vampiros de hungría y sus alrededores

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Autor: Alexander Weiss – insomnio@iespana.es
El erudito abad Agustín Calmet, autor de un confuso y monumental comentario bíblico, fue el
blanco preferido de los iluministas del siglo XVIII, los cuales le escarnecieron a menudo como el
más estólido campeón de la superstición. El destino de Calmet fue de todos modos triste, ya que,
mal visto por los iluministas, tampoco fue nunca muy apreciado por los católicos conservadores y
su nombre hoy en día sólo se encuentra en las bibliografías de vampirismo. De todas formas, el
filósofo Voltaire pecó frente a él de ingratitud, desde que en otro tiempo había sido huésped del
abad, y se había aprovechado de la riquísima biblioteca de Calmet para proporcionarse una cultura.
VAMPIROS DE HUNGRÍA Y SUS
ALREDEDORES
Cada siglo, cada nación, cada pueblo tiene sus preocupaciones y sus enfermedades, sus
modas, sus inclinaciones, que forman su idiosincrasia; pasan y unas se suceden a otras, y muchas
veces lo que en un tiempo ha parecido admirable se convierte en despreciable y ridículo. Ha habido
épocas en las que no se pensaba más que en ciertas devociones, en cierta clase de estudios o en
ciertos ejercicios. Se sabe que durante algunos siglos el viaje a Jerusalén constituía el deseo
dominante de los europeos. Reyes, príncipes, señores, obispos, eclesiásticos y religiosos acudían en
masa. Las peregrinaciones a Roma eran igualmente muy frecuentes y concurridísimas. Todo ha ido
modificándose. Se han visto provincias enteras invadidas por flageladores, de los que no queda más
que algún residuo en las hermandades de penitentes que todavía subsisten en muchos lugares.
En este país hemos visto titiriteros y bailarines que continuamente saltaban y bailaban por
las calles e incluso en las iglesias. Parece que los convulsionarios de nuestros días los hayan hecho
revivir, y la posteridad se maravillará de cómo hoy nosotros nos burlamos de ellos. En Lorena, a
finales del siglo XVI y a principios del XVII, no se hablaba de otra cosa que de brujos y de brujas.
Desde hace mucho tiempo ya no ocurre así. ¿Qué éxito no obtuvo la filosofía de Descartes cuando
se divulgó? Se despreciaba a la filosofía antigua, no se hablaba más que de experiencias físicas, de
nuevos sistemas y de nuevos descubrimientos. Tan pronto como apareció Newton, fue aceptado y
defendido por todo el mundo. ¿El sistema de Low, los billetes de Banco, los furores de la región de
Quimquemfoix no han ocasionado innumerables disturbios? Los franceses estaban atacados por una
especie de convulsión.
Desde hace cerca de sesenta años, en Hungría, en Moravia, en Silesia y en Polonia, aparece
ante nuestros ojos un nuevo fenómeno: según dice la gente, hombres muertos hace muchos años, o
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por lo menos hace muchos meses, regresan, hablan, caminan, inquietan a las gentes, ofenden a los
hombres y los animales, chupan la sangre de sus parientes, les ocasionan enfermedades e incluso la
muerte. Solamente desenterrando un cadáver, empalándolos, cortándoles la cabeza, quemándolos o
sacándole el corazón, pueden librarse de sus visitas y daños. A los que de tal modo actúan se les
llama upiros o vampiros, lo que equivale a decir sanguijuelas. Y se narran hechos tan singulares,
precisos y revestidos de detalles tan mínimos, y de informaciones tan fidedignas, que casi es preciso
adoptar la creencia que corre por aquellos países: que realmente dichos individuos salen de sus
sepulturas y realizan todos los horrores que se les atribuyen.
Los resucitados de Hungría, o vampiros, son hombres que murieron hace mucho tiempo,
variable según los casos, que salen de sus sepulturas, y vienen a afligir a los vivos, les chupan la
sangre, se aparecen, golpean las puertas y desordenan las casas, y, finalmente, llegan en ocasiones a
producir la muerte.
Se han propuesto varias teorías para explicar el retorno y apariciones de los vampiros.
Algunos las han negado y rechazado como quiméricas, y como resultado de la superstición y la
ignorancia del pueblo.
Algunos han supuesto que estas personas no habían muerto en realidad, sino que habían sido
sepultadas vivas, y que por sí mismas salían de las sepulturas.
Otros los creen realmente muertos, pero que Dios, mediante un permiso o una orden
especial, les autoriza u ordena regresar y volver a tomar su cuerpo por algún tiempo. Esto se apoya
en que cuando se abre una tumba, se hallan con el cuerpo entero, con la sangre roja y fluida, y con
los miembros flexibles y manejables.
Otros sostienen que es el demonio el que los hace aparecer, y por mediación suya ocasionan
todos los males que infligen a los hombres y los animales.
Yo sé que el señor de Vassimont, consejero de Cámara de los condes de Bar, enviado a
Moravia por su Alteza Real el rey Leopoldo I, duque de Lorena, para asuntos del príncipe Carlos, su
hermano, obispo de Olmuetz y de Osnabrueck, oyó como las gentes decían que en aquel país era
cosa ordinaria y común que hombres muertos hacía algún tiempo aparecieran en las reuniones y
compartieran la mesa con las personas que en vida conocieron. Y que aquél de los presentes al que
el aparecido hacía un determinado signo con la cabeza, moría infaliblemente pocos días después.
Admirado, quiso asegurarse, y recogió informaciones exactas de muchas personas, entre ellas de un
anciano párroco, el cual aseguraba haber visto más de un caso.
Los obispos y los curas del país consultaron la opinión de Roma sobre hecho tan
extraordinario, pero ni siquiera recibieron contestación. Todos esos fenómenos probablemente
fueron considerados simples visiones o imaginaciones del pueblo. Pensaron más tarde desenterrar
los cuerpos de aquéllos que aparecían de tal modo, y quemarlos o destruirlos de otra forma. De tal
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guisa se libraron de los inoportunos espectros, que en dicho país hoy ya no son tan frecuentes. Así
lo explica el buen párroco.
Estas apariciones han dado pie para el argumento de un pequeño libro titulado Magia
Póstuma, escrito por Carlos Fernando de Schertz, impreso en Olmuetz en 1706 y dedicado a Carlos
de Lorena.
Narra el autor que en cierto pueblo murió una mujer, confortada con los últimos
Sacramentos, y fue sepultada del modo usual en el cementerio. Cuatro días después de su muerte
oyeron los habitantes un gran ruido y un estrépito extraordinario, y varias personas contemplaron la
aparición de un fantasma, unas veces con figura de hombre y otras con la de perro. Todos los que le
vieron recibieron grandes males. A algunos les apretó la garganta, o el pecho, hasta ahogarlos casi,
o les golpeó hasta dejarlos maltrechos, al extremo de encontrarlos pálidos, delgados y sumamente
extenuados. Tal fantasma no perdonaba ni tan siquiera a los animales. Se hallaron vacas tendidas en
el suelo y medio muertas; alguna vez las ataba por la cola. Se veían caballos extremadamente
fatigados, llenos de sudor, jadeantes, anhelantes, cubiertos de espuma, como después de una larga y
fatigosa carrera.
El citado autor examina los hechos como jurista, y funda sus razonamientos en hechos y
derechos. Igualmente cita muchos ejemplos de tales apariciones, y de los males que de ellas se
derivan, citando el caso de un pastor del pueblo de Blow, cerca de la ciudad de Kadam, en
Bohemia, que se apareció varias veces y que llamaba a algunas personas por su nombre, las cuales
morían dentro de los ocho días siguientes. Los campesinos de Blow desenterraron el cuerpo del
pastor y le atravesaron con un palo clavándole en la tierra. Dicho individuo se reía de los que le
habían dado tal trato, y les decía, bromeando, que le hacían un gran favor dotándole de un bastón
para defenderse de los perros. La misma noche se levantó y aterrorizó a muchos habitantes y mató a
mayor número de los que hasta entonces había matado. En vista de ello, lo entregaron al verdugo,
que lo puso encima de una carreta para transportarlo fuera del pueblo y quemarlo. Aquel cadáver
aullaba como un endemoniado, movía los pies y las manos igual que si estuviera vivo, y cuando
nuevamente se le mató, lanzó feroces gritos y esparció gran cantidad de sangre. Finalmente, lo
quemaron, y de esta forma dicho fantasma dejó de aparecer y de causar daños.
Igual se hacía con todos los resucitados. Cuando los sacaban de la sepultura, los encontraban
con el rostro coloreado, con las carnes blandas y palpables, sin gusanos y sin podredumbre, pero
con un fuerte hedor. El autor cita a otros varios escritores y, según dice, se dejan ver con frecuencia
también en las montañas de Silesia y de Moravia. Puede contemplárseles de noche y de día, y las
cosas que una vez les pertenecieron se mueven y cambian de sitio solas. El único medio contra estas
apariciones es el de decapitar y quemar el cuerpo de los que aparecen.
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No obstante, antes de realizar la ejecución se practican actuaciones judiciales: se citan y
examinan testigos, se oyen las razones, se examina el cuerpo desenterrado para ver si presenta los
signos ordinarios, tales como la flexibilidad y la movilidad de los miembros, la fluidez de la sangre
y la incorruptibilidad de la carne. Cuando se dan tales signos, se entregan los cuerpos al verdugo, el
cual los quema. Alguna vez sucede que estos fantasmas aparecen todavía, durante tres o cuatro días
después de la ejecución. Otras veces se aplaza por seis o siete semanas el dar sepultura a los cuerpos
de personas sospechosas, y cuando no se descomponen, cuando siguen con los miembros flexibles y
móviles, igual que si estuvieran vivos, se ordena su incineración. Afirman como cosa cierta que sus
vestidos se mueven solos sin que nadie los toque, y no hace mucho tiempo, se vio en Olmuetz –
continúa nuestro autor- un espectro que tiraba piedras y sembraba el pánico entre los habitantes.
Hace quince años, un soldado alojado en la casa de un aldeano haidámaco, en las fronteras
de Hungría, vio entrar, mientras se encontraba a la mesa con su anfitrión, a un desconocido, el cual
se sentó con ellos en la mesa. El soldado permanecía tranquilo por ignorar lo que pasaba; pero como
quiera que al día siguiente murió el dueño de la casa, el soldado se enteró de que aquel individuo
era el padre de su anfitrión, muerto y sepultado hacía diez años, y que había venido a sentarse a su
lado y a anunciarle su muerte.
El soldado informó de ello rápidamente a su regimiento, y desde éste se avisó a los oficiales
generales, que comisionaron al Conde de Cabreras, jefe del regimiento, para que reuniera
informaciones precisas sobre el hecho. Marchó al lugar, juntamente con otros oficiales, un cirujano
y un auditor; tomaron declaración a todas las personas de la casa, las cuales unánimemente
atestiguaron que el que había aparecido era el padre del dueño de la casa, y que era totalmente
cierto lo que había explicado el soldado, y todos los habitantes de aquel pueblo confirmaron lo
dicho.
En vista de ello se hizo desenterrar el cuerpo del fantasma, y su estado era el de un hombre
que acabara de morir, y su sangre conservaba la liquidez que sólo se observa en los vivos. El conde
de Cabreras lo hizo decapitar, y después volvieron a enterrarlo. Se incoó también proceso acerca de
otros resucitados. Entre ellos, de uno que había muerto hacía treinta años, y que, por tres veces,
había comparecido en su casa a la hora de la comida y chupó la sangre del cuello de su hermano, de
un hijito de éste, y de un criado, y los tres murieron a consecuencia de ello. Con base a esta
declaración, el comisario hizo desenterrar a dicho hombre y se le encontró igual que el primero, con
la sangre líquida, como la tendría un hombre vivo, y ordenó que con un clavo le atravesaran las
sienes y le volvieran a enterrar.
Hizo quemar a un tercero, que hacía más de dieciséis años que yacía sepultado y había
chupado la sangre y ocasionado la muerte a dos de sus hijos. El comisario hizo una relación de todo
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ello a los oficiales generales, que enviaron diputados a la Corte del Emperador, para que éste
ordenase que se mandaran varios médicos, cirujanos y alguna persona docta e ilustrada, para que
examinaran las causas de estos sucesos tan extraordinarios.
A primeros de septiembre, en el pueblo de Kisilova, distante tres leguas de Gradisch, murió
un viejo de setenta y dos años. Tres días después de su entierro se apareció de noche a un hijo suyo
y le pidió de comer. Una vez cumplido su deseo, comió y desapareció. Al día siguiente el hijo
explicó lo sucedido a sus vecinos. Aquella noche el padre no compareció, pero la siguiente se dejó
ver y pidió de comer. No se sabe si le dieron o no, pero al día siguiente el hijo fue hallado muerto en
su cama, y al mismo día enfermaron de repente cinco o seis personas del pueblo hasta que murieron
a los pocos días.
El gobernador del lugar, enterado de ello, envió un informe al Tribunal de Belgrado, y se
mandaron a dos de sus magistrados con un verdugo para examinar el caso. El oficial imperial de
quien proviene este informe partió para Gradisch, para ser testigo de lo que tantas veces les habían
contado.
Se abrieron las sepulturas de los que habían muerto hacía ya seis semanas, y cuando
destaparon la del viejo, lo encontraron con los ojos abiertos, la piel sonrosada, respiración natural,
pero inmóvil igual que un muerto, por lo cual llegaron a la conclusión de que era un vampiro. El
verdugo le clavó un palo en el corazón y quemó el cadáver. En los cuerpos del hijo y de los otros no
se halló signo alguno de vampirismo.
Hace casi cerca de cinco años que cierto heiduco de Madraiga, llamado Arnaldo Polo, fue
aplastado por un carro de heno. Treinta días después de su muerte, cuatro personas murieron de
repente. Fallecieron con los signos que se observan, según la tradición el país, en aquellos que son
atacados por vampiros. Entonces se acordaron de lo que varias veces había contado el tal Arnaldo:
que en los alrededores de Cassova y junto a las fronteras de la Serbia turca había sido atacado por
un vampiro turco. Se cree que los que en vida han sido vampiros pasivos, una vez muertos se
convierten en vampiros activos, es decir, que los que fueron mordidos muerden a su vez cuando les
toca el turno. Dicho individuo había hallado la forma de curar comiendo tierra del sepulcro del
vampiro y frotándose con su sangre. Esta precaución, sin embargo, no fue suficiente para evitar que
después de su muerte se convirtiera en vampiro, ya que cuando lo desenterraron, cuarenta días
después, en su cadáver se encontraron todas las características del vampirismo. Su cuerpo tenían
buen color, los cabellos, las uñas y la barba le habían crecido; las venas estaban llenas de sangre
líquida que se derramaba sobre la sábana que le envolvía.
El hadnagi, o sea el gobernador del lugar, ante cuyos ojos fue desenterrado el cadáver, y que
era un hombre muy conocedor del vampirismo, hizo clavar un palo aguzado en el corazón del
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difunto Arnaldo hasta atravesarlo de parte en parte. El cadáver lanzó un grito terrible, igual que si
estuviera vivo; después le cortaron la cabeza y lo quemaron. Lo mismo se realizó con los cadáveres
de otras cuatro personas de probado vampirismo para evitar que dañasen a otros.
A pesar de todo, después de cinco años volvieron a empezar los funestos prodigios, y
muchos del mismo pueblo perecieron de una manera peculiar. En el transcurso de tres meses,
diecisiete personas, de diferente sexo y edad, murieron de vampirismo, algunas sin estar enfermas,
otras tras una ligera enfermedad de dos o tres días. Entre ellas había una joven llamada Stanoska,
hija del heiduco Jotuitzo, que habiéndose ido a la cama perfectamente bien, se despertó a
medianoche toda temblorosa, con aullidos y gritos terribles, diciendo que el hijo del heiduco Millo,
muerto nueve semanas antes, la había casi estrangulado mientras dormía. Desde aquel momento
comenzó a enfermar y murió al cabo de tres días. Todas estas cosas que dijo la joven del hijo de
Millo hicieron que se considerara a éste como un vampiro. Desenterraron su cuerpo y,
efectivamente, comprobaron que así era. Los principales del lugar, los médicos y los cirujanos
estudiaron cómo pudo resucitar el vampirismo después de las precauciones tomadas los años
anteriores.
Tras muchas indagaciones se descubrió finalmente que el difunto Arnaldo no sólo había
matado a las cuatro personas antes mencionadas, sino también a muchos animales; de éstos habían
comido los nuevos vampiros, y entre ellos el hijo de Millo. De acuerdo con tales indicios decidieron
desenterrar a todos los que habían muerto en aquellos años, y entre unos cuarenta hallaron a
diecisiete con los más evidentes caracteres del vampirismo; les atravesaron el corazón, les cortaron
la cabeza y luego los quemaron y arrojaron al río sus cenizas.
Todas las informaciones y ejecuciones por nosotros narradas han sido realizadas jurídica y
legalmente, y atestiguadas por muchos oficiales que están destinados en aquel país, por cirujanos
mayores de los regimientos y por los principales habitantes del lugar. Hacia finales del pasado
enero, el proceso se remitió al Consejo de Guerra Imperial de Viena, que había creado una comisión
militar para examinar la realidad de todos estos hechos.
Los escritos publicados en los años 1693 y 1694 en el Mercurio Galante hablan de los
upiros y vampiros que se ven en Polonia y especialmente en Rusia. Éstos aparecen desde el
mediodía hasta la medianoche para chupar la sangre de los hombres y de los animales vivos, y en
tal abundancia, que alguna vez les sale por la boca, por la nariz y especialmente por las orejas, de
suerte que no es raro que el cadáver nade en su propia sangre dentro del sepulcro. Se dice que el
vampiro tiene tal apetito, que hace que se coma el lienzo en que está envuelto. Este resucitado o
upiro poseído por el demonio, sale de noche y abraza y aprieta con violencia a sus parientes y
amigos, y les chupa la sangre hasta el punto de que pierden las fuerzas y se debilitan lentamente
hasta que mueren. Tal persecución no queda reducida a una sola persona, sino que se extiende a
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todos los de la familia, mientras no se decapite al resucitado o se le abra el corazón una vez
desenterrado el cadáver. Les brota del cuerpo gran cantidad de sangre, y algunos la recogen, la
mezclan con harina y hacen pan. La diaria consumición de este pan les preserva de las vejaciones
del espectro, el cual ya no retorna más.
He aquí la trascripción de una carta escrita a un amigo mío, incrédulo en tales cuestiones, a
propósito de los resucitados de Hungría y los vampiros:
“Para contribuir a las investigaciones del abate Calmet a propósito de los vampiros, la
persona que suscribe le asegura que no hay cosa más verdadera y más cierta que lo que habrá leído
en las Actas publicadas, impresas e insertas en las gacetas de toda Europa; pero entre estas Actas
públicas, el señor abate, para un hecho verídico y notorio, tiene que referirse al de la Comisión de
Belgrado ordenada por su Majestad Imperial Carlos VI, de gloriosa memoria, y ejecutada por su
Alteza Serenísima, el duque Carlos Alejandro de Wuerttemberg, entonces gobernador del reino de
Serbia, sin que se pueda en la actualidad citar el año, mes y día, por no disponer de los papeles en
donde tengo los datos necesarios.
Este príncipe mandó desde Belgrado una Comisión, la mitad de ella compuesta por oficiales
militares, y la otra mitad por oficiales civiles, con el fiscal general del reino, para que fuera a un
pueblo, en donde un vampiro famoso, muerto muchos años antes, hacía estragos sin fin entre los
suyos. Hay que hacer notar que estos sorbedores de sangre únicamente causaban daño entre los
miembros de su propia familia. Formaban dicha comisión personas muy conocidas por su probidad
y conocimientos, irreprochables y profundos; llevaban consigo un teniente de granaderos del
regimiento del príncipe Alejandro de Wuerttemberg y veinticuatro granaderos del mismo
regimiento. La mayor parte de las personas honradas que se encontraban en Belgrado, entre ellas el
propio duque, se unieron a la comisión para poder ver con sus propios ojos la verídica prueba que se
iba a efectuar.
Llegados al lugar se encontraron con que, en el espacio de quince días, el vampiro, tío de
cinco sobrinos entre varones y mujeres, ya había matado a tres de ellos y a un hermano suyo. Ahora
le tocaba el turno a la quinta víctima, una bella y joven hija de su sobrina a la que había atacado ya
por dos veces, por lo que ésta se encontraba en un desdichado estado de debilidad y enfermedad. No
he podido saber las circunstancias ni el tiempo en que habían sido mordidos y muertos los
anteriores, ni los detalles de los mismos, pero finalmente, con las siguientes operaciones, se puso fin
a esta funesta tragedia.
En compañía de los comisarios se trasladaron a un pueblo no muy alejado de Belgrado,
entraron en forma pública al anochecer y se dirigieron a la sepultura. Hacía cerca de tres años que el
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individuo había sido enterrado y encima de la sepultura se veía cierto resplandor semejante al de un
farol, pero no tan vivo.
Abierta la tumba, se halló a un hombre perfectamente conservado y en apariencia tan sano
como cualquiera de los presentes; tenía los ojos entornados; los cabellos, los pelos del cuerpo, la
barba, las uñas y los dientes eran firmes como lo son en los vivos, y el corazón le palpitaba. Se sacó
el cadáver del sepulcro, el cual a decir verdad no era muy flexible, pero no le faltaba parte alguna,
ni de carne ni de huesos; enseguida le traspasaron el corazón con una lanza de hierro redonda y
aguda, y brotó cierta cantidad de una materia blancuzca y fluida mezclada con la sangre, pero que
no despedía mal olor. Después le cortaron la cabeza con un hacha semejante a la que se utiliza en
Inglaterra para semejante cosa, y salió, igual que antes, pero en mayor cantidad, una materia
blancuzca mezclada con la sangre.
Una vez realizado esto, lo volvieron a colocar en la fosa, cubriéndolo con mucha cal viva
para consumirlo más rápidamente, y desde entonces la sobrina que había sido chupada comenzó a
reponerse.
En el sitio en donde estas personas son mordidas, aparece una mancha azulada; pero la
succión no se realiza siempre en el mismo lugar, sino que puede localizarse en cualquier parte del
cuerpo.
Un pariente del mismo oficial hizo que se me escribiera el 17 de octubre de 1746, que su
hermano, que ha servido por espacio de veinte años en Hungría y ha examinado con gran atención
cuanto allá se dice sobre los vampiros, encuentra que los habitantes de aquel país son más crédulos
y supersticiosos que en otras partes y que atribuyen a sortilegio toda clase de enfermedad, y que a la
primera sospecha de que una persona muerta pueda haber acarreado tal daño, lo denuncian al
magistrado, el cual previa declaración de algunos otros, hace desenterrar el muerto, y que con una
azada le corten la cabeza. Si sale alguna gota de sangre se llega a la conclusión de que es la sangre
chupada a la persona enferma. Pero el que me ha escrito da muestras de estar muy lejos de creer lo
que allí se piensa al respecto.
De tales ejemplos se puede extraer algunas pruebas a favor de la existencia de los vampiros,
es decir que los resucitados de Hungría, de Moravia, de Polonia, etc., no están realmente muertos,
sino que viven en sus sepulturas aunque sin movimientos y sin respiración. La sangre que en ellos
se encuentra activa y roja, la flexibilidad de los miembros y los gritos que dan cuando les traspasan
el corazón o les cortan la cabeza, son pruebas de que todavía viven.
Más ésta no es la principal dificultad; lo principal sería saber cómo salen de la tumba y
cómo regresan a ella, sin que aparezca señal alguna de haber sido removida la tierra; por qué
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aparecen vestidos con sus trajes y van y vienen, comen, etc. ¿Por qué vuelven al sepulcro? ¿Por qué
no se quedan con los vivos? ¿Por qué chupan la sangre de los parientes? ¿Por qué afligen y causan
daño a personas que no los han ofendido, y a las que deberían querer? Y si todo ello no es más que
fruto de la imaginación de los que son molestados, ¿por qué los vampiros son hallados incorruptos
en sus tumbas, llenos de sangre, con los miembros flexibles y manejables, y con los pies enfangados
al día siguiente de la noche en que han salido a molestar a las personas de la vecindad, y tal signo
no se halla en los otros cadáveres enterrados al mismo tiempo y en el mismo cementerio? ¿Por qué
razón no vuelven y no ocasionan otras molestias cuando son quemados y empalados? ¿Serían
quizás efecto de la fantasía de los vivos, o de sus prejuicios, los cuales se tranquilizan después de
efectuadas estas operaciones? ¿Por qué con tanta frecuencia se remueven tales escenas en estos
países y la diaria experiencia, en lugar de destruirlos, las corrobora y las acrecienta aún más?
Es opinión bastante común en Alemania que ciertos muertos comen en sus tumbas, y
devoran lo que tienen alrededor, y que se les oye comer, en forma parecida a los cerdos, con cierto
ruido sordo, y casi murmurando y gruñendo. El alemán Michel Rauff ha escrito una obra titulada
De masticatione mortuorum in tumulis. Cita como cosa probada y cierta que hay algunos muertos
que se han comido las ropas en que estaban envueltos, y todo lo que tenían cerca, llegando incluso a
devorar sus propias carnes. Hace observar que en algunos lugares de Alemania, para impedir que
los muertos coman, les ponen debajo del mentón una buena cantidad de tierra; que en otros lugares
les ponen en la boca una pequeña moneda de plata o una piedra, o les anudan fuertemente el cuello
con un pañuelo.
Se habría podido añadir lo sucedido al conde Enrique de Salm, el cual, creyéndole muerto,
fue sepultado vivo. Por la noche se oyeron gritos en la iglesia de la abadía de Silleri, en donde
estaba sepultado, y al día siguiente, abierta la sepultura, lo encontraron tumbado boca abajo,
mientras que lo habían enterrado en posición supina. Hace algunos años fue sepultado un hombre en
el cementerio de Bar-le-Duc, y durante la noche se escuchó un gran ruido, por lo que, a la mañana
siguiente, al desenterrarlo, vieron que se había comido la carne de los brazos. Lo hemos sabido por
testigos. Se había embriagado con aguardiente y creyéndole muerto fue enterrado.
Rauff habla de una mujer de Bohemia, muerta en 1345, que se comió, dentro de la tumba, la
mitad de su mortaja. En tiempos de Lutero un hombre y una mujer que fueron sepultados juntos se
devoraron las vísceras. Otro individuo muerto en Moravia devoró la sábana de una mujer sepultada
cerca de él.
El más notable ejemplo citado por Rauff es el de un cierto Pedro Plogojovits, enterrado
desde hacía diez semanas en un pueblo de Hungría llamado Kisolova. Dicho hombre se apareció de
noche a algunos lugareños, y casi los estranguló. Murieron a las veinticuatro horas; y en ocho días,
nueve personas, jóvenes y viejos, perecieron de igual forma. La viuda del propio Plogojovits
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manifestó que su marido, después de muerto, había venido a pedirle los zapatos, y se aterrorizó de
tal modo, que abandonando la casa de Kisolova, se marchó a vivir a otra parte.
Tales circunstancias decidieron a los habitantes del pueblo a desenterrar el cuerpo de
Plogojovits y quemarlo para librarse de tales molestias. Recurrieron al oficial del Emperador para
desenterrar el cuerpo de Pedro Plogojovits. El oficial y el párroco pusieron muchas dificultades,
pero los vecinos protestaron alegando que si no obtenían el permiso para desenterrar el cadáver de
aquél que no dudaban era un verdadero vampiro, se verían obligados a abandonar sus casas y
marchar a donde pudieran.
El oficial imperial que ha escrito este informe, viendo que no podía detenerlos, ni con
promesas ni con amenazas, fuese con el Tribunal de Grandisca a Kisolova, y exhumado el cadáver
comprobaron que no exhalaba ningún mal olor, que se conservaba entero como si estuviera vivo, a
excepción de la punta de la nariz que aparecía algo marchita y seca; le habían crecido los cabellos y
la barba, y le habían nacido nuevas uñas en lugar de las otras que se le habían caído; bajo el primer
cutis, que aparecía muerto y blanquecino, transparentábase otro, sano y de color natural, y que los
pies y las manos estaban enteros, como lo pueden estar los de un vivo; observaron que en la boca
tenía sangre fresca, que el pueblo creía que era la que había sido chupada por este vampiro a los
hombres a quienes había ocasionado la muerte.
El oficial imperial y el párroco examinaron con atención especial todas estas cosas, y el
pueblo que estaba presente, movido por mucho enojo y mucho más convencido de que era la
verdadera causa de la muerte de sus compatriotas, corrió enseguida en busca de un palo puntiagudo
y se lo clavaron en el pecho, de donde brotó gran cantidad de sangre, así como de la boca y de la
nariz, y de otras partes del cuerpo salió una materia que el pudor no permite nombrar. Finalmente,
se colocó el cuerpo encima de una pila de leña y lo redujeron a cenizas.
Mucho se ha hablado para explicar estas cosas. Algunos han supuesto que eran milagros;
otros las han aceptado como fruto de una fantasía excesivamente agitada o de una fuerte
superstición. Unos pocos han creído que todo era muy natural y simple, porque dichas personas no
habían muerto realmente y actuaban sobre otros cuerpos de modo muy natural. Otros muchos han
pretendido que todo era obra del diablo, y entre éstos hay algunos que afirman que existen ciertos
diablos benignos, distintos de los diablos maléficos, y a los que atribuyen ciertos actos burlescos e
indiferentes, a diferencia de los diablos maléficos que infunden a los hombres toda suerte de
prejuicios, los maltratan, les hacen morir y les ocasionan infinitos males. Otra tendencia opina que
los muertos no se comen las propias carnes y vestidos, sino que son las serpientes, o las ratas, o los
topos, o los linces u otros animales voraces. O bien lo que los gentiles llaman striges, ciertos pájaros
que devoran los animales y a los hombres, y les chupan la sangre. Algunos han dicho que ejemplos
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de tal naturaleza se dan especialmente en las mujeres, principalmente en tiempo de peste; pero
tenemos ejemplos de resucitados de ambos sexos, y especialmente hombres. Aunque las muertes
por peste, veneno, hidrofobia, borrachera y enfermedad epidémica dan la mayor parte de los
resucitados, quizá porque su sangre se coagula con mayor dificultad, y alguna vez son enterrados
sin estar muertos, por miedo a dejarlos demasiado tiempo sin sepultura y a que infecten el aire.
Añádase que estos vampiros sólo se ven en ciertos países como Hungría, Moravia y Silesia,
en donde tales enfermedades son más comunes y en donde los habitantes, deficientemente
alimentados, están sometidos a ciertas enfermedades ocasionadas por la comida y el clima, y
aumentadas por los prejuicios de la superstición y por el miedo, capaz de producir o aumentar las
enfermedades más graves y peligrosas, como desdichadamente lo prueba la experiencia diaria. Que
además, según dicen algunos, los muertos coman y mastiquen de forma parecida a los cerdos,
dentro de sus tumbas, es cosa enteramente fantástica y exclusivamente fundad en creencias
ridículas.
He formulado ya la objeción fundada en la imposibilidad de que estos vampiros salgan de
sus tumbas y regresen a ellas in dejar señal alguna de que el terreno haya sido removido con su
salida y entrada; a tal objeción jamás se ha podido contestar y jamás se contestará. Decir que el
diablo sutiliza y espiritualiza los cuerpos de los vampiros, es decir una cosa que no es verosímil y
que no puede probarse.
La fluidez de la sangre, su color colorado, la flexibilidad de los miembros de los vampiros,
las uñas y los cabellos que crecen, los cuerpos incorruptos, son todas cosas que no tienen que
sorprender. Todos los días se ven cuerpos incorruptos que, después de la muerte, conservan un color
bermejo. Ello no debe parecer sorprendente en aquéllos que mueren sin tener enfermedad alguna, de
muerte repentina, o bien de ciertas enfermedades, bien conocidas por los médicos, que no afectan a
la fluidez de la sangre, ni a la blandura y flexibilidad de los miembros. El que en los cuerpos aún no
corrompidos crezcan los cabellos y las uñas, es cosa muy natural. En dichos cuerpos queda todavía
cierta lenta e imperceptible circulación de humores, lo cual ocasiona el crecimiento de las uñas y
cabellos, igual que vemos crecer y germinar las cebollas, sin ninguna nutrición y sin la humedad de
la tierra. Lo mismo puede decirse de las flores y, generalmente, de todo lo que depende de la
vegetación, en los animales y en las plantas.
La creencia entre los habitantes de Grecia del regreso de los brucolachi, no tiene
fundamento más sólido que la de los vampiros y la de los resucitados. La ignorancia, la
superstición, el miedo de los griegos han dado origen a esta vana e inconsistente tradición, y la ha
conservado hasta hoy.
Todo lo que se dice de las personas muertas, acerca de que comen bajo tierra y en sus
tumbas, es tan pueril y ridículo que no precisa una seria refutación. Todos sabemos que con
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frecuencia se entierran personas que todavía no están muertas. Desgraciadamente vemos ejemplos
en todas las historias, antiguas y modernas. La tesis de Vinslou y las notas añadidas por Bruhier son
suficientes para probar que son pocos los signos seguros de una muerte cierta y verdadera, fuera del
hedor y del principio de la putrefacción de un cuerpo. Existen infinitos ejemplos de personas a las
que se había creído muertas y que han vuelto a la vida incluso después de inhumadas. Conocemos
ciertas enfermedades durante las cuales el paciente permanece durante largo tiempo sin habla, sin
movimiento y sin respiración sensible. Se dan casos de ahogados y supuestos muertos, a los que se
ha hecho volver a la vida mediante una sangría o con la aplicación de otros remedios.
Todo esto se sabe, y puede servir para explicar cómo han podido salir de la tumba algunos
vampiros que han hablado, gritado, aullado y vomitado sangre. Porque todavía no habían muerto.
Los han matado después, decapitándolos, quemándolos o traspasándoles el corazón. Es
comprensible, pues, que con semejantes operaciones, se lleva a cabo una manifiesta injusticia, ya
que pretextar un supuesto regreso para afligir a los vivos y darles muerte, o maltratarlos, no es razón
suficiente para actuar así. Por otra parte, nunca se ha podido probar el dicho regreso, ni demostrar
su autenticidad en forma tal que pueda autorizar a alguien a poner en práctica tal crueldad,
haciendo morir ignominiosamente, bajo acusaciones inciertas y gratuitas a personas ciertamente
inocentes de los delitos que se les imputaba. Por ello, no tiene fundamento alguno todo lo que se
dice sobre las apariciones, las vejaciones y los daños ocasionados por los pretendidos vampiros y
por los brucolachi. No me maravillo, pues, de que la Sorbona haya condenado los inhumanos y
violentos actos que se practican sobre aquellos cuerpos muertos, y hay que asombrarse de que los
poderes seculares y los magistrados no usen de su autoridad y de la severidad de las leyes para
reprimirlos.
Yo no veo en todo esto más que tinieblas y dificultades, que dejo para resolver a quien tenga
habilidad y valor mayores que los míos.
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