el dieciocho chico en el cerro chena

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“EL DIECIOCHO CHICO
EN CERRO CHENA”
HUGO EDUARDO DIAZ
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Cuento chileno extraído del libro “ Manifiesto Irreverente y otros relatos”
de Hugo Eduardo Diaz.
EL DIECIOCHO CHICO EN EL CERRO CHENA
Así como Santiago publicita y elogia sus cerros Santa Lucía y San Cristóbal, los
habitantes de San Bernardo lucen sus Cerros de Chena, que como senos erectos de mujer
joven adorna la ciudad vecina de la capital luciendo su garbo a kilómetros de distancia,
como un verdadero guiador y atrayente faro hacia sus follajes y escondites olorosos a flores
y a viñas centenarias. En las faldas de esos montes desde hace muchos años se celebra,
durante la primera semana de Octubre de cada año, una folclórica fiesta denominada “
Dieciocho Chico”, que no es más que la continuación de los deseos de diversión y jolgorio
patriótico de las Fiestas Patrias del mes de Septiembre.
Los interesados fonderos y comerciantes siempre admiradores e incentivadores del
entusiasta fervor y cariño a la patria que demuestra la población chilena, trasladan sus
menestras, barriles de chicha y de vino pipeño; sus hornos, ollas, sartenes y pailas, hacia
este lugar donde los campesinos de los fundos y haciendas de los alrededores y los
habitantes citadinos, hacen ofrendas etílicas a los patriotas de la independencia del país.
Desde estas laderas se inunda la ciudad con olores a empanadas, a carne asada y del
bullicio alegre de la gente que acude por miles a acampar sobre la hierba y el pasto de este
Campo de Entrenamiento Militar del Ejército de Chile y destinado por estos días al
canturreo y bailoteo popular.
Entre la multitud de hombres, mujeres, niños y ancianos, se pasean muchos jinetes
disfrazados de huasos, montados algunos en briosos caballos, con rostros ceñudos y
belicosos, luciendo en sus manos la siempre temida penca.
Mostrando ostentosamente sus grandes y cantarinas espuelas; sus vistosas mantas
multicolores; sus sombreros y sus aperos, simulando la altanera gallardía propia de ricos
dueños de fundos, avanzan en su cabalgadura, desdeñosos, causando muchas veces con su
presencia temor y desasosiego entre los fiesteros. Sin embargo, la mayoría no son más que
peones o antiguos inquilinos quienes ven cumplidos sus sueños durante estos días logrando
parecer a la vista de los visitantes afuerinos temidos patrones o capataces de grandes
campos.
Con el paso de las horas, los tímidos y cabizbajos pueblerinos y también los
hombres que han dejado las chozas de los fundos vecinos y cercanos, con el pecho ardiendo
de una efímera sensación de liberación causada ésta por el vino producido en las viñas de
sus patrones, desatan de vez en cuando su furia contenida durante siglos. Algunos se baten
a tajos y a destajo, a veces con sus compañeros de trabajo y de infortunio o con cualquiera
que ose mirarlos de reojo, espantando a las mujeres, niños y gentes tranquilas que han
acudido a pasear y respirar el aire puro y campestre.
“El Dieciocho Chico en el Cerro Chena” HUGO EDUARDO DIAZ.
CUENTOS CHILENOS.
ISBN: 956-299-497-X CHILE
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El gran fundo de Chena, famoso nido de alcurnia y de añejos blasones, cuna de finas
cepas, de ésta y de la otra, cuyo pendón de hidalguía y poderío de los dueños parecieran ser
las cumbres del Cerro Chena, durante estos días sus laderas son acordonadas por todos sus
accesos y convertido en un gran estadio cercado, ya que el ingreso al bailoteo y a la
patriótica jarana debe ser pagado a tanto por persona.
La gran afluencia de público, el alto consumo de alcohol y la frecuencia de hechos
violentos e inmorales, sumado a las exageradas demostraciones de amor a la tierra patria y
a la libertad, obliga al Cuerpo de Carabineros de Chile a ejercer un estricto patrullaje
montado durante todo el periodo de estas festividades.
Estos servidores públicos, en parejas y montando sus mejores caballos, equipados
además con sables de caballería, deben recorrer las grandes extensiones donde se
desarrolla, durante varios días, este tradicional festejo. Los jefes policiales conocedores del
ambiente reinante en este lugar, envían a sus mejores jinetes a cubrir este servicio policial
con el fin de poner orden, cuando el ánimo de los parroquianos se altere poniendo en
peligro la salud y la vida de los asistentes, venidos a este lugar a brindar y a comer
alegremente, en honor a la bandera y a las glorias de la patria.
Cerca de las seis de la tarde, cuando ya el sol se apresta a irse a dormir y las
cumbres del cerro dejan ver a trasluz el perfil de su silueta semejando sendos senos de
mujer, ingresan al recinto por uno de sus portones controlados, dos soberbios caballos,
moviendo sus manos y patas como si quisieran seguir el ritmo de las cuecas que se
escuchan desde lejos.
Sus jinetes, dos jóvenes carabineros, erguidos y pegados a sus sillas de montar,
daban la impresión de seguir las ondulaciones del compás del andar armonioso de esas
nerviosas y hermosas bestias.
Eran un par de policías que al verlos inspiraban respeto por la apariencia de sus
cabalgaduras, por el gran sable colgando en uno de los costados y, especialmente, por la
maestría como esos carabineros conducían sus corceles.
A paso lento, los caballos avanzan por los caminos polvorientos de las laderas del
Cerro Chena, en dirección al lugar desde donde humean las cocinillas, se escuchan los
sones de las cuecas, las risas y griterío de las gentes. En el trayecto se encuentran con la
pareja montada de policías que vienen a relevar.
Los cuatro policías sacaron e intercambiaron sus libretas de novedades, dejando
constancia en ellas la hora del reemplazo del turno. Luego de un jocoso ¡ Pásenlo bién!,
como despedida, cada pareja siguió su camino, una hacia la Comisaría y la otra hacia donde
se concentraba la alegría patriótica y popular.
Ambos carabineros eran grandes querendones y admiradores de sus respectivos y
preferidos caballos, y gozaban estos momentos de ensayo de sus dotes de jinetes y de
aquilatar las habilidades de sus animales a pleno campo y sin restricciones.
“El Dieciocho Chico en el Cerro Chena” HUGO EDUARDO DIAZ.
CUENTOS CHILENOS.
ISBN: 956-299-497-X CHILE
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Haciendo movimientos de riendas, hincando a veces sus espolines en los ijares,
ambos actuaban como si trataran de aprestar a los brutos al ingreso a un campo de batalla.
Así, casi jugando con sus cabalgaduras, se pasearon circundando el anillo exterior de las
instalaciones de las fondas.
Bajo carpas o bajo la sombra de pequeños arbolillos de espinos y grandes arbustos
y matorrales, terreno todo cubierto de pasto, era el espacio donde la gente se instalaba a
preparar sus meriendas y saborear sus bebidas, chichas y vinos y, desde ahí, luego de
saciar sus apetitos y sed, algunos entraban a las fondas a escuchar y bailar alguna cueca,
alguna cumbia o algún merengue.
Esos días de inicio del mes de octubre, naciendo la Primavera, lejanos ya los días
fríos y lluviosos del Invierno, la noche era fresca y estrellada. Estaba comenzando el
periodo del renacimiento del vigor vegetal y animal y entre ellos el palpitar del corazón
humano pidiendo impetuosamente calmar sus deseos escondidos.
En estos días primaverales, el aire se satura de suspiros de hombres y mujeres que se
aman, muchas veces aspirando la fragancia de las hierbas y del pasto tierno y mirando la
luna y las estrellas desde parajes solitarios y alejados.
El Cerro Chena, lejos del ruido de guitarras y del olor a carne asada, es un
romántico refugio para todo tipo de amores, especialmente durante estos días, cuando la
afluencia de público otorga libertad a quien quiera infringir alguna norma impuesta por la
sociedad.
Muchas han sido las personas que impulsadas por la brillantez de las estrellas, el
perfume de las flores silvestres, la sensación voluptuosa del licor y la oportunidad de no ser
descubierta, se han escondido en los matorrales a jurarse amor eterno, el que a veces no
dura más que mientras la luna los estimula picarescamente desde su cenit con su belleza
embriagadora.
Traiciones e infidelidades por miles han usado como lecho los pastos y las hierbas
de estos Cerros de Chena, dominio también de los Infantes de la Patria, quienes terminado
el agasajo, con sus corvos y figuras camufladas, se arrastran por estas colinas degollando y
destripando a enemigos imaginarios.
Mientras los policías observan la multitud desde un montículo, como si quisieran
con su presencia evitar pendencias, pasan desafiantes, despectivos, los huasos verdaderos,
los propietarios de todo, y los otros, los disfrazados, quizás compitiendo ostentosos sus
portes, caballos y maestría.
A uno de los policías, mientras encendía un cigarrillo, le atrajo la atención cuatro
jinetes que poco a poco se acercaban hacia ellos. Los cuatro eran panzones, rostros
rechonchos y colorados, macizos, bien montados sobre unos robustos caballos, los que al
sentir las filudas puntas de las espuelas sobre sus costillas, bufaban y golpeaban con fuerza
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sus cascos en el suelo, avanzando de lado, pidiendo riendas, estirando sus cuellos sudorosos
y cubiertos de espuma. Eran tres hombres ebrios con aspectos de verdaderos capataces de
algún fundo vecino y el cuarto por la elegancia de su vestimenta y atuendos, calidad de sus
aperos y la hermosa presencia de su caballo, era, sin dudarlo, el patrón, custodiado por sus
peones preferidos.
Había pasado media hora de esta visión típica de los campos chilenos, cuando un
hombre jadeando se dirige a la patrulla policial montada:
-“ ¡Mi cabo!...¡ Ahí atrás de esa lomita un huaso a caballo está agarrando a pencazo a un
pobre gallo!...¡ Lo tiene sangrando y le sigue pegando!...¡ Si ustedes no van lo va a matar ,
porque el hueón está borracho!...”.
Antes que el hombre terminara su denuncia, los jinetes espolearon sus bestias y partieron a
galope por entre los arbustos y malezas con el fin de acortar distancia y evitar el gentío de
las fondas.
Uno de los policías hizo chocar violentamente su caballo contra el franco del bruto que
montaba el huaso agresor, el que sin poder evitar el impacto estuvo a punto de ser derribado
de su silla de montar. Las risotadas de los otros, que celebraban la paliza que estaba
sufriendo uno de los peones del fundo de parte de uno de los borrachos, cesó al ver la
presencia de dos imponentes policías montados haciendo respetar el orden.
Mientras uno de los policías pedía explicaciones al huaso abusador y escuchaba al hombre
herido y sangrante, el otro se dirigió hacía donde se ubicaban los otros tres. Al darse cuenta
que el policía iba a interrogarlos, uno de ellos espoleó su caballo y lo lanzó contra el
caballo policial, pero el policía adiestrado para enfrentarse en situaciones como estas, lo
esquivó. Luego el segundo huaso lo impactó por el costado y el tercero blandiendo una
penca trataba de asestarle golpes a la bestia del policía.
Los ebrios, riendo burlona y estruendosamente, giraban galopando alrededor del
carabinero, el que diestro en el manejo y mañas de su caballo, le hincaba las dos espuelas
en ambos ijares y éste respondía golpeando con sus dos patas traseras lo que encontraba a
su paso. En vista de la persistencia de los ataques, el policía desenvaina su sable y haciendo
girar su cabalgadura repetidamente va asestando estocadas en la grupa de los animales
enemigos. Con el dorso adolorido por los sablazos de canto propinados por el policía, los
guapos de fundo optaron por abandonar el campo de batalla.
El otro policía había dominado el caballo del patrón, amarrando las bridas a su silla y
esperando que su compañero terminara su misión con los tres borrachines envalentonados.
-“ ¡¡Hombres!!... ¡Este ataque que hemos sufrido les va a costar muy caro!...¡Pero muy
caro!...¡Mis capataces se han retirado con sus bestias muy heridas!...¡ Mis hombre se
defendieron de la prepotencia...”. Gritaba furibundo el dueño de fundo.
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Antes que siguiera con sus bravatas y amenazas, uno de los carabineros lo interrumpió con
un enérgico:
-“ ¡Señor!...¡ Sus documentos de identidad!...”.
-“ ¡¿ Qué te has creído roto de mierda?!...¡¿ Con quién crees que estás tratando...Ah?!...
¡¡ Soy el dueño de todas estas tierras!!...¡¡Hueón de mierda!!... ¡Qué se han imaginado,
pacos desgraciados!...”.
Ante tales ofensas, el patrón de fundo escuchó como una explosión el vozarrón del policía:
-¡ Mira, hueón de mierda, gran ladrón y explotador, aunque seas dueño del país, pero en
este momento tú, hueón, estás en nuestras manos y si queremos te llevamos hacia esos
matorrales y te metemos una bala en la barriga y después venga lo que venga, pero tú ya
estarías ya muerto, desgraciado. Por ahora, solamente te vamos a llevar detenido y
cuidadito con quejarte, porque el día que menos pienses te va a pasar una desgracia...
¡ Asi que ya sabí, desgraciado... ¡ Cuidadito desgraciado!...”.
Ante una respuesta tan vigorosa, el opulento señor de los blasones y escudos de armas, se
dejó guiar hacia una de las puertas de acceso y entregado al oficial de guardia, en calidad
de detenido, por agresión a carabinero de servicio y por lesiones en pendencia. El hombre
herido, ex peón del fundo del hombre potentado, fue trasladado a la Posta de Urgencia para
curarles las heridas y detenerle la hemorragia.
Pasado el mal rato nuevamente estaban en su puesto de observación los dos caballos
con sus orejas paradas y sus jinetes policiales atentos a cualquier anormalidad.. Después de
media hora de comentar el suceso vivido, se dispusieron a vigilar y rondar los alrededores,
entre los pastizales, previniendo algún hecho delincuencial.
Avanzando a tranco lento, en medio de la oscuridad y de los arbustos silvestres, los
cascos de los caballos eran como verdaderas alertas para los parejas que aprovechaban la
ocasión para saciar sus ardores amorosos. Aunque esto no era un acto que pudiera reputarse
como falta o delito, a veces era necesario precaver asaltos o violaciones, por lo que era
recomendable llamar la atención a los amantes de no alejarse demasiado de los sitios
poblados.
Los policías, pensando en proteger a los amantes durante esta vigilancia, manejando
prudente y caballerosamente la luz de sus linternas, a varias parejas se les advirtió del
peligro a que estaban expuestos al internarse entre los arbustos y malezas del lugar.
Después del recorrido entre las penumbras de la campiña, nuevamente la pareja policial
estaba en su mirador favorito, en espera de ser pronto relevados. De improviso, uno de los
policías, al ver a su compañero con su semblante descompuesto y apenado, curioso le
consulta:
-“ ¿ Qué te pasa, amigo?...¿ Te has acordado de algo malo?...¿ Por qué esa cara?...”.
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-“ No es nada... De pronto me acordé de mis cabros chicos... A lo mejor están solos en la
casa... Mi mujer a veces sale y se demora en comprar... Mi suegra los cuida... Pero no es lo
mismo... Creo yo...”.
Desde ese momento el policía preocupado por asuntos familiares empezó a fumar en
forma desacostumbrada y conservando durante todo el trayecto de vuelta a la Comisaría un
mutismo muy poco habitual en él.
Ya en la Comisaría, sin gran sorpresa, por la habitualidad de esas ocurrencias, casi
una norma en casos en que están involucrados personas de la elite, ambos policías supieron
que el hacendado valiéndose de sus pergaminos hereditarios y de las influencias de sus
compinches y cómplices en todas las esferas del gobierno, había sido liberado y sin
siquiera ser citado al estrado de alguno de esos desprestigiados tribunales de justicia.
En media hora uno de los policías ya había desensillado su caballo, ordenado sus
aperos en su lugar establecido y cuando estaba en la cuadra esperando a su compañero de
servicio para salir juntos a la calle, fue sobresaltado por un gran estampido ocasionado por
un disparo de revólver. Corrió hacia las caballerizas y encontró tendido en el suelo,
agonizando, a su amigo... Se agachó para escuchar las últimas palabras que su amigo
balbuceaba:
-“ Mi mujer... En el cerro estaba con otro hombre... Era una de ellas... En el pasto...”.
Y dejó caer su cabeza sangrando. Se había suicidado.
AUTOR: HUGO EDUARDO DIAZ.
E-MAIL: WWW.HUGOEDUARDODIAZ.CL
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