MARTES 17 21 h. Entrada libre (hasta completar aforo) Salón de actos de la E.T.S. de Ingeniería de Edificación (antigua E.U. de Arquitectura Técnica) COMANDO EN EL MAR DE CHINA (1970) EE.UU. 133 min. Título Orig.- Too late the hero. Director.- Robert Aldrich. Argumento.- Robert Aldrich y Robert Sherman. Guión.- Robert Aldrich y Lukas Heller. Fotografía.- Joseph Biroc (MetrocolorMetroscope). Montaje.- Michael Luciano. Música.- Gerald Fried. Productor.- Robert Aldrich. Producción.- Associates And Aldrich / ABC Palomar. Intérpretes.- Cliff Robertson (teniente Sam Lawson), Michael Caine (soldado Tosh Hearne), Henry Fonda (capitán John Nolan), Ian Bannen (soldado Thornton), Harry Andrews (coronel Thompson), Denholm Elliott (capitán Hornsby), Ronald Fraser (soldado Campbell), Lance Percival (cabo McLean), Don Knight (soldado Connolly), Ken Takakura (mayor Yamaguchi). v.o.s.e. Música de sala: Comando en el mar de China (Too late the hero, 1970) de Robert Aldrich Banda sonora original de Gerald Fried 1942. Una patrulla es enviada a una isla del Pacífico –las Nuevas Hébridas- ocupada por los japoneses para destruir un puesto de observación antes de que pueda informar del inminente paso de un convoy americano. COMANDO EN EL MAR DE CHINA -aséptica y ¡muy libre! traducción del título original “Too Late the Hero”, “Demasiado tarde para ser héroe”, mucho más explícito y que hace referencia al inútil gesto del personaje de Michael Caine- demuestra el absoluto individualismo del ser humano en medio de un conflicto bélico y cómo su única preocupación es la de salvar su vida, aun a costa de las de sus compañeros y mandos (en la película los personajes roban a los muertos, traicionan, se regodean en su cobardía, especulan con matar a sus propios oficiales en un catálogo de los comportamientos más despreciables del ser humano). Este era un proyecto largamente acariciado por Robert Aldrich; de hecho, la primera versión del guión data de 1959 y parte de una idea del propio cineasta. Once años después y habiendo colmado sus expectativas de revisar los planteamientos de su magistral ¡Ataque! (Attack!, 1956) desde una perspectiva más cáustica e irreverente con Doce del patíbulo (The dirty dozen, 1967) -su film (bélico o no) más celebrado pero ni de lejos el mejor-, su perspectiva sobre la naturaleza de la guerra y sus secuelas apenas había cambiado. Como es bien sabido el cine de Robert Aldrich, más allá del detalle concreto de la localización temporal de sus ficciones, es una reflexión acerca de la violencia que lo emparenta con otros directores coetáneos suyos como Richard Fleischer, Don Riegel, Richard Brooks, Sam Fuller o Sam Peckipah, la llamada “generación de la violencia” del cine norteamericano. Para todos ellos la violencia resulta ser generalmente algo consustancial, estructural e intrínseco a la sociedad norteamericana, un elemento característico de ella que, además, fue uno de los detonantes fundamentales en la voladura del mito de la Arcadia feliz americana. En el cine de Aldrich, además, esta violencia –psicológica, moral o física- se manifiesta casi siempre de manera interna, intestina, es decir, dentro del propio grupo protagonista de sus ficciones, ya sea éste una tribu india, un banda de gángsters, un nucleo familiar…o una compañía del ejército. En el caso de sus films bélicos esta circunstancia se ve exarcebada porque el enfrentamiento de las tropas estadounidenses o inglesas mostrado en las pantallas no se produce fundamentalmente contra los ejércitos alemanes o japoneses, sino dentro del propio comando o de la misma compañía y contra sus oficiales. COMANDO EN EL MAR DE CHINA empieza como la historia de un teniente díscolo y rebelde (Cliff Robertson); continúa como una especie de remake de ¡Ataque!, con el enfrentamiento entre el propio Robertson y el personaje del capitán neurótico interpretado por Denholm Elliott; parece decantarse luego por explorar las relaciones entre el teniente y el soldado que interpreta Michael Caine; y, finalmente, acaba convirtiéndose en la historia de cómo se fabrica un (falso) héroe. La inquieta impaciencia del capitán Hornsby (Denholm Elliott), por aplicar las tácticas adecuadas en cada enfrentamiento violento es contemplada como un disparate; pero después de una o dos notables y sangrientas meteduras de pata, se le concede a Hornsby su momento de redención profesional, cuando forma con éxito a sus hombres para atacar el puesto de escucha. Pero pronto la locura organizada del mando pasa al teniente Lawson (Clift Robertson), un soldado a regañadientes -un intérprete de japonés al que más o menos se le obliga a unirse, en contra de su voluntad, a la misión-, reticente a ir más allá de lo estrictamente necesario. La posterior determinación de Lawson respecto de conducir al menguado grupo de hombres de vuelta a sus propias líneas con cierta información vital es tan admirablemente firme y ambivalentemente motivada como el servicio profesional prestado por Hornsby. La mezcla de desinteresada entrega y tiránica obsesión de ambos oficiales encaja perfectamente con el desdoblamiento de personalidad del Hombre Corriente aldrichiano -caracterizado por la falta de disciplina, la desobediencia y un desaforado deseo de sobrevivir- que hace el director entre ese soldado observador del disparate militar sardónicamente lógico (Caine) y ese otro, bufón más premeditadamente anárquico y medio loco (Ian Bannen). El evidente entusiasmo de Aldrich por el caos organizado de la guerra dota de una fascinante ambivalencia a sus declaradas simpatías liberales y antibélicas. Conocida es su predilección por Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957), de Kubrick, por encima de La puerta de China (China Gate, 1957), de Fuller; pero aunque ambas películas expresan un cinismo similar con respecto a la burocracia militar, el vigor de COMANDO EN EL MAR DE CHINA no podía estar más lejos del suave acoplamiento de causas personales y situaciones históricas propuesto por Kubrick. Las películas bélicas de Aldrich transcurren, como las de Fuller, en un presente continuo, y la aplicación de la autoridad tiende a ser tan arbitraria como el individuo que opone resistencia a la misma. Por si fuera poco, Aldrich se dedica a sembrar por todo el film incontables obstáculos visuales: el cuartel general de los ingleses, por ejemplo, es...una iglesia, y mientras toda la parte que transcurre en la selva, llena de hojarasca y vegetación, convierte el reconocimiento de los personajes en una misión casi imposible, la que se desarrolla en campo abierto está planificada de manera tan lejana y distante que ocurre prácticamente lo mismo, una estrategia que dará sus frutos en la antológica, imborrable, angustiosa secuencia final. Todo es mentira, una charada, una puesta en escena, de manera que una expedición bélica compuesta por outsiders puede convertirse inopinadamente en una misión gloriosa y un pobre pelele azuzado por las circunstancias en un héroe. Así se hace la historia y así se fabrican los roles sociales. COMANDO EN EL MAR DE CHINA es fiel a su mirada cínica sobre la moralidad de los hombres que conducen a otros hombres a la guerra. Los problemas de autoridad no se resuelven con el envío de los inadaptados tras las líneas enemigas, donde su comportamiento antisocial puede ser de cierta utilidad: la capacidad de mando se desvanece automáticamente en manos de cualquiera que asuma la responsabilidad en situaciones tan absurdas. Texto: Jaime Iglesias Gamboa, Robert Aldrich, col. Signo e Imagen/Cineastas, nº 76, Cátedra, 2009. José Antonio Jiménez de las Heras, “El cine bélico y la generación de la violencia” en La generación de la violencia del cine norteamericano, rev. Nosferatu nº 53-54, octubre 2006. Antonio Santamarina, “La otra cara del mito americano”, Carlos Losilla, “El último fulgor del crepúsculo” & Richard Combs, “Mundos aparte: el cine de Aldrich a partir de Doce del Patíbulo”, en La mirada oblicua: el cine de Robert Aldrich, Filmoteca Valenciana, 1996.