VI Domingo Pascua En este tiempo de pascua la Iglesia nos invita domingo a domingo, a no dejar de hacer fiesta, a continuar de alegrarse por la Resurrección del Maestro y Señor. Con corazón tierno y materno, la Iglesia desea que nos sintamos parte de este misterio luminoso de vida y amor. Que no nos suceda de olvidar, en los días de la semana, que el Señor ha verdaderamente resucitado. Este pensamiento debe constantemente acompañar y llenar el alma de una felicidad sin término. Y saben ¿Quién nos ayuda a tener viva la certeza de la Resurrección? El Espíritu Santo. Sí, propio él, el último don que Jesús resucitado confió a aquello que creen en su palabra. Lo habíamos escuchado hace poco, en la página tomada del evangelista Juan: “Yo pediré al Padre…” Ahora, tratemos de saborear bien las palabras que el Maestro nos ha dicho. El Espíritu Santo que permanece como compañero de la vida cada día, es el Espíritu de Verdad: es él que nos ayuda a recordar las palabras de Jesús, es él que nos sostiene en la decisión de vivir según el Evangelio. Este amigo especial, que brota directamente del corazón de Dios Padre, no es fácil verlo y reconocerlo: porque es invisible, el mundo no se da cuenta de él y se comporta como si no existiera. ¡Qué lástima! Sólo porque es invisible, pasa inadvertido. Sólo porque no hace ruido, nadie se da cuenta de él. Este es el riesgo que corremos frecuentemente los seres humanos: estamos acostumbrados a percibir el mundo a través la ventana de los ojos, que nos cuesta trabajo a recordar que existen entorno a nosotros tantas cosas que son verdaderas, reales, activas, aunque si no las percibe nuestra vista. Por ejemplo, nuestro respiro. Todos respiramos, estamos circundados del respiro de los otros, de animales y planas, pero el respiro es invisible, y parece que no exista. El respiro nos da vida, pero es así ligero e invisible que nos damos cuenta. Estamos totalmente acostumbrados a respirar que nos acordamos sólo cuando falta el respiro, sólo cuando parece que el respiro este disminuyendo. Alguno podría decirme: está bien, el respiro no tiene que ver con la vista, de acuerdo, pero forma parte de nosotros. Con un poco de buena voluntad, podemos concentrarnos en eso. Podemos por ejemplo sentirlo como soplo sobre nuestra piel. Es verdad: en trono a nosotros percibimos oltras fuerzas y nuestros sentido no lo perciben. Por ejemplo, no se si conocen la ondas de radio. Están siempre en torno a nosotros, porque forman parte de los rayos del sol que abrazan nuestro planeta. Por eso, estamos siempre rodeamos de ondas de radio, pero mientras no usemos el instrumento adaptado para captarlas, no nos daremos cuenta que están ahí presentes. Si en medio a nuestro silencio, encendiéramos una radio, de inmediato este ambiente se llenaría de voces y música. Todos estos sonidos se encuentran dentro de una caja llamada radio: están presentes en torno a nosotros, bajo forma de ondas que nuestros ojos no saben descifrar. Cuando nos servimos del instrumento apropiado, es cuando las podemos reconocer, apreciar y gozar. Podemos decir que al Espíritu Santo sucede un poco la misma cosa: es con nosotros siempre. Nos envuelve, nos rodea, nos acompaña, pero mientras no estemos atentos a su presencia, no lo reconoceremos. Hasta que no usemos el instrumento de atención y de oración, permanece un compañero silencioso e invisible. Cuando nos dirigimos a él, somos conscientes de su presencia, es ahora que comenzamos a reconocerlo. Lo percibimos en los buenos deseos que nacen del corazón; en los pensamientos de paz, amor, generosidad que vemos en nosotros. Lo reconocemos en la capacidad de perdonar que descubrimos presente en nosotros. Lo individualizamos en la sorpresa que nos invade el alma frente a la belleza de la naturaleza. Ahora sí, que no se trata de un don invisible, sino concreto y presente en nuestra vida. Por esto el Señor afirma: “Ustedes lo conocen es verdad: lo conocemos, este amigo Espíritu Santo, debemos sólo aprender a darnos cuenta de su presencia. Antes, les había puesto un ejemplo del respiro, como algo que es parte de nosotros, pero de cual no somos cocientes. Saben cómo se dice Espíritu en hebreo, la lengua en la ¿Cuál Jesús se expresaba? Se dice Ruah, que significa “respiro, soplo”. Me gusta mucho la imagen del Espíritu Santo como e respiro de Dios: quiere decir que es inseparable de él. Así, cuando nos dejamos envolver del Espíritu Santo, estamos inmersos en el respiro de Dios: podemos respirar junto a él, ser una cosa sola con Él. Cuando dos personas se abrazan, no por un momento sólo, como cuando se saludan, sino cuando permanecen abrazados por un tiempo, los respiros comienzan a tener el mismo ritmo, como si se convirtieran en una sola cosa. Así pues, cada vez que nos dejamos envolver del Espíritu Santo, podemos entrar en el respiro de Dios, estar abrazados con él, corazón a corazón, estrechos estrechos. Hay todavía un detalle en el Evangelio de hoy que quisiera compartir con ustedes. Quizá se habrán dado cuenta: el pasaje que habíamos escuchado inicia y termina con la misma invitación, aunque con palabras ligeramente diferentes. Escribe el evangelista Juan, el Maestro Jesús recuerda: “Si me aman, cumplirán mis mandamientos”. Al termino del discurso, proclama nuevamente: “El que acepta mis mandamientos y los cumple, ése me ama.” Quizá sepamos que, cuando Jesús repite más de una vez la misma frase, es porque la considera verdaderamente importante. Ponemos particular atención porque nuestro Maestro nos está diciendo que el modo concreto, auténtico, para demostrar nuestro amor hacia él, consiste en observar sus mandamientos. No basta decirle palabras lindas, sirven las acciones, los gestos de nuestra vida. Para demostrarle nuestro amor, será necesario que las elecciones de cada día, nuestros comportamientos sigan sus comportamientos. O aclaremos todavía mejor: hay una palabra pequeña, pero importante, que el Señor menciona; mis. No está hablando de los Mandamientos de Moisés que recibí en el Sinaí, sino que está hablando de las tablas de la Ley antigua. Está hablando de sus mandamientos, que se sintetizan en el amor. Lo había dicho claramente al doctor de la Ley que lo interrogaba sobre cuál fuera el más grande de los mandamientos: a mar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente, y amar el prójimo como uno mismo. No hay mandamientos más importantes que estos. Si lo seguimos día a día, seremos testigos vivientes de nuestro amor por Jesús. Será el mejor modo para decirle cuánto lo queremos. ¡Feliz domingo!