SIRENAS LEJANAS hugo vázquez Luego de dos horas te preguntas qué sucedería, y tus ocho años son tan absolutamente inútiles para tomar decisiones que no te queda más que el recurso de la conjetura. ¿Sería que a tu madre también el tendero la atendía hasta el final para invitarle una golosina en la trastienda como a ti? ¿Jugaría con ella sobre las rodillas a la hormiguita buscando una casita como hace contigo? ¿Por eso su tardanza? Tal vez ni siquiera ha pasado tanto tiempo como supones y tu madre venga ya a continuar junto a ti la miserable vida de los desarraigados (de los jodidos, diría ella). Aun cuando tú no comprendas sus enojos ni sus lágrimas en las noches sin cena, sabes, sientes que para amarse como se aman, lo mismo da si el estómago está lleno o no; lo has repetido incansablemente cuando en la oscura soledad, recostada en su vientre mientras te acaricia una oreja, le dices: Mamita, no hay mejor alimento que estar contigo. Y ahora tienes hambre; quieres alimentarte con sus risas, con los pasos pequeñitos de ella cuando anda de allá para acá tratando de hacer más decoroso el cuartillo de lámina que es tu casa, tu escuela, tu parque de diversiones o tu feria gracias a su presencia. Una sirena a lo lejos te saca del ensueño y te devuelve a la espera que comienza a volverse angustia. Las conjeturas vuelven a saltar sobre ti como la pantera aquélla que viste saltar sobre el domador la única vez que estuviste en un circo. Casi inadvertidamente las sombras se han abalanzado sobre la ventana y la incertidumbre se suma a la fiebre para ponerte al punto de las lágrimas. Como si se aliara con la noche, la remota sirena deja su estela de angustia con ese grito desgarrador que te atemoriza cada que escuchas a una de ellas desde que tu padre muriera arrollado por el fantasmal automóvil hace ya tres años. El ulular penetra en tus ocho y los sacude. Ignoras lo que son las hipótesis pero te lanzas a ellas en busca de una tabla salvadora que te acerque a la seguridad de la orilla: las madres son tan buenas que nada ni nadie puede dañarlas –te dices- y pareciera como si el vientecillo helado que se cuela por los intersticios de la vivienda quisiera desilusionarte o ponerte en alerta. El chillido de la sirena se va perdiendo y eso te tranquiliza. Vuelta a las hipótesis: la tienda de televisiones queda de paso, tal vez tu madre esté arrobada viendo desde el aparador esas casotas donde viven puras muchachas buenas y güeritas que tienen todo. Tú misma haces eso cuando regresas con las dos piezas de pan y la golosina ganada por dejar a don Lucho que te revise el cuerpo en la trastienda; hoy mismo lo hubieras hecho si esta canija fiebre te lo hubiera permitido, si estos condenados dolores en tus adentros se hubieran calmado antes de oírla decir con voz llorosa que iría a la tiende de don Lucho a ajustar cuentas. Hubieras querido ser tú quien fuera, así evitarías que tu madre, tan guapa aún, -decía don Lucho- pagara la comida como tú pagas las golosinas. Pero no puedes, tus piernas parecen no existir; ese terco sangrado en medio de ellas y el ardor en el vientre te dicen que el chocolate de ayer, cambiado por una mano agresiva que se introdujo bajo tu vestido, debía estar podrido o algo así. Una nueva sirena, lanzando sus ayes, ilumina fugazmente de azul y rojo la casita. Intentas gritar, pedir a los ocupantes que busquen a tu madre, que la traigan de regreso para que te lave la sangre y te consuele con sus besos. El ruido de un motor se apaga junto a tu puerta. No hay tiempo para conjeturas, dos hombres con bata de doctor y dos uniformados de policía aparecen en el umbral. Casi con la misma suavidad que hace tu madre, te toman en brazos y te suben a una camilla para llevarte afuera, en donde la ambulancia aguarda silenciosa. Tus temores añejos retornan e intentas resistirte. En una de éstas se llevaron a mi papito – piensas mientras buscas desesperada la manera de levantarte y huir hasta que, entre lágrimas, alcanzas a ver cómo desde un carro policial una mano ensangrentada hace la señal de la cruz para bendecirte. Reconoces la ternura en los movimientos de esa mano, te tranquilizas, sonríes y te dejas llevar por el sueño… 43