Derecho, democracia y teorías críticas al fin del siglo Alicia E. C. Ruiz Hoy están en crisis los conceptos de ciudadanía, de tolerancia, de igualdad, de soberanía, y como bien lo señala Capella, las disfuncionalidades de las instituciones representativas y la disipación de la voluntad democrática no son sólo un símbolo de la obsolescencia del Estado de la modernidad, sino también de la inadecuación de las categorías filosófico-jurídicas acuñadas desde los siglos XVI y XVII. (Capella, 1993). El develamiento de las ficciones, las tentativas de redefinir las nociones de libertad, igualdad, derecho, justicia, democracia, la deconstrucción de las categorías cristalizadas, la reasignación de sentidos a través de los cuales el derecho opera en los más diversos aspectos de la vida social, implican una intervención política desde la especificidad de lo jurídico. Buena parte de esa intervención compete a los jueces y a los juristas, mal que les pese a algunos y aunque quieran negarlo. Si se quieren ensayar prácticas distintas, ya sean teóricas o judiciales, habrá que explicitar la relación entre el derecho y la democracia, sin lo cual difícilmente la actuación de los juristas o la de los jueces supere el límite de las buenas intenciones o la repetición del discurso iluminista que, en los días que corren, sólo es expresión de sorprendente ingenuidad o de descarnado cinismo. Una sugerente pregunta de Jacques Derrida acerca de lo que hacen los jueces, y una lúcida advertencia de Norberto Bobbio aluden, desde lugares y filosofías bien diversas, a esta problemática cuestión. “¿Cómo conjugar –dice Derrida– el acto de justicia que debe referirse siempre a una singularidad, individuos, grupos, existencias irremplazables, el otro o yo como el otro en una situación única, con la regla, la norma, el valor, o el imperativo de justicia que tienen necesariamente una forma general? Dirigirse al otro en la lengua del otro es la condición de toda justicia posible, pero esto parece rigurosamente imposible...” (Derrida, 1989).“Para superar el modelo es necesario tener conciencia de la diversidad y comprensión del tiempo histórico”, anota Bobbio. El encargado de administrar justicia debe realizar la conjunción entre lo singular y lo general, hacer lo imposible. Quien es juez y sabe de esta imposibilidad puede negar ese saber, conformarse con aplicar mecánicamente la ley, el precedente, la doctrina y tranquilizarse diciendo que actúa “conforme a derecho”. O puede hacerse cargo de la angustia que todo acto de juzgar supone y procurar lo imposible (Cf. Ruiz, 1995). El teórico del derecho que emprende el camino asumiendo las consignas que propone Bobbio, “conciencia de la diversidad” y “comprensión del tiempo histórico”, no se contenta con manipular normas, convencido de que allí se agota su actividad. La dimensión de la función judicial que está implicada en el interrogante derridiano y la senda que el pensador italiano nos insta a seguir, no serán descubiertas por quien no cambie su mirada teórica, y no esté dispuesto a superar los obstáculos epistemológicos que han convertido a los juristas en una especie de tribu endogámica en el campo de las ciencias sociales. La teoría que formule un cuestionamiento profundo del derecho, la justicia y la política, y trastoque el mundo conceptual de lo jurídico, será una pieza valiosa en el proyecto de profundizar el orden democrático, tornándolo más plural y más participativo. Lo que sigue es una breve referencia al modo en que ciertas perspectivas teóricas han procurado, ya cerca del fin del siglo, hincarle el diente a esta cuestión. 2. Las teorías críticas se preguntan acerca de los temas omitidos por el pensamiento jurídico que va de Ihering a Kelsen, pasando por Weber. Al hacerlo, producen una ruptura de carácter epistemológico porque abandonan un modelo explicativo y lo sustituyen por un modelo dialécticocomprensivo. Ese modelo explicativo subyace tanto al naturalismo como al positivismo, en cualquiera de sus variantes. “Los grandes paradigmas jurídicos de la modernidad no sólo tienen una visión matematizante como común fundamento (del modelo hobbesiano de la demostratio al de la axiomática kelseniana), también coinciden en la absolutización de lo jurídico, cuya naturaleza histórica escamotean, con fundamento en Dios, en la naturaleza, en la Razón en el primer caso, o con fundamento en una hipótesis gnoseológico-trascendental, una norma de reconocimiento o una ficción, en el otro” (Cárcova, 1996). Los críticos, en cambio, comparten la idea de que la ciencia del derecho interviene en la producción de su objeto y lo construye, en tanto lo explica mediante categorías y conceptos. Así, participa en la realización de las funciones sociales que le atribuye y fundamenta las ficciones que lo estructuran. Para dar cuenta del derecho, dicen, no basta con ceñirse a sus aspectos normativos. Hay una serie de discursos jurídicos típicos “como la ley”, que preceden a otro conjunto de discursos que versan sobre los primeros, como la ciencia o la doctrina, y que sólo en apariencia se limitan a la descripción de los primeros. Los críticos oponen a un concepto reduccionista del derecho, que lo presenta como pura norma, la concepción que lo caracteriza como una práctica discursiva, que es social (como todo discurso), y específica (porque produce sentidos propios y diferentes a los de otros discursos), y que expresa los niveles de acuerdo y de conflicto propios de una formación histórico-social determinada. El derecho es un discurso social, y como tal, dota de sentido a las conductas de los hombres y los convierte en sujetos. Al mismo tiempo opera como el gran legitimador del poder, que habla, convence, seduce y se impone a través de las palabras de la ley. Ese discurso jurídico instituye, dota de autoridad, faculta a decir o a hacer. Su sentido remite al juego de las relaciones de dominación y a la situación de las fuerzas en pugna, en un cierto momento y lugar. El derecho legitima al poder en el Estado, y en todos los intersticios de la vida social, a través de la consagración explícita de quienes son sus detentadores reconocidos. También lo hace de manera más sutil, cada vez que dice con qué mecanismos es posible producir efectos jurídicos. Sólo algunos, y bajo ciertas condiciones, podrán contratar, reconocer hijos, contraer matrimonio, acceder al desempeño de ciertos cargos y aun matar y morir legalmente. Cada vez que el derecho consagra alguna acción u omisión como permitida o como prohibida, está revelando dónde reside el poder y cómo está distribuido en la sociedad. Se trata de un discurso que, paradojalmente, al tiempo que legitima las relaciones de poder existentes, sirve para su transformación. De un discurso cargado de historicidad y de ideología, pero que no reproduce en forma mecánica la estructura de la sociedad. De un discurso que deposita en el imaginario colectivo, las ficciones y los mitos que dan sentido a los actos reales de los hombres. De un discurso que remite para su comprensión al poder y, en última instancia, a la violencia. De un discurso que incluye a la ciencia que pretende explicarlo. De un discurso que es en sí mismo dispositivo de poder. Que reserva su saber a unos pocos, y hace del secreto y la censura sus mecanismos privilegiados. (Cf. Ruiz, 1991). La estructura del discurso jurídico, que articula diversos niveles, encubre, desplaza y distorsiona el lugar del conflicto social y permite al derecho instalarse como legitimador del poder, al que disfraza y torna neutral. Como advierte Foucault, “el poder es tolerable sólo con la condición de enmascarar una parte importante de sí mismo. Su éxito está en proporción directa con lo que logra esconder de sus mecanismos... Para el poder el secreto no pertenece al orden del abuso, es indispensable para su funcionamiento”. El discurso del derecho es ordenado y coherente. Desde ese orden y esa coherencia genera seguridad y confianza en aquellos a quienes su mensaje orienta. Es un discurso peculiar, que aparece como autosuficiente y autorregulado en su producción, y crea la impresión de que su origen y su organización sólo requieren de la razón para ser aprehendidos, y que su modo de creación y aplicación depende exclusivamente de su forma. Es un discurso que, en una formidable construcción metonímica, exhibe uno de sus aspectos como si éste fuera la totalidad. Lo visible es la norma y, por ende, el derecho es la “ley”. Esta equívoca identificación del derecho con la Ley necesita ser asumida en toda su magnitud. No es por error, ignorancia o perversidad que el sentido común y la teoría jurídica han coincidido tantas veces en la historia de la ciencia y de la sociedad, en esa identificación del derecho con la ley, y en la posibilidad de pensarlo separado de lo social y de lo ideológico. (Cf. Ruiz, 1991) Los críticos cuestionan la tradición teórico-jurídica que enfatizó los aspectos formales del derecho, olvidando sus aspectos finalistas; que desconoció el fenómeno de su historicidad, de su articulación con los niveles de la ideología y del poder; que negó toda cientificidad a un análisis de la relación entre derecho y política. Sin embargo, no dejan de advertir que es la propia estructura del discurso jurídico la que enmascara y disimula el poder, y habilita las interpretaciones que garantizan ese ocultamiento y que contribuye a la preservación de la relación entre derecho y poder. Las reglas de producción del discurso jurídico son reglas de atribución de la palabra, que individualizan a quienes están en condiciones de “decir” el derecho. Ese discurso se compone de diversos niveles, el primero de los cuales corresponde al producto de órganos autorizados para crear las normas (leyes, decretos, resoluciones, contratos). El segundo nivel está integrado por las teorías, doctrinas, opiniones que resultan de la práctica teórica de los juristas y por el uso y la manipulación del primer nivel. Habrá que incluir aquí, junto a la labor de los juristas, la actuación profesional de los abogados, los escribanos, los “operadores del derecho”, y la de los profesores y las escuelas de derecho. Por fin, habrá que dar cabida, en un tercer nivel, a la parte más oculta y negada del discurso del derecho que se revela en las creencias y los mitos que se alojan en el imaginario social, sin el cual el discurso del orden se torna inoperante. El derecho significa más que las palabras de ley. Organiza un conjunto complejo de mitos, ficciones, rituales y ceremonias, que tienden a fortalecer las creencias que él mismo inculca y fundamenta racionalmente y que se vuelven condición necesaria de su efectividad. También la teoría deberá hacerse cargo de explicar esta curiosa combinación de la razón y del mito que es propia del derecho moderno, que es, por otra parte, el horizonte histórico sobre el que estas notas se recortan. El derecho es un saber social diferenciado que atribuye a los juristas, los abogados, los jueces, los legisladores “...la tarea de pensar y actuar las formas de administración institucionalizadas, los procedimientos de control y regulación de las conductas. Ellos son los depositarios de un conocimiento técnico que es correlativo al desconocimiento de los legos sobre quienes recaen las consecuencias jurídicas del uso de tales instrumentos. El poder asentado en el conocimiento del modo de operar del derecho se ejerce, parcialmente, a través del desconocimiento generalizado de esos modos de operar y la preservación de ese poder está emparentada con la reproducción del efecto de desconocimiento. (...) La opacidad del derecho es, pues, una demanda objetiva de la estructura del sistema y tiende a escamotear el sentido de las relaciones estructurales establecidas entre los sujetos, con la finalidad de reproducir los mecanismos de la dominación social”. (Cárcova, 1996) 3. No hay pureza posible en la teoría acerca de este discurso, que oculta el sentido de las relaciones establecidas entre los hombres y reproduce los mecanismos de la hegemonía social. En el mismo sentido, la pregonada neutralidad del jurista es sólo una fantasía. Desde esta visión del derecho, los juristas críticos restauran el vínculo entre el derecho y la política, sin renunciar a producir teóricamente en el campo del conocimiento. Las circunstancias socio-políticas, las ideologías predominantes y el desarrollo que la ciencia del derecho había alcanzado a principios del siglo XX, permiten comprender por qué Kelsen defendió tan ardientemente la preservación de esa pureza que ha devenido insostenible. Pero los tiempos que nos toca vivir son otros, y los sistemas de pensamiento con que contábamos ya no sirven para explicarlos. La complejidad creciente, la inestabilidad y la turbulencia de los procesos históricos introducen en el campo de la ciencia las cuestiones del caos, la catástrofe y la imprevisibilidad. Entonces toda forma de reduccionismo teórico pierde fuerza explicativa. El mundo se torna, a un tiempo, más global y más dividido. Aumentan la violencia, la discriminación, el racismo y nuevas formas de la criminalidad. Se agudizan la dualización de la sociedad y la marginalidad. El desempleo y la desprotección de sectores cada vez más numerosos agravan las desigualdades. Los modos de exclusión y las asimetrías crecen aceleradamente. El Estado resultante de la nueva distribución de poder mundial ha tirado por la borda las adquisiciones del Estado de bienestar y del populismo distribucionista. Las estructuras políticas tradicionales carecen de representatividad, los parlamentos parecen ineficaces, y la justicia, desvalorizada. “La democracia formal de los derechos y de los procedimientos –señala Pietro Barcellona– no se halla en situación, como muestra la historia reciente, de defenderse a sí misma, frente a fenómenos rastreros de corrupción y de destrucción de las condiciones materiales de la libertad realizados por las oligarquías económicas o políticas. La experiencia cotidiana muestra cuán difícil es que una representación política liberal no degenere en una política fraudulenta y no provoque, por disgusto o desconfianza crecientes, la eterna tentación totalitaria, aunque sea en formas cada vez más artificiosas, apenas discernibles de las anteriores a ellas”. (Barcellona, 1992) El escepticismo, el miedo y la indiferencia caracterizan este fin de siglo y para muchos, perdidas las certezas, nada queda por hacer. Sin embargo, paradójicamente, en medio de este ambiente posmoderno, y desde la década del ochenta, se ha vuelto a discutir acerca de la democracia. Tal vez porque, como decía Norberto Bobbio, pese a sus promesas incumplidas y a los obstáculos imprevistos, todavía la democracia exhibe ventajas y diferencias relevantes con los regímenes autoritarios. Los grandes temas que preocupan a los cientistas sociales giran en torno a los límites de la democracia, a los contenidos del pacto democrático, a la resolución de la difícil tensión entre capitalismo y democracia, a las posibilidades de ampliar y radicalizar la democracia, a los efectos de las políticas de ajuste y de las ideologías neoconservadoras en la transición y la post-transición democrática, tanto como en los procesos que ponen en crisis la gobernabilidad de las democracias “consolidadas”. Los juristas críticos estamos dispuestos a intervenir en el debate convencidos de que hay que “...remitir la cuestión de la decisión y la política al campo de la democracia y plantear a su vez el papel de lo jurídico en la recuperación de la democracia como horizonte real, no sólo formal, de las relaciones sociales...” (Barcellona, 1992). Y en esa empresa no podemos eludir “...el escollo que representa la debilidad constitutiva de la democracia: su condición de sistema circular de legitimidad, garantías y controles, que no se encuentra nunca fundamentado” (Lefort, 1990). Es que una nota esencial de la democracia es la posibilidad del cuestionamiento ilimitado de su organización y de sus valores, que nunca alcanzan un estatuto definitivo, y de allí proviene su extrema e insalvable vulnerabilidad y su inescindible vínculo con el derecho. Pietro Barcellona, en el mismo sentido, dice que la democracia consiste en un orden infundado y, por ende, en un orden que se hace cargo de la pluralidad de razones, de la posibilidad de que una gane y otra pierda sin ser negada definitivamente. “La democracia se atribuye a sí misma la decisión de dejar fuera del conflicto los puntos no negociables, los relativos a la supervivencia de la pluralidad de razones (...) El tema del conflicto evoca el tema de la elección entre alternativas posibles (...) y abre la cuestión democrática en su punto más alto. No se trata de seleccionar mediante la competencia electoral a los representantes del poder legislativo, ni de aprobar o ratificar decretos emitidos, se trata de dar forma al conflicto. (...) Una democracia que decide, presupone el conflicto que la decisión disuelve y redefine en sus términos...” (Barcellona, 1992). Lefort se refiere a la indeterminación radical del sistema democrático, donde el poder aparece como un lugar vacío, para el que ningún individuo es consustancial, como lo era el rey o lo es el autócrata (Cf. Lefort, 1990). La sociedad, enfrentada a la prueba de su pérdida de fundamento, encuentra en el derecho una red de ficciones, mitos y rituales que, desde el plano de lo simbólico, legitiman el orden democrático, definen la identidad de los individuos que la componen y articulan las relaciones de hombres y grupos en una peculiar conformación. La democracia da legitimidad a lo provisorio, a lo cambiante. Somete permanentemente la autoridad al juicio de todos. Exhibe la precariedad y los límites que la caracterizan y, simultáneamente, consagra y declara un plexo de valores absolutos. El discurso del derecho provee esa garantía de orden y de seguridad en un contexto que se organiza en torno a la incerteza y a la indeterminación, pero lo hace “ilusoriamente”, porque no hay nada que asegure definitivamente y más allá de las prácticas y los rituales repetidos, día a día por todos nosotros, la perdurabilidad del sistema que, por su propia naturaleza es siempre cuestionable. La preservación de las ficciones básicas es la última garantía de la organización democrática y la única posibilidad de que las ilusiones se concreten. La pérdida de confianza en la legalidad contribuye a su destrucción y torna incomprensible una realidad compleja en la cual lo heterogéneo, lo plural y el conflicto emergen a cada paso. En este marco conceptual, adquieren una extraordinaria relevancia las palabras de Eligio Resta cuando dice: “Hoy la legalidad tomada en serio, la legalidad como estrategia y práctica coherente, constituye más que nunca el poder de los sin poder. (...) Hoy una política de la legalidad es la más radical de las revoluciones posibles, además de la primera de las revoluciones necesarias. (...) La figura irrenunciable de la democracia no es el que consiente sino el disidente. El consenso es un principio decisivo, pero (...) sólo vale en el horizonte de una legalidad rigurosa que reclama, al mismo tiempo, reconocimiento para el disidente e intolerancia con el que viola la ley, tanto mayor cuanto más grande sea su poder” (Resta, 1990). Quiero concluir parafraseando un texto que, en el año 1955, escribiera Bobbio como prólogo a la investigación sobre la pobreza en un pueblo de Sicilia de Danilo Dolci: “Las páginas de este libro nos ponen en medio de las cosas, de esas cosas que no conocíamos, no queríamos conocer o fingíamos no conocer. Y son, por un lado, la miseria, el hambre, la locura, la desesperación de un pequeño barrio de una pequeña ciudad de Sicilia; por otro lado la indiferencia, la incuria, la prepotencia de quienes, grandes y pequeños, rigen los destinos del estado. Son dos caras de la misma moneda. Después de haber leído estas páginas, escuchad la resonancia siniestra que adquieren en vuestro ánimo palabras como democracia, justicia, derecho, ley. Y quien aferre el sonido nuevo y escandaloso de estas palabras, adquirirá una singular claridad de mente y libertad de espíritu para volver a comenzar a hablar, sin orgullos intelectualistas y, por el contrario, con mucha humildad, moderación y sentido de la dificultad y de los límites de democracia, justicia, Derecho y ley...” Bibliografía BARCELLONA, Pietro, Postmodernidad y comunidad. El regreso del vínculo social, Trotta, Madrid, 1992. CAPELLA, Juan Ramón, Los ciudadanos siervos, Trotta, Madrid, 1993. CÁRCOVA, Carlos, “Jusnaturalismo y positivismo jurídico: un debate superado”, en Derecho, Política y Magistratura, Biblos, Buenos Aires, 1996; y “La opacidad del derecho”, en Derecho, Política y Magistratura, Biblos, Buenos Aires, 1996. DERRIDA, Jacques, “Fuerza de Ley: El Fundamento místico de la autoridad”, en Doxa Nº 11, Departamento de Filosofía del Derecho, Universidad de Alicante, Alicante, 1989. LEFORT, Claude, La invención democrática, Nueva Visión, Buenos Aires, 1990. RESTA, Eligio, “El ambiente de los derechos”, en Italia, años 80, Anales de la Cátedra Francisco Suárez, Nº 30, Granada, 1990. RUIZ, Alicia E. C., “Aspectos ideológicos del discurso jurídico”, en Materiales para una teoría crítica del derecho, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1991; y “Del imposible acto de juzgar”, inédito, 1995.