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AIBR, REVISTA DE ANTROPOLOGÍA IBEROAMERICANA. Nº35 MAYO - JUNIO 2004
MADRID. 11 DE MARZO DE 2004
El presente espacio ofrece las colaboraciones que destacados profesionales de nuestras universidades han
enviado a AIBR sobre los tristes sucesos en Madrid el pasado día 11 de Marzo. Es la intención de esta
revista recoger y difundir, desde la reflexión y la experiencia, la perspectiva que nuestra disciplina puede
ofrecer a la sociedad sobre estos trágicos acontecimientos. En el próximo número impreso de AIBR,
(Octubre de 2004); el documento completo -con todas sus colaboraciones- será enviado tanto a nuestros
socios como a los principales medios de comunicación general para su difusión.
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Enrique Luque Baena
11 de Marzo 2004.
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Francisco Ferrándiz
Crisol de miradas.
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Francisco Pereira Neto, Jurema Brites
Desigualdad y diferencia: una mirada brasileña sobre el terrorismo.
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Jorge López Martínez
11 de Marzo 2004.
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Mercedes Jabardo
Sobre la población árabe inmigrada, sobre Europa y sobre el nuevo mestizaje cultural.
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Secundino Valladares
Los fumadores de hachís.
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Tomás Calvo Buezas
¡No al terror y a los fanatismos violentos! ¡Tampoco a la Islamofobia!
11 DE MARZO DE 2004
Enrique Luque Baena
Catedrático de Antropología Social (Universidad Autónoma de Madrid)
No voy a hablar de las víctimas. A todos se nos supone el espanto y el dolor ante lo que trajo
aquel día. Además, poco o nada puede uno añadir a lo ya dicho, visto, gritado o llorado sobre las
vidas perdidas en el espantoso atentado. O por las heridas de todo tipo que provocó a los
supervivientes, a sus familias, amigos e, incluso, a quienes tuvimos la suerte de no estar allí ni
de tener allí un ser querido. Pero sí creo que puedo –tal vez deba- decir algo acerca de lo que
también se rompió o resquebrajó ese jueves. Muchas cosas; tantas que se tardará años en
saber o entender qué sucedió aquella mañana y qué va a ocurrir a partir de entonces.
Lógicamente, no pretendo hablar de todo eso. Entreveo algo, desconozco mucho y
probablemente ni siquiera sospecho bastante más. Entre lo que sí veo, creo que hay cosas que,
cuando menos, se nos han cuarteado un poco más. Me refiero a algunos supuestos arraigados
en la teoría y en la práctica antropológicas. Bien es verdad que se trata de los dogmas que más
vergüenzas y flaquezas venían mostrando en los últimos tiempos. Porque sucede que aquello
que habíamos separado de modo forzado se nos presenta de repente como apelmazado. Casi
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tan retorcido como los hierros y los cuerpos de las pobres víctimas. Pasado y presente, aquí y
allá, nosotros y ellos y tantas cosas más. O la mirada distante antropológica, cuando ya todo
parece acaecer aquí al lado. Aludir a la globalización sería tal vez demasiado pobre para lo que
nos está ocurriendo.
La situación de la que debemos dar cuenta o razón es enormemente compleja. Una zona de
Madrid se convierte, de repente, en escenario donde se entrecruzan, de modo sangriento,
actores de un drama mundial cuyo guión ni han escrito ni cuyos valores comparten. Guión,
además, cuyos elementos son de lo más dispar: guerras ajenas y lejanas, fundamentalismos
económicos y religiosos (de cariz antagónico: tipo Ben Laden o Mel Gibson), voracidades
imperialistas y estulticias o vanidades de sus agentes o comparsas, señuelos migratorios y
trabajo precario, gregario y madrugador...
Las viejas dicotomías se pulverizan con las bombas. Un mismo espacio para todos. Pero ya no
se trata del añorado forest of symbols, coherente y compartido. Por el contrario, en Atocha, en
Santa Eugenia o en El Pozo chocan signos antagónicos cuyos referentes empíricos o simbólicos
se encuentran a distancias insospechadas de kilómetros o de siglos unos de otros.
Pero nuestras entendederas para captar el nuevo panorama pueden estar tan adormecidas
como la imaginación de los amos del universo. Invirtieron sumas astronómicas para detectar o
repeler ataques de misiles intercontinentales y ni siquiera vislumbraron al nuevo enemigo. Este
se presenta ahora, satánicamente modesto, con las armas más peligrosas, las que están al
alcance de cualquiera: el vídeo de aficionado, el móvil o el propio cuerpo.
Y el resto, es decir, casi todos nosotros, nos vemos atenazados entre un terrorismo que nos
considera colectivamente culpables y, por ello, posibles futuras victimas y quienes intentan
combatirlo al modo orwelliano. El primero tiene perfiles tan inciertos como el repetido vídeo del
líder de Al Qaeda. El segundo, cuenta, en cambio, con numerosos nombres y claros contornos.
Desde, por ejemplo, el filósofo André Glucksmann a aquel comentarista de la Fox TV, que
sintetizó perfectamente este otro frente al afirmar que los terroristas capturados pueden ser
lícitamente torturados porque no son sino basura humana sin ningún tipo de derecho.
De ese dilema, antropólogos o no, tratamos de evadirnos con metáforas consoladoras. Como
aquella de las pancartas en las manifestaciones de repulsa: “Todos íbamos en ese tren”. A
sabiendas de que las metáforas son vehículos cargados de verdad y de mentira. De su verdad
he dicho ya bastante. En cuanto a su mentira, sólo apuntar que no todos íbamos en aquellos
trenes. Muy al contrario: en los trenes de Madrid, como en las calles de Irak o de Palestina,
siempre mueren otros. Que, más o menos, vienen a ser los mismos.
11-M. CRISOL DE MIRADAS
Francisco Ferrándiz
Profesor y Director del programa "Identidad, territorio y conflicto" (Universidad de Deusto)
El complejo calidoscopio de emociones y estados de ánimo provocado por la llegada del tren de
la muerte el 11-M –pesadumbre, incredulidad, rabia, horror, indignación, dolor, solidaridad, ansia
de participación política— nos ha dejado abatidos, desorientados y, sin duda alguna, exhaustos.
En las primeras horas, quedamos momentáneamente cegados por las explosiones y sus
secuelas políticas y mediáticas. El puzzle era demasiado amplio, las imágenes, estremecedoras,
las explicaciones, equívocas, y el contexto político, frenético. En medio de la intensa y polémica
construcción mediática del 11-M, en la categoría de noticias que en todos los medios aludían
directamente a los cuerpos heridos y mutilados de las víctimas directas del atentado, El País nos
informaba de las lesiones oculares más comunes con las que habían llegado a los hospitales
madrileños los heridos: “quemaduras de pólvora en los párpados y en las pestañas,
desprendimientos y hemorragias en la retina, e impacto de cuerpos extraños en la
córnea” (viernes 2 abril de 2004, p 17). Con ser terribles, estas heridas, eran apenas el tejido
orgánico rasgado por las escenas indescriptibles que estas víctimas pudieron ver y experimentar
primero durante la explosión y luego entre los hierros retorcidos de los vagones.
Las heridas de los ojos y las heridas de la mirada de las víctimas del 11-M se inscribieron
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paulatina y traumáticamente en el cuerpo social y político con el paso de las horas, las imágenes
y los teletipos, afectando a todos los testigos del atentado, los que estuvieron sobre el terreno en
alguno de los escenarios directamente asociados – estaciones, hospitales, morgues, etc. — y
los que lo consumieron masivamente a través de los medios de comunicación. Todos, en mayor
o menor medida, vimos –entrevimos—- cosas escalofriantes. La tentación de trivializar los
escenarios políticos, fomentar estereotipos simplificadores de colectivos humanos, cimentar
actitudes xenófobas o, sencillamente, disolvernos de nuevo en un festín consumista sería un
destino triste para este trauma colectivo inscrito en los ojos del 11-M. Ahora no podemos perder
la vista. Al contrario, tenemos la posibilidad de convertirla en un aparato crítico que afiance su
poder de análisis mientras absorbe y descompone la tragedia.
El titular del artículo aludido anteriormente era “Ojos salvados”, en referencia a las
intervenciones de urgencia llevadas a cabo por el Servicio de Oftalmología del hospital Gregorio
Marañón. Así, por continuar con el símil, parece imprescindible –urgente— que esta mirada
herida por la violencia del 11-M esquive, en una suerte de oftalmología social preventiva, las
tentaciones del rencor, el odio o el partidismo y se despliegue en forma de clarividencia o lucidez
que, si bien no está todavía plenamente esbozada, tiene el potencial para consolidarse
paulatinamente como un punto de inflexión clave en el refrescamiento democrático de nuestro
entorno social y político desde la sociedad civil.
Apuntamos brevemente, como pistas para el lector, algunos posibles rumbos para esta mirada
convaleciente del horror. Su primera y vertiginosa plasmación pudo ser el alto nivel de
participación en un proceso electoral que, borrado del mapa durante unos minutos, o quizá unas
pocas horas, irrumpió de nuevo en nuestro desconcierto y nuestro duelo prácticamente desde el
momento en que era oficialmente cancelada la campaña. Tras los resultados –sin duda más
complejos y matizados que lo que nos quieren hacer creer las versiones ancladas en el efecto
11-M y la noche de los SMS— tomen nota los políticos, spin doctors, asesores de imagen y
gabinetes de crisis sobre el precio de la utilización sistemática de lo que José Vidal-Beneyto ha
llamado armas de falsedad masiva. Otro efecto clarividente puede ser la erradicación definitiva
de cualquier atisbo de legitimidad social y política de la violencia ejercida por ETA. Es aún pronto
para evaluar el eco del 11-M sobre la estrategia futura de ETA y su horizonte de acción, pero es
una reverberación que se augura indudable, ojalá irreversible. Un tercer efecto de
refrescamiento en la mirada, propiciado por el descubrimiento –para algunos sorprendente— de
la diversidad en el origen nacional de los fallecidos en el atentado, debería plasmarse en un
impulso solidario al reconocimiento de los inmigrantes como miembros legítimos, plenamente
visibles y detentadores de derechos y deberes en nuestro entramado social, más allá de las
ayudas coyunturales ofrecidas por el Estado a los inmigrantes que fueron víctimas de los
atentados y sus familias. Otra importante travesía de esta mirada renacida de la tragedia
supondría la quiebra de la saturación de la empatía con el sufrimiento ajeno por exceso de
horrores, recuperando en la parte más íntima de nuestra geografía y nuestra acción política la
creciente constelación de zonas cero que se generan casi a diario en el planeta, algunas
reconocidas, otras ignoradas, algunas espectaculares, otras apenas perceptibles, algunas
producidas por integristas religiosos, otras por gobiernos de conocido poder y prestigio. Queda
para el lector la tarea de contribuir desde sus ojos heridos de 11-M a esta lista interminable.
DESIGUALDAD Y DIFERENCIA: UNA MIRADA BRASILEÑA SOBRE EL TERRORISMO
Francisco Pereira Neto, Jurema Brites
Profesores de Antropologia de Universidade de Santa Cruz do Sul y Rio Grande do Sul- Brasil
TRADUCCIÓN: DAVID MARTÍN.
A un brasileño le resulta extraño el hecho de hablar sobre terrorismo con alguna pertinencia. Es
cierto que hoy vivimos en una sociedad globalizada, donde los medios de transporte y los
medios de comunicación de masas hacen que la realidad vivida en las diferentes regiones sea
entendida con mayor facilidad por quienes no conviven los mismos contextos. El tránsito de la
información globalizada nos coloca, por lo menos, en el mirador de los acontecimientos del
mundo. De esta forma, aunque no podamos vivir de forma tan intensa tales acontecimientos y
sus consecuencias, es posible advertir la gravedad de los mismos y vislumbrar la amenaza que
representa para el mantenimiento de la idea de civilidad en el mundo. El dolor de las personas
afectadas por estos eventos nos hace reflexionar sobre la urgencia de reestablecer principios de
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sociabilidad más dignos para la especie humana, tarea que la lógica de la política internacional
que domina las mentes de los dirigentes del mundo parece desconocer. Este hecho causa más
preocupación para los latinoamericanos, justamente por el hecho de que nuestras sociedades se
han estructurado a partir de modelos cívicos impuestos por la cultura europea. De esta forma,
nuestros “manantiales” de racionalidad son deudores de las matrices dominantes, de aquello
que podríamos concebir como la “buena” conciencia occidental. La forma revitalizada con que
los actos terroristas se han establecido en Europa, Oriente Medio y Estados Unidas crean
muchas dudas sobre lo positivo de esas referencias.
El el Brasil, nos hemos acostumbrado a percibir los actos de violencia y de irreverencia como
efectos de la pobreza y de la falta de educación formal de la población. Aquí, normalmente, las
páginas de sucesos de los periódicos hablan en exclusiva de la población más pobre el país,
dígase de paso, la gran mayoría de la población. Por tanto, es difícil entender, a primera vista,
cómo la violencia, la barbarie, puede originarse en personas bien alimentadas, con un buen nivel
de instrucción. Esto causa pavor en nuestras visiones de sentido común sobre la vida y el
comportamiento humano.
En nuestro país, el “buen” brasileño se reconoce ajeno a los actos insanos del terrorismo, y
exalta el espíritu “democrático”, respaldado por la sociología nativa, propositiva de que en estas
tierras se forjó una democracia racial. Así, cerramos los ojos al exterminio cotidiano de nuestras
poblaciones indígenas y de la población pobre que, no es por casualidad, engloba grandes
contingentes de negros. Tenemos, internamente, una situación de guerrilla, derivada de la
miseria, de la lucha por la tierra, y de la guerra urbana por el control del tráfico de drogas. Los
brasileños de clase media y la elite del país construyen muros en centros residenciales cerrados,
viven en casas con rejas y en calles con seguridad privada las 24 horas del día como forma de
protección contra la “escalada de violencia”. Pocos se cuestionan sobre la incapacidad de las
instituciones sociales para implementar proyectos de inclusión social.
Al toparnos con los recientes acontecimientos del 11 de septiembre en Nueva York y del 11 de
marzo en Madrid, percibimos cómo nuestros referentes sobre conflicto y violencia no son de la
misma naturaleza, a pesar de que los dos tienen una base común. En el Brasil, el Estado
Nacional se configura a través de la legitimación de relaciones socioeconómicas tremendamente
desiguales, definiendo jerarquías que clasifican al ciudadano de primera o de tercera. Ya en los
países del capitalismo central, la organización de los Estados Nacionales garantizó una situación
de mayor igualdad para su población, sin que eso garantizase una situación social menos
violenta. La desigualdad, en el caso brasileño, se proyecta en la propia estructura del estado; en
el caso de los países del primer mundo la desigualdad se extiende a las relaciones entre
estados. En estas dos situaciones, el desafío al que nos enfrentamos consiste en construir
espacios comunes múltiples política y socialmente, al mismo tiempo en el que las instancias
internacionales de regulación y diálogo hacen oídos sordos a las situaciones de exclusión, a la
violación de derechos o al no reconocimiento a la autorregulación. Estos conflictos traen para el
ámbito de las discusiones antropológicas la supremacía de la discusión sobre la desigualdad,
más allá de la diferencia.
11 DE MARZO DE 2004
Jorge López Martínez
Profesor de conflicto y negociación en la U.A.M. Doctor en psicología. Doctor en medicina.
Aunque pueda resultar paradójico, el sentimiento de inseguridad producido en el ámbito
occidental en los últimos años no corresponde a un incremento global real de las amenazas y
los conflictos, sino a la percepción de una novedosa e irónica igualdad de oportunidades, en la
que grupos o estados marginales pueden ejercer amenazas reales hacia los países más fuertes.
Las terribles muertes ocurridas el 11-M no tienen mayor dimensión en términos absolutos que
las 25.000 muertes diarias por inanición o las más de 800 producidas diariamente como
resultado de los cuarenta conflictos armados abiertos en nuestro planeta. Sin embargo, marcan
una clara transición, dándonos la bienvenida a un espacio en donde la percepción de
arbitrariedad, de incertidumbre y de indefensión sobre la propia vida se hace más patente.
Espacio en el que otros muchos (también en nuestro país), en un anonimato esporádicamente
interrumpido, ya se encontraban. Europa, como ya lo hizo EE.UU., se despierta de un sueño en
el que la muerte violenta, masiva e impredictible sucedía sólo en tierra de otros.
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Situaciones como la vivida el 11-M en Madrid, desencadenan fenómenos psicológicos y sociales
cualitativamente excepcionales. Además del profundo impacto emocional, la amenaza externa bajo determinadas condiciones - produce un aumento en los niveles de cohesión de la población
agredida y genera una preeminencia de los elementos identitarios y los valores conjuntamente
asumidos. En este sentido, es destacable que el 11-M haya contribuido a poner en práctica
valores y conductas colectivas de solidaridad y cooperación, que muchos ciudadanos ya
desarrollaban como forma de relación en sus entornos cotidianos. Aun estando sumergida en
una dinámica macro-económica sustentada en la competencia y el regateo hasta la exigüidad de
los recursos asistenciales, aún estando acostumbrada a la promoción sostenida de metas vitales
de relativa intrascendencia, la población descubre, sea o no coyunturalmente, que otro modo de
relación y organización de los recursos es posible.
Acciones como los atentados de Madrid son el resultado de un proceso que combina
determinadas condiciones macro-sociales con trayectorias micro-sociales y personales
específicas. Desde el punto de vista macro-social, el ejercicio del poder unilateral como forma de
resolución de conflictos de alta complejidad, la perversión consentida de la legalidad
internacional a través de prácticas que vulneran y contradicen el discurso explícito, la
explotación sostenida de comunidades y pueblos bajo las reglas consensuadas sólo por los
grupos de poder político o económico crea caldos de cultivo que permiten la construcción de
discursos ideológicos o creencias que catalogan la agresión como respuesta legítima. Desde el
punto de vista micro-social, nada hay de inexplicable incluso en una acción como la cometida
por los que son capaces de mirar hacia aquellos que asesinarán después de unos minutos. La
percepción de una diferencia total entre “nosotros” y “los otros”, apoyada en la respuesta a lo
que se entiende como una agresión previa e injustificada, favorece la representación de “los
otros” como meros componentes de grupos esencialmente perversos y como objetos legítimos
de nuestra agresión. Y hecha esta afirmación, intente averiguarse a cuál de las dos “partes”
estábamos refiriéndonos en este párrafo. No es necesario acudir a procesos psico-patológicos ni
a una dudosa maldad esencial para explicar tales conductas, sino al cumplimiento de funciones
identitarias y personales a partir de modos distintos de construcción de la realidad.
En este escenario, pontificar que todos los terrorismos son iguales es una simple aberración, un
insulto a la inteligencia y a décadas de laboriosa construcción del conocimiento. Es un ejercicio
de idiocia auto-declarada pronunciada desde el supuesto de que los problemas sociales se
resuelven sin necesidad de comprender sus causas. La ignorancia temeraria de quien ve del
iceberg sólo la punta y se dispone a abrirse paso achatándola a martillazos.
Estando, afortunadamente, condenados a la diversidad, la calidad de vida conjunta dependerá
tanto de nuestra capacidad para generar un contexto macro-social cercano a la justicia y la
igualdad, como del desarrollo de metodologías de diálogo y acción que, sin suprimir la
divergencia ni plegarse al relativismo, generen soluciones consensuadas que se enriquezcan
con la heterogeneidad de perspectivas.
SOBRE LA POBLACIÓN ÁRABE INMIGRADA, SOBRE EUROPA Y SOBRE EL NUEVO MESTIZAJE
CULTURAL
Mercedes Jabardo Velasco
Profesora de antropología cultural en la Universidad Miguel Hernández de Elche.
Parecía que después del once de marzo ocurriría en Madrid lo que antes había sucedido en
otras partes, que cualquier persona con rasgos árabes sería pensada o imaginada como posible
terrorista, que el temor sería tan alto entre usuarios de trenes de cercanías como entre aquellos
inmigrantes con rasgos fácilmente identificables con el nuevo enemigo que verían en cada
mirada directa una (nueva) acusación.
Sin embargo, también en esta reacción el pueblo español ha sido diferente. Claro que ya no se
viaja en los mismos trenes con la misma saludable indiferencia que en el pasado, claro que
Atocha es algo más que una mera estación ferroviaria, claro que las heridas cicatrizarán más
tarde en aquellos en quienes el dolor está más próximo. Pero este fenómeno no ha
estigmatizado a un colectivo (más) de lo que ya en los últimos tiempos estaba. Tal vez de esta
reacción, a la que hay que sumar la de los inmigrantes árabes españoles que en comunión con
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sus vecinos han reaccionado en contra de la intolerancia, también se puedan extraer algunas
enseñanzas. Tal vez a partir de aquí podamos desde el análisis del pasado abrir nuevas puertas
en el futuro.
Comencemos por cuestionar algunos análisis de la migración árabe en Europa, una inmigración
que comienza a alarmar (por su número) a las sociedades europeas, comenzando por uno de
los países de más fuerte asentamiento de esta población, Francia. Los discursos no sólo
políticos hablan del peligro de islamización de la sociedad francesa, peligro que puede
extenderse, cual ciclón, por el resto de los países europeos de forma paralela al crecimiento de
la inmigración. A ello -a la expansión de este discurso- han contribuido aquellos autores que
como el norteamericano Huntington y el italiano Sartori hablan de choque de civilizaciones o de
dificultades de "integración" de inmigrantes musulmanes. Unas dificultades que ambos autores
(y quienes les siguen) sitúan en rasgos de carácter cultural, desde una visión esencialista de la
cultura que es más fundamentalista que los fundamentalismos a los que supuestamente
pretende retratar. No cuestionan, en cambio, unas políticas migratorias y unas prácticas sociales
que en lugar de fomentar la integración de los inmigrantes desde/en los espacios de interacción
compartidos con la sociedad autóctona (laboral, residencial o educativo, entre otros) han
conducido a su segregación espacial y a su exclusión social. Los peligros de este proceso de
exclusión son visibles. Desde la búsqueda de refuerzos identitarios en referentes de carácter
transnacional en la diáspora árabe a la receptividad de discursos radicales. No está de más
recordar que la cuna del fundamentalismo islámico no fueron las calles de Teherán sino los
suburbios de algunas ciudades inglesas. Allí, en el terreno abonado de racismo, exclusión y
marginalidad, encontraron los imanes más radicales el caldo de cultivo de una ideología que,
desde Occidente, fue penetrando en muchos de aquellos países que han sido situados en la
periferia del sistema mundial.
Si a los inmigrantes árabes se les ubica en el territorio de la musulmaneidad, entendiendo por tal
la asignación de unos referentes identitarios construidos desde Occidente, se les está obligando
al ejercicio de una doble identidad; aquella que el pensador afroamericano Du Bois otorgaba a
los grupos dominados, una pública y uniforme, desde donde se piensan -y expresan- en el
reflejo de la sociedad que los nombra, otra privada y múltiple, que permanecerá oculta mientras
el único eco de las voces árabes sean las de un discurso que resuene en lo que Occidente ha
ido pensando o construyendo como "lo otro". Anulando la multiplicidad de voces que surgen de
las distintas experiencias y prácticas de todos aquellos inmigrantes árabes que en distintos
puntos de Europa han ido mezclándose con personas, lenguas e historias a través de
trayectorias múltiples, anularemos la posibilidad de introducir en el discurso lo que los individuos
recrean en sus prácticas, una cultura que ya no puede responder al patrón fijo de lo que se nos
presenta como la esencia de la cultura europea a la que se enfrenta a otras que pujan
impetuosamente por entrar. No, la cultura no es una entidad fija que permanece inmutable, la
cultura no puede cosificarse porque la cultura no es algo que uno porta cual armadura. La
cultura se crea, y se hace en interacción con otros seres humanos. Anular en los otros la
posibilidad de crear supone también limitarnos a nosotros mismos. Entre otras razones, porque
no existe el yo mismo. Uno es en relación con los demás. Desde aquí se pueden plantear dos
visiones, en lo que respecta a la relación con el mundo árabe, tan presente en Europa. Visibilizar
una sola voz y dejar la puerta abierta a radicalismos o fundamentalismos. O crear las
condiciones para que en múltiples espacios de interacción surjan muchas otras voces. Permitir y
fomentar la posibilidad de un euro-islam o de múltiples versiones de esa mezcla, ese mestizaje
en cada una de las zonas del territorio europeo donde se vayan instalando aquellos a los que
tenemos que ver como nuevos ciudadanos.
LOS FUMADORES DE HACHÍS
Secundino Valladares
Maestro en Antropología. Universidad Estatal de San Francisco, California.
Para los hablantes de árabe, la palabra asesino, hashishin, tiene un significado etimológico
transparente: fumador de hachís. Hay, sin embargo, otra acepción, con carga histórica, según la
cual asesino sería un miembro de una orden secreta de fanáticos musulmanes que
aterrorizaban y mataban a los cruzados. Este es el sentido que recoge Anthony Campbell en su
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intrigante relato Los asesinos de Alamut.
Se trata, según Campbell, de una secta herética musulmana apodada la secta de los asesinos
aunque sus miembros respondían al nombre de ismaelitas, es decir, una rama del chiísmo que
considera a Ismael como el séptimo y último imán visible. Su fundador, Hasan-i-Sabbah, era un
hombre implacable que ejecutó a sus dos hijos, a uno por beber vino y al otro por un cargo de
homicidio que resultó ser falso. En las montañas del noroeste de Irán que bordean el mar
Caspio, Hasan logró hacerse con el castillo de Alamut, nido de águila en árabe, y allí reinó
soberano durante más de treinta años, de 1090 a 1124. Cuando Marco Polo visita Alamut, cien
años más tarde, justo después de su destrucción por los mongoles, relata cómo el Venerable
Anciano de la Montaña drogaba con hachís a los futuros asesinos para trasladarlos luego a un
paradisíaco jardín de las delicias, poblado por hermosas mujeres y ríos de vino, leche y miel.
Tras este anticipo del paraíso coránico, los futuros asesinos eran devueltos a la vida ordinaria,
convencidos de que a su muerte habrían de gozar indefinidamente de las delicias coránicas
siempre que obedecieran sin reservas las órdenes del Gran Señor de Alamut.
Por supuesto, todo ello suena a pura fantasía y es bien sabido cómo Marco Polo sazonaba de
pimienta sus relatos. Es difícil imaginarse al Venerable Anciano de la Montaña drogando con
hachís a los futuros ejecutores de sus planes siniestros. Semejante estado de conciencia no se
compadece muy bien con la agudeza y paciencia exigidas para la ejecución del crimen. Por otro
lado, la experiencia moderna del terrorismo nos dice que el terrorista no necesita más narcótico
que una buena dosis de fanatismo. Y si hemos de creer a los consumidores de hachís, a lo que
induce la droga es al pacifismo más que a la criminalidad. No hay pruebas, dice Campbell, de
que el hachís se usara para la comisión de actos criminales, aunque tal vez se usó con fines
religiosos para alcanzar estados alterados de conciencia.
Lo que no es fantasía es que bajo el liderazgo de Hasan-i-Sabbah, la secta de los asesinos
prosperó en todos lo frentes. Jóvenes iraníes, captados por los misioneros ismaelitas, acudieron
a Alamut para someterse a las duras pruebas de iniciación en la secta. Hacerse ismaelita era un
asunto de vital trascendencia, que iba más allá de aceptar una serie de creencias. El neófito
juraba lealtad a la secta, se comprometía a pagar los derechos de admisión y juraba no divulgar
los secretos ismaelitas a ningún forastero. Se trataba, en definitiva, de la iniciación en una secta
secreta que comportaba riesgos al tiempo que ofrecía un camino de salvación. Sin duda, el
núcleo de los secretos ismaelitas tenía que ver con las doctrinas esotéricas sobre la
interpretación del Corán. Unas doctrinas que, al igual que en las ceremonias iniciáticas del
sufismo, incluían secretas técnicas de meditación para alcanzar un nuevo estado de conciencia
por encima del resto de los mortales. Era tal el grado de entrega y sumisión de los jóvenes
aspirantes que el conde Enrique de Champagne, en su visita a la secta en 1194, narraba
despavorido el siguiente relato. Paseaban un día por el castillo el conde y el jefe de los asesinos
cuando surgió en la conversación el tema de la obediencia debida. En lo más alto de la torre del
castillo se asomaban varios jóvenes vestidos de blanco. "Yo te voy a mostrar lo que es la
obediencia", dijo el señor del castillo. Y a una orden suya, dos de los jóvenes saltaron al vacío
para perecer estrellados contra las rocas.
Evidentemente, esto es una fantasía más que forma parte de la leyenda de la secta de los
asesinos. Lo que no es fantasía es que los ismaelitas se fueron haciendo dueños de la región
montañosa del norte de Irán y formaron un bloque de resistencia frente al gobierno de la dinastía
turca de los Seléucidas. Procedentes de las estepas del Asia Central, los Seléucidas, tras su
victoria sobre el califato abásida, se convirtieron al Islam sunita y desarrollaron una profunda
hostilidad frente al ismaelismo chií del norte de Irán. Pero los ismaelitas no desfallecieron y
proyectaron una serie de focos rebeldes en distintos lugares para que el poder centralizado de
los turcos no pudiera aplastarlos fácilmente. La revuelta debía ser esencialmente urbana, y por
ello los ismaelitas sembraron una amplia red de células en cada una de las ciudades iraníes,
especialmente, en Isfahan, donde se habían hecho especialmente fuertes. Dada la
desproporción numérica entre los heréticos chiíes y el ejército turco, los ismaelitas recurrieron al
asesinato de importantes figuras políticas. En su caso, el recurso al terrorismo selectivo, fue el
resultado lógico de un grupo minoritario, sin capacidad ofensiva, que no tiene otra forma de
alcanzar al enemigo. Fue así como se creó entre los ismaelitas de Alamut el cuerpo especial de
asesinos conocido como los fidai, esto es, "los que desean abandonar su vida por otra". Su
misión era servir a su señor y aterrar a sus enemigos mediante el asesinato sangriento de alguna
figura importante. En el empeño corrían tantos riesgos, que no era frecuente que volvieran vivos
de estas misiones. Así es como la palabra asesino, nos recuerda Bernard Lewis en El lenguaje
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político del Islam, entró en las lenguas occidentales de mano de los cruzados y se acomodó en
las lenguas del Islam con la connotación de "un devoto totalmente entregado y dispuesto a
sacrificar su propia vida y la de otros por la causa". Los asesinos fidai, a diferencia de los
terroristas actuales, siempre fueron selectivos en sus crímenes. Tal vez pensaban que era
éticamente preferible y políticamente más rentable matar a una figura política que a una multitud
en un atentado colectivo. Nunca se escondieron y buscaban lugares públicos, como la oración
del viernes en la mezquita, para matar a sus víctimas con la mayor publicidad. A veces, los
asesinos ismaelitas lograban su propósito mediante la amenaza. Para ello, se saltaban cualquier
barrera y se introducían en la intimidad de sus víctimas tan sólo para dejar claro que, de haber
querido, los hubieran matado. Así fue como el sultán Sanjar firmó una tregua con Alamut,
persuadido por un puñal que se clavó justo al lado de su almohada. En fin, los asesinos fidai
raramente escapaban a la muerte, aunque vendieran cara su vida. De todos modos, la muerte
sufrida en el cumplimiento de su misión era tenida en gran estima por los ismaelitas. Se cuenta
que las madres de los fidai se alegraban y se ponían sus mejores vestidos cuando veían que su
hijo había muerto en la misión, pero se vestían de luto cuando el hijo asesino se presentaba en
casa sano y salvo. Pero esto, sin duda alguna, debe ser una fantasía.
Lo que no es fantasía es que en 1164, Hasan II, el nuevo señor de Alamut, instruido en el
sufismo y amigo del buen vino, provoca un acontecimiento que marca un antes y un después en
la breve aventura ismaelita y proyectará a la secta hacia una nueva fase de concientización. El
décimo séptimo día del Ramadán del año 1164, Hasan II convoca a la roca de Alamut a todos los
ismaelitas dispersos por Irán, los coloca de espaldas a la Meca en contra de la costumbre
establecida, se presenta vestido de blanco y hablando en árabe, lengua ininteligible para la
audiencia que habla persa, proclama el fin anticipado del ayuno, manda servir comida y vino y la
gente estalla en una celebración desbordante de alegría y música. Se acaba de proclamar la
Resurrección (qiyama), una nueva era en que se rompe la opresión de la ley ritual y se ingresa,
sin mediación alguna, en un estado inefable de unión con la divinidad. Será la última cabriola
mortal del ismaelismo en su búsqueda de experiencias místicas.
Por supuesto, la Resurrección proclamada por Hasan II no se refería a la resurrección física de
los muertos saliendo de sus tumbas, sino al punto más alto en la evolución del proyecto salvífico
de los ismaelitas. A partir de este momento, se establece en el castillo de Alamut una escuela
mística que va desarrollando técnicas de meditación, métodos hermenéuticos y contenidos
teosóficos muy similares a los desplegados por las escuelas sufíes de la época. Así, entre los
ismaelíes, se empieza a recurrir a la salmodia y a la repetición mecánica del nombre de Alá
como técnicas para inducir estados alterados de conciencia. Respecto a la hermenéutica del
Corán, los ismaelitas, como los chiíes en general, distinguen en los versos del Corán cuatro tipos
de sentido: el exotérico o superficial (zahir) propio de los musulmanes ordinarios; el sentido
alusivo o alegórico, propio de una cierta élite; el sentido oculto o esotérico (batin),
correspondiente al círculo íntimo que forman "los amigos de Dios"; y, finalmente, el sentido
espiritual que sólo penetran los profetas. La alusión como sentido, especialmente la alusión
histórica, fue un recurso literario muy socorrido entre los ismaelitas que eran capaces de aludir a
acontecimientos antiquísimos como si hubieran sucedido ayer. Pero fue el sentido esotérico el
que principalmente obsesionó a la secta de los asesinos. Cada versículo del Corán, cada
palabra, cada letra guardan un sentido oculto sólo accesible a los iniciados en la hermenéutica
cabalística e inaccesible a todos los demás. Esta ocultación de la verdad se avenía muy bien con
el talante de disimulo (taqiya) que caracterizaba a los asesinos. En un ambiente hostil como
aquél, era necesario ocultar las creencias así como disimular las intenciones criminales de los
miembros de la secta.
Los contenidos teosóficos son contenidos emanacionistas que llegan a los ismaelitas a través de
Plotino y los neoplatónicos. Según la doctrina del emanacionismo, el Uno da origen al universo a
través de una serie de criaturas fragmentarias, las cuales, a su vez, están marcadas por un
deseo existencial, el deseo radical de retornar al Uno. La aprehensión del Uno sólo se consigue
mediante una experiencia mística interior en que la conciencia de los estímulos externos así
como las imágenes mentales y el pensamiento desaparecen. En este estado de pura conciencia,
el individuo permanece despierto pero sin capacidad de experiencia sensible alguna. Sólo así se
aprehende la absoluta realidad del Ser. Sólo a Dios le corresponde la existencia, mientras que la
realidad de las demás criaturas es una ilusión, una nada que se resuelve en su retorno a la
fuente de la existencia. Para los ismaelitas, la raíz lah, que compone la palabra Al-lah (Dios)
expresa la idea de tristeza y añoranza que siente el extraviado en el desierto. Las palabras del
Profeta son terminantes: " Debes morir antes de morir". Y así fue como los ismaelitas
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aprendieron a vaciarse de su ilusoria existencia para poder sumergirse en el Ser
verdaderamente existente.
El sábado 3 de abril de 2004, Sábado de Pasión según la antigua liturgia católica, mientras la
mitad de los españoles miraban al cielo por ver si podían sacar a procesionar sus santos de
palo, un grupo de árabes musulmanes, exactamente siete, sitiados por las fuerzas de seguridad
en su apartamento de Leganés, colocados en círculo y cubiertos algunos de blanco, hacían
explosionar sus cinturones bomba inmolándose brutalmente al grito de Alá es grande. De la
lectura de este impactante suceso a la luz de Los asesinos de Alamut se obtienen inquietantes
paralelismos. No hay duda que el Venerable Anciano de Alamut, que controla las montañas del
noroeste de Irán, nos remite inmediatamente a Osama Bin Laden, líder itinerante que se
desplaza por las escarpadas montañas de Afganistán fronterizas con Pakistán. Se sospecha
fundadamente que los siete kamikazes, presuntos autores del atentado del 11-M, constituían
una célula durmiente activada por oscuros agentes que actúan bajo el paraguas de Al-Qaeda.
Esta base de células dispersas está liderada por Bin Laden, lo mismo que Hasan-i-Sabbah,
señor de Alamut, lideraba las células durmientes dispersas por el tejido urbano del norte de Irán,
especialmente Isfahan, un espacio fronterizo con los turcos antes de que la dinastía de los
Seléucidas se convirtiera al Islam en su versión sunita. De la misma forma, Al-Andalus es tierra
de frontera que separa al Oriente del Occidente, la tierra del Islam (dar al-Islam), donde los
musulmanes gobiernan y prevalece la sar'ia, de la tierra de la guerra (dar al-Harb), tierra de
infieles. Por eso, igual que los asesinos de Alamut, los siete suicidas de Leganés han sentido la
llamada de la frontera que no es otra cosa que la llamada de la yihad para combatir infieles y
expandir el Islam.
El carácter durmiente de la célula de Leganés, con sus estrategias de disimulo y ocultación
(taqiya) -recuérdese el crespón de luto que exhibía el mismo 11 de marzo la tienda de uno de los
presuntos asesinos- es un fiel calco del secretismo y disimulo con que se movían las células de
la secta de Alamut en el territorio hostil del norte de Irán. Asimismo, la estrategia de amenaza
con su gran potencial de intimidación se practica igualmente en Madrid que en Alamut. Está aún
por ver cuántos trenes rodaron sobre la carga de dinamita colocada en las vías del AVE en la
mañana del viernes 2 de abril de 2004. De hecho, el comunicado siguiente no hace sino
verbalizar el mensaje implícito de la bolsa de plástico bajo las ruedas del tren de alta velocidad.
Pero es en el ámbito de lo simbólico donde los paralelismos entre Madrid y Alamut resultan más
inquietantes y siniestros. De entrada, está el hachís que confiere a los suicidas de Leganés su
etimológica condición de hashishin, esto es, fumadores y traficantes de hachís. Es una cuestión
abierta si los asesinos de la secta de Alamut y Leganés usaban el hachís para alterar su estado
de conciencia en los rituales iniciáticos. Pero está comprobado cómo la célula de Leganés
traficaba con hachís en los municipios periféricos de Madrid, y cómo la vida de doscientas
personas inocentes se vendió al miserable precio de treinta kilos de cannabis sativa. Sólo los
asesinos de Alamut, desde una exégesis esotérica a la que eran tan dados, podrían explicar el
significado oculto de esos treinta kilos. Pero lo que sí podemos explicar son algunos rasgos del
acto final de inmolación suicida. Fueron siete los suicidas, un número de intensa resonancia
simbólica en las discusiones coránicas de Alamut: siete son las vértebras del cuerpo, siete los
orificios del rostro. Se diría que la armonía y correspondencia entre las cosas mundanas y la
cosas celestiales está escrita en clave de siete. Tras el suicidio colectivo, algunos trozos de
cadáver aparecen cubiertos con jirones de tela blanca, tal vez arrancada de las cortinas del
apartamento, apresuradamente, en el último momento. Este gesto responde a la amplia
convención desarrollada a ambas orillas del Mediterráneo según la cual el candidato, del
candidus latino, -en este caso, candidato al paraíso- ha de vestir de blanco. De hecho, cuando
Hasan II, líder de Alamut, proclama la era de la Resurrección, aparece al pie del castillo tocado
de turbante blanco y cubierto de túnica blanca.
Y por si estas resonancias simbólicas no quedaran suficientemente claras, el vídeo filmado con
anterioridad por los suicidas sirve de guía a tan siniestra liturgia. Se trata de un ritual sacrificial,
un ritual performativo que no sólo significa la inmolación de los actores sino que la realiza, no
sólo significa la gloria por venir sino que la sirve en bandeja, no sólo significa el tiempo
arquetípico del pasado sino que lo actualiza en una imposible conjunción de pasado, presente y
futuro. Sirviéndose de la alusión como uno de los géneros literarios que admite la exégesis
coránica, el grupo de los siete suicidas alude a la Inquisición española como una institución
reciente, a las Cruzadas como un asunto pendiente y, sobre todo, revive la figura de Tarek Ben
Ziyad, el jeque berebere que derrotó al último rey godo en la batalla de Guadalete en el año 711.
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Porque "continuamos... en la tierra de Tarek Ben Ziyad", dice el vídeo. Y así, ritualmente, queda
refundado el mito originario del Al-Andalus y abiertas las puertas del cielo. Ya sólo queda entonar
el mantra coránico de Alá es grande, en árabe, la lengua ritual por excelencia, antes de que
reviente el big bang que habrá de inaugurar los tiempos nuevos. Uno de los geos, que participó
en el cerco de los asesinos, recoge certeramente esta impresión escatológica de la inminencia
de las realidades novísimas, al ser entrevistado en la radio: "Cuando empezamos a oír los cantos
en árabe y la retahíla del nombre de Alá, nos quedamos de piedra; sabíamos que se acercaba el
final."
La sociedad occidental carece de claves para hacer una lectura inteligente de estos hechos. Una
sociedad occidental crecientemente secularizada donde se ha secado la fuente de la
trascendencia, y la experiencia religiosa ha quedado reducida a la celebración folklórica de unos
rituales castizos. El día del suicidio colectivo de Leganés, media España salía de estampida a
tumbarse al sol, mientras la otra media se disponía a rendir culto a la Borriquilla del Domingo de
Ramos. Para una sociedad así, los suicidas de Leganés son un misterio pavoroso, insondable,
una expresión más de ese carácter no lógico que caracteriza la acción social, según Pareto. Pero
como el ser humano es un animal de sentido, pronto surgieron las derivaciones paretianas que
daban cuenta, sólo alguna cuenta, de lo sucedido en Leganés. Así, para unos, los siete
kamikazes no son otra cosa que siete descerebrados cuyas formas de pensar, sentir y actuar
obedecen a un desorden patológico, carne, en definitiva de psiquiátrico, Para otros, en cambio,
los asesinos de Leganés son un rebrote a destiempo del olvidado nihilismo decimonónico, una
banda de gentes autodestructivas que confunden los fines con los medios y que, persuadidos del
viejo slogan "cuanto peor mejor", buscan compulsivamente la apoteosis del caos final. En fin,
para los razonadores, los hijos de la Ilustración, la secta de Leganés no es sino un grupo de
activistas políticos movidos por el principio universal de la racionalidad instrumental que trata de
adecuar medios y fines. Y es en esta lectura racionalista donde se desglosa el sinfín de conflictos
e injusticias pendientes de resolución que darían razón de los atentados y suicidios colectivos.
Sin duda esta lectura racionalista honra tanto a los asesinos como a los que se adhieren a ella,
pero escamotea la raíz del problema. Después de resolver todos los conflictos políticos del
tablero internacional (ya hay que resolverlos, cuanto antes mejor), después de solventar las
desigualdades socioeconómicas entre un mundo opulento y un mundo depauperado (y hay que
solventarlas cuanto antes mejor), siempre quedará el conflicto radical que enfrenta a Occidente
con el mundo musulmán, el conflicto de la tierra de Alá frente a la tierra de los infieles, el conflicto
de los creyentes frente a los cafres, que esto es lo que quiere decir kafir, antes que infiel. Los
hijos de la Ilustración, reducidos a la condición de bestias por el hecho de negarse a recibir la
revelación del Profeta, deben ser combatidos. Este es el desafío radical que el suicidio colectivo
de Leganés plantea a España y a Occidente. En la frontera del Islam siempre habrá jóvenes
musulmanes dispuestos a poner en práctica las palabras del Profeta: "Hay que morir antes de
morir", jóvenes dispuestos a emprender ese viaje místico interior de vaciamiento de sí mismos,
hasta el anonadamiento, para dar el salto mortal hacia el Ser que verdaderamente existe. A buen
seguro que para los imanes wahabitas de Madrid, estos jóvenes son los gazi, guerreros de la
frontera, encarnación viviente de Los asesinos de Alamut.
¡NO AL TERROR Y A LOS FANATISMOS VIOLENTOS! ¡TAMPOCO A LA ISLAMOFOBIA!
Tomás Calvo Buezas
Catedrático de antropología social, UCM. Director del CEMIRA. Representante de España en la comisión
Europea de la lucha contra el racismo (1996-2002).
Dolor, rabia, asco, condena visceral... fueron y son los sentimientos profundos de cada español y
ciudadano del mundo, ante la masacre en Madrid el 11 de marzo de 2004. ¡Habrá en la historia
de España un antes y un después de esa fecha!. Una fecha, límite y simbólica de “parte-aguas”,
que se iniciaron con el terror violento –y televisivo- del 11-S-01 de New York.
Ante tan execrables y sangrientas tragedias humanas, hay que conservar, sin embargo, “la
cabeza fría y el corazón caliente”, para no caer en la búsqueda de chivos expiatorios inocentes,
culpando a todo un grupo de similar nacionalidad, etnia o religión, de lo que es el
comportamiento condenable y punible de unos pocos individuos singulares. Atribuir a todos los
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marroquíes o musulmanes, la culpabilidad de lo que han realizado unas personas de su mismo
nación o religión, es un claro ejemplo de xenofobia y racismo, echando leña al fuego de la
creciente marea negra de la Islamofobia, creciente en Europa, incluso antes del 11 de
Septiembre del 2001, como lo planteo en el libro de “Inmigración y Universidad” (UCM, 2001,
Introducción, pagina L) bajo el título “El peligro de la islamofobia ¿existen inmigrantes que nunca
se integran?”, criticando los planteamientos de Giovanni Sartori (2001). De igual modo es
rechazable el paradigma teórico y práctico de fondo de Samuel Huntington con su “choque de
civilizaciones” (1997) y su más reciente alegato contra los mexicanos e hispanos en USA (2004)
en choque con la cultura “superior” anglosajona. Todo esto constituye un caldo de cultivo
peligroso, que alimenta –aunque no lo intentaran sus autores- la xenofobia, en estos casos la
islamofobia y la hispanofobia. Es igualmente condenable el que algunas minorías islamistas
alimenten la dialéctica entre “cruzados cristianos occidentales “ y “fieles musulmanes”;Y si se
hace en clave de fanatismo violento, es una interpretación perversa y maldita, de la religión de
“Dios Bueno y Misericordioso”, que es Alá, predicado por Mahoma.
Cuando convertimos el amor legítimo a nuestra religión (Islam/Cristianismo), a nuestra cultura
(Oriente/Occidente) o a nuestra nación (Estados Unidos, Europa, Euskadi, España) en una
identidad asesina, en un fetiche idolátrico, al que servimos y “adoramos como a un dios” en
exclusiva sobre todas las cosas, entregándoles nuestra vida, nuestra alma y nuestro corazón,
cuando estamos dispuestos a “matar” por ese fetiche, entonces, en ese caso, hemos convertido
nuestra inicial identidad sana y legítima en una identidad asesina, en una perversión podrida,
en una burla del más sano amor patrio o religioso; es más, en algo que es sustantivamente lo
opuesto.
Tal vez pueda servirnos una reflexión inmediata, que hice a la masacre del 11-S-01, publicado
en “Gaceta Complutense” (Septiembre 2001) y que recojo, para profesores y alumnos, en mi
último libro “La escuela ante la inmigración y el racismo” (Popular 2003), en que dedico un
capítulo al “Islam y Cristianismo: la necesidad de un conocimiento y dialogo mutuo” (capítulo 10,
pp.185-212). Selecciono lo siguiente, que creo que es válido para los momentos presentes: “El
problema no está en que existan civilizaciones diversas, ni religiones diferentes, ni culturas
diversas, cuya pluralidad es un bien para toda la humanidad. El mal no está en el Islam, ni en el
Judaísmo, ni en el Cristianismo. El mal está en la perversión idolátrica y asesina de una religión
legítima (la que sea), pero que la pervertimos, la pudrimos, la transformamos substantivamente
en un ídolo, que convierte a los diferentes en enemigos que hay que exterminar. Lo perverso de
Bin Laden [o asesinos en Madrid], sirviéndose de una religión en sí pacífica, pero que él
pervierte para ideologizar y legitimar su fanatismo violento fundamentalista y sus sueños
monstruosos de terror. Ésa no es la religión de la inmensa mayoría de los 1.200 millones de
musulmanes en el mundo, que tienen su rostro pacífico y enseñan a no matar. Con ese tipo de
interpretación perversa del Islam no se identifica la inmensa mayoría de sus líderes religiosos
árabes y creyentes, que han condenado de forma enérgica el terrorismo del 11-S-01 [ y del 11M-04 de Madrid]. Los cristianos sabemos también bastante de éso, y tenemos que reconocer
nuestras culpas: cuando matamos en “guerras santas” a los diferentes, aunque se dijera hacerlo
en nombre de Dios, es una perversión de la religión predicada por Jesús en sus
Bienaventuranzas y en su Mandamiento Nuevo del Amor al Prójimo.
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