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PRUEBA PAU: ANTOLOGÍA LITERARIA
Lírica: “Lo fatal” de Rubén Darío, “El mañana efímero” de Antonio Machado
y “Elegía a Ramón Sijé” de Miguel Hernández
Narrativa: fragmento de Ángela Vicario (páginas 108-110 de la edición de
Debolsillo) de Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez y
Es que somos muy pobres, cuento de Juan Rulfo.
Teatro: escena final de La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca,
escena 12ª de Luces de bohemia (fragmento del esperpento) de Valle-Inclán y
escena final, protagonizada por Fernando hijo y Carmina hija, de Historia de
una escalera de Buero Vallejo.
Literatura canaria: “Un día habrá una isla” de Pedro García Cabrera, “Me
busco y no me encuentro” de Josefina de la Torre, “Aguafuerte” de Agustín
Millares y “La chabola” de Pedro Lezcano.
RUBÉN DARÍO
Lo fatal
A René Pérez
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!...
De Cantos de vida y esperanza
ANTONIO MACHADO
CXXXV
El mañana efímero
La España de charanga y pandereta,
cerrado y sacristía,
devota de Frascuelo y de María,
de espíritu burlón y de alma quieta,
ha de tener su mármol y su día,
su infalible mañana y su poeta.
El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero.
Será un joven lechuzo y tarambana,
un sayón con hechuras de bolero,
a la moda de Francia realista
un poco al uso de París pagano
y al estilo de España especialista
en el vicio al alcance de la mano.
Esa España inferior que ora y bosteza,
vieja y tahúr, zaragatera y triste;
esa España inferior que ora y embiste,
cuando se digna usar de la cabeza,
aún tendrá luengo parto de varones
amantes de sagradas tradiciones
y de sagradas formas y maneras;
florecerán las barbas apostólicas,
y otras calvas en otras calaveras
brillarán, venerables y católicas.
El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero,
la sombra de un lechuzo tarambana,
de un sayón con hechuras de bolero;
el vacuo ayer dará un mañana huero.
Como la náusea de un borracho ahíto
de vino malo, un rojo sol corona
de heces turbias las cumbres de granito;
hay un mañana estomagante escrito
en la tarde pragmática y dulzona.
Mas otra España nace,
la España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.
Una España implacable y redentora,
España que alborea
con un hacha en la mano vengadora,
España de la rabia y de la idea.
De Campos de Castilla
MIGUEL HERNÁNDEZ
Elegía a Ramón Sijé
(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha
muerto como el rayo Ramón Sijé, con quien
tanto quería.)
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
(10 de enero de 1936)
De El rayo que no cesa
JUAN RULFO
Es que somos muy pobres
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando
ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca.
A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar.
Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a
esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue
estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba
aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca
que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y,
sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar
el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba
derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido
del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido
lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía,
como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco
por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la
Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la
puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la
calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde
cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún
tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que
la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos
años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez
se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente.
Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos
por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay
un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que
quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también
hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el
río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá
se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy
bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que
no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo
más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí
muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral, porque si no, de su
cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando,
como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que
el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al
volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra
corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al
becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que
la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que allí dio una
voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río
rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña,
de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si
así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi
hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a
la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella
tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las
más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas
eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio
por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y
entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después
salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo
esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, cada una con un hombre trepado
encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya
no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé
para dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar
como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca,
viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse
con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la
vaca era distinto, pues no hubiera faltado quién se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo
por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya
ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así
de retirado de hacerse piruja. Y mi mamá no quiere eso para ella.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando
en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en
el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron
por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella
no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el
pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez
que piensa en ellas, llora y dice: "Que Dios las ampare a las dos."
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la
Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que
prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar
la atención.
-Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que
estoy viendo que acabará mal.
Ésa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí, a mi
lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su
cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca
sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y
sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá
salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar,
como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.
De El llano en llamas
´
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Dueña por primera vez de su destino, Ángela Vicario descubrió entonces que el odio y el amor
son pasiones recíprocas. Cuantas más cartas mandaba, más encendía las brasas de su fiebre,
pero más calentaba también el rencor feliz que sentía contra su madre. «Se me revolvían las
tripas de sólo verla -me dijo-, pero no podía verla sin acordarme de él.»
Su vida de casada devuelta seguía siendo tan simple como la de soltera, siempre bordando a
máquina con sus amigas como antes hizo tulipanes de trapo y pájaros de papel, pero cuando
su madre se acostaba permanecía en el cuarto escribiendo cartas sin porvenir hasta la
madrugada. Se volvió lúcida, imperiosa, maestra de su albedrío, y volvió a ser virgen sólo para
él, y no reconoció otra autoridad que la suya ni más servidumbre que la de su obsesión.
Escribió una carta semanal durante media vida. «A veces no se me ocurría qué decir -me dijo
muerta de risa-, pero me bastaba con saber que él las estaba recibiendo.» Al principio fueron
esquelas de compromiso, después fueron papelitos de amante furtiva, billetes perfumados de
novia fugaz, memoriales de negocios, documentos de amor, y por último fueron las cartas
indignas de una esposa abandonada que se inventaba enfermedades crueles para obligarlo a
volver. Una noche de buen humor se le derramó el tintero sobre la carta terminada, y en vez de
romperla le agregó una posdata: «En prueba de mi amor te envío mis lágrimas». En ocasiones,
cansada de llorar, se burlaba de su propia locura. Seis veces cambiaron la empleada del
correo, y seis veces consiguió su complicidad. Lo único que no se le ocurrió fue renunciar. Sin
embargo, él parecía insensible a su delirio: era como escribirle a nadie.
Una madrugada de vientos, por el año décimo, la despertó la certidumbre de que él estaba
desnudo en su cama. Le escribió entonces una carta febril de veinte pliegos en la que soltó sin
pudor las verdades amargas que llevaba podridas en el corazón desde su noche funesta. Le
habló de las lacras eternas que él había dejado en su cuerpo, de la sal de su lengua, de la trilla
de fuego de su verga africana. Se la entregó a la empleada del correo, que iba los viernes en la
tarde a bordar con ella para llevarse las cartas, y se quedó convencida de que aquel desahogo
terminal sería el último de su agonía. Pero no hubo respuesta. A partir de entonces ya no era
consciente de lo que escribía, ni a quién le escribía a ciencia cierta, pero siguió escribiendo sin
cuartel durante diecisiete años.
Un medio día de agosto, mientras bordaba con sus amigas, sintió que alguien llegaba a la
puerta. No tuvo que mirar para saber quién era. «Estaba gordo y se le empezaba a caer el
pelo, y ya necesitaba espejuelos para ver de cerca -me dijo-. ¡Pero era él, carajo, era él!» Se
asustó, porque sabía que él la estaba viendo tan disminuida como ella lo estaba viendo a él, y
no creía que tuviera dentro tanto amor como ella para soportarlo. Tenía la camisa empapada de
sudor, como lo había visto la primera vez en la feria, y llevaba la misma correa y las mismas
alforjas de cuero descosido con adornos de plata. Bayardo San Román dio un paso adelante,
sin ocuparse de las otras bordadoras atónitas, y puso las alforjas en la máquina de coser.
-Bueno -dijo-, aquí estoy.
Llevaba la maleta de la ropa para quedarse, y otra maleta igual con casi dos mil cartas que ella
le había escrito. Estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos con cintas de colores,
y todas sin abrir.
De Crónica de una muerte anunciada
RAMÓN DEL VALLE INCLÁN
Rinconada en costanilla y una iglesia barroca por fondo. Sobre las campanas negras, la luna
clara. DON LATINO y MAX ESTRELLA filosofan sentados en el quicio de una puerta. A lo largo
de su coloquio, se torna lívido el cielo. En el alero de la iglesia pían algunos pájaros. Remotos
albores de amanecida. Ya se han ido los serenos, pero aún están las puertas cerradas.
Despiertan las porteras.
MAX: ¿Debe estar amaneciendo?
DON LATINO: Así es.
MAX: ¡Y qué frío!
DON LATINO: Vamos a dar unos pasos.
MAX: Ayúdame, que no puedo levantarme. ¡Estoy aterido!
DON LATINO: ¡Mira que haber empeñado la capa!
MAX: Préstame tu carrik, Latino.
DON LATINO: ¡Max, eres fantástico!
MAX: Ayúdame a ponerme en pie.
DON LATINO: ¡Arriba, carcunda!
MAX: ¡No me tengo!
DON LATINO: ¡Qué tuno eres!
MAX: ¡Idiota!
DON LATINO: ¡La verdad es que tienes una fisonomía algo rara!
MAX: ¡Don Latino de Hispalis, grotesco personaje, te inmortalizaré en una novela!
DON LATINO: Una tragedia, Max.
MAX: La tragedia nuestra no es tragedia.
DON LATINO: ¡Pues algo será!
MAX: El Esperpento.
DON LATINO: No tuerzas la boca, Max.
MAX: ¡Me estoy helando!
DON LATINO: Levántate. Vamos a caminar.
MAX: No puedo.
DON LATINO: Deja esa farsa. Vamos a caminar.
MAX: Échame el aliento. ¿Adónde te has ido, Latino?
DON LATINO: Estoy a tu lado.
MAX: Como te has convertido en buey, no podía reconocerte. Échame el aliento, ilustre buey
del pesebre belenita. ¡Muge, Latino! Tú eres el cabestro, y si muges vendrá el Buey Apis. Le
torearemos.
DON LATINO: Me estás asustando. Debías dejar esa broma.
MAX: Los ultraístas son unos farsantes. El esperpentismo lo ha inventado Goya. Los héroes
clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato.
DON LATINO: ¡Estás completamente curda!
MAX: Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido
trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada.
DON LATINO: ¡Miau! ¡Te estás contagiando!
MAX: España es una deformación grotesca de la civilización europea.
DON LATINO: ¡Pudiera! Yo me inhibo.
MAX: Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas.
DON LATINO: Conforme. Pero a mí me divierte mirarme en los espejos de la calle del Gato.
MAX: Y a mí. La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta. Mi
estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas.
DON LATINO: ¿Y dónde está el espejo?
MAX: En el fondo del vaso.
DON LATINO: ¡Eres genial! ¡Me quito el cráneo!
MAX: Latino, deformemos la expresión en el mismo espejo que nos deforma las caras y toda la
vida miserable de España.
DON LATINO: Nos mudaremos al callejón del Gato.
De Luces de bohemia
FEDERICO GARCÍA LORCA
Bernarda: Quietas, quietas. ¡Qué pobreza la mía no poder tener un rayo entre los dedos!
Martirio: (Señalando a Adela.) ¡Estaba con él! ¡Mira esas enaguas llenas de paja de trigo!
Bernarda: ¡Esa es la cama de las mal nacidas! (Se dirige furiosa hacia Adela.)
Adela: (Haciéndole frente.) ¡Aquí se acabaron las voces de presidio! (Adela arrebata el bastón
a su madre y lo parte en dos.) Esto hago yo con la vara de la dominadora. No dé usted un paso
más. ¡En mí no manda nadie más que Pepe!
(Sale Magdalena.)
Magdalena: ¡Adela!
(Salen la Poncia y Angustias.)
Adela: Yo soy su mujer. (A Angustias.) Entérate tú y ve al corral a decírselo. Él dominará toda
esta casa. Ahí fuera está, respirando como si fuera un león.
Angustias: ¡Dios mío!
Bernarda: ¡La escopeta! ¿Dónde está la escopeta? (Sale corriendo.)
(Aparece Amelia por el fondo, que mira aterrada con la cabeza sobre la pared. Sale detrás
Martirio.)
Adela: ¡Nadie podrá conmigo! (Va a salir.)
Angustias: (Sujetándola.) De aquí no sales tú con tu cuerpo en triunfo, ¡ladrona!, ¡deshonra de
nuestra casa!
Magdalena: ¡Déjala que se vaya donde no la veamos nunca más!
(Suena un disparo.)
Bernarda: (Entrando.) Atrévete a buscarlo ahora.
Martirio: (Entrando.) Se acabó Pepe el Romano.
Adela: ¡Pepe! ¡Dios mío! ¡Pepe! (Sale corriendo.)
Poncia: ¿Pero lo habéis matado?
Martirio: ¡No! ¡Salió corriendo en la jaca!
Bernarda: Fue culpa mía. Una mujer no sabe apuntar.
Magdalena: ¿Por qué lo has dicho entonces?
Martirio: ¡Por ella! ¡Hubiera volcado un río de sangre sobre su cabeza!
Poncia: Maldita.
Magdalena: ¡Endemoniada!
Bernarda: Aunque es mejor así. (Se oye como un golpe.) ¡Adela! ¡Adela!
Poncia: (En la puerta.) ¡Abre!
Bernarda: Abre. No creas que los muros defienden de la vergüenza.
Criada: (Entrando.) ¡Se han levantado los vecinos!
Bernarda: (En voz baja como un rugido.) ¡Abre, porque echaré abajo la puerta! (Pausa. Todo
queda en silencio.) ¡Adela! (Se retira de la puerta.) ¡Trae un martillo! (La Poncia da un empujón
y entra. Al entrar da un grito y sale.) ¿Qué?
Poncia: (Se lleva las manos al cuello.) ¡Nunca tengamos ese fin!
(Las hermanas se echan hacia atrás. La Criada se santigua. Bernarda da un grito y avanza.)
Poncia: ¡No entres!
Bernarda: No. ¡Yo no! Pepe: irás corriendo vivo por lo oscuro de las alamedas, pero otro día
caerás. ¡Descolgarla! ¡Mi hija ha muerto virgen! Llevadla a su cuarto y vestirla como si fuera
doncella. ¡Nadie dirá nada! ¡Ella ha muerto virgen! Avisad que al amanecer den dos clamores
las campanas.
Martirio: Dichosa ella mil veces que lo pudo tener.
Bernarda: Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! (A otra hija.) ¡A
callar he dicho! (A otra hija.) Las lágrimas cuando estés sola. ¡Nos hundiremos todas en un mar
de luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? Silencio,
silencio he dicho. ¡Silencio!
De La casa de Bernarda Alba
ANTONIO BUERO VALLEJO
FERNANDO, HIJO.- ¡Carmina! (Aunque esperaba su presencia, ella no puede reprimir un
suspiro de susto. Se miran un momento y en seguida ella baja corriendo y se arroja en sus
brazos) ¡Carmina!...
CARMINA, HIJA.- ¡Fernando! Ya ves… Ya ves que no puede ser.
FERNANDO, HIJO.- ¡Sí puede ser! No te dejes vencer por su sordidez. ¿Qué puede haber de
común entre ellos y nosotros? ¡Nada! Ellos son viejos y torpes. No comprenden… Yo lucharé
para vencer. Lucharé por ti y por mí. Pero tienes que ayudarme, Carmina. Tienes que confiar
en mí y en nuestro cariño.
CARMINA, HIJA.- ¡No podré!
FERNANDO, HIJO.- Podrás. Podrás… porque yo te lo pido. Tenemos que ser más fuertes que
nuestros padres. Ellos se han dejado vencer por la vida. Han pasado treinta años subiendo y
bajando esta escalera… Haciéndose cada día más mezquinos y más vulgares. Pero nosotros
no nos dejaremos vencer por este ambiente. ¡No! Porque nos marcharemos de aquí. Nos
apoyaremos el uno en el otro. Me ayudarás a subir, a dejar para siempre esta casa miserable,
estas broncas constantes, estas estrecheces. Me ayudarás, ¿verdad? Dime que sí, por favor.
¡Dímelo!
CARMINA, HIJA.- ¡Te necesito, Fernando! ¡No me dejes!
FERNANDO, HIJO.- ¡Pequeña! (Quedan un momento abrazados. Después, él la lleva al primer
escalón y la sienta junto a la pared, sentándose a su lado. Se cogen las manos y se miran
arrobados). Carmina, voy a empezar enseguida a trabajar por ti. ¡Tengo muchos proyectos!
(Carmina, la madre, sale de su casa con expresión inquieta y los divisa, entre disgustada y
angustiada. Ellos no se dan cuenta).Saldré de aquí. Dejaré a mis padres. No los quiero. Y te
salvaré a ti. Vendrás conmigo. Abandonaremos este nido de rencores y brutalidad.
CARMINA, HIJA.- ¡Fernando!
(Fernando, el padre, que sube la escalera, se detiene, estupefacto, al entrar en escena)
FERNANDO, HIJO.- Sí, Carmina. Aquí solo hay brutalidad e incomprensión para nosotros.
Escúchame. Si tu cariño no me falta, emprenderé muchas cosas. Primero me haré aparejador.
¡No es difícil! En unos años me haré un buen aparejador. Ganaré mucho dinero y me solicitarán
todas las empresas constructoras. Para entonces ya estaremos casados… Tendremos nuestro
hogar, alegre y limpio…, lejos de aquí. Pero no dejaré de estudiar por eso. ¡No, no, Carmina!
Entonces me haré ingeniero. Seré el mejor ingeniero del país y tú serás mi adorada mujercita…
CARMINA, HIJA.- ¡Fernando! ¡Qué felicidad!… ¡Qué felicidad!
FERNANDO, HIJO.- ¡Carmina!
(Se contemplan extasiados, próximos a besarse. Los padres se miran y vuelven a observarlos.
Se miran de nuevo, largamente. Sus miradas, cargadas de una infinita melancolía, se cruzan
sobre el hueco de la escalera sin rozar el grupo ilusionado de los hijos)
De Historia de una escalera
AGUSTÍN MILLARES
Aguafuerte
Aquí te quiero ver,
amigo mío.
Aquí, aunque sólo sea por el dicho
de que ver es creer.
Aquí, para que vivas como vivo,
para que mueras una y otra vez
como yo muero sin haber vivido.
Aquí te quiero ver.
En el camino
de más áspera piel
que he conocido.
Donde matan de sed
hasta los ríos.
Donde el azul es otro precipicio,
de cuyo abismo el corazón da fe.
Donde se cae siempre en el vacío.
Donde se alienta sólo en el papel
de una letra de cambio o de un recibo.
Toreando los filos
te quisiera yo ver.
Aquí donde los astros que se ven
están emparentados con el frío.
Donde el día está herido
antes de amanecer.
Donde querer saber
es un delito.
Donde el aire es un hilo
que se puede romper.
Donde es triste nacer
y morir un respiro.
Aquí te quiero ver.
Donde nada anda bien.
Donde no ves un libro
en que la letra esté
jugando limpio.
Donde el llanto es tratado a puntapiés.
Donde se hace difícil hasta el grito.
Donde acaba hecho un trapo el hombre mismo,
te quisiera yo ver.
Aquí, midiendo el pozo y la pared,
caminando a la cola de este siglo.
Aquí, tragando hiel,
tragándotelo todo a dos carrillos,
sabiéndote encarado con la ley
si no vives al margen y en el limbo.
Aquí, pescando el vicio
de beber
un tiempo sin sentido.
Aquí donde no hay sitio
para ser
lo que en un tiempo fuimos.
Donde el sol es de abrigo,
te quisiera yo ver.
Aquí te quiero ver,
amigo mío.
De Habla viva
JOSEFINA DE LA TORRE
Me busco y no me encuentro.
Rondo por las oscuras paredes de mí misma,
interrogo al silencio y a este torpe vacío
y no acierto en el eco de mis incertidumbres.
No me encuentro a mí misma.
Y ahora voy como dormida en las tinieblas,
tanteando la noche de todas las esquinas.
Y no pude ser tierra, ni esencia, ni armonía,
que son fruto, sonido, creación, universo.
No este desalentado y lento desgranarse
que convierte en preguntas todo cuanto es herida.
Y rondo por las sordas paredes de mí misma
esperando el momento de descubrir mi sombra.
De Marzo incompleto
PEDRO GARCÍA CABRERA
Un día habrá una isla
que no sea silencio amordazado.
Que me entierren en ella,
donde mi libertad dé sus rumores
a todos los que pisen sus orillas.
Solo no estoy. Están conmigo siempre
horizontes y manos de esperanza,
aquellos que no cesan
de mirarse la cara en sus heridas,
aquellos que no pierden
el corazón y el rumbo en las tormentas,
los que lloran de rabia
y se tragan el tiempo en carne viva.
Y cuando mis palabras se liberen
del combate en que muero y en que vivo,
la alegría del mar le pido a todos
cuantos partan su pan en esta isla
que no sea silencio amordazado.
De Las islas en que vivo
PEDRO LEZCANO
La Chabola
Cuando anochece igual que hoy sobre la playa, después de haber sacado la red, toda la arena
queda sembrada de estrellas marinas color sangre, que durante la noche conservan su brillo y,
como sus hermanas celestes, palidecerán quemadas por el sol de la mañana.
La chabola de Juan el chinchorrero está enclavada sobre la arena, en medio de las estrellas.
Una sola pared de piedra seca sostiene la armazón; las otras tres paredes las componen
multicolores hojalatas y tabla de cajones en las que aún pueden leerse impresas misteriosas
palabras en múltiples idiomas. Por eso Juan, que tiene buen humor y sabe leer los periódicos,
suele llamar la Onu a su chabola.
- Que Pepa esta madrugada vaya a poner en cola las latas del agua, porque luego se
amontona mucha gente. Que Justo no se olvide de ordeñar para el crío. Que Isabela no se
vaya al almacén sin limpiar a abuela…
María, la madre, repartiendo órdenes monótonas, anima el fuelle de la cocina, cuyo rezongo
azul convoca a la familia al olor del pescado. Una luz de carburo zumba en el techo. Berrea sin
cesar el hijo más pequeño, colgado de un retazo de red vieja. Al fondo de la choza, Juanitita, la
abuela, ocupa el único colchón aislado con un plástico de invernadero, para que la humedad
perpetua de la vieja no llegue hasta los niños.
- ¿Te vas a callar, condenado?
Ya a medio morir, Juanitita la abuela, sólo abre los ojos tres veces al día para beber café. Pero
como una resaca pequeña y familiar, se le oye a todas horas quién sabe qué rezados.
A Juanitita la llamaban Juanona cuando niña, Juana siendo mujer hermosa, Juanita al enviudar
ya entrada en años, y ahora, apenas hilvanada ya a este mundo, la llaman Juanitita, como si su
nombre, menguante año tras año, no fuese el de ella misma, sino el de su futuro cada vez más
chico.
- Juan, deberías pasarte por el tinglado de los americanos, por si consigues otra
plancha para el techo, que el relente gotea en las mantas.
Pero no hay demasiada humedad en la chabola de Juan el chinchorrero; sólo en las altas
mareas del Pino rezuma la sal mojada al caminar. Por suerte en esas fechas aún suele hacer
calor.
- Hoy los americanos han echado otro cohete, y dicen que nos pasará por arriba esta
noche.
María saca de la cazuela el pescado, que de puro fresco se revira oloroso sobre las papas
nuevas.
- No comprendo cómo se privan con un volador que ni hace chispas ni mete ruido.
Juan deja apagar, para después, su virginio. Se reparte la cena, mientras María amasa gofio y
caldo con una vara verde. De pronto, afuera ladra un perro, y unas pisadas llegan de los
sonoros guijarros hasta la silenciosa arena. Alguien se ha detenido en el umbral, y una mano
desconocida aparta la cortina de lona de la entrada. Bajo el dintel se encorva un señor rubio y
elegante, que con extraño acento, dice a la familia:
- Rogamos desconecten televisión, nevera y electrodomésticos hasta mañana, para no
interferencias al paso del satélite. Gracias.
Dicho lo cual y como un ánima, el visitante desaparece.
-¿Cuálo dijo que hiciéramos? –susurra al cabo María.
- Ha de ser este crío llorón que despierta a todo el mundo. Como no lo callemos,
acabarán echándonos de aquí.
Y esta cena no tiene sobremesa. Cañazo al niño, soplo al carburo, y un asustado arrebujar de
mantas en la penumbra lunar de la chabola de Juan el chinchorrero.
De Cuentos
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