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H E C H O A MA NO / HA N DM A DE
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Julio Toaquiza:
Arte en Tigua /Art in Tigua
Quién hubiera pensado que este sereno hombre de la
pequeña aldea de Tigua, en la serranía oculta detrás
de Latacunga, fuera el responsable de todo un folclor.
Que sus cuadros sobre piel de oveja curada vendrían
a representar la vida rural de estas tierras de una
manera tan conmovedoramente arraigada, llegando
a representar el arte andino con tanta vehemencia…
Uno pensaría que estos cuadros son parte de una
tradición milenaria que tomó a cientos de artesanos
y varios siglos en gestarse. Pero no, el estilo naif que
conocemos y llamamos “Tigua” viene de un solo hombre: Julio Toaquiza, y solo ha estado en estas tierras
desde que él empezó a pintar.
Encuentra también todo surtido de
máscaras de fiesta en el taller
Also find the popular ‘fiesta’ wood
masks at the workshop.
En realidad, Julio insistiría que no viene de él, sino que
viene de sus sueños. “Cuando me despierto, lo primero
que hago es agarrarlos... tan rápido como pueda. Como
este de aquí ... ”, dice y muestra un cuadro en el que
una turba de campesinos enojados, armados con palos
y piedras, aterrorizan a una víctima arrodillada. “Ese
era yo”, dice Julio, “todos venían hasta mí, pero salí con
vida”, agrega con una sonrisa. Julio ha ilustrado y narrado todo un libro sobre el tema: Juliopak Mushuykuna: Los
sueños de Julio.
Cuando su subconsciente recién empezaba a quererle
decir algo, allá por 1973, Julio era aún un campesino como la mayoría de su comunidad. Un sueño en
particular, en el que volaba sobre los valles de Tigua
–que en realidad suena a una experiencia extracorporal
cuando lo describe– lo incitó a pintar su primer tambor.
Este tambor captaría la atención de Olga Fisch, una
inmigrante húngara que viviría para convertirse en
una de las personas que mayor valor y fomento le han
deparado a las artes y oficios en la historia nacional. Su
impresión inicial debió ser intensa, pues no solo ofreció
comprarle el tambor, sino que terminó pidiendo muchos
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Julio se aleja de sus montañas para
inspirarse en temas religiosos.
Julio also ventures away from his
neighboring hills to depict religious
themes in his work.
más. Julio hizo lo que pudo. La dificultad de reunir los
materiales –la piel de oveja, por un lado, pero lo que era
mucho más difícil, la madera necesaria para el marco
del tambor– hizo que la producción a gran escala fuera
imposible. Los tambores tampoco son muy fáciles de
desplazar. Y Olga Fisch había establecido una clientela
internacional, por lo que sugirió que fuera más práctico.
El “lienzo” de piel de oveja, de hecho, terminó siendo
un toque de gracia, haciendo del producto “Tigua” una
verdadera obra de arte, así como otorgándole a dicha
obra un soporte por demás exótico.
Pintó la cosecha, pintó fiestas locales, pintó las mujeres
tejiendo, pintó los animales de la finca, pintó, por supuesto, al majestuoso cóndor, y en numerosas ocasiones, a la propia Olga Fisch... creando todo un universo
artístico de la vida rural cotopaxense, un universo
artístico que rápidamente llegó a ser irresistible.
La pregunta permanece: ¿cabe la palabra folclor para
la obra de Julio Toaquiza? Cientos de artesanos de la
zona siguieron sus pasos. Juan César Umaginga, quien
vive en Quilotoa, es ávido pintor y le da todo el crédito:
“todos hacemos lo nuestro, por supuesto, pero ¿por qué
iría a mentirles?, todo comenzó con Julio Toaquiza”. La
familia de Julio, todos sus hijos e hijas, son pintores.
Sus respectivos esposos y esposas también son pintores. Todos ellos juntos, y todos los demás que hacen el
llamado arte de Tigua –ahora incluso en comunidades
al otro extremo de los Andes– han hecho de la obra
de Julio sobre piel de oveja un ítem del folclor ecuatoriano. Pero cuando estamos en aquel pequeño taller,
frente a un cuadro que ha estado labrando durante
varios meses, asentado al caballete con sus pinceles de
plumas de gallina y óleos de colores intensos dispersos por doquier, cuando se sabe que es Julio Toaquiza
quien está contactando a su propio subconsciente para
crear esa pieza, uno se dice: estamos delante de un
Julio Toaquiza y su mujer María Francisco, emblemas del arte en Tigua /
Julio Toaquiza and his wife María Francisca: bearers of art in Tigua .
verdadero eslabón perdido. Cuando se piensa
en todas las piezas del folclor ecuatoriano –sea
música, vestimenta, danza…– ¿es posible que, en
algún momento, todas ellas vinieran de un “Julio
Toaquiza”? De un hombre o una mujer que tuvo
la idea de expresar el mundo de una manera tan
irresistible que todos los vecinos tenían que imitar. Por supuesto, no todo arte popular puede ser
descrito de esta manera. Pero, uno no siempre
está tan cerca de un sujeto tan inspirador como,
hoy en día, se ha vuelto alguien como Julio: un
verdadero artista que desde su pequeño hogar
de Tigua, hace algo mucho más profundo que
producir cuadros: él crea folclor.
It’s hard to believe that this soft-spoken man
from the tiny hamlet of Tigua, in the back-road
highlands that overlook Latacunga, came
up with all of this on his own. His paintings
depicting rural life in the Cotopaxi heartland on
cured sheepskin are so poignantly indigenous,
and have come to represent Andean art in such
a comprehensive way, they feel like an ageless
tradition that took hundreds of artisans and
several centuries to coalesce. But no, the naif
style we know and call “Tigua” today comes
from one man, Julio Toaquiza, and has only
been around for as long as he’s been doing it.
Actually, Julio would insist that it doesn’t even
come from him, per se, but from his dreams.
“As soon as I wake up, the first thing I do is grab
them… as fast as I can. Like this one here…” he
says and shows me a painting that illustrates a
mob of angry peasants, armed with sticks and
stones, terrorizing a kneeling, frightened victim.
“That’s me…” says Julio, “they were all coming
at me, but I got out alive…”, he adds and giggles.
Julio illustrated and narrated an entire book on
the subject, titled “Juliopak Mushuykuna: Julio’s
Dreams“.
Back in 1973, when Julio’s subconscious was first
itching to tell him something, he was still a
peasant farmer like most people in town. One
dream in particular, something about flying over
Tigua hills – which sounds mostly like an outerbody experience when he describes it – incited
him to paint away at a bass drum he owned. This
very bass drum would then catch the attention
of one Olga Fisch, a Hungarian immigrant who
would live to become one of the most prominent
arts-and-crafts dealers in the country. Her initial
impression of the drum must have been intense,
for she not only offered to buy the piece, but
asked him to make a rather excessive number
of follow-up examples. Julio did what he could.
The difficulty of gathering the materials – the
sheepskin, on one hand, but what was much
harder, the wood needed for the drum’s frame –
made large-scale production impossible. Drums
aren’t easy to carry, either. And, since Olga Fisch
had established an important international
clientele, she suggested Julio turn to something
simpler, more transportable. The sheepskin
canvas, in fact, was a stroke of genius, making the
“Tigua” product a veritable art piece, as well as
lending that art piece a most exotic support.
He painted the harvest, he painted celebrations,
he painted women weaving, he painted the farm
animals, he painted, of course, the majestic
condor, and numerous times, Olga Fisch herself…
single-handedly creating an entire artistic universe
of life in the Ecuadorian backcountry, an artistic
universe that quickly became irresistible.
The question remains: Is this folklore? Hundreds
of artisans in the area followed in his footsteps
over the years. Juan César Umaginga, who we met
at Quilotoa, is an avid painter, and he gives him
all the credit: “everyone does his thing, of course,
but why would I lie to you: it all began with Julio
Toaquiza”. Julio’s family, all of his sons and
daughters, are painters. Their respective significant others are also painters. All of them
together, and everyone else who does so called
Tigua art – now even from communities on the
opposite end of the Andes – have made Julio’s
sheepskin oeuvre a folkloric item. But when you
stand at his small one-room workshop and look
at a painting he’s been working on for several
months, sitting on its easel with chicken-feather
brushes on the side and oil paints scattered
about, when you know it is Julio Toaquiza who’s
reached out into his own subconscious to create
it: are we standing in front of a veritable ‘missing
link’? When you think of every piece of so-called
folkloric expression –music, dress, dance, etc.
– found throughout this folkloric nation… is
it possible that it all, once, came from a Julio
Toaquiza? From one man or woman who had the
inkling to express the world in a specific, irresistible way that everyone just had to imitate… Surely,
not all folk art can be defined this way… but we
aren’t always that close to such an inspiring individual as we are, today, to someone like Julio: an
influential artist, who, in his quiet Tigua home,
does something so much deeper than produce his
customary paintings: he actually creates folklore.
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