Jacques de Molay

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Empieza a leer... Jacques de Molay, el último gran maestre templario
C APÍTULO I
Reyes, pontífices y monjes
Era la hora de maitines de la madrugada del lunes
siguiente a la fiesta de San Gregorio del año del Señor de 1313. Hoy llamaríamos a esa fecha 18 de marzo
de 1314.
El París bajomedieval estaba desierto: sólo se escuchaban las campanas de las iglesias que llamaban a los
monjes a las primeras misas.
Aparte de la enorme mole de Notre-Dame, el edificio que más destacaba en ese amanecer cubierto de neblina era el Palacio del Temple. Su enorme extensión era
tal que, en el París del siglo XXI, un barrio entero ha reemplazado sus edificios, viviendas, alquerías, quintas y
calles interiores. Sigue denominándose, por supuesto,
con el nombre original: Le Temple.
Una gran torre del homenaje coronaba el edificio
principal: los propietarios habían colocado en ella las mejores campanas de toda Francia, fundidas en el bronce
más puro, como recuerdo de los metálicos tañidos que
los habían llamado a batalla tantas veces, lejos, en Tierra
Santa o en la España mora.
Los templarios habían diseñado, construido y adornado a su gusto aquel lugar y lo habían dedicado solemnemente como su Casa Matriz: la Casa del Temple.
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La Casa Madre de la Soberana Orden de los Pobres Caballeros del Templo de Jerusalén.
El pasado de gloria y piedad no había quedado olvidado por todos, pero sí por algunos.
Una vez más, de regreso al pasado, puede verse la
puerta abierta al pie de la torre mayor de la Casa Madre.
La niebla apenas permite distinguir nada, pero la brisa
nocturna, agudizada por la fría humedad, lleva los sonidos a todas las esquinas y permite escuchar el ruido de
una cerradura: alguien sale.
Si el indiscreto visitante se acercara más, podría ver un
grupo de personas que abandona la torre y se dirige a una
carreta que espera en la puerta. En la confusa claridad que
los alumbra, se descubre sin embargo que aquellos hombres son muy diferentes entre sí: algunos caminan con dignidad y orgullo marciales. Son los carceleros. En medio de
ellos, cuatro ancianos tambaleantes, de luengas barbas blancas y largos mantos talares, manchados y raídos, donde apenas pueden adivinarse las rojas cruces bordadas. Son muy
viejos, están enfermos, engrillados, y arrastran sus cadenas
tras de sí. Rodeados de soldados y oficiales. Realmente, no
parece muy necesario ese modo de tenerlos encadenados.
¿Qué pueden los cuatro ancianos contra una compañía
completa de arqueros que los espera afuera? ¿Qué pueden
cuatro viejos derrengados contra cien arcos, cien alabardas, cien yelmos, cien caballos, cien picas y cien hombres?
El tiempo se detiene cuando los prisioneros llegan
hasta la puerta de la jaula montada sobre la carreta, y comprenden que serán llevados de allí como animales, como
bestias destinadas al escarnio o como reses que se dirigen al cuchillo del matarife.
Entonces, el anciano prisionero parece crecer en estatura y continente: se yergue por primera vez, se plan18
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ta firmemente sobre sus pies y, erguido y digno como un
rey, mira a su alrededor como si abriera los ojos por primera vez.
Sus tres compañeros sienten el cambio de actitud de
su líder, y se yerguen también; dos de ellos, más que el
otro, que tiene una pierna herida.
El principal de los carceleros hace una seña desde
su silla, y un soldado se adelanta para auxiliar a los viejos
a montar en la carreta. El mayor de todos, orgulloso, desprecia la mano que le tienden y trepa a la jaula, pisando
el suelo cubierto de paja como si se tratase de la fina arena de las playas chipriotas. El segundo y el tercero lo siguen. Sólo es necesario ayudar a subir al que está cojo.
Mientras el sol aparece sobre los tejados del viejo París, el jinete da una orden, y los cuatro caballos que tiran
de la carreta se ponen en movimiento. Los míseros ancianos, con las manos aferradas a las barras de su jaula,
aspiran con placer el aire libre, tan distinto del viciado
e inmundo de las mazmorras que los han albergado, separados, desde hace casi siete años.
Así llegaba el principio del fin para los ancianos: el
principio del fin de nuestra historia, el relato del ascenso, apogeo y caída del último templario.
Pero para conocer el verdadero inicio de la misma,
debemos retrotraernos en el tiempo aún más atrás, mucho más atrás, hasta los oscuros años de la lucha contra
el infiel y la primera cruzada.
HILDEBRANDO DE SOANA
La desintegración del Imperio Romano y la división consiguiente entre Oriente y Occidente afectó a la unidad
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del cristianismo, que también se vio escindida entre Roma y Constantinopla. Los monarcas europeos, en todo caso, siempre tuvieron la idea de avivar los rescoldos
del antiguo esplendor imperial, y para ello contaban con
el poder del papa. Así fue como Otón I se convirtió en
emperador, en 962, con la aquiescencia del pontífice
Juan XII. Éste podría considerarse el principio del Sacro
Imperio Romano Germánico, que se extendía sobre diversos Estados centroeuropeos e italianos, como Sajonia, Franconia, Lorena, Borgoña, Provenza, Lombardía,
etcétera. Pero esta vinculación al Imperio añadía más
complicaciones a la libertad política de Roma, ya suficientemente presionada por la Iglesia Oriental.
A mediados del siglo XI, con Enrique III en el trono imperial, éste decidía quién debía ocupar la Silla de
Pedro y, en términos generales, dominaba el papado a su
antojo. Esta situación de dependencia extrema comenzó
a cambiar cuando la Orden benedictina de Cluny adquirió preponderancia ideológica y política en el seno de la
Iglesia romana. Aun así, el Imperio, ahora con Enrique VI
a la cabeza, pretendía seguir imponiendo sus condiciones en la Ciudad Santa.
Pero hubo un hombre que intentó modificar la situación de dependencia respecto al Imperio: el cardenal
Hildebrando de Soana, un clérigo benedictino rebelde y
adelantado a su época, que, reunido con sus pares en dos
concilios sucesivos, imprimió al núcleo fundamental de la
Iglesia ideas modernas y, por lo mismo, enfrentadas a las
conveniencias políticas del emperador Enrique VI.
Tanto fue el ascendiente que Hildebrando logró tener sobre los demás cardenales, que a la muerte del papa Alejandro II fue elegido sumo pontífice con el nombre de Gregorio VII.
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Gregorio era alto, delgado, físicamente poderoso y
de fuerte carácter. Con su cabeza leonina, su larga barba
rubia y una gran nariz característica, se entregó de inmediato a la tarea de reformar la Santa Madre Iglesia:
desde muy joven había estado en contra de la tradición
simoniaca del clero. La simonía, practicada a lo largo
de toda la Historia, consiste en la compraventa de beneficios espirituales o dignidades eclesiásticas a cambio de
dinero u otros bienes. Solían venderse los obispados, los
arzobispados e incluso las púrpuras cardenalicias. Por
añadidura, el celibato de los sacerdotes no estaba aún muy
bien reglamentado, y muchos hombres de Dios acostumbraban a aprovecharse de la ambigüedad de las normas a
este respecto para sembrar el mundo de hijos ilegítimos
que se conocían como los «hijos de la Iglesia». Devoto,
como sus antecesores, de las reglas de Cluny, muy estrictas y severas, Gregorio comprendió pronto que sólo
tenía un modo de alcanzar el éxito en su empresa de liberar a la Iglesia de lujuriosos y avarientos: deshacerse
de la influencia del monarca sobre el papado, a la cual
Gregorio estaba aún sujeto.
No era tarea fácil: el emperador interfería y tenía voz
incluso en el concilio que elegía al pontífice. Gregorio
no perdió tiempo, apoyándose en el principio militar según el cual quien golpea primero golpea dos veces. Apenas entronizado, prohibió al emperador Enrique IV nombrar obispos y cardenales, y lo conminó a comparecer
ante un tribunal romano, acusado de simonía y de haber violado las más elementales reglas religiosas.
Enrique se negó a someterse a semejante afrenta, y
la respuesta de Gregorio fue la inmediata excomunión
del monarca. Fue como la caída de un cometa en medio del
Imperio: la sociedad completa se convulsionó. Los ene21
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migos del emperador se agruparon bajo el paraguas papal y Enrique, sintiéndose acorralado, dobló su rodilla
ante el sucesor de Pedro.
Algunos años después, en 1080, Gregorio volvió a
excomulgar a Enrique, y esta medida llevó a ambos bandos a la guerra. Venció el Imperio; Enrique coronó en
una Roma derrotada y sometida al saqueo a un antipapa,
y, mientras tanto, Gregorio VII, exiliado en Salerno, moría rodeado de los suyos. Sus seguidores nombraron sucesores que continuaron con las políticas reformistas
gregorianas (Víctor III y Urbano II), pero no consiguieron retornar a Roma, de modo que la Cristiandad entera se encontró dividida en su lealtad entre dos pontífices
y dos grupos de cardenales con concepciones teológicas,
sociales, políticas y económicas completamente opuestas. El caos amenazaba con derrotar al orden religioso de
la Europa medieval.
LA DINASTÍA DE LOS CAPETOS
La excepción a esta confusión era Francia: la unificación
nacional y el estricto orden, características que en otros
países —Italia, por ejemplo— tuvieron que esperar hasta
el siglo XIX para verse concretadas, ya estaban, embrionarias, presentes en el trono de la dinastía francesa de los
Capetos desde el principio de su reinado. Y los Capetos
habrán de ser también protagonistas de nuestra historia.
Con la llegada al trono francés de Hugo Capeto,
coronado en Reims en 987, se produjo un extraño fenómeno: comenzó el firme ascenso de la monarquía
francesa y el consiguiente declinar del poder de los señores feudales.
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Hugo, carismático y astuto, no poseía un gran poder
ni desmesuradas riquezas. No dominaba a los señores de
los castillos y sólo contaba con la Île-de-France, el centro primordial del antiguo y el moderno París. De modo
que, a partir de este pequeño y compacto núcleo territorial, fácil de defender, el rey Hugo se propuso asegurar
la estabilidad de sus sucesores.
Estableció primero su dinastía, los Capetos, y, en segundo lugar, consagró la naturaleza hereditaria del derecho al trono. Bajo su inteligente mano, el patrimonio
del rey de Francia comenzó a crecer y su territorio a engrandecerse, mientras que muchos Estados vecinos eran
absorbidos y convencidos de la necesidad de unificarse
bajo una sola férula. Los sucesores de Hugo —Roberto, Enrique I y Felipe I— supieron administrar bien y
aumentar aún más la economía y la estabilidad del reino. Así, los Capetos dieron a Francia grandes reyes que
continuarían sentados en el trono de París hasta los tiempos del último templario.
LOS CABALLEROS DE LA IGLESIA
La doctrina gregoriana que propugnaba la separación entre la Iglesia y el Estado tuvo profundas consecuencias
políticas y sociales. El emperador, rex et sacerdos, había
pasado a ser simplemente rex. La implicación más obvia era que la virtud cristiana que se le atribuía al monarca
por el simple hecho de serlo se convertía en pura humanidad, de modo que pasaba a ser un pecador como los
demás, y, como ellos, sometido a la autoridad de los religiosos. En el caso del emperador, sólo el papa podía juzgarlo. Gregorio VII había dicho a sus obispos: «Si en el
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Cielo podéis atar y desatar, aquí podréis dar y quitar condados, ducados, principados, reinos e imperios a quien
deseéis, según sus méritos. Y lo mismo con cualquier otra
posesión humana».
Ello significaba, de hecho, que la Iglesia se estaba estructurando como un poder omnímodo, superior incluso al Imperio, y que todos los Estados tenderían a convertirse en vasallos del pontífice. La Iglesia católica
adoptaba, de este modo, una característica que se mantendría durante siglos: en lugar de huir del «mundo» y
sus pecados, intentaría conquistarlo. Sin embargo, los sucesores de Gregorio tenían en gran estima a Cluny y a
la severa Regla benedictina: el modo de vida cluniaciense
teñía la vida religiosa y seglar de estrictas normas de conducirse y proceder.
Los insatisfechos con el modo de vida imperial, especialmente los segundones de la baja nobleza (sólo los
primogénitos tenían el derecho sucesorio de su parte),
que se sentían frustrados en sus aspiraciones y se veían
desprotegidos a causa de la voracidad de la corte y sus
hermanos mayores, comenzaron a plegarse también bajo la autoridad de los papas. Sin embargo, eran belicosos
y propensos a procurarse lo que les correspondía por la
fuerza de las armas.
El papado impuso entonces una profunda y duradera acción educativa para estos jóvenes, que tendía a incluirlos bajo la autoridad de la Iglesia en una clase especial, regida y amparada por ella. Éste fue el comienzo de
un tipo de hombre que nos interesa especialmente y de una
categoría social que estaría destinada a protagonizar el
resto de ese siglo y los siguientes: la caballería.
La militia o caballería estaba sujeta a una estricta ética y a una moral religiosa que le impuso límites y dio
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un significado preciso a las ideas de honor y de uso de
la fuerza. Tenía una enorme intolerancia ante la ofensa y
la falta de respeto; despreciaba la muerte y no temía el
peligro; poseía una insaciable voluntad de combatir y no
dudaba a la hora de entrar en combate cuando la Iglesia
se lo ordenaba o lo consideraba justo; y vivía, literalmente,
para la defensa de la fe (o sea, del papado), la protección
de los débiles y oprimidos (siempre que no estuvieran
con el emperador o sus barones) y la reparación de la injusticia (especialmente aquella de la que eran víctimas los
sacerdotes de ideas gregorianas).
El caballero medieval estaba llamado a cumplir una
importante función durante los siglos XI y XII: fue el modelo de la sociedad de su tiempo, fuente de innúmeras
obras poéticas y literarias, fascinación constante del pueblo llano y tropa de élite en todas las guerras posteriores.
EL ENEMIGO
Era el tiempo propicio para que Oriente y Occidente se
enfrentaran en una guerra interminable. Era el tiempo
de las cruzadas.
Pero las cruzadas no fueron el primer conflicto que
encarnizó a cristianos y musulmanes. Desde la expansión del islam hacia el oeste africano y el Mediterráneo,
a partir del siglo VI, los cristianos habían luchado contra
el belicoso empuje musulmán. Los herederos visigodos
de Hispania se vieron reducidos a las montañas cántabras y asturianas ante la furia conquistadora islámica,
que llegó a amenazar a los reinos francos y a los territorios mediterráneos. La llamada «Reconquista» de España
duró ocho siglos (VIII-XV), y dio a la épica popular un
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buen número de héroes, como Fernando de Castilla, Alfonso VI de León, reconquistador de Toledo, y Ruy
Díaz de Vivar, El Cid, alférez de Sancho II, un guerrero independiete y belicoso de aquella primitiva y pujante Castilla que, con el tiempo, se convirtió en figura central de la épica legendaria hispana y en protagonista del
primer monumento literario de nuestra lengua: el Cantar de Mío Cid.
LA PRIMERA CRUZADA
Desde el siglo IV, los cristianos acostumbraban a peregrinar a los lugares santos de Palestina, y no había en
este piadoso afán diferencias de clase, de fortuna ni de
posición. La peregrinación estaba profundamente enraizada en la cultura europea, del mismo modo que los
devotos musulmanes visitan La Meca o los cristianos
acuden a Roma o a Santiago. En términos generales,
los mahometanos árabes se habían mostrado tolerantes
con los peregrinos cristianos.
Pero todo habría de cambiar en el siglo XI: en 1076,
los turcos conquistaron Jerusalén. La facción turca se
distinguía por su hostilidad a cualquier facción religiosa
ajena al islam. Para ellos, todos eran infieles y se convirtieron en implacables cazadores de súbditos cristianos
en peregrinación.
Europa había crecido —en todos los sentidos— durante los años anteriores, y este crecimiento se apreciaba especiamente en la economía y en los indicadores demográficos. El continente tenía ahora más dinero y una
enorme población, y, por añadidura, contaba con la turbulenta e inquieta nueva clase de los caballeros, que no
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habían encontrado aún una vía que le permitiese canalizar su energía y alcanzar los objetivos religiosos y morales que anhelaban.
Veinte años antes, en 1056, Gregorio VII había estado a punto de declarar la cruzada contra los turcos, pero
su propia guerra personal contra Enrique IV se lo impidió. Ahora, en 1095, Urbano II convocó a toda la Cristiandad: rogaba a todos los fieles europeos —o, más bien,
les exigía— que se pusieran a las órdenes de los señores
de la guerra y les invitaba a partir para luchar contra el
islam. Había en esta orden un piadoso afán de proteger
a los peregrinos de los abusos a que estaban sometidos,
pero también enormes perspectivas de ganancias y saqueos, tanto a nivel personal como nacional y global. Comenzaba la primera cruzada.
Todos los combatientes fueron obligados a demostrar
su compromiso visiblemente, cosiéndose una cruz en las
vestiduras; por esta razón recibieron el nombre de cruce signati, «señalados con la cruz» o, simplemente, «cruzados». A cambio de su sacrificio y de su sangre, Urbano II les garantizaba la absolución de los pecados y el
cobijo de sus potenciales viudas y huérfanos a costa de
la Iglesia.
A este llamamiento de Urbano II acudieron enseguida el duque de la Baja Lorena, Godofredo de Bouillon, y su hermano, el conde de Flandes, Balduino. Se les
había hecho creer que el destino del cristianismo estaba
en sus manos, y «¡Dios lo quiere!» se convirtió en su grito de batalla.
Franceses, flamencos, italianos, pontificios, normandos, armenios y bizantinos se enfrentaron de este
modo con los turcos selyúcidas, y, al principio, la suerte
del combate les fue favorable. Los milites Christi, como
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se llamaban a sí mismos, o «francos», como los conocían
sus enemigos, lucharon duramente y con valor durante
casi veinte años (1096-1115), fecha para la cual ya tenían
conformados cuatro importantes Estados cristianos a los
que se conocía, en conjunto, con el nombre de «Siria
Franca».
Sin embargo, la primera cruzada no se tradujo en una
colonización de las tierras conquistadas, ya que los guerreros victoriosos estaban ansiosos por regresar a sus
hogares. De tal modo, Jerusalén, Antioquía, Edesa y
Trípoli comenzaron a sufrir una peligrosa carestía de
defensores, lo que determinó la institución de un nuevo
tipo de hombre de armas: el monje guerrero. Nunca el
mundo occidental había visto algo semejante: órdenes
monásticas estructuradas con fines militares y destinadas
exclusivamente a la defensa de las ciudades y territorios
conquistados en la guerra.
La primera, más antigua y la más noble de estas
órdenes militares fue fundada en 1118, y se llamó Orden de los Pobres Caballeros del Templo de Jerusalén.
Los caballeros templarios comenzaban su corta e intensa
historia.
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