suceso que pueda complicar 110