Javier Barros Sierra

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LA HOJA VOLANDERA
RESPONSABLE SERGIO MONTES GARCÍA
Correo electrónico sergiomontesgarcia@yahoo.com.mx
JAVIER BARROS SIERRA
Carlos Fuentes
1928Carlos Fuentes Macías (nació el 11 de noviembre en la ciudad de Panamá) es uno de los escritores mexicanos más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Ha incursionado en distintos géneros literarios:
novela, cuento, drama, ensayo, guión cinematográfico, etc., y su obra ha merecido premios y reconocimientos de prestigiadas instituciones mexicanas y extranjeras. Algunos de sus libros más representativos
son: Los días enmascarados (1954), La región más transparente (1958), La muerte de Artemio Cruz
(1962), Aura (1962), Tiempo mexicano (1971), Gringo viejo (1985).
Los acontecimientos de 1968 descubrieron lo peor y lo mejor de México. La sucia sábana de indiferencia,
despolitización y chistes que nos cubría a todos fue rasgada; salimos al aire. De un lado, la mediocridad y la
vesania de un presidente y su corte de diputados, ministros, generales y regentes. Del otro un rector y un
estudiantado. Javier Barros Sierra heredó la rectoría de la Universidad cuando su predecesor, el ilustre doctor
Ignacio Chávez, fue atacado y vejado por pandilleros a sueldo de funcionarios públicos interesados en apartar
a la Universidad de sus tareas educativas, morales, críticas y libertarias para convertirla en una fábrica de
profesionistas dóciles e inconscientes, inocuos servidores de sistema. Se trataba de un método de eliminación
caro al presidente, un método propio del caciquismo provinciano: tender trampas, presionar, humillar a quienes, como el regente Uruchurtu, sumaban excesivos poderes personales, o, como el presidente del PRI, Madrazo, intentaban una mínima democratización del pesado y monolítico aparato político del estado. Pero en el
rector Barros Sierra encontró el presidente Días Ordaz la horma de su zapato. Desde el principio de su gestión, el nuevo rector propició un clima de diálogo y libertad, de confianza y razón, de autocrítica y de relación
responsable entre las autoridades universitarias y el estudiantado. Para Barros Sierra, la Universidad era el
proyecto piloto de nuestro futuro: el microcosmos de una convivencia mexicana libre de cohecho, presión,
violencia y mentira, un centro de debate razonado, de honestidad en todos los órdenes, de legalidad estricta,
no sujeta a caprichos personales. Los valores de la comunidad universitaria, de esta manera, contrastaban
radicalmente con los vicios de la comunidad nacional. Al estallar el conflicto estudiantil de 1968, Barros Sierra
pudo comprender la justicia humana y política del movimiento de los jóvenes sin deformar o alentar indebidamente una acción autónoma y propia de los estudiantes, pero también sin condonar los excesos naturales de una acción naciente, que significaba la crítica original de un sistema desacostumbrado al desacato, sino encauzándola, dentro de sus atributos de rector, por vías pacíficas y legales. La violencia fue siempre obra
del aparato represivo: la policía, los granaderos, el ejército, los hampones disfrazados de estudiantes por el
gobierno para cometer desmanes y fomentar el recelo y la impopularidad entre la población. Los estudiantes
marcharon y manifestaron siempre en perfecto orden y en un número hasta de quinientos mil, encabezados
una vez por Barros Sierra entre las bocas de las ametralladoras y otra vez, en silencio, con esparadrapos sobre los labios, para significar, con humor crítico, su condición de ciudadanos amordazados. Sólo se defendie-
Octubre 10 de 2003
ron al ser atacados, como en la batalla del Casco de Santo Tomás. Fue este orden, expresión de una profunda conciencia cívica, lo que más alarmó e irritó al gobierno: el rector y los estudiantes estaban ejerciendo, pacíficamente, derechos cívicos consagrados por la Constitución. El gobierno no encontraba resquicio para acusar legalmente a la comunidad universitaria. Fue el propio gobierno, entonces, el que acudió a la provocación,
a la represión y a las más ruines maniobras políticas; invadió con tanques la Ciudad Universitaria y trató de
llevar a la hoguera al rector Barros Sierra, lanzándole desde la cámara de diputados a los oradores más serviles, a los abogados huizacheros envueltos en togas harapientas, a los locutores de radio que del elogio de
un detergente pretendieron pasar al vituperio de un rector. Acusando a la Universidad de "agitación", era el
gobierno el que verdaderamente se entregaba a una agitación con todos los medios a su alcance: PRI, CTM,
diputados, senadores, grupos de choque, medios de información, "plataformas de profesionales", incluso oficinistas acarreados al Zócalo y que, imitando el berrido de los borregos, se rebelaron contra su situación.
Barros Sierra presentó su renuncia con palabras que no deben ser olvidadas: "Estoy siendo objeto de toda
una campaña de ataques personales, de calumnias, de injurias y de difamación. Es bien cierto que hasta hoy
proceden de gentes menores, sin autoridad moral; pero en México todos sabemos a qué dictados obedecen."
¿Cuál era el crimen de Javier Barros Sierra? El de creer que "los problemas de lo jóvenes sólo pueden
resolverse por la vía de la educación, jamás por la fuerza, la violencia o la corrupción".
Díaz Ordaz pensaba exactamente lo contrario, y lo demostró. La represión oficial fue una victoria pírrica: gracias al terror, pudieron celebrarse unos juegos olímpicos dispendiosos y el gobierno pareció convertirse, de nuevo, en dueño de la situación. Pero al mismo tiempo, el sistema se arruinó a sí mismo: primero,
demostró que carecía de respuestas políticas a un problema político; segundo, demostró la fragilidad de las
justificaciones de su poder: la paz social y el equilibrio político, instantáneamente rotos por un movimiento juvenil que expresaba todo lo no dicho por sectores más vastos de la población; tercero, demostró que la estabilidad, lejos de sostenerse por sus propios méritos, requería el apoyo eficaz de las fuerzas represivas; cuarto, demostró que, lejos de constituir un caso excepcional y aislado de estabilidad en la América Latina convulsa, México estaba abierto a todas las luchas y contradicciones de nuestros hermanos; quinto, demostró que
el ejército mexicano, en un momento dado, podía despertar de una modorra procurada mediante grandes
contratos y negocios a sus jefes e intervenir en la vida política a fin de preservar por la fuerza lo que la autoridad civil no podía conseguir con ineficaces actos políticos; sexto, que México no estaba exento del peligro
de un gorilato como los que se han impuesto en Brasil y Argentina y que la burguesía mexicana, cuyo único
interés es hacer buenos negocios, no se opondría a la dictadura militar si en ella viese una protección superior a la del sistema continuista del PRI.
Y en séptimo, aunque primordial, lugar, 1968 significó un enorme despertar de las fuerzas cívicas de
México. Esto fue notorio en todos los sectores de nuestra vida. Ante todo, en la Universidad. La gestión democrática de Barros Sierra rindió múltiples frutos. La Junta de Gobierno se negó a aceptar la renuncia del rector; apoyado por maestros y alumnos, Barros Sierra pudo salvar a la Universidad, preservar sus valores y sus
fines y reforzarla contra el ataque que hubiese querido convertirla en guarida de gangsters y manada de
borregos. El esfuerzo le costó la vida; en el momento de escribir estas líneas, pocos días después de la muerte de Javier Barros Sierra, sólo puedo decir que fue uno de los verdaderos grandes hombres del México contemporáneo y que nuestra deuda hacia él es tan impagable como la existencia misma que le debemos, pero
tan pagable como el esfuerzo y la vigilancia que en su nombre ejerzamos para defender y acrecentar los
derechos democráticos en México.
Fuente: Carlos Fuentes. "La disyuntiva mexicana" en Tiempo Mexicano. 4a. ed. México, Joaquín Mortiz, 1972. pp. 154-157.
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