LA CRISIS ECONÓMICA DE 2011 Por Peter Oborne Londres, Daily Telegraph, 6 de agosto Traducción: José Fernando Ocampo T. En esta grave crisis, los líderes mundiales están impresionantemente perdidos. Hay años que han quedado como momentos decisivos en la historia, después de los cuales nada difícilmente volvió a ser lo mismo: 1914, 1929, 1939, 1989. En este momento parece terriblemente posible que 2011 se añada a esas cuatro fechas. La gravísima crisis financiera que ha caído sobre Europa desde el colapso bancario que sobrevino hace tres años, ha tomado un vuelco siniestro, con las más pavorosas y aleccionadoras consecuencias. Los sucesos de los últimos días han sido críticos: la crisis de la deuda soberana de la eurozona ha superado las fronteras de la periferia y se ha extendido a Italia y España; sectores del sistema bancario europeo han quedado paralizados; la tesorería de Estados Unidos ha sido despojada de su calificación triple A, lo que puede ser el comienzo de un proceso que conduzca a que el dólar pierda su estatus vital de reserva monetaria mundial. Ya ha habido anuncios de que podemos estar repitiendo los calamitosos eventos de 2008. La verdad, sin embargo, es que la situación es potencialmente mucho más sombría que aquellos desesperantes días que siguieron a la quiebra de Lehman Brothers. Entonces, los gobernantes tenían a su disposición un amplio espectro de poderosas herramientas con las cuales remediar la situación que hoy simplemente no están disponibles. En primer lugar, la crisis de 2008 golpeó en el escenario ideal de un ciclo económico. Las tasas de interés comparativamente estaban altas, tanto en Europa como en Estados Unidos. Esto significaba que los bancos centrales se encontraban en la posición de evitar un desastre reduciendo drásticamente el costo de los créditos. Hoy, las tasas se encuentran aún en el punto más bajo, lo que significa que esa opción ya no está disponible. Segundo, la situación global era mucho más favorable hace tres años. Una razón clave para explicar por qué las economías occidentales se recobraron tan rápido fue que China respondió con un apoyo económico substancial. Hoy, China, asediada por una alta inflación como resultado de tan oportuna intervención, no está en condiciones de volver a darle la mano. Pero la que resulta ser la diferencia definitiva es la más alarmante. En 2008, el balance general nacional se encontraba todavía en una situación razonable. En Gran Bretaña, por ejemplo, la deuda estatal en ese entonces (según las estadísticas oficiales, las cuales, hay que admitirlo, eran altamente sospechosas), giraba alrededor del 40% del PIB. Esto significaba que teníamos un balance nacional lo suficientemente sólido como para incursionar en los mercados y respaldar los bancos en bancarrota. Pero ahora, como resultado, la deuda nacional ha pasado la marca del 60 por ciento, lo cual significa que es imposible para el gobierno británico realizar la misma operación de rescate sin arriesgarse a caer en bancarrota. Muchas otras democracias occidentales enfrentan el mismo problema. La consecuencia es aterradora. Los gobernantes se encuentran en la posición de un conductor que se dirige hacia fuera del carril en una autopista y se da cuenta de improviso que ninguno de sus controles funciona: ni el acelerador ni los frenos y se le ha descompuesto el volante. Se requieren experiencia, pericia y una prodigiosa cantidad de suerte para poder impedir un accidente. Desafortunadamente, resulta con mucha pena, que no se cuenta con ninguno de estos recursos. Los dirigentes occidentales están perdidos.