El progreso verificable. Una perspectiva política. Bagehot

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El progreso verificable.
Una perspectiva política
Walter Bagehot
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WALTER BAGEHOT
En un escrito anterior traté de demostrar que causas más nimias de lo que se suele pensar
pueden hacer que una nación pase de un estado de civilización estacionario a otro de progreso, y de lo estacionario a lo degradante. Lo habitual es que el efecto del agente se observe de forma inadecuada. Se considera que opera en todos los individuos de una nación
y se presupone, o presupone a medias, que sólo hay que considerar el efecto que ocasiona el agente directamente. Sin embargo, además de este difuso efecto del impacto primero
de la causa, existe un segundo efecto, siempre considerable y habitualmente más potente:
aquel por el que se crea un nuevo modelo para el carácter de la «nación»; se fomentan y
multiplican los caracteres que a él se parecen; y los que contrastan con él se persiguen y
reducen. En una generación o dos el aspecto de la nación se torna bastante diferente; mucho varían los hombres característicos que destacan; también los imitados, y el resultado
de la imitación es distinto. Una nación perezosa puede hacerse diligente; una rica puede
tornarse pobre; una religiosa, irreverente, como por arte de magia, si una sola causa, por
insignificante que sea, o cualquier combinación de causas, aunque sutil, tiene fuerza suficiente para cambiar los tipos de carácter favoritos y detestados.
Creo que este principio nos ayudará a la hora de tratar de resolver la cuestión de por qué
hay tan pocas naciones que han progresado, aunque a nosotros el progreso nos parezca
tan natural: cuál es la causa o conjunto de causas que han impedido ese progreso en la
gran mayoría de los casos, produciéndolo en una escasa minoría. Pero hay una dificultad
preliminar: ¿qué es el progreso y qué la decadencia? Ni siquiera en el mundo animal existe
una regla aplicable aceptada por todos los fisiólogos que determine qué animales son superiores o inferiores a otros; existen polémicas a este respecto. De manera que es probable
que, en las más complejas combinaciones y políticas de los seres humanos, sea aún más
difícil encontrar un criterio consensuado para decir qué nación está por delante de otra o
qué época de una determinada nación iba por delante y cuál se quedaba atrás. El arzobispo Manning tendría una regla para el progreso y la decadencia. El profesor Huxley, en los
asuntos más importantes, tendría la contraria; lo que uno consideraría un avance, el otro lo
vería como un retroceso. Cada uno de ellos anhela un fin concreto y teme una calamidad
también concreta, pero el deseo de uno se acerca bastante al miedo del otro; los libros no
podrían dar cabida a la polémica que sostienen. Del mismo modo, en el arte, ¿quién ha de
determinar qué es avance y qué decadencia? ¿Acaso el Sr. Ruskin estaría de acuerdo con
cualquier otro en este sentido? ¿Llegaría siquiera a estar de acuerdo consigo mismo o podría cualquier investigador común aventurarse a decir si tenía o no razón?
Me temo que, como solía decir Sir William Hamilton, debo «truncar un problema que no
puedo resolver». Debo negarme a enjuiciar cuestiones artísticas, morales o religiosas que
resulten polémicas. Pero, sin llegar a hacer eso, creo que existe algo llamado «progreso verificable», si así podemos denominarlo; es decir, un progreso que el noventa y nueve por
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ciento de la humanidad consideraría que lo es, contra el cual no hay un credo opositor establecido u organizado, y cuyos críticos, al tener ellos mismos opiniones fundamentalmente diversas y creyendo unos una cosa y otros la contraria, pueden ser rechazados sin temor a equivocarse y por completo.
Pensemos en qué es superior un pueblo de colonos ingleses a una tribu de aborígenes
australianos que deambule a su alrededor. Sin ninguna duda, los primeros son superiores
en un puro y simple sentido. Pueden derrotar cuando quieran a los australianos en una
guerra; pueden arrebatarles lo que deseen y matar a cualquiera que quieran. Por norma
general, en todas las zonas alejadas y de propiedad no discutida del mundo los nativos se
encuentran a merced del intruso europeo. Y esto no es todo. No hay duda de que en el pueblo inglés hay más medios para lograr la felicidad, una mayor acumulación de instrumentos
de entretenimiento, que en la tribu australiana. Los ingleses tienen toda clase de libros,
utensilios y máquinas que los otros no utilizan, valoran ni comprenden. Y, además, aparte
de determinados inventos, se da una fuerza general que puede utilizarse para salvar mil dificultades y que constituye una permanente fuente de felicidad, porque los que la poseen
siempre sienten que pueden servirse de ella.
Si prescindimos de cuestiones más elevadas pero discutidas, tocantes a la moral y la religión, creo que descubriremos que las más claras y reconocidas superioridades de los ingleses son las siguientes: en primer lugar, que, en conjunto, cuentan con un mayor dominio
sobre las fuerzas de la naturaleza. Aunque no estén a la altura de determinados australianos en ciertas pequeñas habilidades, aunque quizá no lancen tan bien el bumerán ni enciendan un fuego con palitos, sin embargo, en general, veinte ingleses con sus utensilios y
su destreza pueden cambiar el mundo material de forma mucho más inconmensurable que
veinte australianos y sus artilugios. En segundo lugar, que ese poder no es sólo externo;
también es interno. Los ingleses no sólo poseen mejores máquinas para mover la naturaleza, sino que su propio mecanismo también es mejor. Hace años, el Sr. Babbage nos enseñó que una de las grandes utilidades de la maquinaria no era aumentar la fuerza del hombre, sino registrar y regular su poder; y esto lo puede hacer de mil maneras el hombre
civilizado y está preparado para hacerlo mejor y de forma más precisa que el bárbaro. En
tercer lugar, el hombre civilizado no sólo tiene más poderes sobre la naturaleza, sino que
sabe cómo utilizarlos mejor, y al decir esto entiendo mejor para la salud y el bienestar de
su cuerpo y su mente. Puede guardar para su vejez, algo que un salvaje, al carecer de medios de sustento duraderos, no puede hacer; está dispuesto a guardar porque puede anticiparse al futuro perfectamente, algo que el salvaje de intelecto impreciso no puede hacer;
en general anhela placeres moderados y continuos, mientras que el bárbaro gusta de la
excitación salvaje y ansía una pasmosa saciedad. Gran parte de estos tres elementos,
cuando no toda, puede resumirse en la frase del Sr. Spencer en el sentido de que el pro191
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greso supone un incremento de la adaptación del hombre a su medio, es decir, de sus poderes internos y de sus deseos respecto a su destino y vida externos. Algo de esto también
se expresa en la vieja idea pagana de mens sana in corpore sano. Y creo que este tipo de
progreso bien puede investigarse por separado, ya que supone un progreso de una especie de bien que cualquiera con quien merezca la pena contar puede admitir y reconocer. No
hay duda de que seguirá habiendo gente como el vetusto salvaje que, en su avanzada
edad, volvió a su tribu bárbara diciendo que había «probado la civilización durante cuarenta años y que no merecía la pena molestarse con ella». Pero no tenemos por qué considerar las equivocadas ideas de hombres incapaces y razas derrotadas. En conjunto, la más
sencilla clase de civilización, el aprendizaje moral más simple y la educación moral más
elemental son claros beneficios. Y aunque pueda haber dudas respecto a las ventajas de la
concepción, no hay duda de que existe un amplio camino de «progreso verificable» que no
sólo gustará a descubridores y admiradores, sino que podrán utilizarlo y valorarlo todos
aquellos que con él se encuentren.
Confío en que, a menos que se haga algún tipo de abstracción como ésta sobre el asunto,
el gran problema de «¿qué produce el progreso?» no se resuelva durante mucho tiempo.
Toda la historia de la filosofía nos enseña que, a menos que nos contentemos con resolver
primero problemas sencillos, nunca podremos resolver los difíciles. Ésta es la máxima de la
humildad científica en la que tanto insisten los más elevados investigadores, en el sentido
de que, tanto en las indagaciones como en la vida, el «que se ensalzare será humillado y el
que se humillare será ensalzado», y aunque puede parecer mezquino de nuestra parte
buscar únicamente las leyes de la pura comodidad y la simple felicidad actual, debemos
solucionar primero ese sencillo asunto, antes de enfrentarnos a otras dificultades increíblemente más arduas y elevadas como las del arte, la moral y la religión.
La dificultad que supone solucionar el problema, aun limitándolo así, es enormemente grande. Los hechos más patentes son exactamente los contrarios de los que cabría esperar. Lord
Macaulay nos dice que «todas las ciencias experimentales tienden a la perfección. Todos los
seres humanos tienden a mejorar su situación»; y bien se podría esperar que estos dos principios, al operar por doquier y siempre, «hicieran avanzar rápidamente a la humanidad». De
hecho, si se toma el progreso verificable en el sentido que acabamos de darle, podemos decir
que la naturaleza fija un premio para cada paso que se da en ella. Probablemente, cualquiera
que invente algo que le beneficie a él y a los que le rodean, tendrá más comodidades y será
más respetado por su entorno. Hay que decir que es posible que producir cosas nuevas «de
utilidad para la vida del hombre y propicias para su posición» comporte un aumento de la felicidad para el productor. Con frecuencia, proporciona incluso una inmensa recompensa inmediata; un nuevo y buen tipo de pluma de acero, una forma de fabricar algún tipo de ropa un
poco mejor o un poco más barata han reportado grandes fortunas a los hombres. Y el mismo
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tipo de premio para la mejora industrial se da tanto en los primeros tiempos como en los últimos, aunque los beneficios así obtenidos en la primera sociedad son realmente escasos en
comparación con los de la sociedad avanzada. La naturaleza es como un maestro de escuela, al menos en este sentido, pues otorga sus mejores premios a las clases superiores y más
instruidas. En cualquier caso, incluso en la sociedad más temprana, la naturaleza ayuda a los
que pueden ayudarse a sí mismos, y les ayuda mucho.
Todo esto tendría que haber hecho que el progreso de la humanidad —al menos en este
sentido limitado— fuera enormemente común; pero, en realidad, todo progreso es extremadamente inusual. Por regla general (y como se ha recalcado anteriormente), un estado estacionario es, de lejos, la situación más habitual entre los hombres, tal como la describe la
historia; el estado de progreso sólo es una excepción rara y ocasional.
Antes del inicio de la historia debió de haber en la nación que la escribe un gran progreso;
sin él no habría sido posible la historia. Para la civilización es un gran avance ser capaz de
describir los hechos cotidianos de la vida y, quizá, si analizáramos este punto descubriríamos que el deseo de describirlos fue un avance cuando menos similar. Pero muy pocas razas han dado este paso de progreso; muy pocas han sido capaces siquiera del más humilde tipo de historia; y en lo tocante a escribir una historia como la de Tucídides, la mayoría
de las naciones podrían haber construido antes un planeta. Cuando la historia inicia su registro, descubre que la mayoría de las razas son incapaces de historiar, están detenidas,
no progresan y se encuentran más o menos donde están hoy.
Entonces, ¿por qué las causas evidentes y naturales del progreso (así las llamaremos) no
han producido esos efectos obvios y naturales? ¿Por qué las auténticas fortunas de la humanidad han sido tan diferentes de las que cabía esperar? Éste es el problema que, de diversas maneras, he abordado en estos artículos y éste es el esbozo de solución que he
tratado de proponer.
El progreso de los hombres precisa de la cooperación de los hombres para desarrollarse. Es
obvio que lo que cualquier hombre o familia pueden inventar por sí solos es enormemente limitado. Y, aun sin ser así, nunca se podría encontrar un progreso aislado. La forma más tosca de sociedad cooperativa, la tribu más inferior y el gobierno más débil son mucho más
fuertes que el hombre aislado; bien podría ser que ese hombre aislado (si llegara a existir de
cualquier modo que pudiera llamarse hombre) hubiera dejado fácilmente de existir. El primer
principio del asunto es que el hombre sólo puede hacer progresos en «grupos cooperativos»; podría decir tribus y naciones, pero utilizo la expresión menos común porque pocas
personas apreciarían inmediatamente que las tribus y las naciones son grupos cooperativos,
y que lo que los hace valiosos es el hecho de que lo son; que a menos que usted pueda es193
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tablecer un sólido vínculo cooperativo, su sociedad será conquistada y eliminada por alguna
otra sociedad que sí lo tenga; y el segundo principio es que los miembros de tal grupo deben
ser lo suficientemente similares entre sí como para cooperar con facilidad y sin problemas
los unos con los otros. En todos esos casos la cooperación depende del sentimiento de
unión del corazón y el espíritu; que sólo se sentirá cuando exista un enorme grado de auténtica afinidad intelectual y afectiva, al margen de cómo se haya logrado tal afinidad.
Esta necesaria cooperación y esta precisa afinidad creo que las ha producido uno de los
yugos más férreos (así lo pensaríamos si se impusiera ahora) y la más terrible tiranía nunca conocida entre los hombres: la autoridad de la «ley de la costumbre». En su primer estadio no es éste un poder agradable —no es una autoridad de «agua de rosas», como habría dicho Carlyle—, sino una norma firme, incesante e implacable, que con frecuencia
tiene un origen de lo más infantil, que parte de una superstición trivial o de un incidente local. «Esta gente», afirma el Capitán Palmer de los pobladores de las Fiji, «es muy conservadora. En una ocasión un jefe caminaba por un sendero montañoso, seguido por una larga fila de personas, cuando se tropezó y cayó; todos los demás hicieron inmediatamente lo
mismo, salvo un hombre, al que los demás asaltaron para saber si se consideraba mejor
que el jefe». ¿Qué puede haber peor que una vida regulada por esa clase de obediencia y
ese tipo de imitación? Evidentemente, éste es un mal ejemplo, pero, en sus primeros estadios, la naturaleza de la ley de la costumbre, tal como la encontramos en todas partes, es
la de un uso burdo y trivial que comienza no sabemos cómo, decide no sabemos por qué,
pero que a todos gobierna con mano inflexible en casi todas sus acciones.
De este modo, la necesidad de formar grupos cooperativos mediante costumbres fijas explica la necesidad de aislamiento existente en la primera sociedad. En realidad, todas las
grandes naciones se han preparado en la intimidad y en secreto. Se han compuesto apartadas de toda distracción. Grecia, Roma o Judea se formaron solas y su antipatía hacia
hombres de raza y habla diferentes es una de sus más notables peculiaridades y prácticamente su más acusado rasgo común. Y el instinto de épocas anteriores constituye una guía
correcta para las necesidades de éstas. El intercambio con forasteros acabó por fragmentar en estados las normas fijas que estaban formando sus caracteres, causando el debilitamiento de la fibra mental, la desgana y la inestabilidad de la acción; el espectáculo vivo de
una reconocida increencia destruye la autoridad vinculante de la costumbre religiosa y corta el cordón social. Así observamos la utilidad de una especie de época social «preliminar», cuando el comercio es malo porque impide la separación de las naciones, porque infunde ideas perturbadoras en comunidades ocupadas, porque «lleva mentes extrañas a
costas extrañas». Y al igual que el comercio que ahora consideramos un bien incalculable
es en esa época un mal formidable y una calamidad destructiva, la guerra y la conquista,
que comúnmente y con razón consideramos en este momento malignas, se consideran
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con frecuencia en esa época un beneficio singular y una gran ventaja. Sólo mediante la
competencia entre costumbres pueden eliminarse las malas y multiplicarse las buenas. La
conquista es el premio otorgado por la naturaleza a los caracteres nacionales cuyas costumbres nacionales los han hecho más adecuados para ganar una guerra y, en muchos
más aspectos materiales, esos caracteres ganadores son los mejores en realidad. Los caracteres que realmente ganan las guerras son los que deberíamos desear que las ganaran. De forma similar, las mejores instituciones cuentan con una ventaja militar natural sobre las malas. La primera gran victoria de la civilización fue la conquista de naciones con
familias mal definidas, cuyo linaje legal se transmitía únicamente por línea materna, por
parte de naciones con familias firmes cuyo linaje se transmitía tanto por línea paterna
como materna, o únicamente por la primera. Esas sólidas familias constituyen una base
mucho mejor para la disciplina militar que las familias mal enlazadas, que en realidad apenas parecen familias, en las que la «paternidad» es, para fines tribales, una idea no reconocida y en las que sólo se cree que el hecho físico de la «maternidad» es lo suficientemente cierto como para cimentar la ley o la costumbre. Las naciones que cuentan con un
esquema familiar profundamente sólido han «poseído la tierra», es decir, se han hecho con
las mejores regiones en las zonas más solicitadas; y las naciones con esquemas laxos se
han quedado únicamente con las cordilleras montañosas y las islas aisladas. El sistema familiar, en su forma más elevada, ha sido patrimonio tan exclusivo de la civilización que la literatura apenas reconoce ningún otro y, si no fuera por el testimonio viviente de gran multitud de comunidades desperdigadas, «formadas según la estructura del mundo antiguo»,
prácticamente no admitiríamos la posibilidad de que existiera algo contrario a todo aquello
que hemos vivido y a lo que nos hemos acostumbrado a concebir. Después de ese ejemplo
del carácter fragmentario de las evidencias, resulta fácil en comparación creer que cientos
de extrañas instituciones hayan desaparecido no sólo sin dejar tras de sí recuerdo alguno,
sino ni siquiera rastros o vestigios que ayuden a la imaginación a conjeturar cómo eran.
No puedo extenderme en este asunto, pero del mismo modo las mejores religiones han tenido una enorme ventaja física, si se me permite decirlo, sobre las peores. Han proporcionado lo que yo denomino una confianza en el universo. El salvaje sometido a una mezquina superstición tiene miedo hasta de caminar por el mundo: no puede hacer tal cosa por
ser ominosa o debe hacer tal otra porque da suerte, o no puede hacer algo en absoluto
hasta que los dioses hayan hablado, otorgándole permiso para comenzar. Sin embargo,
bajo las religiones superiores no existen esclavitud ni terror similares.
La creencia del griego,
1;
la creencia del ro-
mano, según la cual debía confiar en los dioses de Roma, porque éstos son más fuertes
1
«Los auspicios son favorables cuando se lucha en defensa del propio país» (Nota del editor, con ayuda de Angeliki Zissi).
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que todos los demás; la creencia de la soldadesca de Cromwell, que pensaba que tenía
que «confiar en Dios y no gastar pólvora en salvas», constituyen grandes pasos en un progreso ascendente, utilizando aquí progreso en su sentido más estricto. Todas ellas hicieron
que sus partidarios pudieran «aceptar el mundo tal como es», sin guiarse por razones
irreales ni limitarse con escrúpulos místicos; que siempre que encontraran algo que hacer
lo hicieran con sus fuerzas. Y, más directamente, las que puedo llamar religiones fortificadoras, es decir, las que acentúan con la mayor sencillez las partes viriles de la moral —el
valor, la verdad y la diligencia—, está claro que han tenido las más obvias consecuencias
en el fortalecimiento de las razas que en ellas han creído, ¡y en su conversión en la raza
ganadora!
No hay duda de que muchos tipos de mejoras primitivas son perniciosos para la guerra; el
exquisito sentido de la belleza, el amor a la meditación, la tendencia a cultivar la fuerza intelectual a costa de la fuerza física, por ejemplo, ayudan cada uno en su grado respectivo a
hacer que los hombres sean menos belicosos de lo que de otro modo serían. Pero ésas son
las virtudes de otras épocas. La primera labor de las primeras épocas es la de unir a los
hombres con el sólido vínculo de una costumbre tosca, ordinaria y rigurosa; y el incesante
conflicto entre las naciones es la mejor forma de lograrlo. Todas las naciones son «grupos
hereditarios cooperativos» ligados por una costumbre establecida y, de esos grupos, los
que conquistan son los que cuentan con costumbres más vinculantes y tonificantes, y, en
términos generales, éstas son las mejores costumbres. La mayoría de los «grupos» que ganan y conquistan son mejores que la mayoría de los que fracasan y perecen y, por tanto, el
primer mundo se hizo mejor y se perfeccionó. No hay duda de que este primer mundo consuetudinario se mantuvo durante siglos. La historia inicial dibuja grandes monarquías, todas
ellas compuestas de cientos de grupos consuetudinarios, que siempre se creían de enorme
antigüedad y que en todos los casos debieron de existir durante muchísimas generaciones.
El primer mundo histórico no es algo de aspecto nuevo, sino muy antiguo, y según nuestro
principio es necesario que exista durante siglos. Para que la naturaleza humana vaya mejorando paulatinamente, cada generación debe nacer mejor domada, más en calma, más capaz de civilización: en pocas palabras, más legal que su antecedente, y esas mejoras heredadas son siempre lentas y dudosas. Aunque un grupo reducido de personas dotadas
puede avanzar mucho, el grueso de cada generación apenas puede mejorar a la generación precedente, e incluso la más ligera mejora así ganada es susceptible de sucumbir
ante algún misterioso atavismo, ante alguna extraña reaparición de un pasado primitivo.
Los primeros hechos de la historia de las comunidades humanas los constituyen largos periodos de lóbrega monotonía, pero la humanidad no perdió esas épocas, porque fue entonces cuando se formó ese carácter comparativamente afable y dúctil que ahora llamamos
naturaleza humana.
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Y realmente la principal dificultad no reside en preservar un mundo así, sino en acabar con
él. Hemos recurrido al yugo de la costumbre para mejorar el mundo y la costumbre se aferra a él. En miles de casos —en la gran mayoría— el progreso de la humanidad se ha detenido en esta temprana manifestación; se ha embalsamado cuidadosamente en una especie de momia que imita su existencia primitiva. Me he propuesto mostrar de qué manera,
con qué lentitud y en qué pocos casos se ha eliminado ese yugo de la costumbre. Fue el
«gobierno por discusión» el que quebró el vínculo de los siglos y liberó la originalidad de la
humanidad. Fue entonces, y sólo entonces, cuando se pusieron realmente en marcha los
motivos con los que Lord Macaulay contaba para garantizar el progreso de la humanidad;
fue en ese momento cuando «la tendencia de cualquier hombre a mejorar su situación»
comenzó a ser importante, porque fue entonces cuando el hombre pudo alterar su situación, mientras que antes se hallaba sujeto a antiguos usos; fue entonces cuando comenzó
a tener fuerza la tendencia de todas las artes mecánicas a la perfección, porque al artista
se le permitió por fin buscarla, después de haberse visto obligado a moverse en el estrecho
surco de la antigua forma fijada. Tan pronto como se da una vez este enorme paso ascendente, todos o casi todos los más elevados dones y gracias de la humanidad tienen un rápido y definitivo efecto sobre el «progreso verificable»: sobre el progreso en el sentido más
estricto del término, por ser el más universalmente aceptado. De este modo, como hemos
visto, el éxito en la vida depende más que nada de la «moderación animada»; de cierta
combinación de energía y equilibrio mentales, difíciles de lograr y aún más difíciles de conservar. Y en auxilio de esta sutil excelencia vienen las más refinadas gracias de la humanidad. Se ha observado habitualmente que el buen gusto y el buen juicio, aunque con frecuencia separados, van bastante juntos, y sobre todo que un hombre con una grosera falta
de gusto, aun pudiendo actuar con sensatez y corrección durante un tiempo, tenderá a
caer tarde o temprano en groseros errores prácticos. En la metafísica, probablemente tanto
el gusto como el juicio conlleven lo que se denomina «aplomo mental», es decir, el poder
de la auténtica pasividad: la facultad de «esperar» hasta que la corriente de impresiones,
ya sean las de la vida o las del arte, haya hecho todo lo que tiene que hacer, perfilando del
todo y con sencillez su tipo en el intelecto. Tanto el hombre de mal juicio como el carente de
gusto adolecen de excesiva impaciencia, ambos se mueven con demasiada rapidez y emborronan la imagen. De esta forma, la unión entre un sutil sentido de la belleza y una sutil
discreción en la conducta es algo natural, porque descansa en la posesión común de un
buen poder, aunque, en realidad, esa unión puede verse con frecuencia perturbada. En la
vida y en la acción, un agitado mar de fuerzas y pasiones, apenas perceptible en la región
del arte, más calmada, atribula a los hombres. Y, por tanto, el cultivo del buen gusto suele
fomentar la función del buen juicio, que es una destacada ayuda en el complejo mundo de
la existencia civilizada. De igual manera, podría comprenderse cómo el funcionamiento de
las partes más delicadas de la religión produce cada día esa «moderación» que, en conjunto y como norma, y aun definiendo el éxito en su sentido más estricto y mundano, es
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esencial para un éxito prolongado, aunque esto no encajaría en estas páginas. Muchos de
los mejores gustos intelectuales tienen un efecto de contención similar; previenen o suelen
prevenir la voracidad avarienta por las cosas buenas de la vida, que hace que hombres y
naciones se lancen con excesiva premura a lograr la riqueza y la fama, llevándoles a menudo a hacer demasiadas cosas y a hacerlas mal, y conduciéndoles con igual frecuencia a
terminar sin dinero y sin respeto.
Pero no hay necesidad de ahondar más en ello. El principio es sencillo: aunque esas mejores y más elevadas gracias de la humanidad sean impedimentos y estorbos en el primer
periodo de lucha, en la época posterior figuran entre las mayores ayudas y beneficios, y así
es en cuanto los gobiernos, por medio de la discusión, se fortalecen lo suficiente como
para garantizar una existencia estable y en cuanto rompen la norma fija de la vieja costumbre, despertando entonces por primera vez la durmiente inventiva del hombre y haciendo
que prácticamente toda la naturaleza humana comience a proyectarse y a aportar su cuota
incluso al más estricto progreso, el progreso «verificable». Y ésta es la auténtica razón de
todos los panegíricos que recibe la libertad, frecuentemente expresados de forma muy mesurada pero que son esencialmente fieles a la vida y la naturaleza. La libertad es el poder
que se fortalece y desarrolla: la luz y el calor de la naturaleza política, y cuando algún «cesarismo» exhibe, como ocurre en ocasiones, alguna originalidad intelectual, sólo es porque
ha logrado hacer suyos productos de épocas libres anteriores o de países libres vecinos; e
incluso esa originalidad no será más que efímera y precaria y, después de un tiempo, tras
ser probada por una o dos generaciones, se desvanecerá en épocas de necesidad. En una
completa investigación de todas las condiciones del «progreso verificable» habría de exponerse mucho más; por ejemplo, la ciencia tiene sus propios secretos. La naturaleza no se
guarda en la manga sus más útiles lecciones; sólo proporciona sus secretos más productivos, los que generan más riqueza y más «frutos», a quienes han pasado por un largo proceso de abstracción preliminar. Hacer que una persona comprenda realmente las «leyes
del movimiento» no es fácil y, para la mayoría de la gente, solucionar siquiera los más sencillos problemas de la dinámica abstracta resulta enormemente difícil. Y, sin embargo, por
así decirlo, de estas apartadas investigaciones depende, como mínimo, el arte de la navegación, toda la astronomía física y toda la teoría de los movimientos físicos. Pero ninguna
nación habría pensado de antemano que se descubrirían tan grandes secretos de esa forma tan curiosa. Y, en consecuencia —suponiendo que no hubiera comunicación—, alguna
nación que, sin ser mejor que ninguna de las demás, diera casualmente con el camino
adecuado podría distanciarse de muchas naciones que siguen el camino equivocado. Si no
hubiera ningún «Bradshaw»2 y nadie supiera a qué hora comienzan a circular los trenes,
un hombre que tomara el expreso no sería más sabio o más diligente que el que lo perdie2
Publicación mensual con los horarios de trenes de Gran Bretana editada por primera vez en 1839 (Nota del editor).
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ra y, sin embargo, llegaría horas antes a la capital a la que ambos se dirigen. Y, a menos
que yo malinterprete el asunto, así solía ocurrir con el conocimiento de antiguo. En cualquier caso, antes de poder elaborar una teoría completa del «progreso verificable», habría
que dejar sentado si lo es o no y señalar claramente las condiciones de desarrollo de la
ciencia física; evidentemente, no se puede explicar el desarrollo del bienestar humano
a menos que se sepa cómo aprenden y descubren los hombres las cosas que producen
bienestar. Por tanto, una vez más, para una discusión completa, ya sea del progreso o de la
degradación, es necesario todo un análisis en lo tocante a las capacidades naturales del
hombre y al cambio de las mismas. Pero yo no puedo ocuparme de ellas; la única manera
de solucionar estos grandes problemas es abordándolos por separado. Sólo digo que explico lo que considero las condiciones políticas esenciales para el progreso, y especialmente
para el más temprano. Lo hago así realmente porque el asunto no se ha analizado lo suficiente, de manera que aunque mis opiniones se consideren incorrectas, el hecho de debatirlas puede suscitar otras mejores y más verdaderas.
(Traducción de Jesús CUÉLLAR MENEZO.)
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