« ¡Ved qué bueno, qué grato, convivir los hermanos unidos!» (Sal. 133 - 132) 14 de febrero de 2013 La comunidad es, ante todo, un don del Espíritu. Es imagen de la vida trinitaria, en la que en la unidad de un Dios, hay diversidad de Personas en comunicación continua. Y al crear al ser humano, lo creó para vivir en comunidad. Jesucristo, antes de entregarse a la muerte redentora pidió por sus seguidores para que fuéramos uno siguiéndolo como modelo a Él y al Padre unidos por el amor del Espíritu Santo. Este amor debe perseguirlo toda comunidad cristiana y con cuánta más razón las comunidades religiosas cuyos miembros hemos escogido seguir a Cristo pobre, casto y obediente, viviendo en comunidad. Esta comunión no se realiza sin sacrificio y sin una entrega a la misma. Entrega alimentada en la oración, impulsada por la caridad y con una cuota de renuncia de sí mismo. Nuestra comunidad fundadora nos empuja a este amor sincero, fruto de esa entrega al Señor y que construye la comunidad. Y así vemos cómo todas las religiosas encontraban en sor Angustias Tamayo consuelo, pues ella gozaba en servirles (CEP, Compartiendo un proyecto común, 15). O en sor Antonia del Niño Jesús Ábalos experimentaban un modelo de caridad en especial con las enfermas, que las cuidaba con tanto esmero que más parecía madre que enfermera (CEP, 16). Y, por su parte, sor San José de Richardson, ayudaba a las hermanas de obediencia en sus trabajos más fuertes (CEP, 19). Sor Rosario Segovia Jiménez nunca sentía cansancio para trabajar y sacrificarse por su amada comunidad, mejor dicho, jamás lo demostró. Si era preciso madrugar, lo hacía. Si los trabajos exigían velar hasta media noche, tampoco tenía inconveniente. Todo lo que se relacionara con el bienestar de la casa lo tomaba ella como una obligación y un deber que debía cumplir con toda exactitud (CEP, 31). El trato amable, comprensivo y respetuoso es un factor muy importante en la comunidad. Así sor Luisa del Santísimo Rosario, que era de carácter afable y bondadoso, se ganaba el cariño de todas. O sor Consuelo Herrerías cuyo amor agradable y ocurrente llevaba alivio y consuelo a las enfermas. Y sor Sacramento, que a pesar de sus achaques y de su avanzada edad, se sentía apremiada por el deseo de llenar su medida de amor con su sonrisa y agradable trato. Y ¿qué decir de la madre Teresa, que la calificaban como “nuestra querida madre” por el trato comprensivo, amoroso, en una palabra,trato de madre que tenía con las religiosas? Todos estos gestos que aparecen en las notas necrológicas y otros no consignados, pero que seguramente vivieron muchas de las religiosas, es el ejercicio que se sumaba en la tarea, muchas veces dolorosa pero hermosa de hacer fraternidad, sororeidad. Así de esta manera, la comunidad cumple la misión de ser fermento de unidad en el mundo, y de ser signo del amor que debe reinar en el seno de la Iglesia. Consuelo Eugenia Pérez Restrepo, csd Delegada general para el conocimiento del carisma