Marco Jurídico para La Paz

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Incertidumbres habaneras
Jorge H. Botero
Aun cuando el Gobierno, luego de desbordados los plazos que
inicialmente hizo públicos, no ha vuelto a mencionar fechas para la
eventual culminación de las negociaciones en Cuba, el mensaje
implícito, muy reiterado durante la campaña presidencial, consiste en
que la conclusión de un acuerdo con las FARC estaría cerca.
Imposible saberlo, dado el sigilo, necesario hasta cierto punto, que
rodea las conversaciones.
En realidad, no debería sorprender el lento ritmo de las
negociaciones. En el acto de su instalación en Oslo, dijeron las
FARC: “La pretendida paz exprés que algunos promocionan, por su
volátil subjetividad y por sus afanes, sólo conduciría a los precipicios
de la frustración”.
La cautela gubernamental sobre la finalización del proceso está
plenamente justificada. Existe un conjunto de factores de cuyo
examen se desprende que no estamos tan cerca, como todos
quisiéramos, del fin de una confrontación que mucho daño le hace al
país y en cuya solución se realizan denodados esfuerzos que ojalá
culminaran con éxito. Poner de presente esas dificultades constituye
el objetivo de este escrito.
1.Marco jurídico para la paz. Como es comprensible, la guerrilla
condicionará la firma del eventual acuerdo a que se les brinde la
certeza de que, luego de los discursos, fotos y brindis inherentes a
un acto de esa trascendencia, no se les invitará, así sea de manera
cortés, a pasar a bordo de los aviones de la Policía Nacional o de la
DEA para ser entregados al poder judicial y recibir, a cambio de sus
aportes a la paz, onerosas condenas.
Por este motivo el Gobierno tramitó ante el Congreso una reforma
transitoria a la Constitución encaminada a facultar al legislador para
establecer mecanismos de justicia transicional. Ellos deben
diseñarse para “facilitar la terminación del conflicto armado interno y
el logro de la paz estable y duradera, con garantías de no repetición
y de seguridad para todos los colombianos; y garantizarán en el
mayor nivel posible, los derechos de las víctimas a la verdad, la
justicia y la reparación”.
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Como suele suceder en Colombia, casi todas las leyes, incluidos los
“actos legislativos” que reforman la Constitución, terminan en la Corte
Constitucional, bien porque tienen control automático, ya porque
pueden ser demandadas por cualquier ciudadano, lo cual puede
ocurrir en cualquier momento por remota que sea la fecha de su
expedición. (Hay sentencias recientes sobre el Código Civil que es
del Siglo XIX).
No es pertinente analizar en esta ocasión los efectos de cosa
juzgada de las decisiones que adopta la Corte, cuestión que
depende, en síntesis, del tipo de control que sea aplicable y de lo que
la Corte en cada caso disponga.
Importa sí destacar que el “Marco Jurídico para La Paz” ha sido
objeto de varias demandas, de las cuales una ha sido fallada en pro
de su estabilidad. Hay otra -muy compleja- en trámite; y puede haber
otras, de alcances imprevisibles, presentadas en algún momento
indeterminado. Como esta grave incertidumbre sobre las reglas de
juego es inherente a la extrema judicialización del Derecho que nos
caracteriza, el Gobierno no tendría alternativa distinta a llevar al
Congreso más pronto que tarde su propuesta de justicia transicional.
No serán fáciles -tampoco breves- los debates correspondientes a
esa ley. Las víctimas del conflicto, que son numerosas, pedirán
penas severas y mecanismos eficaces de reparación, mientras los
partidarios de la solución negociada del conflicto pondrán de
presente que, sin cierta flexibilidad en la justicia, la paz no es factible.
Ciertos sectores políticos dirán que el Estado es el primer
responsable y que a él corresponde buena parte de las tareas de
reparación a las víctimas; otros señalarán los numerosos crímenes
imputables a las FARC.
Para poner de presente la magnitud del problema, basta señalar que
los dirigentes guerrilleros han dicho recientemente que la
responsabilidad máxima del lado estatal corresponde a quienes han
ejercido la Presidencia de la República. La implicación de esta
afirmación es evidente: nuestros recientes mandatarios deberían
responder también ante la Justicia, ya sea doméstica o internacional.
Como si lo anterior no fuera de enorme complejidad, es preciso
advertir que esa futura ley, encaminada a reconciliar los valores
antagónicos de la justicia y la paz, tiene carácter estatutario. Esto
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significa que requiere control constitucional para que pueda entrar a
regir.
En su discurso de instalación de las sesiones del Congreso el pasado
20 de julio, el Presidente señaló que “Será tarea de este Congreso
expedir en su momento la ley estatutaria que desarrolle el marco
jurídico para la paz”. (He destacado). Que se coloque en un futuro
indeterminado la presentación al Congreso de una ley que es insumo
básico del eventual acuerdo, da pie para pensar que antes de
negociar con el Congreso, en esta materia se negocia primero con
los subversivos.
Este modo de actuar puede tener sentido político aunque su
consecuencia evidente consiste en demorar todavía más los tiempos
del proceso en curso. Quedaría abierto, además, el riesgo de que el
Congreso no acepte jugar un papel pasivo, y rehuse limitarse a
validar un producto legislativo ya definido sin su intervención.
He aquí, pues, un primer escollo serio para la pronta culminación de
un acuerdo en La Habana.
2. La posibilidad de intervención de la Corte Penal Internacional
(CPI). El segundo tiene que ver con el mismo tema: las penas
aplicables a los delitos imputables a la cúpula guerrillera pero ahora
desde la perspectiva de la justicia internacional.
Como es sabido, Colombia ratificó en el año 2002 el Tratado de
Roma mediante el cual se creó la Corte Penal Internacional para
juzgar “los crímenes más graves de trascendencia internacional”.
Ellos son el genocidio, los crímenes de lesa humanidad, los crímenes
de guerra, y el crimen de agresión, aunque, referente a esta última
modalidad de delito, su competencia no se ha abierto todavía.
A sabiendas de que la asunción eventual de competencia por la Corte
en nuestro país podría dificultar el proceso de paz que a la sazón se
negociaba con las FARC, la administración Pastrana con buen juicio
aplazó la entrada en vigencia del Estatuto de Roma durante 7 años.
Habiendo vencido ese plazo, la Corte puede intervenir en Colombia
con relación a tales crímenes si las autoridades judiciales nacionales
no lo hacen.
Ello puede suceder porque la legislación interna sea inadecuada; o
porque, de facto, los jueces no puedan ejercer su competencia.
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Múltiples razones pueden explicar esta incapacidad: falta de recursos
financieros, carencia de personal suficiente, intimidación, venalidad,
etc.
No es relevante, para los fines perseguidos en este estudio, explicar
esos tipos delictuales. El punto de partida consiste en que crímenes
de lesa humanidad y guerra se han cometido, y se siguen
cometiendo, por los autores del conflicto y que, cumplidos ciertos
requisitos de procedibilidad, la Corte podría ejercer sus funciones en
Colombia.
En carta de la Fiscal de la CPI Fatou Bensouda dirigida al Presidente
de la Corte Constitucional en julio 26 de 2013, cita su propio informe
de actividades de noviembre de 2012, en el cual su Despacho
concluyó que “sujeto a la ejecución apropiada de las sentencias de
los condenados, la información disponible indica que quienes tienen
la mayor responsabilidad dentro de las FARC y el ELN por los delitos
más serios, ya han sido objeto de un proceso judicial interno”.
Es claro, entonces, que crímenes de la estirpe de los previstos en el
Tratado de Roma se han cometido en Colombia; que es posible que
esas modalidades criminales sigan sucediendo; que cabe
responsabilidad penal a la comandancia subversiva; que las penas
impuestas pueden ser suficientes a condición de que se apliquen; y
que se nos vigila por un organismo judicial de naturaleza
internacional que escapa a nuestro control. Desde luego, a menos
que resolviéramos retirarnos del Tratado de Roma, alternativa que
nadie se atrevería a sugerir.
La Corte Constitucional, en el proceso de revisión del “Marco Jurídico
para La Paz”, estuvo en contacto con la Fiscal de la CPI;
seguramente buscará de nuevo su consejo cuando llegue el
momento de revisar la constitucionalidad de la ley estatutaria que lo
desarrolle. Estas son gestiones prudentes que buscan que en el
diseño de las reglas de la justicia transicional para poner fin al
conflicto se satisfagan los criterios del derecho internacional. Podrán,
entonces, establecerse penas reducidas pero no nimias o irrisorias,
al igual que suspensiones de las penas o condenas condicionales,
pero sin que, en ningún caso, pueda haber impunidad.
Para conjurar el riesgo de que la CPI abra una investigación en
Colombia, definir esas reglas es indispensable aunque no suficiente:
se precisa también que el aparato judicial funcione adecuadamente.
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Si así no sucediera ella podría intervenir, lo cual, por supuesto,
constituiría una afrenta para nuestras instituciones. Nada de lo que
se escriba en el acuerdo de paz, la legislación interna o en los fallos
de nuestros tribunales puede clausurar esa posibilidad.
Los líderes de las FARC podrán tomar decisiones que afectan su
libertad personal -no ya pero sí más adelante- cuando culmine este
complejo ciclo de leyes y sentencias de la Corte Constitucional, con
mayores elementos de juicio. Cabe conjeturar que, para facilitarlas,
sus preocupaciones en una materia tan delicada serán transmitidas
al Gobierno en la mesa de la Habana y por este al Congreso. Y que
éste (y en su momento la Corte Constitucional) las tendrá en cuenta.
No obstante, quedará vigente un riesgo importante sobre la cúpula
de la guerrilla. Por eso cabe preguntar si, pese a ello, estarán sus
integrantes dispuestos a firmar el fin del conflicto.
Ante un obstáculo tan grande como éste, que podría dar al traste con
las negociaciones, valdría la pena explorar la posibilidad de que se le
conceda a un grupo de líderes de la subversión precisamente
determinado un status internacional de protección, condicionado a
reglas estrictas de buena conducta, y con la excepciones que se
consideren adecuadas para impedir la impunidad en los casos de
mayor envergadura. Este status les permitiría permanecer, luego de
suscrito el eventual acuerdo, indefinidamente en el territorio de un
país amigo que no esté sometido a la jurisdicción de la CPI.
3. Refrendación del eventual acuerdo mediante referendo
constitucional. Se lee en el Acuerdo que define el contenido y reglas
de las negociaciones que su firma “da inicio a la implementación de
todos los puntos acordados”; y que, además, habrá mecanismos de
“verificación y refrendación”. Como nada más se dice, no sorprende
que las partes sostengan posiciones encontradas al respecto.
Mientras el Gobierno considera que el instrumento básico son los
referendos constitucionales, las FARC se han matriculado en la figura
de una asamblea nacional constituyente. Hasta donde se sabe, la
discusión, que es difícil de zanjar, se encuentra abierta.
Para avanzar en el camino que considera correcto, el Gobierno llevó
al Congreso un proyecto de reforma a la ley de mecanismos de
participación ciudadana para permitir, lo cual hoy está prohibido, que
la “realización de referendos constitucionales con ocasión de un
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acuerdo final para la terminación del conflicto armado”, pueda
coincidir con otros actos electorales.
Esta medida se considera necesaria para mitigar el albur, nada
despreciable, de que uno de los instrumentos básicos para la puesta
en marcha del acuerdo fracase si en la votación no participan
ciudadanos que equivalgan, al menos, al 25% del censo electoral. La
ley fue aprobada por el Congreso y está actualmente bajo el
escrutinio de la Corte Constitucional. Ésta tiene plazo hasta
mediados de octubre de este año para decidir.
Ahora bien: como los comicios para renovar las autoridades
territoriales serán el último domingo de octubre de 2015, esa sería la
fecha más temprana posible para que ese eventual referendo
coincida con otro proceso electoral que le sirva de arrastre.
Son enormes las dificultades para que se pueda votar la refrendación
popular del acuerdo en esta fecha. En primer lugar, como ya se
advirtió, por la necesidad de que previamente se expida y someta a
escrutinio judicial la ley de justicia transicional; en segundo, por
cuanto las convocatorias a referendo requieren ley del Congreso
cuya constitucionalidad debe ser previamente verificada por la Corte
Constitucional; y, en tercero, en tanto entre la convocatoria de un
referendo y su votación debe mediar, por mandato legal, un lapso
para que se pueda hacer campaña a favor y en contra del referendo.
El anexo de este documento muestra los tiempos legales que deben
respetarse y la secuencia de los diferentes procesos jurídicos que es
preciso adelantar. De su examen se desprenden las razones que
permiten conjeturar que no sería posible cumplir la cita de octubre del
2015. La próxima ocasión para hacer coincidir la votación del
referendo de paz con otro acto electoral sería marzo de 2018. Como
para ese entonces el Presidente Santos estará culminando su
mandato, serían los candidatos a sucederle quienes tendrían la
fuerza política para impulsar -o frenar- un proceso que llevaría más
de 6 años de duración.
Si todos los requisitos previos que se han mencionado se hubieren
cumplido luego de octubre de 2015, pero antes de las elecciones
parlamentarias del 2018, sería factible convocar a una votación
exclusiva para el referendo de paz. En tal hipótesis se haría más
probable el riesgo que el gobierno quiere evitar: que la iniciativa
fracase porque el pueblo no concurre en número suficiente a las
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urnas y, por lo tanto, no se supere el umbral del 25% del censo
electoral, o sea algo así como 8.2 millones de votos, una cifra mayor
a la que obtuvo el Presidente Santos en la segunda vuelta de las
elecciones presidenciales.
4. Indivisibilidad del acuerdo; fraccionamiento de la
refrendación. Recordemos que un referendo “es la convocatoria que
se hace al pueblo para que apruebe o rechace un proyecto de norma
jurídica o derogue o no una norma ya vigente”. Una de sus categorías
es el referendo constitucional que el Gobierno tiene en mente.
El marco pactado con las FARC para adelantar las negociaciones,
tanto como las reiteradas manifestaciones del equipo negociador,
permiten asumir que los ajustes en la Constitución serían mínimos.
Sin embargo, como cada proyecto de norma podría ser votada de
manera autónoma, y es probable que, sin ser muchas, sean varias,
es factible que unas logren respaldo suficiente del electorado y otras
no. Si así sucediere se rompería el carácter integral o indivisible de
la negociación que se expresa en el principio, tantas veces repetido,
según el cual “nada está acordado hasta que todo esté acordado”.
No es un riesgo remoto. En el referendo presentado en el 2003 -el
cual, hasta ahora, es la única experiencia que el país tiene con este
mecanismo de participación directa de la ciudadanía- contenía 15
preguntas, de las cuales solo una pasó el umbral, a pesar de hallarse
su promotor -el Presidente Uribe- en el ápice de su popularidad.
¿Podría subsistir el acuerdo eventual si su respaldo en las urnas, por
lo que refiere a los ajustes constitucionales que implique, es apenas
parcial o, incluso, nulo?
Esta posibilidad no ha pasado desapercibida para las partes
negociadoras. Las FARC han difundido, en comunicado de agosto 25
de 2013, la fórmula que, según ellas, tendría el gobierno para resolver
este problema.
“El gobierno nacional no ha dicho aún una palabra pública sobre la
ley que convocaría el referendo. Ha hecho creer que ella dispondría
una elección en la que la ciudadanía votará por el sí o el no a cada
uno de los puntos del Acuerdo Final de La Habana.....Lo que Santos
pretende con ese Referendo es que el país vote sí o no, a dotar de
facultades extraordinarias al Presidente para expedir decretos con
fuerza de ley encaminados a poner en vigencia los Acuerdos
firmados en La Habana. Para lo cual el país debe votar sí o no a la
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conformación de un pequeño Congreso o cuerpo legislativo
encargado de redactar los decretos. Ese Congreso estaría
conformado por voceros de todos los partidos políticos y en él tendrá
cabida una pequeña representación de las FARC”.
Un mecanismo semejante a este fue contemplado por los
constituyentes de 1991 para facilitar la transición entre el orden
constitucional antiguo y el nuevo. Su factibilidad era incuestionable
en tanto la Asamblea Constituyente se había proclamado “soberana”;
es decir, dotada de poderes omnímodos. Hoy la situación es distinta.
Así decirlo resulte obvio, existe una Constitución que no se puede
echar por la borda; tenemos un gobierno al que nadie acusaría de
propiciar un golpe de Estado.
Por este motivo, habría que analizar si la iniciativa divulgada por las
FARC y atribuida por éstas al Gobierno tiene asidero. En principio,
caben dudas: prohijarla implicaría atribuir el poder de reformar el
orden jurídico a un órgano no previsto en la Constitución el cual, al
parecer, no tendría origen popular. En diversas ocasiones la Corte
Constitucional ha dicho que reformar la Constitución es posible pero
que ella no puede ser sustituida; es menester respetar las “cláusulas
pétreas”, aquellas que perfilan un estado social de derecho. Una de
ellas es la democracia representativa que nace del voto universal de
los ciudadanos.
5. Utilización de otros mecanismos de validación popular. Es
claro, entonces, que el referendo constitucional solo serviría para
reformar normas constitucionales precisamente determinadas, lo
que puede dar lugar a la escisión del acuerdo que se suscriba, sí así
lo deciden los electores; y que su suerte en las urnas resulta incierta
por la dificultad de que se logre la votación suficiente para que se
sobrepase el umbral.
Debemos, por lo tanto, pensar si, para complementar el referendo
constitucional, pueden utilizarse otros de los mecanismos de
democracia participativa o directa previstos en la Carta Política.
Consideremos, en primer lugar, un plebiscito. Esta figura consiste en
que el Presidente puede convocar al pueblo para que se pronuncie,
con ciertas excepciones, “sobre las políticas del Ejecutivo que no
requieran aprobación del Congreso”.
La suscripción de un acuerdo con los alzados en armas constituye,
por antonomasia, una política de la mayor jerarquía, aunque resulta
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difícil aceptar que no implica “aprobación del Congreso”. A esta
primera limitación se añade otra que proviene de la Ley de
Mecanismos de Participación Ciudadana. Esta dispone que: “El
pueblo decidirá, en plebiscito, por la mayoría del censo electoral”.
Hasta donde hemos podido investigarlo, en ninguna elección
celebrada en Colombia, al menos desde 1991, la votación total ha
superado la mitad del censo electoral. Es, por lo tanto, utópico
pensar que se superará esa cota en un plebiscito de paz con las
FARC, tanto en el número de votos, como en los que se depositen a
favor de la iniciativa.
Inaplicable, por estas poderosas razones, el plebiscito, debe
considerarse la posibilidad de una consulta popular, la cual se define
como una convocatoria del pueblo a las urnas, efectuada por el
Presidente con la previa autorización del Senado, para que se
exprese sobre “una decisión de trascendencia nacional”. Que un
acuerdo con las FARC cumpliría este requisito es incuestionable.
Hay, sin embargo, una limitación legal: “No se podrán realizar
consultas sobre temas que impliquen modificación a la Constitución
Política”. Para superar este obstáculo, podría concebirse la consulta
como complemento de un referendo constitucional, celebrados
ambos el mismo día bajo el supuesto de que la ley que lo permitiría
pasa el examen de constitucionalidad que se encuentra pendiente.
Por supuesto, subsistiría la incertidumbre derivada de que la votación
supere el umbral (un tercio del censo electoral, en este caso) y que
la mayoría de los ciudadanos la respalde.
Es evidente que nada de lo anterior, si fuere posible, resulta sencillo
de instrumentar.
6. La propuesta de las FARC: convocatoria de una asamblea
nacional constituyente. Como antes se señaló, a los alzados en
armas no les satisface la opción de referendo constitucional para
validar los acuerdos, como lo pretende el Gobierno; y menos aún en
la forma que, según ellas, ha sido diseñada. En el documento “100
Propuestas Mínimas; Ejército del Pueblo, FARC-EP” han presentado
una iniciativa de asamblea constituyente que, más allá de refrendar
los acuerdos que se logren en desarrollo de la agenda pactada,
sirvan para una verdadera “refundación de la Patria”. En efecto:
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“La Asamblea Nacional Constituyente posee un doble carácter. Es
una Asamblea de refrendación de acuerdos, en la medida en que
éstos comprometan el orden constitucional vigente o de acuerdos no
logrados en la Mesa de diálogos, frente a lo cual se atenderá la
voluntad del constituyente primario y soberano.... En todo caso, al
momento de refrendación de la ley de convocatoria de la Asamblea
Nacional Constituyente también se someterán a consideración los
temas que hayan sido acordados entre el Gobierno y las FARC-EP.
Dichos temas no serán objeto de estudio por parte de la Asamblea”.
(Hemos destacado)
Esta fórmula ha sido rechazada por el Gobierno con un argumento
jurídico elemental: una constituyente no es un mecanismo para
validar acuerdos sino para lograrlos. Adicionalmente, por laxa que
sea la interpretación del marco regulador de las negociaciones en
curso, su texto no da para inferir un compromiso de reforma del
modelo político y social de vastos alcances.
Tan vastos como que, por ejemplo, en el caso de la Junta Directiva
del Banco de la República,” al menos uno de sus integrantes deberá
ser elegido democráticamente de candidatos postulados por los
trabajadores organizados, las comunidades campesinas, indígenas y
afrodescendientes”.
El Consejo Nacional Electoral debe ser reestructurado para que “sus
miembros deben ser elegidos de manera directa, garantizando la
participación de los partidos políticos y de los movimientos políticos
y sociales, así como de las mujeres, los jóvenes, las comunidades
campesinas, indígenas y afrodescendientes y demás sectores
sociales excluidos”.
También sería tema de la constituyente, “La política de seguridad del
Estado y la doctrina militar y policial (las cuales) serán reformuladas
para desproveerlas de los contenidos propios de la “guerra fría...”
En última instancia, el objetivo consiste en la sustitución de la
democracia liberal de los ciudadanos por un modelo totalitario o
corporativo, parecido al de la Unión Soviética, la actual Venezuela o
la España de Franco. Para estos fines se crearía el “poder popular”,
que estaría integrado por gremios, sindicatos y otros grupos sociales.
La constituyente postulada por la guerrilla tendría 141 integrantes,
buena parte de ellos de origen estamental: campesinos, indígenas,
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comunidades LGTBI, refugiados, exiliados, estudiantes, antiguos
militares, etc; otros serían guerrilleros designados directamente por
su comandancia; y “el resto por representantes de las fuerzas
políticas, económicas y sociales de la Nación”, estos sí elegidos bajo
las reglas ordinarias del sufragio popular y, quizás, colocados en
minoría.
Como esta iniciativa carece de factibilidad política, resulta ocioso
demostrar que la forma de integrar la asamblea constituyente no
satisface los requerimientos que contempla la Carta vigente. Violarla
intencionalmente es posible porque, como atinadamente lo advierten
las FARC, la fuente última del Derecho es el poder, aunque, como es
evidente, hacerlo implicaría una revolución; en eso consiste la
sustitución de un orden político y jurídico por otro.
Para cerrar esta sección, se dirá que a nadie debe sorprender que
los alzados en armas insistan en los elementos centrales de su
programa político. La coherencia es, por cierto, una de sus virtudes.
Eso es precisamente lo que preocupa: para firmar el acuerdo, al
menos implícitamente tendrían que aceptar que sus ideales
revolucionarios de allí en adelante han de perseguirlos en la arena
política, buscando el respaldo popular y sin el poder coercitivo de las
armas. Hasta ahora no han dado señales de estar dispuestas a dar
ese viraje radical. ¿Estarán dispuestos a darlo en el futuro cercano?
7. La utilización de los mecanismos ordinarios de
representación política para validar el acuerdo de paz. De lo
expuesto en secciones precedentes debe resultar claro que los
mecanismos propios de la democracia participativa son potentes, de
muy compleja instrumentación y de muy inciertos resultados. El
referendo, el plebiscito y la consulta popular, en tanto requieren un
elevado respaldo popular en las ánforas electorales, y están
sometidos al cumplimiento de complejos requisitos previos, pueden
conducir al fracaso, como sucedió, por ejemplo, en Guatemala con
su acuerdo de paz.
Por tal motivo conviene pensar, para poner en marcha un acuerdo de
paz con los alzados en armas, en la utilización de los mecanismos
ordinarios de la democracia representativa; es decir, los que derivan
de los compromisos políticos que se forjan en el Congreso con
fundamento en los resultados de las elecciones presidenciales y
parlamentarias. Ellos son menos “populares” -es verdad- aunque
tienen la ventaja de su mayor flexibilidad y previsibilidad. En última
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instancia, la Corte Constitucional goza de las potestades necesarios
para hacer respetar la Carta Política.
Para sustentar esta idea cabe afirmar que la búsqueda de un acuerdo
con las FARC tuvo un amplísimo respaldo en la elecciones
presidenciales recientes. Lo demuestra el hecho de que Santos y
Zuluaga, los candidatos que participaron en la segunda vuelta,
expusieron visiones antagónicas sobre las condiciones que deben
establecerse para continuar las negociaciones, pero no sobre el
proceso como tal y su marco temático.
Tendría sentido, entonces, afirmar que existe ya un respaldo popular
sólido para un acuerdo que se suscriba dentro de las fronteras
establecidas; y que luego de los debates que sean necesarios en el
Congreso -que es, no se olvide, el máximo órgano de representación
de la ciudadanía- podría ponerse en marcha la fase de
implementación de los acuerdos, a sabiendas de que si se requieren
reformas constitucionales o legales podrían ellas tramitarse por la vía
ordinaria del Congreso.
8. “Dejación” de las armas; tregua bilateral. El acuerdo que regula
las negociaciones prescribe que la implementación comienza una
vez se firmen los acuerdos, o sea que no habría que esperar a su
ratificación. Esto significaría que la “dejación” de las armas por la
guerrilla tendría que ocurrir antes de que ellos queden en firme.
El alcance de esa “dejación” es problemático. No necesariamente
implica, como muchos, con cierto candor, lo suponen, que se
entregarán al Gobierno o a un tercero en el que éste tenga confianza.
Lo esencial es que los “fierros” dejen de estar, de modo irreversible,
a disposición de los alzados en armas. Cómo garantizarlo es tema
que, hasta dónde se sabe, se encuentra pendiente.
Pero más allá del alcance de los textos, ¿Será posible que las FARC
dejen las armas sin tener certeza de que los acuerdos han pasado
por los filtros de refrendación que se acuerden? Difícil creerlo. Si la
refrendación fracasa, habrían perdido la disponibilidad de las armas,
sin las cuales no estarían negociando en la Habana y no lo habrían
podido hacer en el Caguán.
Así las cosas, tendría que considerarse una tregua bilateral que
estaría vigente en el intervalo entre la firma del acuerdo y su
ratificación. Como consecuencia de la dispersión de las tropas
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guerrilleras, resultaría muy difícil verificar su cumplimiento a menos
que se concentraran en uno o varios puntos del territorio. ¿Sería esa
concentración políticamente factible? Si la respuesta fuere negativa,
la tregua, desde el lado guerrillero, sería un compromiso de mera
buena fe. Ningún organismo de la comunidad internacional podría
ayudarle a Colombia, al menos de manera eficaz, a verificar su
cumplimiento.
9. Conclusión. El fin del conflicto, cuestión distinta a la conquista de
la paz, que es una utopía nunca cabalmente realizable, es de alta
conveniencia nacional, especialmente para los colombianos, en su
mayoría pobres, que lo padecen en zonas rurales.
Estas razones humanitarias son las primordiales aunque haya otras
muy importantes, tales como “el dividendo de paz”, que nos permitiría
gradualmente reorientar el gasto militar hacia otros objetivos,
desplegar a plenitud el potencial de desarrollo del campo, lograr una
mayor tasa de crecimiento y mejorar la equidad social.
No obstante, quizás sea preciso asumir, por las razones aquí
expuestas, que las negociaciones no sólo son inciertas en sus
resultados, sino también de muy dilatado trámite, si se mantiene la
metodología en curso. Por eso conviene pensar en alternativas para
salir de lo que parece un laberinto de extrema complejidad.
La búsqueda de un status acotado y bajo precisas condiciones de
proteccion internacional para la comandancia guerrillera, la
realización de acuerdos políticos con sectores que no han
acompañado la estrategia seguida por el Presidente Santos, y el uso
de los mecanismos de la democracia representativa para poner en
funcionamiento el acuerdo de paz, son, entre otras, alternativas que
valdría la pena explorar.
Bogotá, julio de 2014
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