Ha llegado la hora de tomar el mando

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Ha llegado la hora de tomar el mando
María José Sánchez-Apellániz
a publicidad de una de las plataformas digitales que se acaban
de instaurar en España es contundente: «ahora vas a saber quién
manda en la televisión: tú». Ha llegado, efectivamente, la hora
en que las audiencias inteligentes tomen el mando y ejerzan sus
derechos como consumidores de un bien que pagamos no sólo
a través de los impuestos –en el caso de las públicas–, sino
también con el consumo de los bienes y servicios que se nos
ofrece en la pequeña pantalla y con el propio tiempo que dedicamos al hecho de contemplar la televisión. La televisión ha
dejado de ser un medio de comunicación único y unidireccional y se ha convertido en oferta múltiple e interactiva. Los destinatarios de este servicio deben
aprender las reglas que regulan el mercado y les protegen, como usuarios de
cualquier otro bien, frente a los posibles abusos del medio.
L
1. Los derechos del público
La difusión de contenidos a través de la televisión, o de cualquier otro
medio de comunicación, se ha amparado básicamente en el art. 20 de nuestra
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norma fundamental, la Constitución, que establece como uno de los derechos
fundamentales el de expresión. Pero este derecho no es unidireccional: implica también el de recibir información veraz porque su esencia se encuentra en
el pluralismo que garantiza el contraste informativo y contribuye a la libre formación de la opinión pública.
La emisión de mensajes delictivos o falsos y la de ideas u opiniones que
lesionen los derechos de una persona o colectivo están penadas en la legislación española y el Código Penal prevé una treintena de supuestos relacionados con la emisión de informaciones: veracidad, calumnias o injurias, programación, información clasificada, responsabilidad de los autores... Según interpreta la profesora Pilar Cousido, hay cinco grandes áreas en las que se pueden encuadrar los delitos que puedan producirse por la emisión de mensajes a
través de los medios de comunicación: la provocación o apología del delito, los
dirigidos contra el honor, la intimidad o la imagen de las personas, los de amenazas o coacciones contra la libertad, los producidos contra el patrimonio de
las personas (contra la propiedad intelectual o, por ejemplo, la difusión de rumores falsos sobre la situación de las empresas que las lleve a tener pérdidas)
y los que se produzcan contra la seguridad, la defensa nacional o la paz.
Además, la libertad de expresión es un derecho limitado por los derechos
de los ciudadanos que están protegidos por Leyes como la de Protección Jurisdiccional de los Derechos Fundamentales de la Persona de 1978, la de Protección Civil del Derecho al Honor, la Intimidad y la Imagen de 1982, y la de
Protección de los Menores.
Los ciudadanos están protegidos, además, de posibles abusos en los mensajes emitidos por un medio de comunicación, como consumidores de estos
mensajes. Así, la Ley General de Publicidad de 1978, la Ley General de Consumidores de 1984 y la trasposición de las directivas comunitarias de 1994 y
su modificación de 1995 regulan, entre otros contenidos, la publicidad que se
emite a través de los medios de radiodifusión, el patrocinio de productos televisivos, la protección a la obra europea y la protección de los menores frente a
los contenidos publicitarios.
Conviene recordar alguno de los derechos básicos de los consumidores
que se regulan en el art. 2 de la Ley de 1984:
• La protección contra los riesgos que puedan afectar a su salud o seguridad.
• La protección de sus legítimos intereses económicos y sociales.
• La información correcta sobre los diferentes productos o servicios y la
educación en su adecuado uso, consumo y disfrute.
• La audiencia en consulta y la participación en el procedimiento de elabo-
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ración de las disposiciones que les afecten a través de las asociaciones de
consumidores.
• La protección jurídica, administrativa y técnica en las situaciones de inferioridad, subordinación e indefensión y la indemnización de los daños o perjuicios sufridos.
Así pues, los ciudadanos tienen muy diversas vías legales para proteger
sus derechos como consumidores del servicio televisivo, ateniéndose a la amplia regulación legal que les ampara, dándose el caso, sin embargo, que esos
derechos no son invocados casi nunca, el asociacionismo de los espectadores
es muy escaso y sus actuaciones han tenido un escaso pero meritorio efecto.
Recuérdense, por ejemplo, la prohibición de la publicidad de «productos milagro», el establecimiento de horarios de emisión donde se eviten los contenidos
perjudiciales para la infancia y la juventud y, finalmente, la firma de un pacto de
autorregulación de contenidos a la que se comprometieron todas las cadenas
de televisión españolas el 26 de marzo de 1993, con escasos resultados, todo
hay que decirlo. Pero este compromiso, así como el establecimiento de una
Comisión especial del Senado sobre contenidos televisivos –que concitó a lo
largo de 1995 los esfuerzos de numerosos representantes del sector audiovisual
español o la creación de un Consejo de la Información en Cataluña a imagen
del Consejo Nacional que demandó el Senado– son la muestra de que el malestar existente con algunos contenidos que emiten nuestras televisiones está
dejando de ser una protesta difusa y está empezando a tomar cuerpo para
hacer efectivos los derechos de los ciudadanos antes enumerados, que eran,
y son todavía, permanentemente conculcados por los medios de comunicación
y no sólo por la televisión». La televisión está deformando la audiencia» dijo en
su comparecencia ante la citada Comisión Chicho Ibáñez Serrador. Pero la
audiencia parece no estar dispuesta a que sigan deformándola.
2. El papel de las televisiones
En Andalucía, la futura regulación de las nuevas ofertas televisivas prevé
también la creación de un Consejo de la Información, que vele por el cumplimiento de las leyes y de los compromisos asumidos por los operadores. Además, la televisión autonómica cuenta desde octubre de 1995 con una «defensora del espectador», figura pionera en el audiovisual europeo, pues sólo la
televisión pública canadiense cuenta con una figura similar, aunque las grandes cadenas americanas mantienen, desde hace décadas, organismos que
velan por el cumplimiento de los estándares de calidad expresados en sus
respectivos libros de estilo, pues no otra cosa es, en definitiva, un defensor del
espectador o del lector. Aunque en España diversos medios dicen disponer de
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esta figura, el papel del defensor está sólo garantizado con la existencia de un
Estatuto, que defina sus funciones y su independencia y un marco normativo,
el libro de estilo, que sea conocido por el público y cuya aplicación sea vigilada
por aquél. El defensor actúa además, a menudo, como mediador entre espectadores y empresa en aquellos conflictos de intereses que no se encuadran en
el marco jurídico antes citado.
En el creciente panorama de canales de televisión que se nos ofrece, la
regulación o vigilancia de todos los contenidos que se emiten es tarea imposible. Haría falta una burocracia amplísima que visionara permanentemente todas y cada una de las emisiones veinticuatro horas al día. La defensa de los
intereses del público debe apoyarse pues en tres bases:
• La autorregulación de las cadenas, haciendo efectivo el cumplimiento
del pacto firmado en 1993 e instituyendo figuras mediadoras que lo garanticen,
como los defensores o servicios de atención al espectador. La propuesta del
Senado, por unanimidad, de crear un Consejo Asesor de la Comunicación con
amplias competencias, dotaría sin duda de peso y autoridad todas las actuaciones que en este sentido se produjeran.
• La educación de los ciudadanos en el lenguaje de la imagen, en sus
derechos como usuarios de los medios de comunicación y en las fórmulas de
requerir su cumplimiento. En este sentido, la LOGSE ya prevé contenidos comunicacionales en la educación obligatoria. Pero es especialmente importante la
formación de los padres que son los que controlan –o deberían hacerlo– el
consumo de televisión de sus hijos, y de las asociaciones de vecinos, consumidores o cualesquiera otras que puedan agrupar los intereses de los ciudadanos y defender así sus derechos.
• Fomentar el asociacionismo como consumidores que permita hacer cumplir lo legislado en la Ley de 1984, también en el ámbito de los medios de comunicación.
Desde las televisiones no se puede cumplir más que la primera de estas
condiciones, siendo las restantes objetivo de la Administración y de los propios
ciudadanos. Pero son éstos los que deben reclamar, tanto de las primeras
como de la segunda, que se actúe para dotar a los ciudadanos de la suficiente
formación e información y de los canales de acceso necesarios para reivindicar sus derechos.
3. ¿Qué puede hacer un espectador?
La mayoría de los ciudadanos desconoce los términos jurídicos y se encuentra sin ánimo de emprender una batalla legal contra los poderosos medios
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de comunicación. Ante esta realidad, lo que no puede el ciudadano es rezongar y cruzarse de brazos. Si así lo hubiera hecho en otros ámbitos, como por
ejemplo los del consumo de bienes y servicios en restaurantes y bares o con la
compra de objetos, ahora no estarían protegidos sus derechos y, más aún, no
existiría una clara conciencia en las empresas de que no merece la pena saltarse la normativa pues el beneficio es mucho menor que la pérdida.
Los medios de comunicación, y la televisión sobre todo, existen porque
hay ciudadanos que los compran o contemplan. Sin su público no son nada.
Tan es así, que si un programa no supera una cuota de audiencia, deja de ser
emitido, pese a la inversión millonaria que ha requerido. Esa fuerza y la de su
unión como consumidores es la que hará que los intereses del público se vean
reflejados en las programaciones y, a la inversa, los contenidos inaceptables
dejen de ser emitidos.
Entre los programas que plantean mayor número de quejas están también los que concitan mayor audiencia. Los programadores, atentos a los gustos de ésta, que suponen mayores ingresos publicitarios, harán oídos sordos a
las quejas sobre contenidos si paralelamente se detecta una gran audiencia.
Sólo los consumidores organizados pueden ejercer una presión efectiva para
que determinados contenidos sean retirados o suavizados, a pesar de que la
audiencia sea notable. No olvidemos que aquellos contenidos que presentan
mayores problemas éticos, como la violencia, el morbo, el sensacionalismo, el
sexo o la ridiculización de las personas apelan a lo más instintivo del ser humano y, por ello, capturan la atención del televidente aunque terminen repugnándole. Esta hipnosis, sin embargo, es medida cuantitativamente como «gran
audiencia».
Un ciudadano puede, entre otras cosas, reclamar de una emisora de televisión, cualquiera que sea su composición accionarial, varias cosas, entre las
que se cuentan:
• La rectificación de datos o informaciones falsas, la réplica a afirmaciones erróneas y, si le han supuesto un perjuicio patrimonial, el resarcimiento de
los daños causados.
• Lo que el Tribunal Supremo ha calificado como «una búsqueda diligente
de la verdad», o sea, que el informador haya procurado conocer todos los datos y la versión de todas las partes implicadas en un conflicto y exponerlas con
objetividad.
• Que su honor personal y familiar, su imagen física y/o su voz y la intimidad propia y de su familia no hayan sido menoscabados por una información,
opinión o contenido emitido en un medio de comunicación. Un ciudadano no
tiene derecho a reclamar que su imagen captada en un lugar público no sea
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emitida, pero sí lo tiene a que esa imagen no sea utilizada posteriormente para
ilustrar otras noticias, ni sea sacada de contexto, así como sus declaraciones
aunque hubiera habido inicialmente un acuerdo para que éstas fueran difundidas.
• Que sea protegida la imagen de todos los menores de edad que aparezcan en informaciones o sean relacionados con contenidos que puedan perjudicar su imagen pública o su desarrollo socioafectivo. Incluso que se prohíba la
difusión de un programa que presumiblemente podría incluir alguna lesión de
los derechos fundamentales del menor. Que se garantice el anonimato de los
menores sujetos a procesos penales o que estén relacionados con ellos.
• Que se proteja a los menores frente al contenido de la publicidad o de la
programación, advirtiendo de aquéllos que puedan atentar el desarrollo del
menor, que exploten su inexperiencia o credulidad y que se preserve, en definitiva, su correcto desarrollo físico, mental y moral. Existe un acuerdo sobre el
horario llamado «infantil» –hasta las diez de la noche–, antes del cual no se
debe emitir programación que atente contra estos derechos.
• Que se identifique claramente la información de la opinión y ambas de la
publicidad. Que no se emita publicidad prohibida o encubierta o de productos
que sean perjudiciales para la salud, que fomente comportamientos perjudiciales para la salud o seguridad de las personas o para la protección del medio
ambiente; que no se emita publicidad que atente contra la dignidad de las personas o las convicciones políticas o religiosas o que discrimine por motivos de
nacimiento, raza, sexo, religión, nacionalidad, opinión o cualquier otra circunstancia personal o social.
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También está prohibida la que incite a la violencia o comportamientos
antisociales, que apele al miedo o la superstición, que pueda fomentar abusos,
imprudencias, negligencias o conductas agresivas, la que incite al maltrato o la
crueldad con las personas o los animales o la destrucción de los bienes culturales o naturales.
Es evidente que cualesquier otros contenidos que no sean publicitarios,
pero incidan en estos comportamientos antisociales, serán contenidos ilícitos
contra los que los espectadores deben rebelarse exigiendo su retirada de la
programación de los medios de comunicación.
Además, el público puede exigir que se cumpla el tiempo máximo de emisión de publicidad diaria y los plazos previstos para la interrupción de programas y películas. Y que se mantengan paritarios los niveles de emisión –sonido,
por ejemplo– entre todos los programas y la publicidad.
«En la defensa de los valores democráticos, nadie debe ser neutral» dice
el Código europeo de ética periodística, aprobado por el Consejo de Europa.
Esta máxima es la que debe guiar a todos los espectadores en la búsqueda de
una televisión y una sociedad mejor. ■
m María José Sánchez-Apellániz es periodista y ha sido la primera defensora del telespectador en Canal Sur Televisión (Sevilla).
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