Un regalo muy diferente Recuerdo aquellas Navidades de una forma muy especial porque fue cuando descubrí su verdadero significado y el sentido de estas fiestas tan especiales. Yo era pequeño para comprender todo lo que mi madre me decía, estaba harto de vivir siempre escuchando las mismas frases: “No se puede “, “estamos en crisis “,”pobrecitos los niños que no tienen nada “. Tanto mi hermano como yo no éramos conscientes de la situación por la que mi madre estaba pasando y no nos cansábamos de pedir chuches, juguetes y todo lo que se nos antojara. Ella con gran esfuerzo nos complacía en todo lo que podía sin faltarnos nunca de nada. Cuando llegaba Navidad, mi madre, sin apenas ilusión, sacaba del armario el árbol, lo adornaba, nos pedía nuestra colaboración para adornar el piso donde vivíamos, pero nosotros nos pasábamos las horas mirando los catálogos de los juguetes para pedirnos todo aquello que más nos gustara. Recuerdo como nos ayudaba a escribir la carta a Papá Noel y a los Reyes Magos intentando ver que no hacía falta tener más juguetes para ser más felices, pero la verdad ¡nos daba igual! Ella siempre escribía su carta en la que pedía salud para cuidar a sus hijos, padres y hermanos a los que adoraba. Pero mi hermano y yo le decíamos que eso no era una carta “de verdad”. En Nochebuena íbamos todos a casa de mis abuelos, cenábamos y charlábamos hasta altas horas de la madrugada, cantando villancicos, bailando, viendo películas… Mi madre estaba contenta, a gusto, “en paz”. Pero yo solo contaba las horas para que Papa Noel viniera con todos los regalos que le había pedido. Y aquella noche, como todas las Navidades Papa Noel llegó, pero solo nos dejó un regalo. Recuerdo la rabia y el sofoco que cogí y como mi madre intentaba calmarme sin lograr nada por su parte. Cuando regresamos a casa escuché a mi madre llorar en su habitación y me metí en la cama sin saber lo que ocurría. Yo pensaba que le habían hecho daño los zapatos o que le dolían las piernas, porque siempre se quejaba de la espalda y las rodillas. ¡Qué pesada!, le decía yo. Pero las Navidades continuaron, claro, siempre en casa de mis abuelos y esperando impacientes la llegada del día de Reyes. El 6 de enero de ese mismo año fui el niño más feliz del mundo porque había recibido lo que en mi carta había pedido. Al finalizar las vacaciones regresamos al colegio donde presumí delante de todos mis compañeros de los regalos que había recibido. Un día mi abuelo fue a recogernos y me llamó la atención su aspecto, le vi triste y cabizbajo. Entonces me contó lo que cambió mi vida para siempre… Mi madre había tenido un accidente con el coche y estaba ingresada en el hospital en un estado que se llamaba “coma”, que no entendía muy bien pero que me hizo perder los nervios y llorar sin consuelo ninguno. Pasó el tiempo y mi madre no despertaba, me encantaba meterme en su habitación y mirar sus cosas: su ropa, abrir los cajones… Fue en uno de ellos donde descubrí la última carta que ella escribió a los Reyes en la que pedía esa “salud” que tanta gracia nos hacía a mi hermano y a mí. Entonces lo comprendí todo, mi madre se había olvidado de echarla, ¡cómo iba a despertar! La guardé como un tesoro en mi mesilla y cuando llegó la siguiente Navidad saqué el árbol, lo adorné, decoré mi casa y sobre todo escribí mi carta a los Reyes Magos, una carta muy diferente a la de los años anteriores, yo solo quería que mi madre despertara, que volviera con nosotros, que cantara, que bailara con su familia, incluso, que se siguiera quejando de sus dolores de y que me regañara, ¡que despertara! Eché mi carta junto con la que mi madre había escrito la última vez y ya solo había que esperar. Llegó Nochebuena, Navidad, Nochevieja, pero yo solo pensaba en el día de Reyes porque volvería a tener a mi madre. Por fin llegó, y como cada día fuimos a verla al hospital, ¡todo estaba adornado!, pero mi madre seguía ahí tumbada, sin dar ninguna señal, yo no podía creerlo, si se lo había pedido a ellos, a los Reyes Magos. Regresamos a casa por la tarde y me encerré en mi cuarto lleno de rabia y dolor, entonces oí el teléfono y mi abuelo contestó. Le oí dar voces, salí asustado, le vi conmocionado, no podía hablar, lloraba, y yo no sabía que estaba pasando. Entonces comenzó a hablar: ¡Se ha despertado, hijo! ¡Tu madre se ha despertado! Volvimos todos a verla y allí estaba, cansada, pero despierta. Salté a la cama y le di un abrazo que me unió a mi madre para siempre. Ahora que soy mayor pienso en aquello, en como cambió mi forma de ver la vida, de apreciar lo que tenía. Y cada vez que llega la Navidad, saco junto a mi madre y mi hermano ese árbol viejo que guardamos en el armario y le seguimos adornando, sin pensar en regalos, en juguetes, solo en escribir a los que para mí eran los salvadores de mi madre y les daba las gracias, y les pedía salud para estar con mis personas más queridas: mi familia, mis amigos…, pero con mi madre. No sé si fue un milagro, no lo sé. A veces pienso que fue otro de los caprichos que mi madre me dio una vez más. Lo que sí aprendí es a aprovechar cada momento, cada instante de mi vida a ayudar a mi madre y a luchar para que los tres Reyes Magos se sintieran orgullosos de mí y así, no decepcionarlos agradeciéndoles el gran regalo que ese año me habían hecho. Queridos Reyes Magos: GRACIAS.