Guardia nacional - Biblioteca Virtual Universal

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Godofredo Daireaux
Guardia nacional
2003 - Reservados todos los derechos
Permitido el uso sin fines comerciales
Godofredo Daireaux
Guardia nacional
-«¿Gusta un mate, patrón?»
-«Bueno, don Pedro, tomaré.» Y el patrón de la estancia, un extranjero de unos cuarenta
y cinco años, de risueña cara colorada y de pelo rubio, se sentó, sin cumplimiento, como
todo lo hacía, en la punta del banco, para saborear un cimarrón y conversar un rato con su
capataz, Pedro Ponce, un puestero, Francisco Muñiz, que estaba de visita, y el viejo Soria,
un gaucho casi octogenario, titulado peón, para poder darle, sin herir su amor propio, el
techo y la comida y algunos pesos para la caña, en que se conservaba, como un encurtido,
en vinagre.
Era lindo tipo, el viejo Soria, con su poderosa estatura, apenas encorvada por la edad, su
larga y tupida cabellera blanca, y sus modales de fiera vieja, que desdeña de gruñir porque
ya no puede morder, pero que nunca ha aprendido a lamer la mano.
Había sido soldado de Rosas; había llevado el gorro colorado de manga, que, como
chorro de sangre, se desparramaba sobre el hombro; había presenciado, por lo menos en
parte, los misterios de Santos Lugares; y la imaginación de los muchachos, hijos del
estanciero, se encendía, al conversar con él, de aquellos tiempos, en que aseguraba Soria
que no había cuatreros en los campos del sud. -«Desgraciado, decía, del que, entonces,
hubiera carneado un animal!» Pero, como si el solo recuerdo de ellos hubiera sido terrible,
bien se guardaba de agregar que a los mismos que tanto cuidaban de la propiedad ajena,
poca plata les costaban los rodeos enteros, con que poblaban sus campos, y que si bien
prohibían carnear vacas, degollaban gente por lujo.
Salido ileso de Caseros, Soria había vuelto a sus pagos de la costa del Gualichú; hecho
perdiz, entre los juncales y las cortaderas, había dejado pasar las tormentas de Cepeda y de
Pavón, sin ganas de meterse en nuevas trifulcas, y disparando de las comisiones arreadoras
de gente para la frontera. Conversaba complaciente del tiempo viejo. ¡Qué de cosas les
contaba a los muchachos, del tiempo del tirano! hablando de él sin nombrarlo, como hablan
de su Dios misterioso, los sacerdotes de ciertas religiones cruentas.
Recuerdos del ejército de entonces, atrocidades, cruzadas por rasgos de burlona
generosidad, historias de cuartel y de campo raso, gauchadas atrevidas, proezas y
disparadas, avances y pánicos, brotaban de sus labios; y los niños escuchaban, bebían sus
palabras, ávidos de mas detalles, siempre.
Pero, por mucho que se las hubiesen preguntado, había dos cosas sobre las cuales nunca
pudieron conseguir del viejo, más que un refunfuño de disgusto, perdido entre los espesos
bigotes quemados por el cigarro, y un relámpago de rabia en los ojos empañados,
escondidos en los pliegues de la cara, abotagada por el alcohol; nunca pudieron saber a
cuántos cristianos había degollado, cuando soldado de Rosas, ni cuántos azotes había
recibido.
Puede ser que el viejo ni hubiera tocado el violín a nadie, ni hubiera recibido palos, pero
les parecía imposible que no fuera así, ya que, según la leyenda de aquel tiempo, degollar y
ser apaleado, eran dos de las principales atribuciones del ciudadano argentino, bajo las
armas.
-«Pues en mi tiempo, señor, dijo Muñiz, así como por el setenta, y un poco antes, no nos
trataban tampoco muy bien, a los de la guardia nacional, pero siquiera, no tuve que pelear
con argentinos, y cuando tuvimos que matar indios en la frontera, fue siempre en combate
leal, y con riesgo del cuero.
-A mí me tocó algo de la grande, dijo Ponce, con la guerra del Paraguay; ¡suerte! que
fue recién al final, cuando ya había menos tiempo para morir; pero, con todo, era medio
fuerte la cosa... ¡Lindo país! el Paraguay, pero por demás caluroso, en aquel año del 69.»
El otro vecino, él, se jactó de haberse siempre podido escurrir del servicio, gracias a una
tía a quien quería mucho el comandante militar del partido. Y seguían conversando,
acordándose todos, de los sufrimientos y penurias pasadas, y también de los caprichosos
arreos del 74 y del 80, de hombres, sin más arma que la caña tradicional, con la media tijera
de esquilar en la punta, y de mancarrones a millares, que iban a morir, por todas partes,
inútiles.
Iba uno entonces, pensaban, sin saber siquiera por quién ni contra quién; ahí estaba la
comisión y había que seguir, no más. Ya que le aseguraban, y que se lo podían probar a
machete, que era Vd. guardia nacional, y que siendo guardia nacional, había que marchar,
se marchaba; encontrándose cualquiera, muchas veces, revolucionario, sin saberlo.
Después, a los años de estar tranquilo el país, había surgido por el lado de las cordilleras,
el fantasma chileno, y los jóvenes, los hijos ahora, habían tenido los ejercicios del domingo,
-sin armas, porque no alcanzaban para todos-, chapaleando durante cuatro horas por
semana, a pie, en el polvo o en el barro del camino real, maniobrando, como bandada de
gansos, el gauchaje, por el modo de caminar, y mandados por un exvigilante destituido por
borracho, que hacía de oficial.
Con todo, los viejos asentían en que la guardia nacional era bastante diferente de la de
sus tiempos; primero, que estaba a pie, casi toda, en vez de andar montada y con caballo de
tiro, como antes; a más que, al rato de ser reunidos, se les daba a los milicos uniforme, kepí,
manta y todo, y unos fusiles, que hasta los mismos remingtons eran juguetes al lado de
ellos. -«Sin contar los cañones,» dijo el patrón, y les explicó los efectos de la artillería
moderna, lo que los dejó pasmados.
Pero, pocos momentos después, pudieron darse cuenta de que otra diferencia debía
haber, mayor aún, entre los arreos indebidos y al tun-tun, de antaño, y el llamamiento a las
armas, legal y respetado, de una verdadera guardia nacional organizada. Llegó el hijo
mayor del patrón, de vuelta del pueblo vecino, saltó del caballo fatigado, y, tirando al aire
el sombrero, desde el palenque, gritó: «¡Viva la patria! se retiró Portela!»
Todos se levantaron y lo rodearon, ávidos de noticias, y el muchacho, con juvenil
excitación, les contó que iba a estallar la guerra con Chile, que se habían llamado las clases
del 78 y del 79, que a él le tocaba, y que con ganas iba. Y pasó sobre todos ellos, sobre el
mismo padre, aunque fuera padre y fuera extranjero, como un soplo heroico, que ni el viejo
soldado de Rosas, ni él que había roto lanzas con los indios, ni el mismo guerrero del
Paraguay, había, hasta entonces, conocido, y que hizo estremecer y ruborizarse al que
siempre se había sabido escurrir del servicio militar: era la llamada ansiosa y vibrante de la
patria amenazada.
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