LECTURA ANEXA 1A ONTOLOGÍA DEL MONSTRUO Héctor Santiesteban Oliva Tratado de Monstruos. Ontología Teratocrática, Plaza y Valdés Editores, México, 2003 PROLEGÓMENOS El problema de los monstruos es tan antiguo como el hombre mismo, e incluso, si hacemos caso a las cosmologías mítico-religiosas, es aún más viejo. A lo largo de la historia, los diversos pueblos de todo el planeta han dado, ya sea a sus dioses, ya a sus demonios u otros entes, tanto espirituales como animales, una corporeidad mixta –esa mixtificación, como veremos en su oportunidad, es monstruosa–. Es decir, no se les representa como un hombre normal o un animal normal, por la sencilla razón de que un hombre representado de tal guisa representa a un simple mortal, y si lo que se busca es expresar un ser sobrenatural, lógico será que le represente, asimismo, de una manera sobrenatural. En India, por ejemplo, para representar un ser con mucha fuerza, se le añaden más pares de brazos que los de un ser humano normal. Tenemos pues que una solución es representar el ser en cuestión de una manera anormal, monstruosa. La representación del ser sobrenatural es en cierto modo una advertencia de que se trata de un ser diferente, de un ser ubicado en un “más allá”, en otra dimensión que no es la fenomenológica cotidiana, sino que se trata más bien de un ente situado en illo tempore, o en illo spatio. Esta distribución espacio-temporal diferenciadora puede llegar a funcionar como una especie de marca mnemotécnica que nos recuerda que estamos ante el concepto de algo fuera de lo común. El monstruo se graba en la memoria. Tal parece que hubiera una intención de guardar aquello en la mente porque de una manera inevitable los hombres, como los pueblos, acaban por olvidar. ONTOLOGÍA DEL MONSTRUO El monstruo y su ser El monstruo tiene su propia ontología teratológica. El monstruo está situado en su lugar correspondiente dentro del cosmos: se inserta dentro de la Creación. Ahora bien, como el mundo del portento y, más aún, el mundo de lo imaginario son demasiado amplios y complejos como para poder reducirlos con la ayuda de sistemas, con la ayuda de cualesquier sistemas, la opción no es reducirlo, sino ampliar ese mundo, intentar darle, si no una forma, al menos una inteligibilidad. El monstruo, si bien es una existencia en cierto modo plural, dada su conformación, su forma y su sentido, se trata de una pluralidad que apunta a la unidad, ya que son varios elementos que forman un solo ser. Los elementos dispersos confluyen en un ser articulado, orgánico. Los monstruos existen en todos los niveles de la creación: desde el divino, hasta el mineral, pasando por las más comunes que son el humano y el animal. No obstante lo anterior, ni siquiera sobre su racionalidad hay una regla fija: en ocasiones el monstruo puede ser racional y en otras irracional; predomina, es cierto, la irracionalidad del ostento; no obstante, indiscutiblemente, pertenece en esencia al reino de lo animado. El monstruo en la creación El monstruo sería, según la teoría tomista, un ser contingente. De hecho todos los seres, excepto dios, son contingentes, pueden ser sin existir, no son necesarios ya que su esencia no determina su existencia. La existencia se entendería como actualidad de ser, y el ser puede dejar de existir, es decir, de ser actual (se puede o no existir ya que no es necesario). Según esta teoría, dios es, sin embargo, necesario. El monstruo sería el ser contingente por excelencia. En ocasiones su existencia determinada y perfectamente clasificada se muestra poco clara, por ejemplo en el tomismo. Santo Tomás, dentro de la ontología, distingue entre el ente real y el ente de razón. El ente de razón es aquel cuya existencia se remite y es propia del aparato psíquico 8por utilizar terminología psicoanalítica moderna). Se trata de dos tipos de seres. Por decirlo de otra manera, que se oye más cercana por ser más moderna: los seres fenomenológicos por un lado, y los seres metafísicos o suprarreales por el otro. Los monstruos fabulosos serían para nosotros –utilizando lenguaje tomista– en el caso de que les negáramos existencia terrenal, entes de razón. Por otro lado, los productos de partos monstruosos son, tal y como lo eran para otro eminente santo. Agustín; entes reales, esto se debe a que el autor de La Ciudad de Dios piensa sobre todo en las razas monstruosas de seres normales que nacen desfigurados: animales u hombres con dos cabezas, sin algún miembro, con grandeza o pequeñez excepcionales, etc. Se trata de monstruos reales y tangibles. Por otro lado, dentro de los imaginarios, contamos con todos aquellos que son producto sólo de la mente y creación imaginaria humanas. Podemos presentar la siguiente máxima como la piedra de toque de la ontología teratológica; entre más extendido en tiempo y espacio aparece un monstruo determinado, es más un ente real; entre más veleidosamente aparece, es más un ente de razón. Cabe aquí la pregunta ¿qué existencia puede tener un ente que yo sólo imagino, pero no sólo yo? un ser que nunca ha estado presente en el mundo, pero que mucha gente imagina y piensa. Cabe recordar que el ente de razón no es igual que el ser verbal de Spinoza: el ser que no se explica ni con la imagen, ni con la razón. Ejemplo de ello sería un “círculo cuadrado”. El monstruo existe y se le representa. También consideramos que, si mirásemos a la naturaleza con cierto discernimiento, veríamos monstruos más a menudo. Un pulpo sería una Grylla; un ciempiés o una mosca con sus cientos de patas o de ojos no dejarían de maravillarnos. Podríamos escribir un tratado teratológico contando tan sólo con animales conocidos y aun familiares. En cierto modo esto es lo que se les ocurrió a los descubridores y viajeros de otros tiempos: se encontraron con una realidad diferente, maravillosa, fantástica para ellos –y para los que compartían su idea del mundo–, pero cotidiana para los habitantes de aquellas “nuevas” tierras. No obstante todo lo anterior, debemos decir que, en sentido estricto, difícilmente podría haber un insecto, gusano, etc., considerado como monstruo. El monstruo tiene que tener una cierta dimensión, un cierto peso, una cierta entidad se diría en derecho. Todos los insectos son un poco monstruosos, pero son demasiado pequeños. Aunque es necesario decir, en contraposición, que l microscopio modificó este concepto, y los seres más pequeños se convirtieron en monstruos. Los microbios adquirieron talla monstruosa cuando se descubrió su relación con las enfermedades. Fue entonces que adquirieron la dimensión de monstruo. En cierta medida, el portento depende, como lo apuntábamos anteriormente, del hombre que, como sujeto, juzga al portento como objeto. Los primeros juicios que se den, saldrán desde una posición antropocéntrica. Acaso el rasgo más importante del monstruo sea que en su ser se da una coniunctioelementarum, una conjunción de elementos. Elementos heterogéneos en la mayor parte de las ocasiones, pero con otros francamente contrapuestos, en donde llega a haber una conciliación de contrarios. Si se da esta conciliación de contrarios, el monstruo posee rasgos divinos en su significación. Eliade nos ilustra al respecto: “la coincidentiaoppositorumen la estructura profunda de la divinidad, la cual se muestra alternativamente o simultáneamente benevolente y terrible, creadora y desructora, solar y ofidia”, o acaso por el contrario, sea él mismo sólo un rasgo de la divinidad. En algunas ocasiones es la deidad misma; posteriormente veremos ejemplos de este tipo de seres (Quetzalcóatl sería un buen ejemplo de esto, lo mismo que el dragón entendido en su concepción más amplia). El monstruo es un ser liminal. Puede ser tan pronto estudiado en su dimensión biológica, como en su dimensión mítico-religiosa. El prodigio es un ser mixto incluso en su más íntima definición: según la clasificación agustiniana de entes de razón y entes reales, el monstruo cabalga entre los dos: El ente de razón es creado por un hombre. El monstruo es creado por la humanidad entera, pero también la esencia del monstruo está inserta en la humanidad. Como ente de razón se constata que en él se muestran los cambios sustanciales entre unas épocas y otras. La mente transforma y conforma a los monstruos. Así es que permanece. El ostento es metáfora; un ser llevado a otra forma, a otra existencia, pero en esencia el mismo; es él mismo, pero transportado a lo otro; de ahí la sensación de otredad que experimentamos con el monstruo. Puede decirse junto con Cardini que, cuando hablamos sobre monstruos, jardines fabulosos, hadas, etc., se trata “más que de fantasías, de metáforas”. Ese llevar a otra forma es llevar a otro ser. Por ello es que sentimos sea esa sensación de otredad asombrosa. Lo monstruosos es lo otro; es lo ajeno a nosotros. Se desgrana el problema de la vinculación del portento a los diversos seres del cosmos; por un lado, los prodigios heredan la fiereza y la determinación a la violencia de su inspiración, si esta es demoniaca; o de la violencia o degeneración de sus padres; o por designio divino para mostrar el mal por venir con el mal venido ya. El monstruo muestra. Por otro lado, los monstruos aparecen íntimamente relacionados y hasta fusionados con los hombres, los dioses, los demonios y los animales. El monstruo es, en cierto sentido, espejo del hombre. Como con la muerte, impresiona el hecho de que advierte que nos tocará a nosotros, que el muerto somos nosotros mismos. Eso mismo es fundamental en la relación del hombre con el engendro; el hombre lo ha creado, ha salido de él, de sus entrañas; ya en un sentido literal, ya en un sentido figurado. Nosotros seremos partícipes de ese horror y ese prodigio. El hombre comparte lo monstruoso con el monstruo mismo. En ocasiones el monstruo es la demostración del vínculo existente entre dioses y hombres. El poder manifiesto de un monarca queda expuesto con la aparición de un monstruo que viene a ser la prueba de comunión entre dios y el hombre. Sabemos del revuelo que causó la aparición de K’lin en China. Huang Ti, el “emperador amarillo” gobernó según se cuenta, más de cien años, y su reino experimentó una Edad Dorada; “Antes de su muerte, a la edad de ciento once años, el fénix y el unicornio aparecieron en los jardines del imperio, como prueba de la perfección de su reino”. Ahora bien, a la problemática del monstruo como objeto, podemos aunar la problemática subjetiva propia; el punto de partida y el sentido del sujeto que estudia al monstruo. Cuando encontramos un ser mitad hombre, mitad caballo, por ejemplo, podemos pensar que se trata de un hombre que por algún motivo tiene la mitad de su cuerpo de caballo; por el contrario, podemos decir que se trata de un caballo con una mitad humanoide; o podemos decir que se trata de un ser híbrido ad initium. Cada una de estas maneras de ver dicho ente, cambia la actitud y la posición del estudio. Depende incluso de la disciplina que lo estudia si le considera como hombre, como animal, como maravilla, como ser múltiple, etc. Es decir, puede ser estudiado por la medicina, la biología, la antropología, la religión, etc. Incluso la jurisprudencia si se trata de un ser humano con todos sus derechos. Principios de individuación monstruosa Un punto importante para la teratología es que la parte del hibridismo connatural al monstruo y se dirige hacia su unidad. Se ha visto que existen partos monstruosos en los que se da a luz seres que poseen fragmentos de varias especies; tenemos las criaturas que nacen unidas en sus cuerpos; contamos también con los nacimientos de seres que poseen dos cabezas unidas a un cuerpo, o los ejemplos unidos en una sola cabeza. Aquí se abre la duda: ¿Se trata de un solo monstruo o de varios monstruos? ¿de qué especie? Esto no ha quedado claro del todo. Tiene sin embargo importancia, ya que delimita el ser y la individualidad de cada ente monstruoso. El punto es de tomarse en cuenta, ya que los seres en completud son designados como individuos, es decir, el que no puede separarse en partes. Lo que da existencia al ser es, en gran medida, su individuación: su no-división en otros seres; también su no-multiplicación al infinito, pero sobre todo, su no desvanecimiento hacia la nada. Resulta significativo observar que en griego para designar individuo o persona, se dice átomo, (sin división, in-dividuo). Es bien sabido que existen partes de las que puede prescindirse y se sigue siendo un individuo. Si un hombre pierde una mano o un brazo, o incluso todos sus miembros, sigue siendo un ser humano. Pero si se le quitase, por ejemplo, un órgano vital como el corazón, dejaría de serlo, dejaría de ser (más propiamente, dejaría de existir). Este dejar de existir a causa de la amputación de algún órgano se da por la consiguiente muerte del individuo y atañe a todos los órganos vitales. Pero si le quitamos el cerebro, por ejemplo, y pudiéramos mantenerlo vivo, su humanidad misma quedará en entredicho. El órgano del cuerpo que alberga alma o espíritu será fundamental para la designación del monstruo y para elucidar sobre su multiplicidad según el caso. Si debemos atender el problema de delimitar el número de monstruos, nos veremos obligados a atenernos a un cierto criterio que nos indique el límite del individuo; deberemos establecer cuál es el asiento último de la entidad biológica, el punto vital por excelencia, el asiento del alma, el centro que acoge la fuerza energética, etc., de acuerdo con el enfoque que queremos darle. Puede parecer este punto una sutileza sin importancia, pero debemos recordar que aún hoy en día la cuestión de los transplantes de órganos, sobre todo el cerebro, producen conflictos de ética médica y jurídica. Aún hoy en día muchas personas mueren por no recibir órganos externos que la mayor parte de las personas juzgarían como “no comprometidos” (sangre por ejemplo), por considerarlo antinatural, antiético, etc. Cabe decir que actualmente es, salvo excepciones, el cerebro, el que suele considerase como baluarte último de la individualidad. Sin embargo, esto no ha sido siempre así. Para Nieremberg, no siempre resulta claro qué parte del cuerpo es donde se encuentra el principio de individuación y el asiento del alma. Si bien se inclina y defiende que es en la cabeza, no obstante señala que “en Bauiera se vio vna niña con dos cabeças regidas vn espíritu”. Es por ello que posteriormente añade. “Sospecho que aun no es constante argumento la vnidad de las cabeças para la singularidad del sujeto, si el resto del cuerpo es doblado”. Señala también que en un animal, aunque haya varias partes unidas, si están unidas se trata entonces de un solo individuo, lo que no ocurre con el humano, que si tiene varias cabezas con diferentes pareceres, se trata entonces de dos o más individuos. Respecto de la dependencia del ser a alguna propiedad corporal, más importancia da Fuentelapeña, eminente teólogo, a la cabeza sobre otras cosas: mayor dependencia parece tener el animal para su mayor subsistencia de la cabeça, que del color, porque aquella es pare substancial, y la más principal de las integrantes, y de quien parece pende la forma sensitiva pro priori. Para determinar la individuación de la persona, y en casos en que nacen juntos dos seres, determinar si son dos o uno solo, se debe remitir a si tiene duplicado el órgano en el que se asienta el alma. Son tres los principales, en los qualeshuuo controversia entre los antiguos, y dura en parte hasta oy; en qualdellos puso su Corte, y silla el alma. Son estos el hígado, el coraçon, la cabeça, y desta necesariamente el cerebro. Nieremberg, después de ejemplificar los diferentes casos, defiende la idea del cerebro como asiento del alma y principio de individuación; no obstante, la especificación es asimismo problemática: “No hay también pequeña dificultad acerca de la especificación de los monstruos, porque como nacen algunos con figuras diuersas de encontrados animales, es grande duda a cuál especie de ellos se reducirán, o si se compondrá de todas vna, o vn todo diverso de todas”. Nieremberg señala que para determinar a qué especie pertenecen, “Las más constantes reglas son por sus causas: las no tan ciertas por sus figuras solamente”.