Aunque todo el mundo me conoce por mi primer nombre, Francisco

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A
unque todo el mundo me conoce por mi primer nombre, Francisco,
mi nombre completo, aquel con el que me bautizaron mis padres, es
Francisco Joseph. Como era costumbre allá por el año 1746, y ante
el temor de que Dios me acogiera en su seno antes de hora, los niños
éramos bautizados lo antes posible. En mi caso, mis padres no tardaron
ni 24 horas en cristianarme, ya que lo hicieron el 31 de marzo, justo al
día siguiente de mi nacimiento.
Nací en Fuendetodos, un pueblo a 40 kilómetros de Zaragoza, del
que era originaria la familia de mi madre, Gracia Lucientes. Mis padres
no vivían allí, sino en la capital, en Zaragoza; mi padre, José, que era
dorador, tuvo que trasladarse por un encargo de trabajo, y se llevó con
él a mi madre, que estaba a punto de dar a luz, y a mis tres hermanos
mayores, Rita, Tomás y Jacinta.
Son muchos los datos de mi infancia que desconozco. No creo que
sea problema de mi vejez y paulatina falta de memoria, sino de que
sencillamente nunca los he sabido. Por ejemplo, aunque sé que a los tres
años ya vivía nuevamente en Zaragoza con mi familia, ignoro el año
en que regresamos a la gran ciudad desde mi pueblo materno. En fin, de
lo que sí estoy seguro es de que en el año 1750, cuando murió mi pobre
hermana Jacinta y nació mi hermano Mariano, que tampoco viviría
muchos años, ya estábamos instalados en la casa que tenían mis padres
en la parroquia de San Gil, en el número 12 de la calle Morería Cerrada.
En aquella casa nació el último de mis hermanos, Camilo.
Recuerdo aquella casa con cariño, sólo teñida por las muertes de mis
hermanos y por el triste final que tuvo nuestra estancia allí, ya que las
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deudas de mis padres obligaron a su embargo y a nuestro traslado a una
pequeña casa en alquiler. No son muchos los recuerdos que tengo de esta
segunda casa, situada en el Coso, en la parroquia de San Miguel de los
Navarros, ya que muy pronto nos volvimos a trasladar a otra casita en
la misma barriada, en la propia plaza de San Miguel.
A leer y escribir aprendí en las Escuelas Pías de Zaragoza, donde mi
maestro, el Padre Joaquín, hizo lo que pudo por inculcarme también
algún que otro conocimiento en aritmética. Estaba claro que aquello
de los estudios no era mi fuerte y que mi destino era el de continuar
por la vía artística, para lo que demostré muy pronto ciertas dotes,
seguramente heredadas de mi padre. Así, cuando sólo tenía trece años,
en el año 1759, entré como aprendiz de pintor en el taller de José Luzán
Martínez, quien, viendo mis facilidades para la pintura, me permitió
muy pronto asistir también a su Academia de Pintura y Escultura.
Tan sólo fueron cuatro los años que pasé aprendiendo junto al maestro
Luzán, en cuyo taller soporté interminables horas copiando estampas,
sobre todo de aburridísimos bodegones y temas devocionales; aunque en
aquel momento me parecía que todas aquellas copias eran una verdadera
pérdida de tiempo, ahora, con el paso de los años, entiendo que fueron
esenciales para mi formación y que me permitieron adquirir las nociones
más rudimentarias para convertirme, con el tiempo, en el pintor que soy.
El maestro mostró muy pronto una gran confianza en mi trabajo, por lo
que pude realizar diversos encargos para algunos conventos y familias
nobles aragonesas, casi todos de temática religiosa. Aunque no fueron
grandes obras, y ahora reconozco que su calidad no era la mejor, por
ser mis primeros trabajos los recuerdo con gran cariño. De entre todos
ellos, y tal vez por pertenecer a la iglesia de mi pueblo natal, recuerdo
con especial estima las puertas que pinté para el armario de las reliquias
que hay en la sacristía. Este trabajo lo realicé poco antes de marchar a
Madrid, en el año 1762, o tal vez fuera ya en 1763, la verdad es que
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no estoy del todo seguro. Recuerdo que la escena elegida para el exterior
era la Aparición de la Virgen del Pilar a Santiago, y que en el interior
representé a dos santos, uno en cada una de las puertas, cobijados bajo
hermosos cortinajes sostenidos por ángeles. Vuelve a fallarme la memoria,
y esta vez sí que me entristece porque ya he dicho que guardo con agrado
el recuerdo de esta obra, pero por más que lo intento me resulta imposible
recordar de qué santos se trataba.
Durante aquellos años que pasé formándome en Zaragoza, dos fueron
mis grandes obsesiones: Madrid y Roma. La primera suponía estar en
el centro del Reino, en la mismísima corte, codeándome con los mejores.
En cuanto a Roma, era sin duda la capital del arte, aquel lugar al que
cualquiera que se considerara un verdadero pintor debía marchar. Y si
había algo que uniera mis dos deseos, Madrid y Roma, esa era la Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando. La Academia madrileña
elegía cada tres años, a través de un concurso, a los jóvenes pintores
más destacados, ofreciéndoles la posibilidad de ir becados a Roma para
perfeccionar sus estudios.
Pero parece que, al igual que me ocurrirá en otros momentos de mi
vida, aquello que yo quería no era lo que Dios deparaba para mí, y mis
dos intentos por ganar la beca para ser uno de los pensionados en Roma
fueron inútiles. Aún así, en el año 1763, justo después de mi primer
intento fracasado y viendo que Zaragoza poco más podía aportarme,
decidí trasladarme a Madrid. Allí, el pintor zaragozano Francisco
Bayeu me aceptó como discípulo. Bayeu llevaba pocos meses en la corte y
era, en aquel momento, ayudante del germano Mengs, pintor de cámara
de Carlos III. Mucho le debo a don Francisco y cuando pienso en
aquella época suelo sonreír para mis adentros ya que quién me diría por
aquel entonces que, con el paso de los años, se convertiría en mi cuñado.
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Los años pasados en Madrid los recuerdo vagamente. Creo que en este
sentido sí es la memoria y la vejez las que me juegan una mala pasada;
o tal vez he preferido olvidarlos ya que, como dije antes, mi segundo
intento por conseguir la tan ansiada beca romana también fracasó.
Eso sí lo recuerdo con claridad. Fue en el año 1766, y en esta ocasión
la derrota resultó, si cabe, aún más amarga que la primera, ya que fue
Ramón Bayeu, hermano de mi maestro, quien me la arrebató.
No obstante, y a pesar de las lagunas de mi memoria, supongo que
debieron ser buenos años, en los que seguí formándome, pude disfrutar
de la vida de la gran urbe, admirar algunas de las grandes maravillas de
la pintura y entablar una relación cercana con la familia Bayeu que, tal
y como creo que ya he mencionado antes, acabaría, con el tiempo, siendo
mi familia política. Pero mi gran asignatura pendiente seguía siendo mi
anhelado viaje a Italia. ¿Cómo pretendía convertirme en un gran pintor sin
haber podido contemplar con mis propios ojos las grandes obras conservadas
en ciudades como Roma, Venecia o Bolonia? ¿Cómo podría avanzar en mi
camino sin haberme empapado de las grandes esculturas clásicas o haber
contemplado las maravillas pintadas por Rafael o El Veronés? La decisión
estaba tomada, con o sin ayuda de parte de la academia fernandina, porque
mi viaje a la capital italiana no podía dilatarse por más tiempo.
que decidí “llevármelo” conmigo, a modo de copias, dibujos, bocetos,
pequeñas anotaciones que me recordaran los momentos maravillosos
que allí viví. Me pasé los días deambulando con un pequeño cuaderno
en el que tomaba notas, copiaba las obras del natural, esbozaba ideas
para futuros cuadros, anotaba aquello que se me pasaba por la cabeza y
deseaba recordar... En fin, inmortalicé, a mi modo, mi estancia.
Pero a la vez que el tiempo pasaba, los exiguos ahorros con los que
llegué a Roma se iban agotando. Conseguir dinero se convirtió en un
nuevo objetivo. Sólo sabía ganarme la vida de una forma, pintando, así
que fue de este modo, pintando y vendiendo obras de pequeño formato,
como logré los ingresos necesarios para alargar mi estancia. Las obras
de carácter mitológico y de inspiración clásica eran muy del gusto de los
habitantes y visitantes de Roma, por lo que resultaba muy fácil sacar
algún dinero por ellas. Personajes como Adonis, Venus o Vesta pasaron
a ser los protagonistas de mis cuadros y financiaron mi estancia en la
ciudad hasta el verano de 1771.
Así, en el verano de 1769, con la llegada del calor y lo poco que había
podido ahorrar en los últimos años, emprendí mi tan ansiada aventura.
Me instalé en Roma donde, al igual que otros compatriotas, fijé mi
residencia en el “barrio español”, “il quartiere spagnolo” lo llamaban los
autóctonos. Desde allí recorrí toda la ciudad, todos sus rincones, plazas
y barrios. Crucé innumerables veces los puentes que unían las dos orillas
del Tíber. No me perdí nada, ni las arquitecturas clásicas ni las más
modernas, ni las grandes obras de pintura, ni las pequeñas esculturas
que parecían emerger en cualquier esquina. Todo me llamaba la atención,
todo me maravillaba y me enseñaba algo nuevo. Era todo tan abrumador
En Roma me reencontré con algunos amigos a los que no había
visto desde que abandoné Zaragoza. Muy buena relación entablé con
el turiasonense Juan Adán, que se encontraba en la ciudad italiana
pensionado con una beca para ampliar su formación escultórica. Fue
precisamente un conocido suyo, un francés cuyo nombre de pila no
recuerdo, pero al que todo el mundo llamaba por su apellido, Gibelin,
quien me dio la idea de probar suerte en algún concurso académico
italiano. Él había ganado el certamen convocado por la Academia de
Bellas Artes de Parma y, la verdad, mi pintura poco tenía que envidiar a
la suya, así que yo también probé suerte. Las bases de la convocatoria de
1771 dejaban bien claro que el tema a representar era la llegada de Aníbal,
ya vencedor, a tierras italianas. El modo en que debía representarse a
Aníbal también venía dictado en las bases así que, la verdad, no quedaba
mucho espacio para la imaginación.
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Era la primera vez que volvía a probar suerte en un concurso pictórico
después de mis dos fracasos en Madrid, por lo que la ejecución de la obra
me quitaba bastante el sueño. Recuerdo haber hecho varios bocetos en mi
cuaderno, tanto de la obra completa como de alguno de los personajes.
Aproveché para incluir, además de los personajes históricos, elementos
mitológicos y alegóricos a los que tanto me había aficionado durante mi
estancia. Pero también aproveché para innovar en otro aspecto: el color.
Aquel colorido de mis primeras obras, tan parecido al empleado por mi
maestro Luzán, plagado de rojos, azules oscuros y naranjas intensos,
tan del gusto de la pintura religiosa, no me parecía apto para esta
composición. Inspirándome en los modelos más clásicos que había podido
admirar en Roma, me arriesgué optando por una paleta de tonos más
pasteles, rosados, azules y grises. El resultado final me dejó bastante
satisfecho, por lo que no ganar supuso nuevamente una pequeña
decepción. No obstante, la mención de honor que obtuve del jurado me
animó a seguir por esta nueva concepción que quería darle a mi pintura.
En la primavera de 1771 dos circunstancias hicieron que mi estancia
italiana llegara a su fin; una repentina enfermedad de mi padre y el que
sería mi primer trabajo en un templo al que volvería a trabajar años
más tarde: la decoración mural para la bóveda del coreto de la capilla
de la Virgen, en la mismísima basílica del Pilar de Zaragoza. En el
momento en que me enteré tanto del estado de salud de mi padre como
de la búsqueda por parte de los canónigos de un pintor que ejecutase
dicha obra, me encontraba en la costa adriática visitando Venecia.
Zaragoza era mi ciudad, en la que había crecido y me había formado, y
sentía que el encargo no se me podía escapar. Fue por ese motivo por el
que decidí ofrecer mi trabajo a cambio de un sueldo mucho menor que el
de cualquiera de los demás pintores que estaban presentando sus ofertas.
Supongo que el hecho de que fuera aragonés y la cantidad irrisoria de
dinero que estaba pidiendo jugaron a mi favor. Así, y tras realizar una
prueba para ver mis dotes para la pintura al fresco, el trabajo fue mío.
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Aquellos años posteriores a mi regreso fueron de gran ajetreo ya que
parece que mi nombre, poco a poco, iba conociéndose; los encargos se
sucedían y en muchas ocasiones debía, incluso, simultanearlos. A pesar
de que el encargo del coreto del Pilar tuvo lugar en 1771, no fue hasta
la primavera del año siguiente cuando pude demostrar todo aquello que
había aprendido observando los grandes frescos de las iglesias de Roma.
El tema elegido, la Adoración del Nombre de Dios, era la excusa perfecta
para un espectacular rompimiento celestial lleno de amarillos, dorados y
tonos rojizos, muy al estilo de lo que había visto en la capital italiana.
No tengo tan buen recuerdo, sin embargo, de mi segundo trabajo para
ese templo, aunque fuera una de mis obras más grandiosas. Si hubiera
sabido en aquel momento todos los disgustos que me acarrearía me
hubiera quedado en Madrid pintando cartones para tapices. ¡Me quemo
vivo por dentro sólo en acordarme de aquel encargo! Fue precisamente
mi protector y cuñado, Francisco Bayeu, quien me embarcó en él. En
1780, la Junta de Fábrica de la Basílica del Pilar de Zaragoza le
encargó la decoración al fresco de las bóvedas y cúpulas de la Santa
Capilla del templo. Está visto que ni mi propio maestro supo entender
mi arte, el nuevo arte. Ellos seguían anclados en las viejas maneras
de pintar, tan elegantes, tan pomposas, tan quietas. Vaya, veo que
este tema sigue irritándome como el primer día, y ahora ya nada tiene
remedio. Tampoco tiene remedio mi cabeza, que me lleva por mis
recuerdos sin orden ni concierto… ¿Por qué si no he incluido ahora
este episodio de mi vida? Me he saltado así, de golpe, varios años,
años buenos que pasé en Madrid, para traer a colación las famosas
pinturas de la capilla de San Joaquín en la basílica del Pilar... En fin,
terminemos con ellas ya que estamos.
Como decía, en octubre de 1780, y junto a mis cuñados Francisco y
Ramón, regresé a Zaragoza desde Madrid para llevar a cabo el encargo
pilarista. La idea inicial era que de las cuatro cúpulas a pintar, dos
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las realizara yo. El tema elegido era la representación de María como
Reina de los Mártires, “Regina Martyrum” en palabras del Cabildo.
Parece que mi manera de pintar, muy rápida, a base de enormes
brochazos y grandes manchas, con poca precisión en el dibujo, no gustó
a los comitentes. Decían que las figuras daban la sensación de no estar
acabadas. Está visto que no entendían nada, nada de nada. En fin,
es una verdadera pena porque aquella majestuosa Virgen, rodeada de
ángeles, santas y santos mártires, todos insertos en aquel paisaje de
nubes, en nada desmerecía a aquellas escenas que del mismísimo Tiepolo
había contemplado durante mi viaje italiano. Hoy por hoy, lo único que
verdaderamente me entristece al recordar aquel episodio es el enojo y
enfrentamiento que tuve con mi cuñado Francisco, que sólo con el paso
de los años, de muchos años, se fue disipando. Pero supongo que son
cosas de la vida...
Como decía antes de dejarme llevar por el enojo que este episodio aún
despierta en mi cabeza, después del primer encargo para la basílica del
Pilar los trabajos fueron sucediéndose. Mucho más gratificante fue, por
ejemplo, el que me permitió decorar la iglesia de la cartuja de Aula Dei,
en Zaragoza. Dos largos años me llevó culminar el ciclo de la vida de la
Virgen que para los muros interiores de dicha iglesia me encargaron los
cartujos y que comencé a esbozar en el año 1772. En este caso, y para
representar las once escenas marianas escogidas, en lugar de pintar al
fresco, me decanté por la pintura al óleo directamente sobre el muro.
Cuando recuerdo aquel trabajo parece que me vuelve el agotamiento que
me causó su ejecución, no en vano se trata del ciclo más extenso que he
pintado a lo largo de todos mis años de trabajo. Años más tarde, cuando
volví a contemplar aquella obra, pude darme cuenta de que en ella
todavía había recuerdos del modo de pintar en el que me había formado
en el taller del maestro Luzán, aunque ya se apreciaban también muchas
de las cosas que, sobre pintura, aprendí en mi viaje a Italia. No cabe
duda de que esta obra era el preludio de lo que sería mi pintura posterior.
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Fue en esta época, no recuerdo exactamente el año, cuando
comencé con una costumbre que continuaría durante toda mi vida:
autorretratarme. Puede parecer que lo que voy a decir es obvio, pero
yo me tenía siempre “a mano”, o mejor dicho, “a espejo”; con esto lo
que quiero decir es que yo estaba ahí siempre que me necesitaba, y que
con un simple espejo podía ensayar conmigo mismo nuevas técnicas,
probar colores, posturas, gestos, en fin, todo aquello que se me ocurriera.
Ahora, con la perspectiva de los años, he de reconocer que le cogí gusto
a este hábito y han sido muchos los autorretratos que han salido de mis
pinceles. En realidad han sido tantos que a través de ellos se podría
ilustrar la historia de mi vida, mi evolución. Me gustaría pensar que,
además de la evolución de mi aspecto físico, en ellos he logrado plasmar
también mi condición humana, mis inquietudes y mis verdades. En fin,
eso la historia lo juzgará. Como decía, fue en estos años que pasé en
Zaragoza cuando inauguré esta práctica. Viéndome hoy, viejo, cansado,
con infinidad de arrugas surcando mi rostro, me parece imposible que
algún día haya tenido el aspecto que tengo en ese primer autorretrato.
Rebosaba juventud, ambición, firmeza.
Acabo de darme cuenta de que me he enfrascado con tal vehemencia
en narrar mi trayectoria pictórica que he dejado completamente de lado
los acontecimientos más importantes de mi vida familiar, igualmente
importantes. El día de Santiago del año 1773 contraje matrimonio con
mi querida Josefa, siguiendo la costumbre de emparentar discípulo con
maestro. La hermana de mi mentor fue la madre de mis ocho hijos, siete
de ellos, pobres míos, llamados por Dios a su seno con mucha premura,
algunos antes incluso de abrir los ojos al llegar a este mundo. Pero
el Señor es generoso, y cuando parecía que ya no gozaría de ningún
heredero, el cuarto día del mes de diciembre del año 1784, Josefa dio a
luz un varón vivo, fuerte y sano al que bautizamos con el nombre de
Francisco Javier Pedro. Él será el único que me sobreviva, si Dios quiere.
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CAPÍTULO 01
OBRA REPRESENTATIVA
Pinturas de la cartuja de
Aula Dei
Fotografía: Andrés Ferrer
La cartuja de Aula Dei se encuentra a 13 kilómetros de Zaragoza, entre las localidades de Montañana
y Peñaflor.
Entre 1772 y 1774, Goya llevó a cabo la decoración de su iglesia con una serie de once obras pictóricas
sobre el ciclo de la vida de la Virgen, constituyendo uno de sus primeros trabajos destacados tras su
estancia en Italia.
En esta ocasión, Goya utilizó la técnica de óleo al secco sobre muro, es decir, aplicaba los pigmentos
aglutinados con aceite de linaza o nuez una vez que la capa de enlucido que cubría la superficie se había
secado.
En 1836, debido a la Desamortización de Mendizábal, la cartuja fue abandonada y reconvertida en
fábrica de tejidos, siendo la iglesia utilizada para el secado de las telas y los tintes. Debido a la humedad
que generaba esta actividad, muchas de las pinturas se deterioraron y hoy en día sólo se conservan siete
de las once escenas originales, siendo algunas completadas en 1901 por los hermanos Buffet con motivo
de la recuperación del monasterio por la orden cartujana.
Las escenas originales que se conservan son las correspondientes al muro de la derecha mirando hacia
el altar, los muros del crucero (el espacio donde se cruzan la nave principal y la transversal, cubierto
generalmente por una cúpula) y el muro de la entrada:
San Joaquín y Santa Ana (pórtico de entrada)
El Nacimiento de la Virgen (muro derecho)
Los Desposorios de la Virgen y San José (muro derecho)
Visitación de María a su prima Isabel (muro derecho)
La Circuncisión (brazo del crucero)
La Adoración de los Reyes Magos (brazo del crucero)
La Presentación de Jesús en el templo (a la derecha del altar mayor)
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El ciclo se completaba con:
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Presentación de la Virgen en el templo (muro izquierdo)
Anunciación (muro izquierdo)
Natividad (muro izquierdo)
Huída a Egipto (a la izquierda del altar mayor)
Estas cuatro escenas perdidas fueron repintadas por los hermanos Buffet quienes, al desconocer la
técnica empleada por Goya sobre el muro, emplearon la pintura al óleo sobre lienzo.
El ciclo comienza en la escena dedicada a San Joaquín y Santa Ana situada sobre las puertas del pie del
templo; a partir de aquí, la historia se desarrolla de manera sucesiva en las paredes de los dos costados por
lo que, para seguir la narración, es preciso contemplar alternativamente las escenas mirando a la izquierda
y a la derecha según se avanza por la nave hacia el altar.
Nos encontramos ante obras de gran tamaño al tener que decorar amplias zonas en las paredes. Todas
tienen unos 3 metros de altura y entre 5 y 10 metros de longitud (la que posee mayores dimensiones es la
dedicada a La Adoración de los Reyes Magos con algo más de 10 metros de largo).
El conjunto de la obra se caracteriza por la importancia que Goya dio en ella al color, relegando el dibujo
a un segundo plano. Los personajes se forman a partir de grandes masas de color extendidas con pinceladas
libres, utilizando la ejecución más cuidadosa para detalles concretos como el rostro de la Virgen.
La cartuja de Aula Dei fue declarada Monumento Nacional en 1983. Las pinturas lucen hoy en día en
todo su esplendor gracias a la restauración acometida por el Gobierno de Aragón en 2011.
Para visitar la Cartuja de Aula Dei ha de ponerse en contacto con la dirección de correo electrónico: visitas.
cartuja@chemin-neuf.org
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CAPÍTULO 01
FICHA TÉCNICA
La pintura mural
Una de las modalidades artísticas desarrolladas por Goya en sus primeros encargos fue la
pintura mural, con la que decoró las paredes y bóvedas de algunos de los edificios religiosos
más destacados de Zaragoza: la basílica de El Pilar y la cartuja de Aula Dei. Curiosamente,
en cada uno de los encargos la técnica mural utilizada fue diferente ya que, mientras en El
Pilar las pinturas se realizaron al fresco, en la cartuja de Aula Dei fueron pintadas al secco.
Pero ¿cómo son y en qué se diferencian estas dos técnicas?
Pintura al fresco
Recibe este nombre porque la realización de la decoración se lleva a cabo mientras la
superficie del muro está húmeda (de ahí el término “fresco”). Por lo general, la pared, que
tradicionalmente es de piedra o de ladrillo, no es una superficie apropiada para pintar y
necesita ser preparada. Para ello, se debe cubrir la superficie con varias capas de yeso (una
mezcla de cal, arena y agua), que reciben el nombre de enlucido, con el fin de alisarla y
prepararla para recibir los pigmentos, que son las sustancias que proporcionan el color.
Mientras que las primeras capas han de poseer un grosor considerable para dar consistencia
a la superficie, las últimas son mucho más finas.
Tras la preparación de la superficie, y con la última capa de enlucido todavía húmeda,
se procede a realizar el dibujo preparatorio. Este dibujo preparatorio se traslada desde un
cartón que se ha realizado previamente; éste se coloca sobre la pared blanda y se marcan
los contornos con un instrumento puntiagudo para que se calquen en el muro. El enlucido
permanece “fresco” pocas horas y, si se seca, el yeso debe picarse y volverse a aplicar,
otra vez húmedo. Por este motivo, y debido al gran tamaño que suelen tener las pinturas
murales al fresco, no puede llevarse a cabo el trabajo completo de una vez, por lo que las
composiciones suelen realizarse por partes o “jornadas” (lo que se puede pintar en un día).
Finalmente, se aplican los pigmentos diluidos en agua con pinceles de cerdas suaves, de tal
manera que los colores penetren en la superficie “fresca” y pasen a formar parte integrante
de la misma. En este caso, el aglutinante (la sustancia que, al mezclarse con el pigmento,
hace que se fije al enlucido del muro y no se desprenda al secarse) es la propia cal del yeso.
técnica
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Fi
a
ch
1
Pintura al secco
Al contrario que la pintura al fresco, la pintura al secco (se trata de un término acuñado
por los artistas italianos), se realiza sobre la superficie una vez el enlucido se ha secado. En
este caso, los pigmentos deben de prepararse previamente, debiendo mezclarlos con un
aglutinante para que al aplicarlos se fijen a la superficie, de ahí que se suela trabajar con
pintura al óleo1 o al temple2.
GLOSARIO
Aglutinante: sustancia que se mezcla con el pigmento para mantenerlo fijo a la superficie
del soporte (lienzo, tabla, muro, etc.).
Dibujo preparatorio: diseño o esbozo en el que se plasma la idea que servirá de guía al
artista para ejecutar la obra de arte.
Enlucido: capa de yeso que se aplica al muro con el fin de prepararlo para recibir el
pigmento.
Fresco: técnica de pintura mural que consiste en la aplicación de pigmentos diluidos en
agua sobre un enlucido húmedo, fresco.
Óleo: técnica pictórica que consiste en mezclar el pigmento molido con un aceite de
linaza o nuez como aglutinante.
Pigmento: sustancia en polvo usada como colorante a la que se añade un componente
aglutinante para formar la pasta de color. Existen distintos tipos de pigmentos: minerales,
vegetales, sintéticos.
Secco: técnica de pintura mural en la que los pigmentos se aplican sobre un enlucido
seco. En este caso, para que los colores se fijen a la superficie tienen que haber sido
mezclados previamente con un aglutinante, como ocurre por ejemplo con el óleo.
Temple: técnica pictórica en la que los pigmentos se mezclan con algún tipo de grasa
animal o con huevo para formar la pasta de color.
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En este caso, el pigmento molido se mezcla con aceite, generalmente de linaza o de nuez, para conseguir la pasta de
color. La pintura al óleo seca rápidamente y admite todo tipo de repintes y retoques, lo que le confirió una enorme popularidad
desde finales de la Edad Media.
2
01-
Fi
Para elaborar la pintura al temple se utiliza como aglutinante para el pigmento algún tipo de grasa animal emulsionada
como cola de pescado, clara o yema de huevo, entre otras.
écnica
at
h
c
2
CAPÍTULO 01
ACTIVIDADES
Actividad 1. La infancia y la familia del pintor
En este primer capítulo, Goya nos habla sobre su familia: sus padres, sus hermanos, su esposa e hijos...
Repasad el texto y completad su árbol genealógico:
Además de hacer memoria sobre su familia, el pintor recuerda los distintos lugares en los que vivió
en Zaragoza y el colegio en el que estudió. Investigad un poco y, sobre un plano de la ciudad, señalad los
lugares de los que habla:
- Su primera casa, en la parroquia de San Gil, calle de la Morería Cerrada
-La calle Coso y la plaza de San Miguel, en la parroquia de San Miguel
-Las Escuelas Pías
Actividad 2. Su aprendizaje en el taller del maestro Luzán. Primeros encargos
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Ac
Goya recuerda con especial cariño el encargo que le hicieron de pintar las puertas del armario de
la sacristía de la iglesia de Fuendetodos. Sin embargo, aunque recuerda que la escena del exterior
representaba la Aparición de la Virgen del Pilar a Santiago, no consigue acordarse de qué santos decoraban
el interior. ¿Podéis averiguarlo? ¿Qué fue de esta obra de su primera época como pintor?
tiv
d
ida
es
1
Actividad 3. El viaje a Italia
álbum-museo, añadir la información básica):
Tal y como nos relata el pintor, durante su estancia en Italia el maestro llevó consigo un cuaderno que
llenó de notas, dibujos y esbozos para futuras obras. ¿Existió realmente este cuaderno? Si es así, averiguad
si se conserva y conseguid, si es posible, la imagen de alguna de sus páginas.
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Josefa Bayeu
Francisco Bayeu
Su hijo Javier
Actividad 4. El retrato de la esposa de Goya
Actividad práctico-artística
Goya retrató a diversos miembros de su familia, entre ellos a su esposa. Sin embargo, a pesar de ser una
persona tan cercana al pintor, no existen muchos retratos que la representen. ¿Podéis averiguar cuántos
retratos hizo el pintor de su esposa?
Os proponemos que por un rato os pongáis en la piel del pintor y comprobéis lo complicado que es
pintar al fresco; para conseguir los 9 puntos de esta actividad deberéis simular una pintura a gran tamaño y
la deberéis realizar como si estuviera pintada al fresco. En la ficha técnica que acompaña al capítulo tenéis
la información sobre la pintura al fresco así que leedla con detenimiento antes de empezar la actividad
prácitico-artística.
Actividad 5. Atribuciones de juventud
La estancia italiana de Goya termina bruscamente en el verano de 1771, cuando recibe la noticia de que
su padre ha caído enfermo. A su regreso recibe el importante encargo de decorar los muros de la iglesia
de la Cartuja de Aula Dei, en Zaragoza. El tema elegido fue el ciclo de la vida de María, y algunas de las
escenas pintadas al óleo sobre muro han servido como base para atribuir a Goya dos obras de juventud: se
trata de dos óleos sobre lienzo, también de temática mariana, cuya similitud con las pinturas de la Cartuja
zaragozana no dejan dudas. Investigad un poco y descubrid de qué dos obras se trata y en qué se parecen
a los óleos sobre lienzo de la Cartuja de Aula Dei.
Actividad 6. Un cuaderno-museo
No os pedimos que pintéis realmente sobre un muro, ni que empleéis los pigmentos, aglutianantes y
enluzcáis la superficie sino que simuléis el modo de trabajo “por jornadas”. Para ello:
1.
2.
3.
4.
Buscad una gran superficie de papel (papel continuo, mantel de papel, una gran caja de cartón, etc).
Pensad qué váis a dibujar y haced un boceto a pequeña escala.
Dividid “vuestro muro” en jornadas a modo de cuadrícula.
Trasladad el dibujo del boceto a la superficie del “muro”. Cada una de las jornadas la deberá realizar
un integrante del grupo. No hagáis trampa y recordad que la técnica al fresco, por el rápido secado
del enlucido, no permite rectificaciones, así que vosotros tampoco las hagáis.
5. Documentad el proceso y el resultado final para que, a través de las fotografías, podamos valorar
vuestra pintura al fresco y podáis optar a los 9 puntos de la actividad.
Ya podéis comenzar a completar el cuaderno-museo con las obras más relevantes que han aparecido
en el presente capítulo. Recordad incluir junto a cada una de ellas el título de la obra, la fecha de ejecución
y sus características técnicas básicas (medidas, técnica empleada y soporte):
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La obra presentada al certamen convocado por la Academia de Bellas Artes de Parma.
“La Adoración del Nombre de Dios”, decoración mural para la bóveda del coreto de la capilla de la Virgen del Pilar de Zaragoza.
Alguna de las pinturas murales para la iglesia de la cartuja de Aula Dei, en Zaragoza.
“Regina Martyrum”, pintura mural para la cúpula de la basílica de El Pilar.
Los datos que el pintor nos da sobre ellas no son muchos, pero seguro que son suficientes para poder
localizar alguna reproducción de las mismas y la información básica para acompañarlas.
Actividad 7. El álbum de retratos
En estas páginas, Goya habla de su afición a autorretratarse, así que empezaremos a completar nuestro
álbum de retratos con los retratos que se hizo a sí mismo el propio pintor. Leed atentamente las palabras
del pintor y encontrad el primer autorretrato conocido del artista para inaugurar el álbum de retratos.
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Asimismo, son varios los personajes de los que Goya habla en este capítulo, principalmente amigos
y familiares, y muchos de ellos fueron retratados por el propio pintor, incluso en más de una ocasión.
Con los retratos de algunos de ellos podemos seguir completando nuestro álbum particular. Buscad los
retratos de los siguientes personajes y añadidlos al álbum de retratos (no olvidéis, como en el caso del
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