ENSEÑANZA DE LA MÚSICA Y EL CANTO COMO LENGUAJE La música es un lenguaje tan natural para el hombre como lo es su propio idioma. Todas las personas aprenderían a cantar correctamente y más aún, a leer y escribir sus propias ideas musicales si los padres y maestros se abocaran a la enseñanza del canto con la misma paciencia, convicción y cuidado que los anima al transmitir el idioma materno a sus vástagos. La música debería ser el primer idioma que el niño dominara después de su propia lengua o junto con ella. Todos los bebés demuestran interés por los sonidos, los escuchan atentamente, interpretan su mensaje y los reproducen cada vez con mayor fidelidad si los adultos que los rodean saben despertar y estimular adecuadamente su sensibilidad auditiva. Ese primer interés por los estímulos sonoros y musicales es, sin duda, el generador de la futura musicalidad del niño. Las etapas que se suceden en el desarrollo del lenguaje musical en el niño son equivalentes, desde el punto de vista evolutivo, a las que se observan durante el aprendizaje del idioma. Ambos lenguajes, musical y hablado, se inician con un balbuceo —canturreo en el caso dé la música— que progresivamente se va ajustando o afinando hasta alcanzar un nivel medio de madurez común a todos los individuos normales. A pesar de las diversas variantes personales (ciertos niños hablan antes o después que otros; unos comienzan emitiendo sílabas y después palabras, otros pronuncian de entrada largos discursos que, en líneas generales, reproducen las inflexiones propias de la lengua, antes de pronunciar fonemas con nitidez), este primer balbuceo musical o canturreo, pone de manifiesto un determinado nivel básico de maduración interior. Si bien en un primer momento estas formas individuales de expresión no siempre reflejan con exactitud el grado de realización interna del lenguaje —hay niños probadamente inteligentes que hablan poco o tardíamente y niños muy sensibles a la música que no cantan— durante los tres primeros años de vida llegan a equipararse. Teóricamente, el lenguaje materno y el canto deberían progresar en forma paralela en el niño de modo que, al alcanzar éste la edad de tres o cuatro años a lo sumo, se encuentre en condiciones de cantar con la misma corrección con que habla y de afinar su canto con la misma precisión con que articula y pronuncia su idioma. Reconocemos que no es fácil vencer viejos y arraigados prejuicios ya que para la música y para el canto se exigen "condiciones" que pocas veces se mencionan en relación con el hablar o el caminar. Cuanto más temprano se inicie la enseñanza del canto y cuanto más convicción y fe sientan y transmitan padres y maestros acerca de las condiciones innatas del niño para cantar, más rápido será el éxito dentro de esta empresa. Si se postergara, la tarea de musicalización podría verse dificultada, ya sea por interferencias psicológicas directas o por ciertas resistencias colectivas que se observan en ciertos ambientes entre los niños y jóvenes en relación al canto. Niños y adultos fracasan en la música y en el canto, no por falta de aptitudes específicas (cuya existencia, a nivel "normal", es muy cuestionable), sino a causa de una enseñanza incorrecta y por falta de condiciones apropiadas en el ambiente familiar y escolar. Si se ofrecen suficientes oportunidades para la expresión musical y el aprendizaje de la música a los niños pequeños, éstos no tardarán en demostrar el entusiasmo que les produce comenzar a entender el idioma musical y a usarlo para comunicarse. No existirían excepciones a esta regla si se supieran respetar las variantes, a veces sutiles, en los ritmos personales de aprendizaje. Podemos preguntarnos ahora: ¿Es capaz de .afinar con corrección el niño pequeño? ¿A partir de qué edad? La respuesta es categórica: Sí, puede afinar y, más aún, debe hacerlo desde el momento que puede. Felizmente, disminuye cada vez más la cantidad de personas que voluntaria o involuntariamente fomentan la pronunciación defectuosa del idioma hablado en el niño mayor de tres años invocando la gracia que les produce su "media lengua". Si el niño pequeño es capaz de pronunciar correctamente, lo es también de afinar la música en forma impecable. Es normal que muchos niños, antes de cumplir un año de edad, afinen con nitidez pequeños motivos o intervalos básicos que extraen de las canciones sencillas que escuchan. El bebé corrige solo su afinación en sucesivas repeticiones de la misma melodía, de este modo expresa una necesidad interna de equilibrio y de acomodación, de la misma manera en que repite incansablemente una palabra hasta que la considera más parecida al modelo que le proporcionan los mayores. Si pretendemos que el niño afine, es imprescindible que todo lo que escucha —canciones de su madre o su maestra, o ejecuciones en algún instrumento— sean correctas y precisas. Ningún disco llegará a reemplazar a la madre o la persona que canta directamente al niño; además de encontrar el timbre más natural y el registro más adecuado ésta sabrá apoyar suavemente con su propio canto los primeros intentos vocales del niño; retirándose poco a poco, de la misma manera en que deja insensiblemente de sostenerle cuando lo siente más firme en sus primeros pasos. Además, quien canta con el niño o está junto a un niño que canta, aprende a identificarse con él, lo induce a la repetición a través de un juego espontáneo y profundo. Daremos especial importancia a la calidad expresiva del canto que, al volver más vivida la melodía, la convierte en un modelo más próximo a la sensibilidad del niño y capaz de promover una respuesta más directa. Si consideramos que el individuo normal se caracteriza precisamente por poseer dotes físicas, psíquicas e intelectuales normales, tenemos que admitir que el desarrollo musical del niño normal estará condicionado en gran parte por la educación que reciba, sin descontar por cierto que el aprendizaje del lenguaje musical se verá muy impulsado por las dotes - tanto físicas como psíquicas y mentales generales, incluyendo su personalidad total. Para que nuestras palabras dejaran de ser una mera utopía, precisaríamos una generación entera de padres y maestros sensibles y expertos en la transmisión del lenguaje musical; con su ejemplo, quizá se podría desterrar definitivamente los avanzados tabúes musicales, causantes de tantas frustraciones profundas, y ayudar a corregir el concepto vigente de aptitud que sólo expresa la impotencia de algunos pedagogos, por desgracia aún bastante generalizada. Si todavía observamos a nuestro alrededor tantas diferencias individuales a nivel sensorial, ¿por qué no preguntarnos si ello obedece a fallas profundas de la educación, que no ha sabido despertar en el niño pequeño la conciencia y el goce del uso adecuado de todos sus sentidos?. El niño pequeño acepta y aprovecha todo; se interesa por igual en la pintura y el modelado como en la música y el movimiento corporal. Los padres y maestros deberían tratar de aprovechar este momento, único en la vida del individuo (antes de que comiencen a actuar los prejuicios y discriminaciones motivadas por el ambiente, por sensaciones subjetivas de facilidad o de impotencia), para establecer las bases ricas y sólidas de su futura personalidad. Recordemos una vez más que no es la aptitud musical la que misteriosamente determina el interés del niño por los sonidos, sino a la inversa: es el interés y la atracción por los sonidos lo que le llevará a desarrollar una aptitud musical. Y entendemos que ese interés puede y debe promoverse en todos los niños. La música es como una flor que cultivamos en el espíritu de un niño. Apenas éste nace, comenzamos a sembrar las semillas. A los pocos meses descubrimos alborozados los primeros brotes; más tarde nos sorprenderá el florecimiento, la aparición de los frutos y luego, una, diez, cien floraciones a partir de aquellos primeros frutos maduros. Todo niño es tierra fértil para el florecimiento de la música. La infancia no conoce terrenos estériles cuando existe una madre o un maestro que saben velar por su crecimiento, alimentar, dirigir y apartar las malezas inútiles. La tierra más propicia se agota por falta de atención y riego; por el contrario, los suelos más exangües se rinden al influjo de la mano diestra y cálida, capaz de descubrir la clave de su fertilidad. Confianza en la naturaleza y confianza en el niño debe ser la doble llave maestra del pedagogo musical. Violeta Hemsy de Gainza