Freud, Sigmund, “El malestar en la cultura”, obras completas

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EL MALESTAR EN LA CULTURA
Sigmund Freud
La lectura de “El malestar en la cultura” deslumbra e impacta no sólo por la calidad
y profundidad de las intuiciones e ideas de Sigmund Freud sino también por la maestría
argumentativa y el rigor lógico que el autor emplea para expresarlas. Un mago del
discurso que no deja cabos sueltos, un malabarista prodigioso que atrapa las ideas en el
aire para dejarlas caer con gracia en su sombrero psicoanalítico confiado en que habrán
de encontrar perfecto acomodo en las categorías creadas por su genio: el ello, el yo, el
super-yo, el complejo de Edipo, el principio del placer, el sentimiento oceánico. Freud
propone, objeta, analiza y, sin escabullirse jamás, concluye. La conclusión es ya la
siguiente idea a esclarecer y será víctima del mismo rigor analítico; enlazadas una tras
otra con fluidez crean en el lector la impresión o la ilusión de que si todo encaja tan
perfectamente así es, así debe ser.
La duda sobre si el sentimiento religioso es o no una experiencia universal e innata
presente en el ser humano lo lleva a indagar sobre la sensación de desamparo infantil
que a su vez lo conduce al análisis de dos conceptos antagónicos esenciales para el
hombre: la felicidad y el sufrimiento. De ahí ahonda en los caminos que podemos elegir
en la búsqueda de la felicidad y las infructuosas artimañas que usamos para evitar el
sufrimiento. Lapidario, señala:
“La religión viene a perturbar este libre juego de elección y adaptación, al imponer a
todos por igual su camino único para alcanzar la felicidad y evitar el sufrimiento. Su
técnica consiste en reducir el valor de la vida y en deformar delirantemente la imagen del
mundo real, medidas que tienen por condición previa la intimidación de la inteligencia. A
este precio, imponiendo por la fuerza al hombre la fijación a un infantilismo psíquico y
haciéndolo participar en un delirio colectivo, la religión logra evitar a muchos seres la
caída en la neurosis individual. Pero no alcanza nada más.” (página 3030)
Su preocupación por la desdicha humana lo incita a preguntarse las razones y
motivos por los cuales la cultura, nuestra cultura, no ha podido ser una ayuda eficaz para
el logro de nuestras aspiraciones a la felicidad. Nuevamente el rigor se impone y Freud
desmenuza el concepto de cultura, su génesis (explicación en la que, confieso, me pierdo
y sonrío un poco ante la hipótesis de que la conquista del fuego tuvo algo que ver con el
placer infantil del hombre primitivo de mear sobre el fuego para apagar la llama), su
desarrollo y, por supuesto, las formas de frustración sexual que “impone la sociedad en
aras de sus ideales de cultura” (página 3032) y que nos llevan inexorablemente a la
neurosis y a la insatisfacción.
Aquí hago un alto y canto de alegría ante el advenimiento de la píldora y los
descomunales avances que en materia de tolerancia sexual ha logrado nuestra cultura en
las últimas décadas. Loa a esa pastillita que acabó de golpe y porrazo, sin hipnosis ni
psicoterapia, con una serie de “represiones” sexuales, que ahora podemos ver más bien
como un justificado terror pánico a las consecuencias de un embarazo no deseado. Y que
decir de los estudios de ADN que hacen trizas al viejo principio del derecho romano
“mater semper certa est, pater semper incertus est” y al castizo refrán “hijo de mi hija, mi
nieto, el de mi hijo, Dios lo sabrá”. Pienso en la impotencia del varón frente a la
naturaleza que le niega la certeza de la paternidad pero lo compensa aguzando su
ingenio llevándolo a excelsas creaciones culturales como el cinturón de castidad. Sin
ninguna pretensión feminista y bajo la premisa de que entiendo claramente que en 1930
fuera totalmente impensable una libertad sexual para la mujer como la que ahora
gozamos, cito:
“La siguiente discordia es causada por las mujeres, que no tardan en oponerse a la
corriente cultural, ejerciendo su influencia dilatoria y conservadora. Sin embargo, son
estas mismas mujeres las que originalmente establecieron el fundamento de la cultura
con las exigencias de su amor. Las mujeres representan los intereses de la familia y de la
vida sexual; la obra cultural, en cambio, se convierte cada vez más en tarea masculina,
imponiendo a los hombres dificultades crecientes y obligándoles a sublimar sus instintos,
sublimación para la que las mujeres están escasamente dotadas. Dado que el hombre no
dispone de energía psíquica en cantidades ilimitadas, se ve obligado a cumplir sus tareas
mediante una adecuada distribución de la libido. La parte que consume para fines
culturales la sustrae, sobre todo, a la mujer y a la vida sexual; la constante convivencia
con otros hombres y su dependencia de las relaciones con éstos, aun llegan a sustraerlo
a sus deberes de esposo y padre. La mujer, viéndose así relegada a segundo término por
las exigencias de la cultura, adopta frente a ésta una actitud hostil”. (página (3041).
Me rehúso a aceptar, en este año de gracia de 2011, el papel de la mujer como
enemiga de la cultura. Y respecto a la sublimación, que según el propio Freud, alude a las
actividades psíquicas superiores, a las producciones intelectuales, científicas y artísticas,
“para la que las mujeres están escasamente dotadas” me pregunto cómo habrían tenido
las mujeres de antaño, admirables en tantos sentidos, la posibilidad de contribuir más a
estas actividades psíquicas superiores cuando su preocupación esencial era velar para
que sus hijos lograran superar las terribles enfermedades de la infancia en una era sin
penicilina. Quien no ha sufrido leyendo en los cuentos, historias y novelas de antaño el
relato estremecedor de la muerte de los niños y el indecible sufrimiento de esas madres
que parían y perdían hijos sin parar.
Vuelvo al problema de las causas o razones por las cuales nuestra cultura no ha
podido contribuir a la mayor felicidad del hombre y coincido plenamente con Freud en
cuanto a que el problema no es la cultura misma sino la propia naturaleza humana, los
instintos agresivos del ser humano. “El hombre es el lobo del hombre”, cita Freud a Hobbs
con toda razón.
Viene entonces la tesis medular de su ensayo que intentaré resumir de la
siguiente manera: el ser humano es infeliz; un descontento o malestar acompaña su vida
y aunque suele atribuir este desasosiego a las más variadas causas y motivaciones, en
realidad es el producto de un sentimiento de culpabilidad o angustia generado por la
cultura en su afán de mitigar y domeñar los poderosos instintos agresivos que reinan en
su lo más profundo de su ser. Este sentimiento puede ser consciente (como ocurre
claramente en el caso del remordimiento) o inconsciente. Pero ahí está. La culpa,
reforzada hábilmente por las distintas religiones, hace imposible la realización del principio
del placer. Más aún, este terrible sentimiento de culpabilidad entraña una necesidad de
castigo y se encuentra alojado en nuestro mismísimo interior en la severa instancia que
Freud llama super-yo, encargada de asegurar un buen comportamiento del yo, que hará
todo lo posible por alinearse a toda norma cultural ante el aterrador castigo que conlleva
la transgresión: la pérdida del amor.
Aclara Freud que el super-yo o consciencia moral varía de individuo a individuo en
tanto que en su formación intervienen tanto elementos innatos como elementos del medio
ambiente. Y es aquí donde yo me pregunto si realmente podemos hablar de la presencia
de un sentimiento de culpa en todos y cada uno de los miembros de la comunidad, tal y
como parece aspirar Freud. Pareciera más bien que el super-yo, individual y colectivo se
ha ido relajado tanto que, a pesar de la profusión de leyes, reglamentos y demás
mecanismos culturales con los cuales los “elegidos” guardianes de la sociedad intentan
restringir y reprimir los instintos agresivos y destructivos, éstos campean e imperan
acompañados de una codicia rapaz, sin que se vea en la sociedad un claro reflejo de
malestar o desosiego provocado por la culpa, sino más bien un terror ante estos
desbordados instintos que la cultura aparentemente no puede ni ha podido controlar.
Casi un siglo ha pasado desde que Freud escribió su ensayo y tan sólo seis años
después de su publicación irrumpe una guerra en la que se cometieron atrocidades
indecibles sin que fuera visible “sentimiento de culpa” alguno, ni de un lado ni del otro.
Una guerra en la que el “instinto de muerte”, la destrucción y el exterminio fueron incluso
avalados por leyes que cumplieron con todos y cada uno de los requisitos de forma
necesarios para ser consideradas como tales. Estremece y conmueve la frase de Freud:
“Pero las influencias destructivas comparables a estos factores patológicos no faltan en la
historia de ninguna ciudad, aunque su pasado sea menos agitado que el de Roma,
aunque, como Londres, jamás haya sido asolada por un enemigo” (página 3022).
Al leer la nota al pie de página del párrafo final del ensayo “Strachey señala que
esta última sentencia fue escrita por Freud en 1931 en momentos que la amenaza de
Hittler se hacía presente” no puedo sino sentir terror ante la amenaza que ahora mismo
representa el sangriento espectáculo “organizado” por nuestras autoridades en la “lucha
contra el narco”, ante esa crueldad y desprecio por la vida que nos dejan impotentes y
atónitos cada mañana al leer en el periódico o escuchar en el radio la “última” atrocidad
cometida. Termino, pues, con dos párrafos que contiene toda la sabiduría de ese gran
pensador que fue Sigmund Freud.
“A mi juicio, el destino de la especie humana será decidido por la circunstancia de si –y
hasta que punto- el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida
colectiva emanadas del instinto de agresión y de autointerés. Nuestros contemporáneos
han llegado a tal extremo en el dominio de las fuerzas elementales que con su ayuda les
sería fácil exterminarse mutuamente hasta el último hombre. Bien lo saben, y de ahí
buena parte de su presente agitación, su infelicidad y su angustia. Sólo nos queda
esperar que la otra de ambas “potencias celestes”, el eterno Eros, despliegue sus fuerzas
para vencer en la lucha con su no menos inmortal adversario. Más, ¿Quién podría
augurar el desenlace final?”. (página 3067)
Y esta otra frase que muestra la humildad y profunda sensibilidad de Freud cuando acude
a la poesía de Goethe y se refiere a la “conmovedora imprecación que el gran poeta dirige
contra las potencias celestes: “A la vida nos echáis, dejando que el pobre incurra en
culpa; pues toda culpa se ha de expiar” para después afirmar “no podemos por menos de
suspirar desconsolados al advertir cómo a ciertos hombres les es dado hacer surgir del
torbellino de sus propios sentimientos, sin esfuerzo alguno, los más profundos
conocimientos, mientras que nosotros para alcanzarlos debemos abrirnos paso a través
de torturantes vacilaciones e inciertos tanteos”. (página 3060)
Freud, Sigmund, “El malestar en la cultura”, obras completas, volumen 17 (Ensayos CLIII
a CLXV), editorial Biblioteca nueva, Barcelona, 1988.
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