EREUD,HEGELY NIETZSCHE SOBRE LA TRAGEDIA CLASICA

Anuncio
EL BASILISCO, número 1, marzo-abril 1978, www.fgbueno.es
ARTÍCULOS
EREUD,HEGELY
NIETZSCHE SOBRE LA
TRAGEDIA CLASICA
(I)
PILAR PAWPJONQVERES
Oviedo
I: PARTE INTRODUCTORIA
a Teoría del complejo del Edipo, contemplada desde una perspectiva meramente
psicológica, tiene un interés bastante limitado y una dudosa verosimilitud. Pero
cuando se analizan, en cambio, las Ideas
filosóficas que subyacen a ella, cobra un
espesor inusitado y se convierte en un tema de reflexión
extraordinariamente sugestivo.
A la luz del análisis filosófico, la Teoría del complejo de Edipo aparece, principalmente y ante todo, como
un modelo o paradigma del que Freud se sirvió para ilustrar el nacimiento de la conciencia moral. Porque dicha
teoría contiene, en efecto, un ingenioso replantamiento
del problema del delito primigenio, es decir, una nueva
versión del mito del pecado original y, por tanto, una
reinterpretación de la culpa, el remordimiento y el castigo.
En la interpretación fireudianaja culpa primitiva consistió, como se sabe, en el asesinato del padre ancestral
por los hijos rebeldes. La teoría del complejo de Edipo
presupone, además, que el delito vuelve a ser indefectiblemente recapitulado por todo nuevo vastago de la especie humana, pues cada niño, en algún momento de su
infancia, imaginará matar a su progenitor, para compartir
el lecho de la madre.
Pero lo que interesa de la teoría del complejo de
Edipo no es tanto su contenido como su forma general:
Freud ha buscado, para representar el mito del pecado
EL BASILISCO
original, un modelo de absoluta universalidad, que pudiera predicarse de todos y cada uno de los sujetos humanos y que permitiera, de otro lado, entender la culpa
como «delito cultural», i.e., como la propia trasgresión
contra la naturaleza que implica la creación de cultura y
el establecimiento consiguiente de normas jurídico-sociales.
Al tratar de ofrecer una reinterpretación profana del
mito judío del pecado original, Freud se inscribe, además, en una clara tradición filosófica. Desde el s. XVllI
y especialmente a partir del Discours sur les origines de
l'inégfllité parmi les hommes de Rousseau, el pecado original ha sido comunmente interpretado, en el pensamiento
europeo, como la pérdida del estado de naturaleza y
como el origen de todos los males que se derivan de la
civilización. Así lo han enfocado Kant y Hegel, imbuidos
del espíritu de la Ilustración, pero también Marx y
Engels (Cf. El origen de la familia, la propiedad privada y
el Estado) e, incluso Kierkegaard (Cf El concepto de la
Angustia) y el mismo Nietzsche. Por cierto que Freud,
frente a algunos de estos pensadores, se inclinará a diluir
la importancia de los factores económico-sociales (desigualdad, propiedad privada, etc.) como causas del malestar cultural (1) y propenderá, en cambio, a achacar los
(1 ) Así, p.e., en El Malestar tn la Cultura {Tr.: Ramón Rey Ardid, Madrid, Alianza 1970, pp.
54-55), tras comentar el ideario comunista, que aboga por la abolición de la propiedad privada
para lograr una civilización más justa y benigna, observa Freud:
« N o me concierne la crítica económica del sistema comunista; no me es posible investigar si la
abolición de la propiedad privada es oportuna y convincente; pero, en cambio, puedo reconocer como vana ilusión su hipótesis psicológica. Es verdad que al abolir la propiedad privada se
sustrae a la agresividad humana uno de sus instrumentos, sin duda uno muy fuerte, pero de
ningún modo el más fuerte de todos. Sin embargo, nada se habrá modificado con ello en las
diferencias de ptxlerío y de influencia que la agresividad aprovecha para sus propósitos; tampoco se habrá cambiado la esencia de ésta. El instinto agresivo no es una consecuencia de la
propiedad, sino que regía, casi sin restricciones, en las épocas primitivas, cuando la propiedad
aún era bien poca cosa; ya se manifiesta en el niño, apenas la propiedad ha perdido su primitiva forma anal; constituye el sedimento de itxlos los vínculos cariñosos y amorosos entre los
hombres, quizás con la única excepción del amor que la madre siente por su hijo varón. Si se
eliminara el derecho personal a poseer bienes materiales, aún subsistirían los privilegios derivados de las relaciones sexuales, que necesariamente deben convertirse en fuente de la mai
intensa envidia y de la más violenta hostilidad entre los seres humanos, equiparados en todo lo
testante».
41
EL BASILISCO, número 1, marzo-abril 1978, www.fgbueno.es
males de la civilización a factores de tipo biológico, relacionados con la vida instintiva y con el antagonismo entre principio del placer/principio de la realidad, sin olvidar tampoco el propio determinismo psicológico en el
que se inscribe el complejo de Edipo.
Con todo, la más importante originalidad de Freud
con respecto a la tradición a que aludíamos consiste en
haber reformulado el propio mito del pecado original,
fundiéndolo con otro mito distinto y ajeno a la tradición
judeo-cristiana: la leyenda de Edipo, el tirano de Tebas.
Frente a los autores anteriormente mencionados, Freud
no se conformó con volver sobre el problema de la culpa
originaria, para ofrecer una nueva versión del contenido
a que su simbolismo alude, sino que transformó el propio simbolismo y, al parecer, con un acierto nada desdeñable, a juzgar por la trascendencia ideológica y sociológica que en el pensamiento contemporáneo ha alcanzado la teoría del complejo de Edipo.
Parece legítimo preguntarse por qué Freud habría
elegido, para ilustrar el mito del pecado original y el
nacimiento de la conciencia ética, precisamente el argumento de una tragedia clásica, el «Edipo rey» de Sófocles, escrita hace veinticuatro siglos y que, en principio
no tendría por qué ser más representativa del destino
humano que cualquier otra leyenda menos inverosímil.
kegaard se interesó sobre todo por Anttgona, a la que
Hegel, como es sabido, consagró sus más importantes
comentarios. Pero, con independencia de que se refirieran o no directamente a Edipo Rey, el pensamiento que
cada uno de estos autores vertió sobre la tragedia se
relaciona de un modo u otro con las cuestiones que llevaron a Freud hacia la teoría del complejo de Edipo.
Tales son, p.e., la cuestión del pecado o la culpa, de la
Hbertad o el destino, del, conflicto entre las diferentes
instancias que presiden la elección moral, del tránsito de
la naturaleza a la cultura, etc.
La elección por Freud del destino de Edipo para
presentar o simbolizar el nacimiento de la conciencia
moral aparece, a la luz de estos datos, no como el resultado de una decisión gratuita o de una ocurrencia arbitraria, sino como un episodio más de cierta tradición
histórico-cultural. Así considerada, la teoría del complejo
de Edipo parece constituir la plasmacion categorial (psicológica) de ciertas Ideas que, formuladas ya por la filosofía de su tiempo, encontraron en el Psicoanálisis una
realización particular.
El análisis de estas Ideas conferirá, por cierto, según
creo, un espesor ontológico insospechado a la teoría
freudiana y permitirá entrever por qué el complejo de
Edipo ha logrado tan amplia popularidad y vigencia.
No parece relevante conceder aquí demasiada importancia a los acontecimientos psicológicos que presidieron en Freud la formulación del complejo de Edipo
(2). La vida privada de los pensadores tiene, sin duda, su
importancia, pero existen otras líneas de causalidad que
no pasan por la conciencia subjetiva y que la determinan
y la envuelven con mucha mayor realidad que los acontecimientos inmediatamente vividos. En este caso, p.e.,
parece mucho más indicativo, para entender el privilegio
concedido por J r e u d a la tragedia de Edipo, recordar
ciertos hitos de una tradición histórico-cultural —en la
que el creador del Psicoanálisis indudablemente vivió inmerso— que debieron, directa o indirectamente, influir
en sus concepciones.
Indudablemente, el resucitado interés de los filósofos alemanes, sobre todo a partir de Hegel, por la tragedia clásica se explica en el contexto general de ese
apasionado entusiasmo por el espíritu griego y por la
Grecia antigua que, especialmente desde Winckelmann,
impregnó la cultura alemana de finales del s. XVIII y
principios del XIX (3). Se recordará que, en polémica
con el neoclasicismo francés (con Corneille, sobre todo)
los filólogos y literatos de esta época (Lessing a la cabeza
de ellos) aspiraban a crear un drama genuinamente
alemán ahondando, precisamente, en el modelo griego
de la tragedia, a la que se consideraba de modo unánime
como el exponente más depurado de la expresión artística. Fundidos, en el ánimo de aquellos estetas, los gérmenes de la Ilustración con las nuevas exigencias del RoEn efecto: antes de Freud, e incluso en su propia
manticismo, la tragedia clásica parecía poder ofrecerles
época, una serie de insignes filósofos tomaron la tragedia
una perfecta síntesis de ese equilibrio entre la razón y el
clásica como pretexto para elaborar una teoría de la
sentimiento, entre la necesidad y la libertad, entre lo
ética. Así, tanto Hegel, en la Fenomenología del Espíritu, universal y lo particular que su ideario buscaba (4).
como Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación, o Kierkegaard en De la tragedia, se interesaron
Cuando Hegel tome la tragedia como núcleo de sus
por este género literario en calidad de expresión ética reflexiones morales estará, pues, penetrando en un asundel alma griega y en calidad, asimismo, de símbolo gene- to que ha ejercido y sigue ejerciendo gran fascinación
ral de ciertos conflictos morales con los que todo indi- entre sus contemporáneos. Pero, a diferencia de Lessing,
viduo humano se enfrentaría. De estos filósofos, sólo
de Holderlin (5) o de Goethe, p.e., para quienes la traHegel y Nietzsche se refirieron directamente a Edipo gedia era, ante todo, un género poético, Hegel la conRey. Schopenhauer trató de la tragedia en general, Kier(2 ) E. Jones (Cf. Vida y obra de Sigmund Freud, Vol. I, tr.: Mario Karlinsky y José Cano Tembleque, Barcelona, Anagrama 1970, p; 325) atribuye la formulación del complejo de Edipo al
autoanálisis que Freud emprendió a partir de Julio de 1897 y del que queda constancia en la
correspondencia con W. Fliess. Habría sido, segiin esto, el examen retrospectivo de su propia
infancia y de «la pasión hacia su madre y los celos que había sentido por su padre» 0ones, op.
cif. p. 235) ios que habrían revelado a Freud la realidad de ese fenómeno psicológico. Y así
parece, en efecto, desprenderse de la carta de Freud a Fleiss del 15-10-1897 CCf Freud: Los
orígenes del Psicoanálisis, Tr.: Ramón Rey Ardid. Madrid, Alianza 1975, p. 224). Sin embargo,
para comprender las causas detetminantes de esa formulación, tan importante o más que los
episodios psicológicos de la vida de Freud fue, sin duda, la situación general de la familia en
los úlrimos años del imperio Austro-húngaro, situación que tan cuidadosamente han descrito
A. Janik y S. Toulmin (Cf La Viena de Wittgenslein, tr.: Ignacio Gómez de Liaño. Madrid,
Taurus 1974, pp. 51-57). El estatuto económico y social del patriarca en la familia burguesa de
la Viena de los Habsburgo y sus relaciones con los hijos debieron ser factores determinantes
de las preocupaciones (que luego heredarán los filósofos de la Escuela de Frartkfurt, Adorno
sobre todo) por la mentalidad autoritaria, el problema de la dominación, etc.
42
0 )Jacques Taminiaux, en su bellísimo libro La nostalgie de la Crece a l'auhe de l'idealisme
allemand. Kani eí les Grecs dans l'iünéraire de Schiller, de Holderlin eí de Hegel (La Haya, Martinus
Nijhoff, 1967) estudia con pormenor esa impregnación nostálgica por lo griego que inspiró a
los más insignes representantes de la estética alemana, desde Winckelman a Hegel. Taminiaux
cita, entre estos estetas, a Herder, Goethe, W. von Humboldt o F. Schlegel, pero prefiere
centrar su estudio en Schiller, Holderlin y Hegel por estimar que fueron estas tres figuras las
más representativas de un itinerario estético que, en polémica con Kant, cubninó con el retorno definitivo del clasicismo de inspiración griega.
(4 ) Cf. F. Holderlin: Ensayos, Tr.: F. Martínez Marzoa. Madrid, Ayuso, 1976. Sobre la tragedia
como género poético ver, sobre todo, pp. 79-86.
(5) Schiller supo encontrar, como nadie, la forma de expresar este idearioi Véase, p.e. su obra
De la Graci y la Dignidad (Tr.: J. Probst y R. Lida. Buenos Aires, Nova, 1962) y, dentro de
ella, léase, muy 'especíahnente, el ensayo «Sobre lo patético», traducido por A. Dornheim, y
dedicado al estudio de la tragedia, de sus orígenes, como género poético, en la Grecia antigua,
así como de sus ingredientes emotivos, morales y estéticos.
EL BASILISCO
EL BASILISCO, número 1, marzo-abril 1978, www.fgbueno.es
templa como una figura de la eucidad y no solamente
del arte. Sin duda, Hegel tenía una justificación para
proceder así. Las Cartas sobre la educación estética del hombre de Schiller habían ya situado al arte como un peldaño
necesario en el camino del universo ético (6). Hegel
apreciaba en sumo grado las concepciones de Schiller, y
así lo manifiesta en la introducción a la Estética (7).
especialmente. El apartado B,c,2, dedicado al Arte espiritual (dentro de la parte VII, que trata de lo que Hegel
llama «la Religión del Arte») y, sobre todo, la parte VI,
sobre la Sittlichkeit, tienen la tragedia clásica como motivo central, si bien tomada a modo de pretexto por Hegel
para elaborar, en torno a los temas y a las figuras trágicas, una teoría de la Eticidad.
Adviértase, además, que, para la concepción del
idealismo —sobre todo del idealismo hegeliano— la estética y la moral no son sino dos —entre otras— manifestaciones de lo mismo - d e l Espíritu— en su múltiple despliegue. Por ello, el tránsito desde una concepción estética a una concepción ética de lo trágico no significará,
en la filosofía de Hegel, un cambio esencial de perspectiva.
Hegel supo ver, antes que Freud, en los protagonismos de la tragedia, una encarnación de los conflictos que
escinden la conciencia ética. El destino de Edipo y, fundamentalmente, el de Antígona, son tratados por Hegel
como arquetipos del propio destino ético del hombre.
En la filosofía posthegeliana la consideración armónicamente asociada de lo moral y lo estético seguirá siendo una constante. La propensión a resaltar los aspectos
morales de la obra bella y la dimensión estética de la conducta prevalecerán en la doliente filosofía del «asalto a la
razón», tal vez porque, desesperanzados de poder fundamentar la opción ética en instancias intelectuales, tanto
Schopenhauer como Kierkegaard o Nietzsche se inclinarán, más bien, a justificarla mediante categorías de la
sensibilidad. Por ello mismo, la tragedia antigua, donde
lo artístico y lo ético se enlazan en una trama única,
constituirá un importante motivo de atención para estos
pensadores. Ellos serán quienes, de hecho, desarrollen el
tema kantiano de la sublimidad de lo trágico como espectáculo de lo bello que sobrecoge (Schopenhauer) y
los que dejarán, asimismo, planteado el problema - q u e
Freud rubricará con la teoría de la sublimación— del
componente estoico (ético) de la actividad del artista.
Interesa, sin embargo, perseguir el tema de la tragedia en la filosofía con una minucia algo más detenida, a
fin, sobre todo, de puntualizar con mayor finura esos
hilos ocultos que, en la tramoya invisible del «subconsciente objetivo» (8) de Freud, movieron el desarrollo de
la teoría del complejo de Edipo. Con ese fin trataremos
de averiguar el papel de Hegel y Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche asignaron a la tragedia clásica dentro
de su filosofía y en qué términos llevaron a cabo su
análisis.
A diferencia de Freud, Hegel no trataba de buscar
en los personajes trágicos el rostro simbólico de esa culpa originaria que habría marcado el porvenir de la humanidad. Como era habitual en su proceder, partía aquí de
la realidad in fieri y suponía el mundo ético ya dado, e
incluso plasmado en instituciones como la familia o la
comunidad civil. No por ello dejaba, sin embargo, de
vislumbrar, en cada uno de los delitos morales, la esencia
misma del pecado por excelencia: la actividad del Espíritu. Pero esa cuestión la abordaremos más adelante.
H a sido frecuente considerar las reflexiones hegelianas sobre la Antígona de Sófocles desde el punto de vista
exclusivo del conflicto entre familia y sociedad civil. Sin
duda esta interpretación es la primera y más transparente
por lo que está, de suyo, justificada, y hasta debe tomarse como punto de partida. Pero, además de esa significación, las especulaciones de Hegel implican toda una
teoría sobre la culpa, el castigo y la responsabilidad
moral. Ello es lo que las hace particularmente significativas para entender ciertos conceptos psicoanalíticos posteriores, como la dualidad principio del placer/principio
de la realidad, en cuanto asociada con el espectro famihar padre/madre, o como la propia noción de inconsciente, o la culpa entendida como delito cultural, etc.
En las líneas que siguen me propongo exponer el
pensamiento de Hegel sobre la tragedia, tal y como se
desarrolla en la Fenomenología del Espíritu, con el fin de
averiguar, después, hasta qué punto las consideraciones
hegelianas guardan relación con los conceptos psicoanalíticos. Examinaré, antes que nada, la distinción entre
«ley de la familia»/«ley de la comunidad civil» que
Hegel formula en el apartado de la Sittlichkeit. Esa distinción puede, según creo, quedar subsumida en otra
más general, acuñada por G. Bueno: la dicotomía Etican
PARTE II:
Moral. El análisis de esas dualidades axiomáticas arrojará,
seguramente, alguna luz sobre la oposición psicoanalítica
EL ANÁLISIS HEGELIANO
entre principio del placer/principio de la realidad. Pero,
DE LA ETICIDAD
además, intentaré analizar, siquiera de forma breve, el
espectro familiar padre/madre, tal y como Freud lo ha
configurado, y en conexión con los principios normativos
a que aluden las dicotomías que acabo de enunciar. FiComo se sabe, las páginas de la Fenomenología del nalmente me centraré en el tema de la culpa, donde
Espíritu han hecho doblemente memorables a los perso- aparecen especialmente claras las relaciones entre Filosonajes sofócleos de la trilogía tebana, y a Antígona muy
fía y Psicoanálisis.
{6) Cf. SchiHer, J.C.F.: Cartas sobre la educación estética del homhre Tr.: Vicente Romano García.
Madrid, Aguilar 1969- Carta XXIII, pp. 125-130.
(7) Cf. Hegel, G.W.F.: Aesthelia, Lecturn oi: fine Art. Tr. al inglés por T.M. Knox. Oxford at
the Clarendon Press, 1975, vol. I. pp. 61-62.
(8 )La noción de «Inconsciente objetivo esencial» en G. B\ieao:^nsayos Materialistas. Madrid.
Taurus 1972, pp. 408-409.
EL BASILISCO
1. Ley subterránea y ley manifiesta
Hegel —como es sabido— vio en la tragedia una alegoría de los antagonismos que desgarran lo que él llamó
43
EL BASILISCO, número 1, marzo-abril 1978, www.fgbueno.es
«La substancia ética». Supuso que la eticidad no es algo
simple e indiviso, sino una realidad que, al desarrollarse,
queda escindida en dos instancias distintas: de un lado, la
llamada «ley subterránea» o «derecho de las sombras»;
de otro, la llamada «ley humana» o, también, «la ley de
arriba que rige manifiestamente a la luz del sol». La primera de ellas es, según Hegel, la propia voz de la sangre
y de la familia —la voz de los penates familiares— presidida por la piedad y que dicta los deberes de filia que
unen, entre sí, a los consanguíneos.
Philía, en la acepción del término griego, significa,
según Vernant (9) precisamente el afecto recíproco entre
padres e hijos o entre hermanos y hermanas, en cuanto
unidos por la identidad de carne y sangre:
«Le mot phííos, qui a valeur de possessif et correspond au latin suus, designe d'abord ce qui est sien, c'está-dire pour le parent son proche parent. Aristote, á plusieurs reprises et a propos en particulier de la tragedle
indique que cette philía repose sur une sorte d'identité
entre tous le membres de la famille restreinte. Chaqué
parent est pour son parent un alter-ego, un_s_oi-mérne
déboublé ou multiplié. En ce sens la philía s'oppose á
Yeros, au désir amoureux, qui porte sur un «autre» que
soi, autre par le sexe, autre par l'appartenance familiale.
Pour les Grecs, fidéles sur ce point á la tradition hésiodique, le commerce sexuel unit des opposés, non des
semblables».
La piedad filial, que une a los miembros de una misma estirpe es, para Hegel, «la ley divina». La presenta
como una fuerza subterránea (interior) que, a pesar de
que aparentemente descansa tan sólo en la sensibilidad,
funda, de todos modos, una relación de naturaleza universal, es decir, un deber. Ese deber se orienta, como
«fin positivo peculiar» a «lo singular como tal», i.e., al
individuo en calidad de miembro irremplazable del
grupo.
En efecto, el código de la ley subterránea hace, según Hegel, de cada uno de los miembros del grupo familiar una individualidad única, un ser singular y necesario (10) que guarda con los demás una relación específica y cuya persona resulta insustituible en el corazón de
los otros. Por ello, ante esa legalidad, la muerte del familiar es el dolor más incomparable y por ello, también, el
deber más sagrado del consanguíneo es dar sepultura al
muerto, arrebatando su cadáver de esas fuerzas de la
naturaleza que borrarían su memoria sin dejar huella
(11) y preservando del olvido, al rendir culto al muerto,
el recuerdo de aquella su singularidad.
Hegel encarna en Antígona la ley subterránea y divina. Ella, inconsolable ante el destino de Polimce, se
convertirá en el símbolo mismo de la piedad familiar. El
hermano muerto será, a sus ojos, una pura individualidad, espejo de la propia, porque entre ellos —dice
Hegel— «el momento del sí mismo singular que reconoce y es reconocido puede afirmar aquí su derecho, pues
se halla vinculado al equilibrio de la sangre y a la relación exenta de apetencia. Por eso, la pérdida del hermano es irreparable para la hermana, y su deber hacia él, el
más alto de todos» (12).
La ley humana es, por el contrario, identificada por
Hegel con las normas de la comunidad civil, las del pueblo y las de la ciudad. El espíritu de esta ley se hace
patente en la costumbre, pero se expresa de forma consciente en el gobierno y en la palabra del gobernante. Se
trata —dice Hegel— de una «ley que rige manifiesta a la
luz del día» (13) y cuya justificación no está en el individuo —como la de la familia— sino en los intereses generales de la comunidad, que trascienden siempre el
bien particular de cada ciudadano. Creón presenta, en la
interpretación hegeliana, las leyes de la ciudad. Es el
político, que esgrime su razón de Estado, teñida de senilidad, frente al apasionado y juvenil arrebato fraternal de
Antígona.
Ante las leyes de la polis, los individuos no tienen,
como ante la familia, el valor de seres irremplazables.
Los ciudadanos son, para el político, perfectamente sustituibles unos por otros. El valor supremo es, ahora, la
comunidad, la patria. Con relación a ella el individuo es
algo abstracto, sujeto a derechos que concede la justicia
y de deberes que exige el bien común. La infracción no
conoce, aquí, excepciones y los deberes patrióticos tampoco las conocen. Ante tales deberes la muerte es un
episodio natural y el Estado, a diferencia de la familia,
nunca la contempla como el mal absoluto, porque a
veces la defensa de la ciudad exige la muerte de los- ciudadanos y en ese caso el holocausto por la patria es un
tributo necesario y un honor.
, La pugna entre Antígona y Creón, tal y como se
desarrolla a lo largo de la tragedia de Sófocles, ha sido
interpretada por Vernant como un exponente de los
propios conflictos jurídicos que habrían existido en el
derecho práctico griego. Observa Vernant que, careciendo los griegos, a diferencia de los romanos, de la idea de
un derecho absoluto, fundado en principios y organizado
en un todo coherente, se mostraban, por ello, mucho
más sensibles a la coexistencia —no siempre armónicade legalidades diferentes y superpuestas (14). De ahí, según Vernant, la presencia, en la tragedia clásica de un
apretado vocabulario jurídico y de ahí, también, la predilección por temas de crímenes sangrientos. El conflicto
entre .Creón y Antígona constituiría, en la interpretación
de Vernant (15) el reflejo de la situación antinómica
entre la religión privada y familiar, centrada en el hogar
doméstico y el culto a los muertos, y la religión pública
de los dioses tutelares de la ciudad:
«Entre ees deux domaines de la vie religieuse il y a
une constante tensión qui, dans certains cas (ceux-lá
mémes que retient la tragedle), peut conduire á un conflict insoluble.
(12 ) Ibid, p. 259.
(9 ) Cf. «OEdipe sans compiexe» en; VERNANT, J. Fierre y VIDAL-NAQUET, R: Mythe et
tragédie en Grece ancienne. París, Maspero 1973, p- 89).
(10) cf- He^jel, G.W.F.: Vtnometwlogia del Eipiritu. Tr.: Wenceslao Roces, con Ricardo Guerra.
México, F.C.E. 1966, p. 264.
(14 ) cf. «Tensions et ambigüités dans la tragédie grecque». En; Vernant, J.P. y Vidal-Naquet,
P. Mythe et tragédie en Grece ancienne, óp. cit. en (9), pp. 2 MO.
\\\)
(15 ) Ibid., p. 34
cf. Hegel; Fenomenología dei Espíritu, op. cir. p; 265.
AA:
(13 ) Ibid. 267
EL BASILISCO
EL BASILISCO, número 1, marzo-abril 1978, www.fgbueno.es
Comme l'observe le choryphée, il est pieux de pieusement honorer ses morts, mais á la tete de la cité, le
magistral suprérne a le devoir de faire respecter son
krátos et la loi qu'il a edictée. Aprés tout, le Socrate du
Criton pourra soutenir que la piété, comme la justice,
commande d'cbéir aux lois de sa patrie, méme injustes,
méme si cett injustice se tourne contra vous et vous condamne á mort. Car la cité, c'est-á-dire, ses nomoi, est la
plus venerable, plus sacrée qu'une mere, qu'un pére et
que tous les ancétres ensemble» (16).
Así, la contienda entre dos legalidades igualmente
sagradas: la de los valores familiares, ligados a la tradición heroica, y la de los nuevos valores democráticos,
surgidos en la polis, presidiría pues, según Vernant, la
vida de aquellos griegos para los que Sófocles escribió
(17).
Hegel percibió claramente, en la tragedia sofóclea,
esa colisión de legalidades diferentes sobre la que nos
ilustra Vernant. Pero el análisis hegeliano de «Antígona»
se plantea con un alcance todavía más profundo. Puede,
sin duda, interpretarse a esta misma luz: como un intento de subrayar, certeramente, que todo individuo, siendo
a la vez miembro de una familia y habitante de una
ciudad, y debiendo simultáneamente venerar a los penates y obedecer a los nomoi, es decir, someterse tanto a
las obligaciones familiares como a las civiles, participa de
lleno en esa contradicción que hace difícilmente conciliables esos múltiples deberes. De hecho Creón, como
gobernante que hace cumphr la ley general, vulnera la
piedad familiar al condenar a Antígona a la muerte;
ella, en cambio, obedeciendo a los dictados de la
filia, ha infringido sus deberes de ciudadana. Pero esa
interpretación, con todo y ser muy verdadera, no agota,
sin embargo, el significado de las reflexiones hegelianas;
Hegel quiere decirnos mucho más. N o son tan sólo la
familia y la ciudad, o la joven y el gobernante, los que se
enfrentan en la contienda que Hegel nos describe; son,
además, lo femenino y lo masculino los elementos que
entran eti pugna, y asimismo «el placer del goce» con
«la virtud que goza de los frutos de su sacrificio» (18). Y
precisamente esos otros ingredientes del desgarramiento
ético, tal y como Hegel lo describe, son los que pueden
aproximarnos a las relaciones entre la visión hegeiiana y
el Psicoanálisis (19).
2. Etica y Moral
El desgarramiento ético de que Hegel nos habla podría, seguramente clarificarse mucho más poniéndolo en
(18 ) Hegel: Fenomenología del Espíritu, op. cit. en (10), p, 270.
(19 ) En efecto, la interprecación monocroma de Antígona, encarnando las leyes de la ciudad y
de Creón, personificando las de la comunidad es, indudablemente, demasiado simple. A esa
interpretación cabría objetar, como le objetó Goethe a Hinrichs -quien, al parecer, en su obra
ha esencia de la tragedia antigua, había llevado las tesis hegelianas al extremo de suponer que
todo conflicto trágico comportaría una colisión entre la familia y el Estado- las consideraciones
siguientes;
«Cierto que todos vivimos en el seno de la familia y el Estado y que no es fácil que nos alcance un sino trágico que, como a miembros de ambos, no nos afecte. Pero podemos muy bien
ser personajes trágicos, quedando relegada a segundo término nuestra condición de miembros
de la familia y el Estado. Porc]ue lo que determina la tragedia es el conflicto insoluble y éste
puede originarse en la contradicción de circunstancias de cualquier orden, siempre que tenga
sólida base en la naturaleza y sea genuinamente trágico» (Goethe; «Conversaciones con Eckermann». Miércoles 18 de Marzo de 1827).
EL BASILISCO
conexión con la dualidad Etica Moral, tal y como G.
Bueno la ha analizado.
Aunque los términos «Etica» y «Moral» suelen presentarse como equivalentes o intercambiables, G. Bueno
ha creído poder oponerlos en función de un importante
matiz: la consideración o no de la «esfera» (2ü) del cuerpo humano como módulo normativo. Todas aquellas reglas de conducta que contemplan eJ cuidado del cuerpo
(el alimento, las relaciones sexuales, la enfermedad, la
muerte, etc..) e implican la convivencia, o incluso la
promiscuidad, pertenecerían a un plano axiomático distinto de aquellas otras que presiden situaciones en las
que el cuerpo es un componente secundario, accidental
o accesorio.
G. Bueno supone, en efecto, que la Etica (tal y
como la tradición de Aristóteles, de Spinoza, etc.. la han
configurado) remite, más bien, a ese conjunto de normas
que «controlan la conducta humana en tanto que está
centrada en torno al individuo corpóreo y al grupo (muy
limitado) de individuos corpóreos que pueden rodear y
acompañar a cada uno de ellos durante su trayectoria»
(21).
Las reglas morales, en cambio, lejos de tener al
cuerpo como módulo o punto inexcusable de referencia,
se relacionarían con otras estructuras más amplias, que
desbordan la escala del cuerpo y ante las cuales el individuo aparece, solamente, como una parte o una pieza
que podría ser cambiada y reemplazada por otra similar,
sin afectar al funcionamiento del conjunto. La consideración o no de la corporeidad individual como radio del
universo regulativo de la conducta sería, pues, elemento
primordial en la programación y en el enjuiciamiento de
la vida práctica desde uno u otro planos.
Ahora bien, cuando la presencia del cuerpo define
la vida práctica, se vuelven relevantes ciertos ingredientes de la subjetividad, tales como el placer y el dolor, las
pasiones y la culpa, la enfermedad y la muerte. Esta
últinia, sobre todo, adquiere una significación decisiva.
Por eso la Etica se ha orientado tradicionalmente hacia la
ordenación de la conducta según una racionalidad que no
pierde de vista la inevitable y previsible desaparición del
cuerpo y que pone siempre a la muerte en el cómputo
d.el juego mismo de las pasiones. Es más: la muerte
— que supone el aniquilamiento del cuerpo— es el propio
límite de la Etica. De ahí que, ante la legalidad ética, el
matar o el dejarse morir constituyan el supremo mal y la
más grave infracción (22). Los axiomas morales, en
contrapartida, al no estar referidos al sujeto corpóreo en
cuanto tal, relegan la muerte a la condición de un episodio secundario. La muerte estaría, de hecho, prevista por
la ley moral «como una de sus operaciones ordinarias —
p.e. en la guerra, en el sacrificio heroico o en el castigo
capital» (23).
(20 ) Para el concepto de «esfera», Cf G. Bueno; El papel de la filosofía en el conjunlo del saber.
Madrid. Ciencia Nueva 1970, pp. 117-119.
(21 ) G. Bueno; La metafísica presocráíica. Madrid, Oviedo, Pentalfa 1974, p. .^59.
(22 ) Ibid.
(23 ) Ibid. pp. 359-360.
45
EL BASILISCO, número 1, marzo-abril 1978, www.fgbueno.es
Los principios éticos, frente a los morales, regularían
todas aquellas situaciones en las cuales la presencia física
del cuerpo propio o del prójimo fuera conditio sine qua
non de la conducta. Así, ciertas instituciones, como la familia, o ciertas relaciones, como la amistad (el círculo de
los amigos, el Jardín epicúreo, etc.) que exigen la cohabitación, o al menos, la convivencia y el trato íntimo
estarían presididas por normas éticas. Observa G. Bueno
que en la Etica a Nicémaco la familia —sostenida por relaciones de filia (que son esencialmente asimétricas, porque atienden a la peculiaridad personal de cada componente del grupo) es reconocida como una estructura
ética. En cambio, el Estado —«fundado en relaciones de
igualdad, aritmética o geométrica y sostenido por la justicia» (24)— sería, reinterpretando a "Aristóteles, una realidad de tipo moral.
Lo más interesante, sin embargo, con relación a esa
duplicidad axiomática, tal y como Bueno la analiza, reside en el conflicto dialéctico de valores y contravalores
que enfrentarían estos dos diferentes órdenes, por lo
demás mutuamente entrelazados. Así -dice Bueno
(25)— la sinceridad constituiría una virtud ética, la mentira una virtud política; la justicia, un valor de tipo
moral; el afecto o la piedad (que tienen poco que ver
con la justicia) valores de tipo ético. «El conflicto dialéctico entre el orden ético y el orden político -observa
G. Bueno— se produce en el contexto de la symploké:
el sacrificio del hijo en aras de la Patria es el paradigma
deí conflicto entre ética y moral. En un cierto estadio de
desarrollo histórico, las estructuras éticas sólo son posibles gracias a las estructuras políticas, y en el seno de
ellas (el llamado «derecho de familia» según el cual la
familia aparece como una institución de derecho público), así como las estructuras políticas sólo son posibles
gracias a las estructuras éticas (existe la tendencia a definir el Estado^ como una «gran familia» cuyos individuos
están vinculados por la caridad, o por el amor —conceptos éticos o ético-religiosos— bajo un padre común)s>(26).
La symploké entre el orden ético y el orden moral
ha sido expresamente vinculada por G. Bueno con la
oposición hegeliana entre «Espíritu subjetivo» y «Espíritu Objetivo» y, también, con la oposición estoicismo/
epicureismo (Bueno afirma que el epicureismo es una :
filosofía ética, frente al estoicismo, al que concibe como
una filosofía política o moral (27). Pero sería conveniente establecer, además, la conexión entre, de un lado,
Etica/Moral y, de otro, la distinción hegeliana «derecho
de las sombras»/«ley manifiesta». ILa dicotomía entre
Éticidad {Siíílichkeií) y Moralidad (MoraUtat), también
piresente en la Fenomenología del Espíritu pasa por otras
líneas diferentes (28)J
(24 ) Ibid., p. 360
(25 ) Ibid.
( 2 6 ) Ibid.
(27 ) Ibid.
(28 ) Las relaciones entre Sttlichkeit y Mcralitdt son explicadas por Hegei en la filosofía del
Espíritu (tr.: E. Barriobero y Herran. Buenos Aires, Claridad 1969). Las Sttlichkeit sintetiza,
dentro del Espíritu Objetivo, el derecho formal abstracto de la persona, (que Hegel determina
^n el derecho de propiedad) y el deber (la Moralidad), en cuanto contradistinto del derecho.
Hegel concibe la Sttlichkeit como la virtud que «encuentra su realidad en el espíritu del
pueblo» (Ibid. p. 436) y se encama en la costumbre, desplegándose en instituciones como la
familia, la sociedad civil y el Estado. Así pues, esta distinción hegeliana no parece establecerse
por las mismas líneas divisorias que las divisiones que comentamos.
46
La conexión entre «derecho de las sombras»/«ley
manifiesta» con la dicotomía Etica/Moral no es, sin duda,
inmediatamente evidente, pero es de todo punto efectiva. Porque la familia y el Estado son, en realidad, dos
instituciones particulares con las que Hegel, erigiéndolas
en paradigmas, ha ejemplificado la existencia de estructuras normativas de universal generalidad que envuelven,
a título de casos, las normas del grupo familiar y las de la
comunidad política. Dichas estructuras normativas se
contraponen mutuamente en la consideración o no,
como término relevante en el ámbito de la conducta, del
cuerpo humano individual. La primera de estas dos legalidades —llámese «Etica» o «Ley familiar»— atendería a
las necesidades de la corporeidad y tendría, asimismo,
presentes las pasiones que configuran la conducta del
sujeto. Las razones del corazón, la voz subterránea de la
sangre y las exigencias de la sensibilidad cumplirían,
aquí, un cometido primordial, cometido que, con toda
justeza, habría subrayado el epicureismo. El otro planteamiento — el que Bueno llama «Moral»— tendería, en
cambio, a considerar el pathos como un epifenómeno,
como una realidad apariencial e insignificante que se resuelve, en realidad, en otras líneas de actuación supraindividuales y suprasubjetivas. El Estoicismo se habría
instalado en la perspectiva de las estructuras morales o,
en la acepción hegeliana, en la perspectiva del «Espíritu
Objetivo». N o se hace, pues, difícil advertir que la dualidad EticayMoral puede absorber, en gran parte, el contenido de la distinción de Hegel.
3. Principio del placer y principio de la realidad
Las consideraciones precedentes nos interesan, sin
embargo y ante todo, en la medida en que parece posible encontrar algún tipo de relación entre las dualidades
mencionadas y otros conceptos psicoanalíticos afines.
Pues bien, aquél de los aspectos de la teoría freudiana
que mejor puede ser conectado con las dicotomías hasta
aquí expuestas es la distinción, por Freud, de dos grandes imperativos o axiomas prácticos que regularían la
conducta del sujeto psicológico: el principio del placer y
el principio de la realidad.
El primero de ellos, tal y como Freud lo concibe, es
el resultado de las pulsiones instintivas y se manifiesta de
forma general como una apremiante tendencia hacia la
felicidad y como una compulsión al goce inmediato y
absoluto. El segundo es un transformado del primero a
consecuencia, especialmente, de la presión del mundo
exterior y, sobre todo, del medio social. Orienta, también, la conducta a la búsqueda del goce, pero por vías
indirectas, con rodeos, con ardides, y para ello se vale de
una transformación y reorganización de los instintos y de
los valores a ellos asociados.
El principio del placer pertenece al ámbito de lo
subjetivo; el principio de la realidad depende, en cambio, de otras entidades que son externas, transubjetivas,
sociales. Ambos se conciben psicológicamente, i.e., desde la órbita privada de la economía libidinal del individuo. Será éste, en definitiva, quien, de acuerdo con sus
cálculos de placer y dolor, efectúe, en cada caso, la elección de someterse a uno o a otro principios. N o obstanEL BASILISCO
EL BASILISCO, número 1, marzo-abril 1978, www.fgbueno.es
te, el principio de la realidad no puede explicarse tan
sólo como resultado de esa economía libidinal subjetiva.
Para dar cuenta de dicho principio Freud ha apelado, de
hecho, a factores extrapsicológicos y suprasubjetivos: a la
sociedad y a la cultura como organizaciones objetivas y
desligadas (o incluso contrarias y antagónicas) de la felicidad individual.
En una primera aproximación parecería, pues, posible señalar una cierta correspondencia entre el principio
de la realidad, por una parte, y, por otra, los principios
morales (o, en la terminología hegeliana, el «Espíritu
Objetivo», la «Ley humana» etc.). Más difícil es, en
cambio, apreciar los vínculos del principio del placer con
los principios éticos (o con el «Espíritu subjetivo»). Es
cierto que la caracterización por Freud del principio del
placer como una aspiración general e incoercible a la
felicidad coincide con el propio fin que tanto Aristóteles
como los estoicos y' epicúreos confirieron a la Etica. Pero
esa coincidencia es, a pesar de todo, demasiado vaga,
principalmente porque Freud, al margen de cualquier
consideración moral, ha definido el principio del placer
como algo puramente biológico e instintivo. La Etica
clásica se relacionaría, entonces, al parecer, mejor con el
principio de la realidad, que no supone ninguna renuncia
al goce, antes conlleva siempre una aspiración a él, pero
bajo cuyos auspicios la compulsión incondicional al placer se ha transformado en evitación del sufrimiento y en
donde se propician ciertos sabios rodeos para alcanzar
indirectamente y con demoras, el objeto de la apetencia.
Deberá tenerse en cuenta, no obstante, que el principio de la realidad es, en sí mismo, vacío y que carece
de contenido cuando se lo contempla aisladamente y al
margen del principio del placer. Freud no reconoce otro
móvil a la conducta que la búsqueda de la satisfacción.
Eros y Tanatos —esas dos fuerzas antagónicas en que se
desdobla la vida instintiva— sólo son dos manifestaciones
del Nirvana (29), i.e., de esa querencia insaciable por la
quietud, por el reposo absoluto, no perturbado por ninguna necesidad. Pero el Nirvana se confunde con el propio principio del placer, pues el placer no es otra cosa
que la ausencia de necesidad o deseo.
Se da, entonces, la circunstancia de que entre el
principio del placer y el principio de la realidad existe
una dialéctica enteramente análoga a la que Hegel ha
descrito para el juego de las pasiones en el reino de la
eticidad, ya que tampoco la eticidad es, para Hegel, nada
al margen del juego de las pasiones. En el Psicoanáhsis
se trata de una dialéctica cuyo acicate es la vida pulsional
y cuyo paradójico resultado es, precisamente, la cultura
con todas sus manifestaciones espirituales. En la Fenomenología del Espíritu, o en la Filosofía de la Historia
hegelianas los protagonistas de esa dialéctica son los individuos, movidos por sus designios particulares y por la
fuerza de sus pasiones; el resultado es la tranquila quietud del mundo ético «cuya pureza no mancha ninguna
escisión» (30).
Según la teoría freudiana, los instintos, presididos
por el principio del placer e impulsados retroactivamente
hacia el Nirvana (hacia ese hipotético paraíso perdido del
reposo inorgánico, no turbado todavía por pulsión alguna) inaugurarían una actividad encaminada a acallar los
deseos. El efecto inopinado de esa actividad sería, sin
embargo, la Cultura, esa ingente tarea que los individuos
emprenden con la vana ilusión de ver en ella aplacadas
sus necesidades y que resulta ser, a la postre, un gran
aparato coercitivo que sólo progresa a costa de una cada
vez más implacable represión de la vida instintiva. Sería
difícil no descubrir, en estas concepciones, la huella
hegeliana. Porque Hegel, como se sabe, puso también el
motor de la Historia y de la Cultura en el pathos psicológico y supo situarse en un plano de consideración desde el cual las pasiones particulares obran también —y
burlando con astucia al que las sufre— en provecho de la
comunidad, del Estado y de la Idea, en donde el Espíritu
encuentra su realización.
... «el movimiento de la ley humana y de la ley divina tiene la expresión de su necesidad en individuos en
quienes lo universal aparece como un pathos y la actividad del movimiento como un obrar individual que da la
apariencia de lo contingente a la necesidad de dicho movimiento» (31).
En este sentido no pueden olvidarse las consideraciones que en sus Lecciones de Filosofía de la Historia hacía
Hegel en torno al héroe y al juego de las pasiones en el
escenario de la Historia universal:
«Los grandes hombres de la historia son aquellos
cuyos fines particulares encierran lo substancial, que es
la voluntad del Espíritu del mundo» (32).
En estos hombres obran el propio interés, la ambición, el deseo de poder y otras pasiones no menos subjetivas. Pero...
«... debe llamárseles héroes en tanto que sacan sus
fines y su vocación, no simplemente del tranquilo y ordenado transcurso de las cosas, consagrado por el sistema que las mantiene estables, sino de un manantial cuyo
contenido es recóndito y no ha brotado hasta una existencia actual; del Espíritu interior, que es todavía subterráneo, y que aldabonea al mundo exterior como una
máscara y la hace estallar, porque él es otra almendra
que la de esa cascara» (33).
Esa visión hegeliana del reino de las pasiones como
una cascara, como una pura apariencia cuya realidad queda rota y arrumbada por la eclosión de otra realidad más
potente y ajena a la subjetividad está, también, contenida
en la Fenomenología del Espíritu. Podríamos decir que el
apartado de la Sittlichkeit se encamina, primordialmente,
a ofrecer una crítica del pathos, no para negarlo o anatematizarlo sino, por el contrario, para redimirlo en el
marco de sus efectos y de la legalidad en que su obrar se
inscribe. Porque los dictados de la pasión están siempre,
según Hegel, más allá de la pasión, aunque se alimentan
de ella.
(31 ) Ibid., pp. 280-281
(29 ) Cf. Marcusc, H.; Eros y Civilización. Tr.: Juan García Ponce. México: Joaquín Morciz
19S5, Cap. II.
(32 ) Hegel: Filosofía de la Historia. Tr.; José M^ Quinrana Barcelona, Zeuz 1970, p. 57.
(30 ) Hegel: Venomenotogia del Espíritu, op. cit. en (10), p. 272.
(33 ) Ibid.
EL BASILISCO
47
EL BASILISCO, número 1, marzo-abril 1978, www.fgbueno.es
La perspectiva hegeliana según la cual las pasiones
de órbita particular encuentran su justificación en el
desarrollo del Espíritu universal ha permitido a Hegel,
por cierto, configurar una Antígona algo diferente a la
de la semblanza de Sófocles. En efecto: de hacer caso a
Rodríguez Adrados, la tragedia clásica y, de modo específico, la tragedia sofóclea, contendría una crítica, e incluso una condena del pathos individual (del pathos heroico) elaborada desde los nuevos ideales democráticos de
la ciudad. Al igual que observaba ya Aristóteles en la
Poética (34) observa también Rodríguez Adrados que los
personajes de la tragedia son siempre héroes de la leyenda y de la vida, es decir, hombres insignes que se ofrecen al espectador ordinario con un aura de dignidad y
excelsitud. Pues bien, R. Adrados ha querido^ver en esa
superioridad del héroe trágico, en su carácter noble y
teñido de majestad, la causa misma de las desgracias que
la acción dramática le concita:
«... La falta del héroe no es un añadido maligno a su
carácter elevado, sino que nace precisamente de su propia elevación y grandeza, de su propia autoafirmación y
su propia fuerza» (35).
Adrados descubre en la tragedia una crítica a los
ideales heroicos por parte del ciudadano de la pohs y
cree poder ver reflejado en las obras, tanto de Sófocles
como de Esquilo, un recelo político-religioso contra esa
desmesura que engendra la hybris y contra aquel antiguo
ideal aristocrático frente al cual se alza, desde la Atenas
democrática, el nuevo valor de \^ sophrosyne (36).
En Hegel, ciertamente, no se percibe semejante
recelo en contra de la nobleza heroica. Sin dejar de
reconocer que la pasión hace al héroe tanto más expuesto al sufrimiento cuanto más elevados son los fines por
los que combate, Hegel se inclina, más bien, a entender
ese sufrimiento como la expresión de aquellas fuerzas
hostiles contra la individualidad que tejen el desarrollo
general del Espíritu. Recordaremos aquí la semblanza
que en sus Lecciones de Filosofía de la Historia hacía
Hegel de la trayectoria del héroe cultural:
«Si seguimos echando una mirada al destino dé esos
individuos de la historia imiversal que tenían vocación de
ser los gerentes del espíritu del mundo, veremos que su
destino no ha; sido nada dichoso. N o gozaron del tranquilo sosiego, sino que su vida entera fué trabajo y esfuerzo, y toda su naturaleza consistió tan sólo en su pasión» (37).
El pathos, desmesurado de suyo» desencadenaría la
respuesta hostil, y todo exceso pagaría su desafuero
ello sólo ocurriría para la subjetividad, que es lavúnica
que entiende de dolor y placer, de vergüenza y culpa. El
Espíritu, despiadado y providente, seguiría incólume su
camino de ascenso y esos «penosos sacrificios» no serían,
en su hacer, sino otros tantos peldaños necesarios para el
triunfo de la Idea. Por eso mismo, tanto la «petulancia
de la juventud» como la severidad estólida del anciano,
«muerta ya para el placer y el goce» (38), quedan a los
ojos de Hegel, igualmente redimidas. Ambas obedecerían, sin saberlo, al dictado de leyes que transcienden los
fines privados y ambas conducirían a una situación —no
prevista por los sujetos particulares, pero sí por el designio del Espíritu— donde la justicia se restablece:
«... la justicia no es una esencia extraña, que se halle
en el más allá, ni la realidad, indigna de ella, de mutuos
ardides, traiciones, ingratitudes, etc., que a la manera de
lo contingente carente de pensamiento ejecutara la sentencia como una conexión al margen de todo concepto y
una acción o una omisión inconsciente; no, sino que
como justicia del derecho humano, que reduce a lo universal el ser para sí que se sale de su equilibrio (...) es el
gobierno del pueblo, que es la individualidad presente
ante sí de la esencia universal y la voluntad propia y
autoconsciente de todos. Pero la justicia que reduce de
nuevo a equilibrio a lo universal, cuando se hace demasiado prepotente sobre lo singular, es asimismo el espíritu simple de lo que ha sufrido el desafuero (...) ello mismo es la potencia subterránea, y es su Erinia la que se
encarga de la venganza; pues su individualidad, su sangre, pervive en la casa.
(...) El reino ético es, así, en su subsistir, un mundo
•inmaculado cuya pureza no mancha ninguna escisión. Y
asimismo, su movimiento es un devenir quieto de una de
las potencias de él en la otra, de tal manera que cada una
de ellas mantiene y produce por sí misma la otra» (39)Freud, a diferencia de Hegel, y mucho menos optimista en sus concepciones (más cercanas, como se ha
dicho a veces, a las de Schopenhauer) entendería el
holocausto de los instintos individuales en aras de la Cultura y de la Historia como un proceso encaminado, no a
coronarse con el restablecimiento de la libertad o de la
justicia, sino más bien como un camino progresivo hacia
Tañaros, hacia la destrucción (40). N o por ello dejan de
percibirse, sin embargo, marcadas huellas de la concepción hegeliana de la historia en la teoría psicoanalítica.
4. Lo femenino y lo masculino como deberes
Las analogías entre la visión hegeliana y la psicoanalítica no se detienen, empero, ahí. Cabe, incluso, señalar
otros puntos de contacto más precisos y concretos. Se
trata, p.e. de la proyección sobre los sexos de los papeles
morales. Como es sabido, Freud ha explicado la moralidad como el resultado de un penoso aprendizaje y de
una renuncia a la gratificación instintiva. Tal renuncia
sería un resultado diferido, pero esencial, del proceso
conocido como «complejo de Edipo». En ese proceso,
que se efectúa siempre dentro de lá familia, corresponde
siempre a la madre im papel benigno, basado en la sensibilidad y sustentado en el principio del placer. El padre
o patriarca asume, en cambio, un rol ajeno a lo sensible
<^A ) Aristóteles: Poécíque. París, Les Selles Lectres 1965 (1454 b-8-15).
(35 ) Rodríguez Adrados; Ilustración y Política en la Grecia clásica. Madrid. Rev. de Occidente
1966, p. 345.
(38 ) Hegel: Fenomenología delEspíHtu, op. cit. en (10), p. 281.
(36 ) Ibid. pp. 155-164.
( 3 9 ) Ibid, pp. 271-272.
(37 ) Hegel: Filosofía de la Historia., op. cit. en (32), p. 58.
(40 ) Cf-, p.e. Freud: El malestar en la cultura , op. cit. en (1), pp. 87-í
48
EL BASILISCO
EL BASILISCO, número 1, marzo-abril 1978, www.fgbueno.es
y relacionado con la normadvidad supraindividual. Sus
amenazas, sus exigencias, sus expectativas se inspiran en
el principio de la realidad.
Pues bien, esa misma duplicidad de papeles morales,
en cuanto encarnada en los sexos, es la que atraviesa,
como un hilo rojo, todo el análisis hegeliano al que anteriormente nos referíamos. Hegel, con una magistral penetración en la naturaleza de las relaciones familiares, ha
puesto de manifiesto que lo biológico tiene siempre,
dentro de la institución familiar, un significado genuinamente ético.
... «ambos sexos se sobreponen a su esencia natural
y se presentan en su significación ética, como diversidades que dividen entre ambos las diferencias en que la
substancia ética se da» (41).
El varón, p.e., encarna las funciones civiles y asume,
en nombre de todos los miembros de la familia, las normas (morales) de la comunidad en las que encuentra,
según Hegel, «su esencia autoconsciente» (42).
La mujer personifica, en cambio, según Hegel, las
virtudes familiares (o «éticas») inspiradas en los dictados
de la sensibilidad y én las leyes naturales de la generación.
... «Las relaciones de madre y esposa —dice Hegel—
tienen la singularidad, en parte como algo natural, perteneciente al placer y en parte como algo negativo, que
sólo ve en ello su propia desaparición» (43).
Obedeciendo a la inclinación biológica y dejándose
guiar por la subjetividad, la mujer obra, sin embargo,
éticamente y sus acciones en el seno de la familia son la
manifestación de un deber y no sólo el resultado de la
pasión o de la apetencia. Por eso -dice H e g e l - :
... «En la morada de la eticidad no se trata de este
marido o de este hijo, sino de un marido o de los hijos en
general, y estas relaciones de la mujer no se basan en la
sensación, sino en lo universal» (44).
respecto al rol femenino en la familia y la comunidad
civil. H e aquí el texto de Freud:
«Las mujeres representan los intereses de la familia
y de la vida sexual; la obra cultural, en cambio se convierte cada vez más en tarea masculina, imponiendo a los
hombres dificultades crecientes y obligándoles a sublimar
sus instintos, sublimación para la que las mujeres están
escasamente dotadas. Dado que el hombre no dispone
de energía psíquica en cantidades ilimitadas, se ve obligado a cumplir sus tareas mediante una adecuada distribución de la libido. La parte que consume para fines
culturales la sustrae, sobre todo, a la mujer y a la vida
sexual; la constante convivencia con otros hombres y su
dependencia de las relaciones con éstos, aún llega a sustraerlo de sus deberes de esposo y padre. La mujer,
viéndose, así, relegada a segundo término por las exigencias de la cultura, adopta frente a ésta una actitud hostil»
(45).
Compárese estas palabras con las de Hegel:
«Mientras la comunidad sólo subsiste mediante el
quebrantamiento de la dicha familiar y la disolución en la
autoconciencia universal, se crea un enemigo interior en
lo que oprime y que es, al mismo tiempo, esencial para
ella, en la femeneidad en general. Esta femeneidad. —la
eterna ironía de la comunidad— altera por medio de la
intriga el fin universal del gobierno en un fin privado,
transforma su actividad universal en una obra de este
individuo determinado e invierte la propiedad del Estado, haciendo de ella el patrimonio y el oropel de la fami-
ha» (46).
Indudablemente, Freud ha desarrollado sus tesis en
términos puramente psicológicos, mas, si se les reinterpreta a la luz de las Ideas hegelianas, dichas tesis adquieren profundidad y vigor. Los episodios familiares que el
Psicoanálisis describe se configuran, entonces, en una
dimensión ontológica, y las conductas adquieren una significación moral. El comportamiento femenino, p.e.,
tomado en sus aspectos más genéricos, deja de aparecer
(44 ) Ibid.
Esta concepción hegeliana de los papeles sexuales en
la vida ética de la familia coincide con la de Freud
mucho más de lo que pudiera creerse. También Freud ha
atribuido al varón las virtudes civiles y políticas, que entrarían muchas veces en conflicto con el círculo familiar.
La mujer, en cambio, permanecería - e n el concepto de
Freud— en el centro de la vida afectiva de la familia, y
sus intereses no coincidirían con los fines de la vida cultural (porque ésta se sustentaría en una renuncia constante a los impulsos biológicos e instintivos), sino con los
fines naturales de la reproducción.
Resulta, en este sentido, ilustrativo comparar dos
textos: uno de Freud, perteneciente a «El Malestar en la
Cultura» y otro de la Fenomenología hegeliana, en los
cuales se expresa una gran similitud de concepciones.
(41 ) Hegel:
¿f del Espíritu, op. cit., en (10), p. 270.
Por cierto que estas paJabras de Hegel redimen a la Antigona de Sófocles de una acusación
que, contra uno de sus parlamentos, formuló Goethe. Me refiero a las palabras vertidas por
éste en su conversación con Eckermann el Miércoles 21 de Marzo de 1827 (pp. 1330-1351) en
las que dice haber encontrado «una mácula» en el texto sofocleo:
«Es aquél en que la hermana, que en el curso de la obra adujo las más plausibles razones para
justificar su conducta, poniendo de manifiesto la nobleza de su alma pura, sale, a última hora,
cuando ya va a morir, alegando un motivo incongruente y que hasta frisa en lo cómico. Dice
Antígona en ese paso que lo que ha hecho por su hermano no lo habría hecho por un hijo
suyo, si fuera madre, ni por su marido, de ser casada. "Pues —añade— si se me hubiera muerto
un marido, me habría buscado otro, y si se me hubiera muerto un hijo, ya habría tenido otro
de mi marido. Mientras que en el caso de mi hermano, no queda ese recurso. No puedo tener
otro hermano, porque habiéndose muerto mis padres, nadie hay que me lo pueda engendrar".
Tal es, por lo menos, el sentido escueto de ese paso que, puesto en boca de una heroína que
se Q%i2. muriendo, destruye el ambiente trágico y a mí me parece, además, harto alambicado y
de puro artificio dialéctico» (pp. I330-133I).
Hegel, ante el mismo pasaje de la tragedia de Sófocles no se extrañó ni escandalizó, antes bien,
supo leer en sus líneas el reconocimiento de una verdad: la de que la mujer, en los papeles de
esposa y madre, asume la función de un deber universal que no la obliga, sin embargo, en
cuanto hermana. En calidad de hermana, la joven posee su individualidad de modo íntegro,
como ia posee, también, el hermano varón. La relación con el marido y con los hijos exige, en
cambio, una cierta renuncia a su libre individualidad, porque, como dice Hegel: «en tanto en
ese comportamiento de la mujer se mezcla la singularidad su eticidad no es pura {fenomenología
p. 269). De ahí que la joven que, ajena a toda determinación, se compara con el hermano,
aprecie en él ese equilibrio de la fraternidad (esa «relación exenta de apetencia») que los equipara. (Adviértase que Hegel Q^XS. constatando una realidad de hecho: las funciones femeninas
tal y como están dadas en la propia realidad social de su tiempo, que no es, por lo demás, muy
diferente de la nuestra. Pero Hegel, en todo caso, no incorpora - n i tendría por qué incorpor a r - ninguna reivindicación feminista).
(42 ) Ibid.
(45 ) Freud: El malestar en la cultura {op. cit. en (1), p. 46j
(43 ) Ibid. p. 269.
(46 ) Hegel: Fenomenologá del Espíritu (op. cit. en {10), p. 281).
EL BASILISCO
49
EL BASILISCO, número 1, marzo-abril 1978, www.fgbueno.es
como el simple resultado de condicionamientos biológicos, psíquicos (la incapacidad para la sublimación, etc.) o
incluso sociológicos y se perfila con la dignidad de un
deber ético. Y lo mismo ocurre con el comportamiento
del varón. Su entrega a la obra cultural, más que resultado de su preeminencia física o intelectiva, se explicaría
como resultado de las exigencias del «Espíritu objetivo»
así como de la propia diversidad de papeles que la eticidad exige en el seno de una comunidad compleja.
formalmente considerado, una afirmación de la voluntad
de obrar y, por lo tanto, un acto de rebeldía. La esencia
de todo pecado radica pues, en lo que tiene de autoafirmación de la conciencia (47) y en lo que conlleva de
actividad autónoma, de decisión, de determinación.
«La autoconciencia -dice H e g e l - se convierte por
la acción en culpa. Pues la culpa es su obrar y el obrar su
esencia más propia (...); sólo es inocente el no obrar,
como el ser de una piedra, pero no lo es rii siquiera el
ser de un niño» (48).
5. La culpa
Cuando se aborda, desde la misma óptica de las
Ideas, el tema de la culpa, ocurre algo semejante. Se diría que los diferentes hitos que jalonan el delito primitivo, tal y como Freud lo ha descrito (el asesinato del
padre, la abolición transitoria del tabú del incesto, la lucha fratricida entre los hermanos, la reinstauración de las
normas paternas y el nacimiento consiguiente de las primeras normas jurídico-sociales) han sido recorridos por
Hegel en la Fenomenología desde una perspectiva genuinamente ontológica, si bien no de un modo lineal (histórico o de historia ficción, como ocurre en el psicoanálisis) sino separadamente, y a través del examen de varios
paradigmas trágicos diferentes.
Hegel ha contemplado, en efecto, el crimen de
Edipo —en su doble versión de asesinato y de incesto—,
pero ha considerado también, a propósito de la rivalidad
entre Eteocles y Polinice, el delito de la guerra fratricida,
y ha abordado, además, el tema del delito cultural, tomando como pretexto la desobediencia de Antígona.
A través del análisis de esas infracciones, Hegel
plantea tres importantes problemas con relación a la
culpa: el de su naturaleza, i.e., el de la esencia del mal
frente al bien moral; el de la responsabilidad en el delito
— cuestión que se relaciona con la del destino, así como
con el tema del inconsciente— y, por fin, el de las dualidades deber/placer, o bien, felicidad/virtud. Sólo examinaremos la primera de estas cuestiones.
El tema de la naturaleza de la culpa lo enfoca Hegel
desde presupuestos sumamente abstractos, que se alinean dentro de una tradición en la que el pecado se interpreta, de un lado, como algo negativo, es decir, como
una perturbación, como una limitación y, de otro, como
algo positivo, i.e., como una afirmación de la libertad
humana y del obrar consciente. Ambos aspectos de la
culpa fueron ya entrevistos por la tradición cristiana y
escolástica, de la que Hegel es, ciertamente, deudor.
Pero el tratarniento que estas cuestiones recibirá en la
Fenomenomenologta del Espíritu transformará los postulados teológicos que las presidían en otros nuevos que
anuncian claramente el humanismo existencialista de
Kierkegaard y el Psicoanálisis freudiano.
Hegel ha dado al tema de la naturaleza de la culpa
un alcance absolutamente general. Sea cual fuere el contenido de la infracción —la desobediencia a las leyes del
gobernante, el atentado contra la propiedad familiar, la
lucha a muerte de los hermanos o el asesinato del padre
y el incesto- el delito supone siempre, para Hegel, y
50
El obrar es, de suyo, culpable porque determina y
niega, al efectuarse, las posibilidades infinitas, antes
abiertas («la decisión es en sí lo negativo» (49); porque
es, en suma, finito». (Como diría más tarde Kierkegaard,
el pecado es una negación porque cancela ese abismo,
abierto de posibilidades que configuran el espectro de la
angustia (50).
La formulación metafísica que ha dado Hegel a estos
planteamientos enmascara, en parte, su significación: la
actuación y el obrar serían, según ello, culpables porque
rompen la quietud del ser, destruyen la perfecta inmovilidad de la esencia e introducen en ella el cambio y el
devenir:
«Lo que obra no puede negar el crimen y su culpa:
el hecho consiste en poner en movimiento lo inmóvil, en
hacer que brote lo que de momento se halla encerrado
solamente en la posibilidad» (51)
Pero cuando se considera que el propio Freud ha
presentado la vida como una especie de infracción contra
el reposo inorgánico, la ha caracterizado como un accidente que vino a perturbar la quietud de lo inerte, y ha
llegado a subordinar a ello el propio maiestar_cultural, ja
infelicidad del hombre y la quiebra de su vida instintiva,
los planteamientos hegefiaños adquieren, cuanto menos,
una significación actual.
La culpa no es, sin embargo, ante la mirada hegeliana, algo puramente negativo. Hegel —como también
Kierkegaard, Nietzsche y el propio Freud— han subrayado en la culpa la positividad de la acción, en cuanto que
emana de una conciencia que se autofirma obrando. De
ahí que el pecado, aunque conlleve la pérdida de la inocencia y acarree el advenimiento del castigo, sea, con
todo, la condición misma de la individualidad humana
(47 ) También para Hólderlin el delito trágico tiene el sentido de un aero blasfemo, por cuanto
que supone la reivindicación de la libertad del alma y la defensa de la independencia espiritual
humana frente a la voluntad de los dioses. Así, en sus «Notas sobre Antígona» dice Hólderlin:
«Sin duda el más alto rasgo de Antígona. La blasfemia sublime, en cuanto que la sagrada locura
es la más alta presencia del hombre y es aquí más alma que lenguaje, excede a todas las demás
manifestaciones de ella; y es también necesario hablar así de la belleza, en superlativo, porque
la actitud, entre otras cosas, reposa también en lo superlativo del espíritu humano y de la virtuosidad heroica.
Es un gran recurso del alma que trabaja en secreto el que, al punto de la más alta conciencia,
rehuya la conciencia y, antes de que el dios presente se apodere efectivamente del alma, ella le
haga frente con palabra audaz, a menudo incluso blasfema, y así mantenga la sagrada posibilidad viviente del espíritu» (Hólderlin: Ensayos, op. cit. en (4), p, 146).
(48 ) Hegel: Fenomenología áélEsptritu, op. cit. en (10), p. 276
(49 ) Ibid., p. 277
(50 ) Cf. Kierkegaard, S.: El concepto de la Angustia. Tt.: Demetrio G. Ribero. Madrid, Guadarrama, 1965, pp. 122-12.?.
(51 ) Hegel: Fenomenología del Espíritu., op. cit. en (10), p. 277
EL BASILISCO
EL BASILISCO, número 1, marzo-abril 1978, www.fgbueno.es
pues, como dice Kierkegaard: «el concepto de pecado y
de culpa pone cabalmente al individuo en cuanto individuo» (52).
Así, p.e., Freud ha subordinado, en la ontogénesis,
la constitución del super-ego o yo-ideal, fuente de la
individualidad espiritual, a la superación ordinaria del
complejo de Edipo y, por consiguiente, a la adquisición
del sentimiento de culpa. Hegel, a su vez, ha presentado
la desobediencia de Antígona como una reivindicación
de la individualidad espiritual en la persona del hermano
muerto:
«La consanguinidad viene, pues, a completar el movimiento natural abstracto añadiendo a él el movimiento
de la conciencia, interrumpiendo la obra de la naturaleza
y arrancando de la destrucción a los consanguíneos o,
mejor, porque la destrucción, su convertirse en ser puro^
es necesario, es por lo que asume el acto de la destrucción. De este modo acaece que también el ser muerto, el
ser universal, devenga algo que ha retornado a sí mismo,
un ser para sí, o que la pura singularidad, carente de
fuerza, sea elevada a individualidad universal» (5 3).
Y Kierkegaard reconocerá, todavía más expresamente, que la culpa y el delito son la condición de la vida de
la conciencia:
«La culpa tiene a los ojos del espíritu ese poder de
encantamiento que es tan característico de la mirada de
la serpiente. En este punto está la verdad parcial de la
concepción de los carpocracianos, según los cuales sólo
se alcanza la perfección a través del pecado» (54).
Naturalmente, estas concepciones de la culpa no se
refieren exclusivamente al delito del individuo, sino también y sobre todo al mitológico delito de la humanidad:
al pecado original. Es cierto que cada uno de los tres
autores citados ofrece una versión diferente del contenido posible de aquella infracción primitiva. Kierkegaard
se limita a aludir a esa misteriosa distinción entre el bien
y el mal que surgió - t a l y como relata la Biblia- tras
probar el fruto del árbol prohibido. «Ninguna ciencia
puede explicar cómo sucedió tal cosa» - d i c e - (55).
Freud —como observa Marcuse (56)— «no nos lleva
a la imagen de un paraíso que el hombre ha perdido por
su pecado contra Dios, sino a la dominación del hombre
por el hombre establecida por un padre déspota y terrenal y perpetuada por la fracasada e incompleta rebelión
contra él. El «pecado original» fué contra el hombre».
Y, por su parte, Hegel, aunque no se refiere sino tácitamente a ese pecado legendario, parece significarlo con el
delito de Antígona, puesto que ese delito consiste en el
culto a los muertos, rito que tantas veces se ha aducido
como criterio de tránsito desde la vida animal o el salvajismo a la vida civilizada.
Cualquiera que haya sido, sin embargo, el contenido
preciso conferido a ese delito primitivo, lo cierto es que
los tres autores citados convienen, de un modo u otro,
en situar en él el nacimiento de la cultura y de la Historia. El que la infracción haya consistido en un asesinato
colectivo (Freud), en la pérdida de la inocencia moral
(Kierkegaard) o en el acto de sustraer los cadáveres al
olvido natural (Hegel) es un dato secundario; lo que
priva e importa es la forma misma de ese delito (la desobediencia sacrilega), así como sus consecuencias generales, a saber: la configuración del individuo como conciencia independiente frente a la autoridad (la autoridad
divina, la del padre de la horda o la del gobernante) y la
necesidad de enfrentarse,, a partir de ese momento, con
la penosa tarea de la construcción cultural, y de la libre
elección de valores.
Por supuesto que la virtualidad de estas interpretaciones (tan mitológicas, por cierto, como el propio mito
judeo-cristiano en que se inspiran) no radica en su capacidad explicativa (en lo que se refiere, p.e., a la historia
del género humano). Su interés descansa, sobre todo, en
haber sabido afrontar el destino del hombre como si se
tratara del de un héroe trágico —Edipo, Antígona, etc.—
cuyo delito se inscribe en la necesidad. Pero esa necesidad no es, ahora, la voluntad incomprensible de los
dioses, sino la propia opacidad de la conciencia humana,
la inconmensurabilidad entre el saber y el no saber (57)
o la coincidencia entre el deber y la pasión (58).
«Al abolir la fatalidad antigua -dice J.M. Domenach— al invertir, en cierto modo, las posiciones recíprocas del hombre y de Dios, el cristianismo hubiese anulado lo trágico si éste hubiese tenido como única dimensión el duelo entre los héroes de la tierra y las potencias
del cielo. Ahora bien, las fatalidades resurgen de la
acción humana (...). Toda acción, todo proyecto ratifica
un valor; la libre elección no se encuentra nunca entre
las posibilidades neutras o cerradas, sino que incluye una
visión del hombre, una opción para la humanidad (...).
Lo trágico nace debido a que la reconciliación del héroe
con su pasión, su carácter, su nacimiento —su muerte— o
incluso su felicidad, se paga con un transtorno en el cielo
o en la tierra, con un desorden a menudo superior al
orden que acaba de establecerse (...). El héroe trágico,
impulsado o no por los dioses, nos revela, en cuanto
actúa, esa incompatibilidad originaria entre los valores,
tanto más claramente cuanto que es hombre de un objetivo único y se identifica con una pasión exclusiva. Esa es
la feroz ley de la acción humana, puesta al desnudo por la
tragedia» (59)
(52 ) Kierkegaard: El coruepto de hi At¡y,uitia. op. cir. en (50), p. 184.
(55 ) He.i;e!. Fsriomerioloí^ía del Espíritu, op. cit. eti (10), p. 266.
(57 ) Cf. Hegel: Fcriumeirolü^^íi del Espíritu, op. cir. en {10), p. 42".
(54 ) Kierkegaard; El concepto de la Afi^uitici. op. cit. en (50), p. 19.S.
( 5 8 ) Ibid., pp. 2 - > 2 " 4 .
(55 ) [bid. p. 147.
(56 ) Marcuse, H: £mi y citilización. op. cic. en (29), p. ^.í.
EL BASILISCO
(59 ) Jean Marie Domenacli: El rttonn, de lo trd^^ico. Tr.: R Gil Novales. Barcek)na. Península,
1969.
51
Descargar