Cazador

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Cazador
Ezequiel apenas ha conseguido dormir en toda la noche, y se levanta con un
fuerte dolor de cabeza, y en esa ocasión no es por culpa de los ronquidos de su mujer.
Felisa y él hace tanto tiempo que comparten almohada, que aquello lo tiene superado y
asumido. Cree, infeliz, que sin aquellos rítmicos, y acompasados ronquidos, no podría
dormir ninguna noche, al menos en aquella cama.
Lo que le ha mantenido en vela durante toda la noche, es la desazón que le
invade la víspera cuando tiene planeado salir de caza. Aquella era una obsesión que le
dominaba: madrugar, disfrutar de la
tranquilidad de las primeras horas del día,
caminar por el monte, los aromas de las
plantas silvestres, el canto de las aves
madrugadoras, y sobre todo, ver a la
aristocrática perdiz remontar el vuelo, y
luego, caer bajo su certero disparo. Esas
cosas, en esos días tan especiales, le hacían
sentir como un superman.
Lo que Ezequiel calla, y tal vez era lo
que más le gustaba, es el placer que siente al
verse con el saco de la berenda bien provisto,
y saludar a la preñada bota de vino. Y todo a
solas, sin que nadie le moleste. Aunque
tampoco le hace ascos a una buena siesta
dentro de la barraca mientras hace la espera.
El pedorreo de la motocicleta, en la
cercana madrugada, suena extraño en la paz de la naturaleza, todavía adormecida de
toda una noche bajo la vigilancia de un dosel de centelleantes estrellas. El cazador
abandona la carretera por un camino que se interna en el monte. Esconde la moto entre
unos matojos, y se hace furtivo. Se adentra por una senda entre coscojas, de las que
usaban las cabras en su camino en busca del charco más cercano. El bajomonte castiga
su caminar, aporreando las polainas, unas cintas de manta bien arrolladas, que protegen
sus canillas de la violencia de las inhóspitas matujas.
La madrugada está fría. Una tímida rosada cubre el verdor del bajomonte.
Ezequiel, friolero de por sí, se cubre con la manta, que a modo de poncho mejicano, le
camufla en su papel de cazador al acecho. Se atasca el gorro de lana hasta las orejas,
tomando la apariencia de un bandolero a punto de cometer una fechoría. La escopeta en
ristre, completa el cuadro de perfecto malhechor. Afortunadamente, nadie le ve. Solo
unos conejos, legañosos, al verle, huyen como almas que lleva el diablo. Por lo demás,
y esa es su intención, su presencia pasa desapercibida.
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Ezequiel llega hasta el puesto de espera. Se introduce en la barraca buscando el
amparo de su calorcillo. El lugar lo construyó él mismo hace ya unos años, usando
piedras de los alrededores para no desentonar con el conjunto montañés. Algunos
matorrales camuflan su parte manipulada para conseguir un perfecto escondite, idóneo
para hacer la espera. Desde allí tiene bien a la vista la charca, donde los animales, al
hacerse de día, acudirán para abrevar, y que todavía mantiene reflejada la luna, que en
su cuarto de llena, ilumina en lo alto.
Ezequiel, ya en el interior de la barraca, busca una posición que le haga más
cómoda la espera. Se acuesta sobre el suelo, que antes ha limpiado y ha cubierto con
una mullida capa de cerrillo que le sirve de
confortable colchón. Se enrolla con la
manta, y coloca como almohada el morral.
Está bien, y se encuentra bien. Hasta allí le
llega, con la primera brisa, el aroma de
tomillo, y de toda la rica foresta que
alfombra el monte. Un buen trago de la
bota le reconfortará el cuerpo. El trasiego
de vino, al caer en su estómago, parece que
le despierta el apetito. Del bien provisto
morral saca un bocadillo que le ha
preparado Felisa. Come. Parece que se
aquieta el gato que se estaba instalando en
sus tripas. Un bocado, un trago. Un bocado,
un trago. Un trago… Un trago… Han sido
más tragos que bocados. El gato ha callado,
sin embargo su cabeza se ha instalado en un lecho de algodón, y todo él se encuentra en
un estado semejante a la levitación. Los ojos, independizados de su voluntad, se
empeñan en cerrarse. Se encuentra bien, muy bien… ¡Graaaaa…! ¡Graaaaa…!
Mientras el cazador lucha en su duermevela, al cercano charco se van acercando
las perdices para beber en el espejo tranquilo de la fuente. Las sombras de un revoloteo
le inquieta, pero no, es un sueño, solo un sueño. Sus ojos consiguen el objetivo de
encerrarse en su casa, negando la realidad de aquella hermosa madrugada. La
respiración, cómplice, se acompasa para conseguir meter al cazador en un profundo
sueño.
Ezequiel es feliz. Sueña con el sarnacho lleno de piezas cazadas al vuelo
víctimas de su certera puntería. Sueña con su paso por el pueblo camino de casa,
haciendo sonar el pito de la moto y exhibiendo sus trofeos entre la envidia de la gente.
Es Un Gran Cazador. Esa noche, en el casino, presumirá ante otros cazadores de la
cosecha de aquel día. Antes, su Felisa, hará unos buenos gazpachos. Materia prima no le
faltará.
Pasan las horas, el abrevadero cumple su ciclo diario, y sobre el dormido cae la
espada ardiente de un sol inmisericorde que amenaza con deshidratar su inútil sesera. Y
duele.
.- ¡Maldición! ¡Me he dormido! ¡Maldita sea mi estampa!
Así despierta el cazador cazado en brazos de Morfeo. Al mirar lo alto que está el
sol, y lo inútil de su espera dentro del puesto, sabe que la caza se ha terminado por hoy.
Siente ardor en el estómago y reseca la boca. Un trago de la ya exigua bota, reparará
aquellos desperfectos. La bota, flácida, reposa en el suelo. El saquet, tampoco está
mejor, y el morral libre de caza. ¡Maldición! Es la hora de recoger los pertrechos e
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iniciar el regreso a casa. Baja hasta donde la motocicleta reposa entre las matas, monta,
pone en marcha el motor, y sale pedorreando carretera adelante.
El pedorreo irrumpe en las primeras calles del pueblo. La gente, al ver a
Ezequiel montado en su trasto, rompe a reír, mientras con un dedo acusador le señalan.
El cazador frustrado, muestra en su cara el disgusto que le produce la burla de sus
convecinos, y por la causa, que según él cree la produce: el morral, colgado a su
espalda, y que aparece lacio y vacío. ¡Él que siempre lo trae bien preñado! ¿Pero qué
culpa tiene él si esa mañana no las había visto?
Llega a su casa acompañado por la estela de burlas de quienes se ha encontrado
por la calle.
.- ¡Ladinos! ¡Por una vez que vuelvo de vacío! ¡Envidiosos!
Entra en casa. Felisa, al verle, le increpa.
.- ¡Calamidad! ¿Cómo vienes?
.- ¿Qué quieres mujer? ¡Hoy no las he visto! Parece como si toda la caza se haya
puesto de acuerdo para darme la espalda. ¡Bastante lo siento yo!
.- Pero, ¿Es que no te has mirado? ¿Con que no has visto la caza eh? Entonces:
¿Qué es esto?
Felisa le quita el gorro de la cabeza y se lo enseña.
.- ¿Esto qué es?
La prenda de lana se ve toda estampada con flores parduscas.
.- ¿Son acaso rosas de pitiminí?
Ezequiel, a la vista del gorro, se queda blanco. Luego su rostro comienza a
ruborizarse con un rojo intenso. Aquello eran excrementos.
.- ¡Mierda de perdiz!
Una perfecta tarjeta de visita que demuestra su incompetencia como cazador.
.- ¡Seguro que te has vuelto a dormir en la barraca!
.- ¡Que no mujer! A lo peor es que he perdido el conocimiento.
.- Para poder perderlo, tendrías que haberlo tenido antes. ¡Calamidad! ¡Vete pa
dentro! ¿Cazador? ¡Una calamidad! ¡Eso es lo que tú eres! ¡Anda! ¡Pasa pa dentro!
Hoy, Ezequiel, no comerá gazpachos.
Emilio MARÍN TORTOSA.
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