OPTION INTERNATIONALE DE BACCALAURÉAT JUIN 2013 SECTION ESPAGNOLE ÉPREUVE ORALE DE LANGUE ET LITTÉRATURE DURÉE: 30 minutes SUJET: LENGUA Y LITERATURA -3- 5 10 15 20 25 30 35 Bayardo San Román, el hombre que devolvió a la esposa, había venido por primera vez en agosto del año anterior: seis meses antes de la boda. Llegó en el buque semanal con unas alforjas guarnecidas de plata que hacían juego con las hebillas de la correa y las argollas de los botines. Andaba por los treinta años, pero muy bien escondidos, pues tenía una cintura angosta de novillero, los ojos dorados, y la piel cocinada a fuego lento por el salitre. Llegó con una chaqueta corta y un pantalón muy estrecho, ambos de becerro natural, y unos guantes de cabritilla del mismo color. Magdalena Oliver había venido con él en el buque y no pudo quitarle la vista de encima durante el viaje. “Parecía marica –me dijo–. Y era una lástima, porque estaba como para embadurnarlo de mantequilla y comérselo vivo”. No fue la única que lo pensó, ni tampoco la última en darse cuenta de que Bayardo San Román no era un hombre de conocer a primera vista. Mi madre me escribió al colegio a fines de agosto y me decía en una nota casual: “Ha venido un hombre muy raro”. En la carta siguiente me decía: “El hombre raro se llama Bayardo San Román, y todo el mundo dice que es encantador, pero yo no lo he visto”. Nadie supo nunca a qué vino. A alguien que no resistió la tentación de preguntárselo, un poco antes de la boda, le contestó: “Andaba de pueblo en pueblo buscando con quien casarme”. Podía haber sido verdad, pero lo mismo hubiera contestado cualquier otra cosa, pues tenía una manera de hablar que más bien le servía para ocultar que para decir. La noche en que llegó dio a entender en el cine que era ingeniero de trenes, y habló de la urgencia de construir un ferrocarril hasta el interior para anticiparnos a las veleidades del río. Al día siguiente tuvo que mandar un telegrama, y él mismo lo transmitió con el manipulador, y además le enseñó al telegrafista una fórmula suya para seguir usando las pilas agotadas. Con la misma propiedad había hablado de enfermedades fronterizas con un médico militar que pasó por aquellos meses haciendo la leva. Le gustaban las fiestas ruidosas y largas, pero era de buen beber, separador de pleitos y enemigo de los juegos de manos. Un domingo después de misa desafió a los nadadores más diestros, que eran muchos, y dejó rezagados a los mejores con veinte brazadas de ida y vuelta a través del río. Mi madre me lo contó en una carta, y al final me hizo un comentario muy suyo: “Parece que también está nadando en oro”. Esto respondía a la leyenda prematura de que Bayardo San Román no sólo era capaz de hacer todo, y de hacerlo muy bien, sino que además disponía de recursos interminables. Mi madre le dio la bendición final en una carta de octubre. “La gente lo quiere mucho –me decía–, porque es honrado y de buen corazón, y el domingo 40 45 50 pasado comulgó de rodillas y ayudó a la misa en latín”. En ese tiempo no estaba permitido comulgar de pie y sólo se oficiaba en latín, pero mi madre suele hacer esa clase de precisiones superfluas cuando quiere llegar al fondo de las cosas. Sin embargo, después de ese veredicto consagratorio me escribió dos cartas más en las que nada me decía sobre Bayardo San Román, ni siquiera cuando fue demasiado sabido que quería casarse con Ángela Vicario. Sólo mucho después de la boda desgraciada me confesó que lo había conocido cuando ya era muy tarde para corregir la carta de octubre, y que sus ojos de oro le habían causado un estremecimiento de espanto. –Se me pareció al diablo –me dijo–, pero tú mismo me habías dicho que esas cosas no se deben decir por escrito. Lo conocí poco después que ella, cuando vine a las vacaciones de Navidad, y no lo encontré tan raro como decían. Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada (1981) Debolsillo, 2009, pp. 33-36.