Mi viejita María Camila Murcia Piedrahita Carmen Pinzón es mi bisabuela. Me conmueve bastante contar lo que hasta el día de hoy, me persigue. Carmen, desde hace muchos años, vivía lejos pero muy cerca de mí. Pedro, mi abuelo –su hijo– solía visitarla, cada ocho días. Le llevaba su mercado, a ella, quien vivía muy sola. Carmen es una mujer que recuerdo como alguien “templado”, es decir, de temperamento fuerte, difícil de llevar. Padecía varias enfermedades, que significaban quejas, dolor, insomnio y soledad. Yo estaba en cuarto semestre de mi Carrera… Para ese entonces, aún no comprendía sobre eso de sentir el dolor del enfermo; tampoco, el manejo de ciertas patologías y cómo no “contagiarse” de los miedos ajenos. Un buen día fui a visitarla, junto a mi madre. Hace meses no veía a mi abuelita. No sabía qué esperar. Hace algunos años no hablaba con ella, no sabía cómo luciría, si su piel había envejecido, si su mente estaba ya pérdida, o si se acordaría de mí. Llegamos, y por supuesto, no recordaba mi nombre. Su mente estaba más allá que acá. Sus 89 años, no eran gratis. Al entrar a ese gran cuarto con pocos espacios libres, vi sobre la cama, una “viejita delgada”, rodeada de cajas. No se bañaba hacía meses, no se alimentaba bien. Sentí mucho dolor. Entonces, apliqué lo poco que sabía. Tomé una toalla, la humedecí, la sostuve con mis brazos, como un bebé; la vestí, la peiné, me enternecí con mi abuelita. Pasaron otros meses sin verla, sin saber de ella... Hasta que tomé la decisión junto a mi madre, de llevarla a nuestra casa. Carmen ya no podía caminar, moverla de un lado a otro era muy difícil, pero lo hicimos. Pasó una semana en mi casa; el primer día, no durmió, no comió, incluso no se dejaba bañar, lloraba, y al cabo de un rato nos agradecía profundamente todo el esfuerzo que hacíamos. ¡Qué buena semana pasó, qué buena semana pasamos! Ella pedía morir, pasaba largas horas mirando al cielo, incluso hablaba en voz alta, ella pedía descansar. El día sábado, después de una semana de estar entre nosotros, su rostro, su mirada, incluso su discurso, habían cambiado. Ella estaba tranquila y feliz. Era el fin de semana de la madre, iríamos a un restaurante. Sería difícil llevar a la abuela, así que decidimos llevarla a su hogar. Ese fue el último día que la escuché hablar. Ese día ella falleció. Estuve junto a ella su última semana de vida. Mi viejita me enseñó a cuidar del otro, a dar amor, a lidiar con las quejas del otro, a vivir.