OBREROS MARTIRES DE LA LIBERTAD Joan Llarch Entrada de Anselmo Lorenzo Asperilla (p.9) En noviembre de 1868 desembarcó en el puerto de Barcelona un hombre que iba a influir extraordinariamente en el desenvolvimiento del movimiento obrero español. Se llamaba Giuseppe Fanelli, ingeniero de profesión, de nacionalidad italiana y diputado del Parlamento de Italia, pero que, rasgo característico de su indiferencia a toda representatividad, declaró, con singular desenfado, que aquel cargo y desempeño le eran útiles sólo porque le permitían viajar gratuitamente por ferrocarril. Se trataba de un personaje que, tanto por su ideología como por su estampa, no podría pasar, en modo alguno, inadvertido. Alto y corpulento de figura, ojos negros y brillantes y aureolado el rostro por una negrísima y abundante barba, Giuseppe Fanelli era en realidad el emisario de la más grandiosa figura revolucionaria: el anarquista ruso Bakunin. En Barcelona procuró inútilmente entrar en relación con los medios obreros, por lo que se trasladó a la capital de España. Fue en Madrid donde conoció a Tomás González Morago, de oficio grabador, uno de los primeros en España en autodenominarse libertario. En Madrid, gracias a Morago, que le sirvió de introductor en los ambientes idóneos, Fanelli contactó con los jóvenes obreros del siglo pasado que frecuentaban el Fomento de las Artes, en donde las ideas de Proudhom y el federalismo de Francisco Pi y Margall gozaban de simpatías y predicamento. La presencia y paso fugaz por España del enviado del legendario Mijail Bakunin, produjo un deslumbramiento meteórico en las mentes de quienes le conocieron y escucharon, porque, a su manera, Giuseppe Fanelli era portador de una “buena nueva” para todos los pobres de la Tierra que Bakunin preconizaba a escala europea con la creación de la Alianza Internacional de la Democracia Socialista. Entre la cuarentena de asistentes que se reunieron en la casa de Rubau Donadeu, se hallaba un joven de 28 años que se llamaba Anselmo Lorenzo Asperilla. Había nacido el 21 de abril de 1841 en Toledo, ciudad que abandonó a los 11 años de edad para trasladarse a Madrid, donde trabajó primeramente en una cerería, para luego entrar en las artes gráficas, donde aprendió el oficio de tipógrafo. Fue en su adolescencia cuando Lorenzo, aquejado de una enfermedad que duró unos cuatro años, ayudaba a su madre en los quehaceres que precisaba, cuando su enfermedad se lo permitía. En aquel período Anselmo Lorenzo cobró gran inclinación hacia la lectura y leía cuanto caía en sus jóvenes manos. Su afición llegaba a tal punto que, no disponiendo de dinero para adquirir sus lecturas, recurría a los familiares y amigos para que le prestaran libros. Singularmente, las conferencias dadas por Fanelli a sus oyentes eran pronunciadas en italiano, ya que Giuseppe Fanelli sólo hablaba su idioma nativo y además el francés mas para sus oyentes ninguno de los dos idiomas les era ni siquiera familiar; sin embargo, parecía que la misma universalidad de las ideas que exponía eran perfectamente comprensibles a todos. Quizá donde no alcanzaba la palabra, la vehemencia de la exposición, el ademán, el signo mímico, la telepatía ideológica del pensamiento hacía lo demás. Giuseppe Fanelli trastornaba a los auditorios que le escuchaban. El mismo Anselmo Lorenzo describiría posteriormente aquella seducción personal, la magia de la idea transmitida a quienes habiéndola intuido aguardaban su comunicación para hacerla propia ya que, en cada uno de aquéllos, hallábase presentida pero todavía no formulada. Lorenzo, testigo de lo sucedido y a la vez destinado a ser uno de los dirigentes más sobresalientes del anarquismo ibérico, recreó aquellas reuniones retratando gráficamente la personalidad de Faneili: históricas “Su voz (la de Giuseppe Fanelli), poseía sonoridad metálica. Era capaz de tomar todas las inflexiones que conviniera, pasando instantáneamente de la cólera y la amenaza, cuando atacaba a los tiranos y opresores, a un tono de piedad, de pena, o de consuelo, al evocar el sufrimiento de los oprimidos, puesto que les comprendía sin haber sufrido y se mostraba verdaderamente altruista, a la par que satisfecho, cuando presentaba un ideal ultrarrevolucionario de paz y fraternidad”. Al respecto, como interpretación de esta inmediata aceptación de la ideología bakuninista por parte de los oyentes de Fanelli, la interpretación de Juan Díaz del Moral, perfecto y profundo conocedor del movimiento ácrata español, define evocadoramente la reunión y el efecto de las palabras del italiano en los españoles, que sin apenas entender su idioma comprendían con toda claridad la exposición de las ideas: “Descendían lenguas de fuego sobre la cabeza de los reunidos en ese cenáculo. Tuvieron la impresión de alcanzar, de una vez, las más altas cumbres de los dogmas, principios y axiomas inmutables de la ciencia obrera. En una palabra: de encontrarse en lo sucesivo en posesión de verdades absolutas”. Tres meses más duraría la estancia de Giuseppe Fanelli en España. Agotado el subsidio que le enviaba Bakunin, o la prolongada demora de esta ayuda económica, le obligaron a trasladarse a Marsella. Sin embargo, todavía pudo permanecer tiempo suficiente en Barcelona, donde en esta segunda vez su misión fue más afortunada en la difusión de las ideas de Bakunin, pilar titánico de la Primera Internacional, ya escindida por los primeros enfrentamientos ideológicos entre Marx y Bakunin. Al cientifismo frío y racionalista del alemán de raza judía, se oponía la sencillez espontánea, generosa, apasionada e inspirada del aristócrata ruso, revolucionario planetario auténtica fuerza de la Naturaleza, gigante con la testa adornada de una rizada y revuelta cabellera como la copa de un árbol gigantesco ornado de frondoso follaje. Orador de verbo centelleante, capaz de las iras más desatadas o de los enternecimientos más desconcertantes. Corazón de ilimitada generosidad, talento desmedido, contrastando con la inocencia de un niño. Toda su filosofía, en su apocalíptica grandiosidad, estaba impregnada al mismo tiempo de un gran lirismo de amor al género humano y a su libertad mutilada. Marx era el científico, positivista, de mentalidad de corte occidental, realista y planificadora, esquemática y estructural. Bakunin era la pasión revolucionaria, la imaginación visionaria del futuro del hombre sin trabas ni autoritarismos que cercenaran su libertad y su comportamiento espontáneo. El bardo, de un mesianismo cuyos ecos todavía no se han extinguido por su fusión con la esperanza en el futuro del ser humano, libre de todo dogma político que la somete de distintas maneras. Quizá, por su idiosincrasia, obtuviera al punto tan fervientes adeptos en un país latino como España, por añadidura marcado por un profundo sentido ético de la interpretación de la vida. La idea de Bakunin partía de la sencillez. Era como una piedra arrojada a un estanque que, al punto, se agrandara en círculos concéntricos, cada vez más amplios, abarcando toda la superficie de la alberca y chocara con sus andenes y rebotaran ondas, indefinidamente. La sociedad se levantaba sobre una iniquidad total. Por lo mismo, tal injusticia era intolerable y había que ponerle fin, de forma que en el banquete de la vida participaran todos por igual. Los humanos, y los sirvientes del convite, tomaran asiento entre los comensales que, en pago a los servicios de los más a los menos, paradójicamente, les arrojaban las migajas del banquete. Pero Bakunin, al contrario de las religiones, no quería retrasar la justicia hasta más allá de la vida. Acercaba las fronteras a la existencia real y cotidiana y, si un lejano día perdióse el Paraíso, no deseaba tampoco, como Mahoma, reservarlo para cuando se inicia la otra vida como continuidad de la muerte. Siendo ateo, Bakunin quiere que el Paraíso se construya en la Tierra, y sea levantado con la unidad de todos los desposeídos, de los miserables, de los que sufrían hambre de pan y de justicia. En consecuencia, para lograrlo había que predicar el advenimiento de un nuevo orden contrario y opuesto al desorden de la sociedad imperante, de donde se dedujo que la nueva concepción que era preciso llevar a cabo era la instauración de la Acracia. La ausencia de todo Gobierno y del instrumento de poder coercitivo deí mismo, o sea de la autoridad. Es decir, que los que en adelante, haciendo su ideología como propia, por reflexionada, dieron en llamarse anarquistas, fueron anarquistas, precisamente, porque no aceptaban ni reconocían como propia de su mentalidad a una sociedad que era realmente anárquica en su irracional organización. Bakunin no se conformó con la predicación de un orden nuevo, más acorde, según él, con la Naturaleza. Al mismo tiempo indicaba los procedimientos para conseguir llevar a cabo la realización del anarquismo. Se trataba de desmoronar los pilares de la sociedad sobre los que se sustentaba la injusticia. Era necesario derrocar para siempre el Estado, la Religión y el Capital y sustituirlos respectivamente por la Acracia llevada a la práctica por el Ateísmo y el Colectivismo. Esta era, y no otra, la labor objetiva de la verdadera revolución social. Bakunin, contrariamente a Marx, frío y científico, oponía un optimismo y una ilimitada confianza en eí ser humano y en el uso de la libertad integral del mismo. Su imaginación visionaria y creadora era luminosa, espontánea y optimista. Se oponía apasionadamente a Marx considerándolo la representación ideológica de una nueva clase opresora de la libertad. Si por una parte Bakunin era la confianza desmedida en las posibilidades del ser humano emancipado, por su parte, Marx era como un modelista de zapatos que había ideado una nueva plantilla para cortar calzados todos del mismo modelo y olvidado de las distintas medidas y formas de los pies quería que fuesen todos los hombres según su plantilla de zapatero. Quizá la mentalidad y la situación geográfica de España, por mediterránea, estuviese más sensibilizada para aceptar las ideas bakuninistas, pero lo cierto es que el anarquismo obtuvo, desde los primeros momentos, mejor acogida en la península Ibérica que el comunismo autoritario marxista. Para Bakunin, la “utopía” de la acracia era equivalente a la realidad del mañana, pues a cada día que nace, se inicia el comienzo del futuro. En Barcelona, las tesis bakunianas fueron acogidas por el mismo Lorenzo y por Farga Pellicer, quienes formaron el núcleo inicial de la Federación Regional Española como sección ibérica de la A.I.T. (Asociación Internacional de Trabajadores), adherida a la Primera Internacional. Compitiendo con la labor realizada por Fanelli a su paso por España, Carlos Marx, se afanó celosamente por contrarrestar los éxitos de Bakunin, apresurándose a ofrecer su mercadería y mandó para mostrar el paño, a su yerno “el Gascón”, como le había apodado. Su yerno, Paul Lafargue, hablaba perfectamente el español por haber sido educado en Cuba, pero no obtuvo en España la acogida que había conseguido Fanelli. El anarquismo de Bakunin había encontrado en el país a admiradores de Proudhorn predispuestos, por tanto, ideológicamente, a asimilar las ideas y la praxis anarquistas. La Sección de la Internacional Española se puso al lado de Bakunin, produciéndose una escisión en la que los que se separaron de la Federación Regional formaron el núcleo precursor de lo que iba a ser el Partido Socialista Español que se creó en 1879, seis años después de la adhesión de 1873 a Bakunin y a la Primera Internacional por los anarquistas españoles. La dirección socialista fue encabezada por Pablo Iglesias. En adelante, el movimiento obrero español iba a quedar marcado por las dos actitudes contrapuestas. Pero el movimiento obrero encontró una gran personalidad representativa en el joven tipógrafo que en Madrid había conocido a Giuseppe Fanelli, con el que había consolidado prontamente una firme y sincera amistad, como asimismo con el intemacionalista, ya mencionado anteriormente, Tomás González Morago, corresponsal en España de Bakunin. Anselmo Lorenzo, en 1869, figuraba como uno de los que suscribieron el primer manifiesto de la Internacional española. Un año después aparecía el periódico La Solidaridad como portavoz de la A.I.T. Durante el mismo año asistió al primer Congreso de los internacionalistas españoles celebrado en el Gran Price de Barcelona, en el que fue nombrado miembro del Consejo Federal. En septiembre del mismo año, en Valencia, fue elegido para asistir en representación de sus compañeros a la conferencia secreta de Londres que la Internacional había convocado. Desde Valencia fue a Madrid, tomando el tren para Francia, y pasando el Canal de la Mancha llegó a Londres, recibiendo acomodo en casa de Carlos Marx. Engels le hizo de cicerone durante su estancia en la capital inglesa pero, independientemente de tales muestras de hospitalidad y cortesía, no pasaron inadvertidas para Anselmo Lorenzo las frases de sentido peyorativo y las intrigas que desarrollaban Marx y Engels, en descrédito y desprestigio de Bakunin. Tal comportamiento no podía por menos que ofender la propia estimación de Anselmo Lorenzo, quien además de ser un alma noble, poseía la generosidad de miras característica de los libertarios españoles. El contraste entre la fama de que gozaban los dos creadores del marxismo y su mezquina dimensión humana, no dejaron de defraudar a Lorenzo, que regresó a España decepcionado del efecto que le había ocasionado la personal aproximación a Marx y Engels, como escribió posteriormente: “...esperaba ver yo grandes pensadores, heroicos defensores del trabajador, entusiastas propagadores de las nueva ideas, precursores de aquella sociedad transformada por la Revolución en que se practicará la justicia y se disfrutará la felicidad; en su lugar hallé graves rencillas y tremendas enemistades entre los que debían estar unidos en una voluntad para alcanzar un mismo fin”. Las actividades de Anselmo Lorenzo, a su regreso de Londres, ya no cesarán a lo largo de su vida, y si debido a su fina sensibilidad y extremado idealismo, en ocasiones las intrigas y divisiones en el mismo seno de la organización le causaban desilusión, sabía al fin sobreponerse a las mezquindades y reintegrarse a la lucha a la que dedicó toda su existencia. Asombra, en todos aquellos que fueron la semilla de las ideas más generosas y al mismo tiempo más opuestas a la realidad circundante, su abnegación sin límites y la entrega desinteresada hasta el autosacrificio personal ilimitado. Cualquiera de esos hombres que con ejemplaridad humana desfilarán por las páginas de este libro, hubiese cosechado bienestar personal aplicando el mismo tesón e inteligencia en cualquier otra actividad a su propio servicio. Pero ninguno de ellos dejó sobornar su inteligencia alumbrada, casi hechizada hasta la muerte, por los ideales que proclamaron. Es no menos interesante observar que, a su vez, todos ellos encontraron compañeras magníficas, heroicas, y anónimas, con una fidelidad ideológica compartida hasta lo inconcebible, adaptables a todos los rigores de las circunstancias, leales compañeras del hombre que todo lo sacrificaba por sus ideas. Mujer del preso, camarada del luchador infatigable, amantes y valerosas, vidas arrebatadas en un vértigo racional y entusiasta de altruistas propósitos. Esos seres de arcilla como todos los seres humanos, llevaban, indudablemente, en su propio barro aquella otra materia intangible con la que los grandes poetas tejieron los más bellos sueños. No reconocerlo así es marginar su realidad indiscutible, es ocultar en sombras una de las zonas de la naturaleza humana más digna y luminosa. En el Congreso de Zaragoza, celebrado en abril de 1872, Anselmo Lorenzo fue elegido Secretario General del Consejo Federal de la Región Española, de la que anteriormente ya había sido reelegido miembro del Consejo. El año anterior, Lorenzo había realizado un viaje por Andalucía con objeto de seleccionar posibles cuadros de militantes, visitando las federaciones de Utrera, Sevilla, Carmona y Cádiz, Puerto Real, San Fernando, Málaga, Granada Loja y Linares. En ese viaje tuvo oportunidad de conocer a otra gran personalidad libertaria: Fermín Salvochea. Todo el esfuerzo de Anselmo Lorenzo, en aquel período, se concentró en lograr la unidad sindical de los obreros españoles en su calidad de secretario general, ya que las rencillas derivadas de las diferencias surgidas entre los partidarios de Marx y de Bakunin, habían provocado una escisión en el movimiento obrero que, a toda costa, había que evitar. Sus intentos como mediador en el problema acabaron convirtiéndole en víctima de unos y de otros, despertando recelos injutos por infundados. Deprimido por la incomprensión de que era objeto, el 20 de junio de 1872 Lorenzo presentó la dimisión como secretario general y reanudó su profesión de tipógrafo. Desde Valencia se marchó a Vitoria, donde encontró el apoyo moral de su leal amigo Manuel Cano. En Vitoria sus esfuerzos para encontrar trabajo fueron inútiles. Dos meses después emprendió viaje a Bilbao, donde durante unas semanas fundó una organización bilbaína de la Internacional. Marchó de Bilbao a Burdeos, donde sin encontrar trabajo partió para Marsella. Su periplo fue incesante y la búsqueda de trabajo vana. De paso por Tolouse recorrió inútilmente todas las imprentas en demanda de trabajo. Un laberinto de sinsabores. Para pagarse el billete de tren se vendió el reloj. Por fin, en Marsella encontró empleo en una imprenta. Sin embargo, sin familia, sin otros contactos afines que las tertulias en las que se reunía con otros españoles en un café, transcurriendo las veladas en conversaciones estériles, aumentaron su nostalgia y, al fin, regresó a Barcelona en marzo de 1874. En Barcelona se revigorizó en sus ansias de lucha ideológica y de renovación de la Humanidad. En Barcelona coincidió con un grupo de amigos entre los que se encontraba su correligionario Viñas Fargas Pellicer y otros más que, por su inquebrantable idealismo y voluntad, dirigían desde la ciudad condal el movimiento obrero en toda España. Se estableció en Barcelona, cuando después de sobrepasadas las primeras angustias económicas, a las que ya estaba, como tantos otros, acostumbrado, encontró por fin un empleo de corrector en una editorial barcelonesa. Cuando con el tiempo falleció su amigo y compañero de ideas, José Miranda, en cuyo hogar se hospedaba, Lorenzo se responsabilizó de la familia compartiendo con la viuda y el pequeño hijo de aquella, sus modestos ingresos. Trancurrido cierto tiempo, Anselmo Lorenzo acabó uniéndose y manteniéndose absolutamente fiel a su compañera, con la que rehusó desposarse legalmente. Lorenzo perteneció a las generaciones de anarquistas puritanos, cuya austeridad en sus costumbres afín a su ideología ejemplarizaba a los demás militantes. La norma de su vida era de gran simplicidad. No bebían ni fumaban y en sus relaciones sexuales mantenían una lealtad inquebrantable con la compañera que habían elegido para toda su vida de común acuerdo, en tanto el amor se mantuviera entre ambos, como así solía ocurrir salvo algunas excepciones que con no menos frecuencia se daban entre los matrimonios consagrados por la Iglesia. El amor era libre entre los internacionalistas y un vínculo que les unía, residía en el mutuo afecto, la comprensión y la identidad ideológica, similar entre los componentes de la pareja. No era una perpetua cadena, y la opción de cada una de las partes a deshacer el pacto, daba con el derecho a tal libertad más fuerza a dicha unión. Hablar con menosprecio del amor libre es ignorancia del mismo, frivolidad o intención deliberada de no respetar aquellas relaciones afectivas y sexuales que se apartan de los convencionalismos sociales. El amor no obedece otras leyes que las de su propia naturaleza. Su comportamiento no se sujeta a esquemas determinados y se escapa de todo cuanto quiere constreñir sus libres manifestaciones en las relaciones entre los sexos. Engañar a la Naturaleza no es posible y al ser desviada de sus inclinaciones se aparta de la función natural dando lugar a las aberraciones psicopáticas, semillas de tantos delitos en una sociedad que en su propia absurda estructura los crea y a la vez se muestra totalmente incapacitada para curar las enfermedades que engendra por sí misma. La reacción social es discriminatoria con cuanto no le es afín. Margina lo que su inteligencia no comprende; la marginación es el aislamiento. Por eso las cárceles y los manicomios son las buhardillas donde ia sociedad esconde avergonzada e impotente a los monstruos que crea con su estructura irracional, dando lugar a comportamientos alienantes. Es una máquina cuyos subproductos son la llamada hez de la sociedad. Paradójicamente, esta escoria amoral es dorada en las alturas, pero no menos embrutecida en la base. A unos, la amoralidad procede del exceso, a otros de la miseria comprada por el vicio que les arroja al abismo. Anselmo Lorenzo, una vez resuelta provisionalmente su situación profesional con sus modestos ingresos económicos como corrector de pruebas, se dedicó, ya domiciliado en Barcelona, a las tareas de militante obrero. Sin embargo, la lucha era difícil hasta en el mismo seno de la organización obrera por una tara humana muy frecuente: el culto al personalismo. Motivo este de tantas deserciones y problemas en ámbitos tan exigentes de desinterés personal como los anarquistas. El liderismo de su amigo, el doctor García Viñas, acrecentado por sus mismos compañeros que desarrollaban con sus admiraciones un injustificado culto a la personalidad, resultaba del todo ridículo e inadmisible desde todo punto de vista ácrata, por lo que Anselmo Lorenzo advirtió del gran error que tal conducta acarreaba en contradicción con la ideología. Las consecuencias fueron la hostilidad de sus mismos compañeros y la cólera del doctor García Viñas que, herido en su presunción, se enemistó con quien seguía siendo su amigo. La peripecia vital de Anselmo Lorenzo cobra mayor dimensión, respeto y grandeza cuando, fiel a su propia honestidad y como consecuencia de su postura sincera ante la vanidad elitista de algunos, se convirtió en víctima de sus mismos compañeros de ideas: “Aquellos compañeros, todos amigos míos, en tiempos normales, habían tomado en serio su papel de justicieros. Me designaron un asiento en medio del local, y frente a la mesa, produciendo bien el efecto de tribunal ésta y banquillo de acusado aquél. Se me interrogó y acusó duramente. Respondí y me defendí con sencillez y sinceridad, y tuve el sentimiento de oír las más apasionadas, falsas y calumniosas acusaciones... La Conferencia extraordinaria estuvo al ínfimo nivel que correspondía a la pequefiaz de su objeto. Cuando los jueces de la farsa se creyeron satisfechos, sin más defensa que la que yo mismo me hice con la sencillez de mis respuestas, me despidieron, y me retiré con la dolorosa sensación de ver mi entusiasmo por el ideal y mi constante trabajo, recompensado por segunda vez con negra ingratitud”, tal como así lo transcribe Heleno Saña en su obra Líderes Obreros. Víctima del odio desatado de sus mismos correligionarios, el desdichado Lorenzo se vio aislado totalmente, y expulsado de la Federación Regional. Pero Lorenzo poseía un alma tan noble, que se sobrepuso a tamaña injusticia reconfortándose en su soledad en el pensamiento de la honestidad de todo su proceder. Su aislamiento no le hundió en la amargura. Por el contrario, los pocos años que permaneció ajeno a toda actividad militante, los dedicó al estudio y a la reflexión, con lo que su conocimiento se sintió beneficiado y engrandecido, considerando que cuando la tempestad de pasiones se hubiese alejado, podría proseguir su lucha por la emancipación del ser humano. El mejor historiador del anarquismo, Max Nettlau, quien frecuentemente visitaba España recalando en Barcelona siguiendo las huellas de la vida de Anselmo Lorenzo, señaló el ingreso de Lorenzo en La Asociación, órgano de los tipógrafos, en el año 1885, colocando en esta publicación sus artículos. En 1886 comenzó a colaborar en Acracia, que servía de portavoz a personalidades tan relevantes como Tárrida del Mármol, Pellicer, Ricardo Mella y Antonio Pellicer, hermano del anterior. En 1888, Lorenzo alcanzó el grado 18 en el seno de la masonería, a la que pertenecía. Cuando el 6 de junio de 1898 se produjo la misteriosa explosión de la bomba arrojada en la calle de Cambios Nuevos, Anselmo Lorenzo fue uno de los muchos detenidos y encarcelados en la fortaleza de Montjuich, que tanto escándalo iba a causar con su famoso proceso. Al recobrar la libertad emigró a Francia, domiciliándose en París, donde trabajó como corrector de pruebas. A su regreso a España, Federico Urales había fundado La Revista Blanca y Lorenzo figuró entre sus colaboradores. Francisco Ferrer y Guardia, fusilado años más tarde al resposabilizarse en él los sucesos de “La Semana Trágica” de 1909, llamó a Lorenzo, al que nombró director de las publicaciones de la “Escuela Moderna”. Anselmo Lorenzo fue el traductor de Reclus y de Kropotkine, del primero hizo la versión al español de su obra El Hombre y la Tierra y del segundo La gran revolución. Figuró asimismo en la redacción del semanario La Huelga General en 1901 y hasta 1903, pasó a la revista Natura, publicando en este año su obra Vía Libre, resumiendo medio siglo de lucha obrera en España. En 1907 comenzó a colaborar en Solidaridad Obrera, diario histórico en el movimiento obrero, y desde sus páginas se lanzó activamente a la propulsión de la idea que los anarquistas se afiliaran a las organizaciones sindicales. Sus artículos sobre sindicalismo decidieron el nacimiento de la Confederación Nacional del Trabajo (C.N.T.) fundada como tal en el año 1911. En 1912, Anselmo Lorenzo publicó su libro Vida anarquista, compilación de artículos suyos aparecidos anteriormente en distintas publicaciones. La visión sindicalista de Anselmo Lorenzo queda reflejada en los siguientes textos: “El Sindicato es la moderna forma adoptada por los trabajadores para concertarse, defenderse y dirigirse a la libertad y a la igualdad”. “El salario, repitámoslo una vez más, es una variedad de la esclavitud, y ha de ser la última”. “La producción en general, favorecida por los adelantos científicos y monopolizada por las compañías capitalistas, ha venido a parar al contrasentido más absurdo que pudiera imaginarse: se produce el triple de lo necesario, hay capacidad productora incalculable, y la Humanidad padece hambre”. “Hay sobreprodución; no hay demanda; los almacenes rebosan; paralízase el trabajo; no hay jornal para el obrero”. “De acuerdo con Ricardo Mella en su Táctica Socialista, pienso que la organización obrera emancipadora ha de ser asociación voluntaria, sin disciplina (sumisión a un dogma o una autoridad) ni jerarquía (escalafón de mandarines)”. “Para asociarse cierto número de trabajadores para la constitución de un sindicato dedicado a la realización de un fin emancipador, donde no lo haya constituido aún, se reúnen, formulan claramente su objetivo, determinan la manera de constituir una fuerza poderosa con el esfuerzo de cada uno y de todos juntos, y con ello queda constituida y organizada en principio una sociedad o sindicato”. “En un sindicato así formado, el individuo adquiere la totalidad del propio valer, multiplicado por el valer de todos sus coasociados”. “Todo sindicato emancipador es un contrato o pacto que puede formularse en pocas palabras como recuerdo, como acta de constitución, como compromiso de honor entre los asociados, tanto para los fundadores como para los que se asocien durante su funcionamiento”. “En un sindicato obrero emancipador, por ejemplo, puede consignarse en su pacto constitucional: Objeto.- Este sindicato se propone la resistencia a la explotación capitalista como táctica constante, y la supresión del salario por la participación de los actuales desheredados en el patrimonio universal como finalidad única. Medios.- En el funcionamiento universal no ha de haber delegación, ni autoridad, ni disciplina; sólo hay división del trabajo. Miembros iguales en deberes y derechos en una asociación, aunque con la diversidad de aptitudes físicas, morales o intelectuales propias del temperamento, de la educación de la edad de la cultura de cada uno, cooperando voluntariamente a determinado propósito, y voluntaria y libremente se distribuyen las labores comunes, manteniendo la relación necesaria para que resulte el debido concierto”. “Penetrémonos bien de esta idea: en ningún caso, ni autoridad personal, ni mayoría de socios que se imponga a la minoría. La verdad, la bondad y la justicia, que pueden ser reconocidas por una inteligencia común especialmente capacitada, ha de prevalecer siempre. Contra un dictado razonado y evidente no hay decreto ni votación que valga. La razón y la voluntad han de tener siempre libre y expedito el paso para lo verdadero, lo bueno y lo justo en cuanto sea reconocido”. Tal era, sintéticamente, el pensamiento sindicalista de Anselmo Lorenzo, y por su contenido y generosa proyección, refiérase la calidad del hombre que dedicó todos sus afanes y su vida a lucha tan dura como idealista como la de la emancipación del hombre. Independientemente de su logro, queda su anhelo de futuro más hermoso para la Humanidad. Anselmo Lorenzo Asperilla, nacido en la ciudad de Toledo el 21 de abril de 1841 falleció en Barcelona el 30 de noviembre de 1914, cuando sobre Europa llameaban los rojos y ensangrentados crespones de la Primera Guerra Europea que con su cosecha de 6.000.000 de muertos iba a ocasionar una gran convulsión del movimiento obrero internacional.