VIERNES 1 21’30 h. Entrada libre (hasta completar aforo) Salón de actos de la E.T.S. de Ingeniería de Edificación (antigua E.U. de Arquitectura Técnica) EL HOMBRE DE LAS FIGURAS DE CERA (1924) Alemania 84 min. Título Orig.- Das Wachsfigurenkabinet. Director.- Paul Leni. Guión.- Henrik Galeen. Fotografía.Helmar Lerski (B/N tintado). Montaje.- Paul Leni. Música.- (restauración del 2003) Jon Mirsalis. Productor.- Leo Birinsky & Alexander Kwartiroff. Producción.- Neptune Films. Intérpretes.Emil Jannings (Harum Al Raschid), Conrad Veidt (Iván el Terrible), Werner Krauss (Jack el Destripador), William Dieterle (El escritor), John Gottowt (el propietario), Olga Belajeff (su hija, Eva). Intertítulos en español . Música de sala: El hombre de las figuras de cera (Das Wachsfigurenkabinet, 1924) de Paul Leni Banda sonora (2003) de Jon Marsalis Siegfried Kracauer, en su imprescindible libro “De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán” sitúa EL HOMBRE DE LAS FIGURAS DE CERA después de Nosferatu, Vanina y Dr. Mabuse en tanto a lo que él denomina películas con tiranos imaginarios. Para Kracauer, las películas de Murnau, Mayer, Lang y Leni son las cuatro referencias básicas para entender el cine alemán realizado entre los años 1920 y 1924, todas ellas influenciadas de manera directa por El gabinete del doctor Caligari, así como muestras de un cierto temor extendido hacia la figura del dictador (o a la posibilidad, dada la situación de la República de Weimar, del surgimiento de uno), la cual aparecía para gran parte de la población alemana como la única manera de poner fin a una situación político-social insostenible tras el Tratado de Versalles. Kracauer argumenta perfectamente una tesis basada no sólo en las formas representacionales comunes -expresionistas- a estas películas y a estos cineastas -aunque atendiendo a su especificidad individual- sino también, y quizá ante todo, al nexo de unión existente entre ellas en cuanto a la afectación psicológica y social extendida por un país que, por consiguiente, acaba afectando a su vez a sus representaciones visuales. En otro texto canónico en cuanto al cine alemán de Weimar se refiere, “La pantalla demoníaca”, de Lotte H. Eisner, encontramos un acercamiento diferente pero igual de interesante. Eisner se centra más en la estética y en las aportaciones visuales comunes de la época, algo que si bien Krakauer no evita sí minimiza en aras de una explicación más sociológica. La autora alemana habla de EL HOMBRE DE LAS FIGURAS DE CERA en relación al expresionismo alemán en cuanto a lo que posiblemente fue, un movimiento artístico amplio que afectó tanto al cine como a otras manifestaciones plásticas y a la literatura. Por ejemplo, el trabajo visual de Leni -que antes que cineasta, y quizá sobre todo, fue director artístico- en el tercer episodio, o posible epílogo de la película, con la figura de Jack El destripador, y las deformaciones visuales del decorado, es para Eisner una muestra clara de unas características estéticas extendidas que cada autor adaptaba a su propia idiosincrasia creativa. Ambos autores se acercan a un mismo hecho cinematográfico desde diferentes posturas, sin embargo, con perspectiva, los dos trabajos se nos presentan como complementarios a la hora de acercamos a EL HOMBRE DE LAS FIGURAS DE CERA. EL HOMBRE DE LAS FIGURAS DE CERA es la primera película de las tres que configuran el cenit de la obra fílmica del cineasta Paul Leni, a la que sumaríamos El legado tenebroso (The Cat and the Canary, 1927) y El hombre que ríe (The Man Who Laughs, 1928), ambas rodadas ya durante el periplo hollywoodiense del director. Paul Leni (1885-1929) debe ser considerado una de las personalidades más interesantes y relevantes del expresionismo alemán, pese a que su figura ha quedado oscurecida por el prestigio de la mayoría de sus contemporáneos. Su prematuro fallecimiento en Los Ángeles el 2 de septiembre de 1929, debido a una enfermedad sanguínea, con apenas 44 años de edad y trece películas en su haber, explican en parte este olvido. Su muerte truncó una incipiente y prometedora carrera en Hollywood y nos impidió saber si la misma hubiera tenido el alcance y repercusión que alcanzaron las de coetáneos suyos -Fritz Lang, William Dieterle, Ernst Lubitsch...- que superaron con sobresaliente la transición entre el cine mudo y el sonoro, ya en tierras anglosajonas. Nacido en Stuttgart y precoz pintor vanguardista, Leni se integra en 1916 en el pujante mundo teatral del Berlín de los años 20, de la mano del mítico Max Reinhardt, para ejercer labores de dirección artística y diseñar los carteles de las obras de la compañía, contando con el apoyo de otros artistas, como Ernst Deutsch y Josef Fenniker. Su primer trabajo cinematográfico consiste en la elaboración de los decorados del film Das Rätsel von Bangalor (Alexander Antalffy/ Paul Leni) en 1917, entre cuyos intérpretes se encontrará el que más tarde sería un intérprete habitual de sus filmes, Conrad Veidt, al que Leni aprovecha de forma magistral en El hombre que ríe. Leni inicia su periplo como director en 1918 con Dornroschen. Pese a sus nuevas obligaciones profesionales, Leni no renunciará a su verdadera pasión, el diseño de producción, tanto en filmes ajenos como Varieté (Ewald A. Dupont, 1925) o Manon Lescaut (Artur Robison, 1926), o Veritas Vincit (1919), de Joe May, así como asumiendo la elaboración de los escenarios de sus propias películas. A finales de los años 20 la mayoría de los nombres importantes del cine alemán emigran a los Estados Unidos. Una primera explicación sería la compleja situación sociopolítica del país. La segunda es más evidente: una premeditada estrategia de los grandes estudios norteamericanos para abastecerse de talentos venidos del exterior y, de paso, reducir la competencia de una industria cinematográfica germana cada vez más poderosa -aunque coincidente con los problemas económicos de productoras punteras como la UFA o la Phoebus-. Paul Leni llega a Hollywood de la mano de su compatriota Carl Laemmle, en ese momento director general de la Universal. Además, su primera experiencia en Hollywood se convertirá, con el paso del tiempo, en su obra más reconocida: El legado tenebroso, adaptación de una popular obra de teatro de John Willard estrenada en Nueva York cinco años antes, obra que será revisitada con posterioridad en múltiples ocasiones. El mayor interés de su argumento reside en su papel precursor de ese subgénero del cine de horror al que podríamos llamar coloquialmente “de casas encantadas”. El rodaje de EL HOMBRE DE LAS FIGURAS DE CERA se inicia tardíamente respecto a las planificaciones iniciales -en julio de 1924-, por diferencias de opinión entre Leni y el guionista, Henrik Galeen, que finalmente quedarían resueltas. El orden de filmación corresponde al mismo que ahora podemos ver en el film, salvo un último capítulo, “Rinaldo Rinaldini” -cuya figura de cera se puede ver al principio del film-, personaje basado en la novela de Christian August Vulpius -cuñado de Goethe- y cuya historia estaba ambientada en la Italia del medievo, que en principio debía de interpretar de nuevo William Dieterle pero que finalmente fue desechado por problemas de presupuesto. El film asume una estructura capitular similar a la que Fritz Lang proponía en Las tres luces (Der Müde Tod, 1921). Tres historias que se concentran en una de las temáticas más recurrentes del expresionismo alemán: el Mal encarnado en una figura individual, aspecto que Leni ya había sugerido en uno de sus filmes anteriores, Prinz Kucuck (1919), centrado en los abusos de un millonario. Siegfried Kracauer ya destacó este aspecto: “A semejanza de El doctor Mabuse (Doktor Mabuse, der Spieler; Fritz Lang, 1922), Vanina, oder Die Galgenhochzeit (Arthur von Gerlach, 1922) y películas de ese género, lo imaginario de EL HOMBRE DE LAS FIGURAS DE CERA culmina en escenas que, excediendo su función de ilustrar el argumento, penetran en la naturaleza del poder tiránico. La insistencia con que la imaginación visual se volcó en estos temas, en esos años, indica que el problema de la autoridad absoluta era una preocupación intrínseca del alma colectiva”. Los tres “tiranos” del film serán el califa Haroun Al-Raschid, Iván el Terrible y Jack el Destripador. El primer escenario, una feria, rememora imágenes ya vistas en El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Doktor Caligari, Robert Wiene, 1919). Un joven escritor (William Dieterle) llega al lugar atraído por una propuesta de trabajo anunciada en un periódico. Allí se encuentra con el jefe del museo de cera (John Gottowt) quien, acompañado por su bella hija (Olga Belajeff), le explica cuál será su cometido: escribir tres breves relatos acerca de las estatuas que representan figuras de inquietantes personajes del pasado: el famoso asesino Jack el Destripador y dos dictadores implacables, Iván el Terrible, zar de todas las Rusias, y Haroun Al-Raschid, califa de Bagdad. Éste era el orden inicial de los episodios, según Leni, luego trastocado, lo que provoca un interesante cambio en el desarrollo dramático: en vez de partir de lo onírico a lo cómico, se parte de lo cómico a lo onírico. Ya situado el joven frente a una pequeña mesa con las tres figuras a sus espaldas y con la cabeza de la muchacha apoyada en su hombro con mirada cómplice, comienza la “escritura” de los tres relatos. La transición que nos conduce al primer relato nos deja un apunte curioso: un encadenado “transforma” al escritor y a la chica en dos de los personajes principales de la trama fantástica -de hecho, están interpretados por los mismos actores- lo que sugiere un cierto coqueteo de Leni con el tema del “doble”, otro de los lugares comunes a los que recurre el cine expresionista. El primer episodio nos sitúa en Bagdad para descubrirnos las causas que motivaron la pérdida de un “supuesto” brazo del autoritario califa. Allí, entre sus intrincadas calles, Zarah (Olga Belajeff), la bella esposa de Assad (William Dieterle), panadero local, contempla enamorada trabajar a su marido. Al mismo tiempo, el obeso, grotesco y caprichoso Haroun Al-Raschid (Emil Jannings) juega al ajedrez con algunos de los miembros de la corte. Airado por sus continuas derrotas, achaca su mala suerte al humo que despide el horno contiguo al palacio, y manda a su gran visir y a sus esbirros prender al responsable. Al llegar al lugar, el gran visir queda admirado por la belleza de la esposa del panadero, lo cual despierta los celos del esposo, aumentados al ver que su amada responde al interés del visir con coqueteos. Tras la visita, el matrimonio discute en el interior de su casa. Dos detalles nos descubren el carácter de ambos personajes: un excelente primer plano que muestra a la joven esposa observándose en un espejo, y a continuación su rechazo a un abrazo del marido porque sus manos están manchadas de harina. Coquetería y frivolidad frente al complejo de masculinidad del marido, aspectos importantes para el desenlace de la historia. Mientras tanto, el visir logra aplacar la ira del califa por no traer la cabeza del panadero cuando le describe la belleza que acaba de descubrir en aquel lugar. Juntos planean el rapto, y a la noche se dirigen hacia el edificio. En este trayecto destaca la iluminación extremadamente contrastada, que destaca como en ningún momento mejor de este capítulo el abigarramiento -calles retorcidas, edificios redondeados que se agolpan unos con otros casi de forma imposible que nos recuerdan los decorados de El Golem (Der Golem, wie er in die Welt Kam; Paul Wegener, 1920)- que caracterizan la imagen visual del Bagdad imaginario que propone Leni. Por otro lado, la caricaturesca interpretación de Jennings refleja con acierto la orientación cómica y estrafalaria de su personaje, intención que se traslada a los demás caracteres. Este tono burlesco supone uno de los elementos diferenciales entre éste y el resto de los episodios. Esta línea queda completamente consolidada en el tercio final del capítulo desde el momento en que Haroun se introduce en la panadería, aprovechando la ausencia del marido para seducir a la joven, al mismo tiempo que el engañado marido penetra en el palacio para llegar a los aposentos del califa, le corta un brazo al supuesto regente dormido y le roba un valioso anillo. Esta última escena posee brillantes momentos formales, desde experimentos visuales (la visión caleidoscópica del ladrón reflejado en el anillo) hasta la persecución a través de las serpenteantes y dalinianas escaleras del palacio, que culmina en la cúpula del edificio. A partir de este momento el film entra de lleno en un desenlace digno del slapstick: el califa y la esposa se transforman en amantes descubiertos por un marido celoso y furibundo –“Pequeña, ¿no tendrás un buen escondite para un hombre gordo?”, suplica el humillado regente. El final sorpresa, norma general de toda la película, se precipita: el panadero llega con el supuesto brazo del caíd y el presunto anillo, con la idea de demostrar a su mujer su virilidad (mientras el verdadero Haroun se encuentra escondido). Rápidamente, Assad es atrapado por los esbirros, mientras el caíd, desde su escondite, confiesa su secreto a la mujer: en realidad, ese brazo pertenece a una figura de cera que utiliza para ocultar sus aventuras nocturnas, y el anillo es falso. El epílogo culmina la cruel broma: la mujer, que se da cuenta del poder que le otorga esta situación de vodevil, desvela ante todos el escondite del caíd y suplica teatralmente a éste que nombre a su esposo panadero real. Al final, los tres (el esposo engañado, la esposa adúltera y el viejo verde descubierto in fraganti) se funden en un gran abrazo, que apostilla la ironía y el humor negro que Leni quiso imprimir en este primer capítulo. El segundo capítulo nos sitúa en la Rusia zarista gobernada por el cruel Iván el Terrible. En esta historia, Leni se aparta radicalmente del tono sarcástico de la primera y apuesta por una atmósfera lúgubre, casi operística que algunos consideran posible inspiración para el Iván el Terrible (Ivan Grozny, 1944-1946), de Eisenstein. Las interpretaciones, en especial la de Conrad Veidt en el papel del tirano, llegan al límite del amaneramiento, muy en la línea del concepto interpretativo del expresionismo. A su vez, la planificación de Leni, basada en composiciones en diagonal, tratan de transmitir la violencia y crueldad del personaje. El problema de este capítulo se basa en su inconexo argumento, que llega a provocar el despiste. La trama parece simple: Iván disfruta contemplando a sus víctimas en los sótanos del palacio, envenenadas gracias al trabajo de un experto alquimista. Aquí aparece el elemento más desconcertante del relato: antes de ser envenenada, el nombre de la víctima aparece grabado en un reloj de arena. Cuando el último grano caiga, ésta morirá. Tras sospechar de su secuaz envenenador, Iván dicta su muerte, pero, antes del trágico desenlace, éste escribe el nombre del zar en el reloj. Al mismo tiempo, Iván es invitado a una boda. Para evitar un atentado hace que el padre de la novia se vista como él, lo que provoca su muerte en una emboscada. Ya en la boda, el zar se encapricha de la joven novia, la secuestra y la conduce a palacio. Allí, la mujer descubre horrorizada las torturas que el zar impone a sus reclusos. Es en ese momento de clímax de Iván cuando descubre que su nombre ha sido escrito en el reloj, y cree haber sido envenenado. La obsesión le conduce a la locura: dedicará toda su vida a girar una y otra vez el reloj de arena para evitar su muerte. El episodio final abandona cualquier realismo para introducir al espectador en un paisaje onírico. Se trata de un capítulo casi experimental, que rechaza cualquier lógica narrativa y se regodea en efectismos visuales: el joven escritor se duerme durante su trabajo y tiene una pesadilla -de nuevo el fantasma recurrente de El gabinete del doctor Caligari-. Nuestro protagonista y la hija del director del museo de cera son perseguidos por Jack el Destripador (Werner Krauss), caracterizado como una silueta desdibujada. Para completar dicha secuencia surrealista, Leni aprovecha como en ningún otro momento de la película la expresividad del decorado -ayudado por su compañero en el diseño artístico, Ernst Stern (quien acentúa los colores amarillo y azul en el vestuario para realzar el contraste en la iluminación). Una feria fantasmagórica e irreal completa la estructura del film, una transición que nos conduce de lo humorístico y lo tétrico a lo sencillamente surrealista. Este breve episodio brilla en lo estético, pero termina por debilitar todavía más el ya de por sí endeble esqueleto del film. Aún así, nos demuestra los claros conceptos estilísticos de Leni, en especial respecto al diseño de producción, que puede ser considerado como modelo ejemplar del cine expresionista. El mismo director explicaba con estas palabras este ideal, según reflejaba en el Berlin Kinematograph en 1924: “Si el director artístico se limita a seguir las instrucciones de la iluminación para construir sus decorados, la película daría una impresión superficial e impersonal. Debe haber la posibilidad de dar a los objetos una personalidad suficiente para dotar a la imagen de un estilo y un color... Esto es especialmente necesario para las películas que están completamente concebidas en torno a un mundo irreal. Para mi film (EL HOMBRE DE LAS FIGURAS DE CERA) intenté crear decorados muy estilizados que evidenciaran la ausencia de la realidad. Mi escenario está estructurado de una forma que a la vez esté lleno y ausente de detalles. El conjunto busca la sensación de una indescriptible fluidez de luz, formas que se mueven, sombras, líneas y curvas. La cámara no percibe una realidad superficial sino la realidad interior, que es más profunda, más efectiva y móvil que la que percibimos día a día con nuestros ojos, y creo que el cine puede reproducir esta realidad de forma efectiva. Querría citar los ejemplos de El gabinete del doctor Caligari... o El Golem, en los cuales Hans Poelzig recrea así la imagen de una ciudad. Quiero acentuar lo importante que es para un diseñador no mostrar el mundo cotidiano o sus aspectos más reales. Me refiero a que el diseñador no debe construir decorados 'perfectos'. Debe penetrar en la superficie de las cosas y descubrir su corazón. Debe crear con genio y salvaguardar su independencia respecto al objeto al que se enfrenta día a día. Esto es lo que le hace artista. De otra manera no veo la razón por la cual no pudiera ser sustituido por un hábil aprendiz de carpintero”. Y añade en otras entrevistas: “Sólo la formación artística a través de la imagen es expresión artístico-fílmica. La imagen en el cine es la reproducción de un acontecimiento, el hombre vuelve a experimentar. Una calle en París no es para él una calle de París sino una expresión pictórico-emocional de personas que justo en ese momento sienten París. Así crea siempre cada argumento su estilo correspondiente y puede no haber indicaciones, como en la pintura, para la imagen en el cine”. Virtuosismo visual -siempre basado en el estatismo del plano, la cámara apenas se mueve durante todo el film, contrariamente a las prácticas de Murnau-, importancia decisiva de los decorados -utilizando técnicas similares que en El gabinete del doctor Caligari-, maquillaje y vestuario, amaneramiento de las interpretaciones... Éstas son las virtudes de EL HOMBRE DE LAS FIGURAS DE CERA que mejor representan la influencia del movimiento expresionista. En su contra, la frágil estructura narrativa, que convierte al film en una obra tan curiosa e interesante como algo inferior a otros filmes de la órbita expresionista. Texto: Israel Paredes Badía, “El hombre de las figuras de cera”, rev. Dirigido, octubre 2010. José Manuel González-Fierro, “El hombre de las figuras de cera: historia de tres tiranos”, en Cine fantástico y de terror alemán (1913-1927), Donostia Kultura, 2003. Lotte H. Eisner, La pantalla demoniaca, Cátedra, 1996.