Los caracteres fundamentales de la primera globalización / Hugo

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Los caracteres fundamentales
de la primera globalización
HUGO FAZIO VENGOA
UNIVERSIDAD DE LOS ANDES
FACULTAD DE Ciencias Sociales - CESO
DEPARTAMENTO DE Historia
Fazio Vengoa, Hugo Antonio, 1956–
Los caracteres fundamentales de la primera globalización / Hugo Fazio Vengoa. – Bogotá: Universidad
de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Historia, CESO, Ediciones Uniandes,
2008.
156 p.; 17 x 24 cm.
Incluye referencias bibliográficas.
ISBN 978-958-695-384-9
1. Globalización – Historia – Siglo XIX 2. Globalización – Historia – Siglo XX 3. Globalización –
Aspectos económicos – Historia – Siglo XIX 4. Globalización – Aspectos económicos – Historia – Siglo
XX 5. Política mundial – Historia – Siglo XIX 6. Política mundial – Historia – Siglo XX 7. Industria –
Historia – Siglo XIX 8. Industria – Historia – Siglo XX I. Universidad de los Andes (Colombia). Facultad
de Ciencias Sociales. Departamento de Historia II. Universidad de los Andes (Colombia). CESO III. Tít.
CDD. 303.482
SBUA
Primera edición: noviembre de 2008
© Hugo Fazio Vengoa
© Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Historia, Centro de Estudios
Socioculturales e Internacionales – CESO
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ISBN: 978-958-695-384-9
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medio sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin
el permiso previo por escrito de la editorial
Contenido
Introducción.................................................................................................... 1
1.Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix
y xx............................................................................................................. 21
2.R evoluciones industriales, naciones y globalización económica............ 52
La Revolución Industrial: dinámica transformadora e integradora a través de
la nación.............................................................................................................. 61
La Segunda Revolución Industrial, la internacionalización de la globalización y los nuevos referentes de apropiación del mundo..................................... 73
3.Hacia la conformación de una economía mundial................................... 89
Migraciones, ecualización social y globalización............................................. 105
La economía mundial decimonónica: un balance prospectivo.......................... 112
Conclusión....................................................................................................... 131
Bibliografía. ................................................................................................... 134
Introducción
A primera vista, a más de uno le podrá asaltar la duda de por qué y para qué volver nuevamente sobre el tema de la historia general del siglo XIX, de la aparición
de la economía mundial y de ciertas dinámicas de las relaciones internacionales
decimonónicas, cuando éstos han sido unos temas profusamente investigados en
la historia y en las demás ciencias sociales. Desde luego, la pregunta no tiene nada
de banal porque, ciertamente, un rápido vistazo a uno de los motores de búsqueda
de internet o a los catálogos bibliográficos de cualquier centro universitario nos
pone frente al hecho contundente de que en las distintas lenguas se han publicado
innumerables textos, recientes y antiguos, que han tenido por objetivo principal
explicar la manera como en el curso de los últimos siglos, y a veces milenios, se
fue forjando una historia de la vida internacional o una historia universal, y que
de la mayoría de estos trabajos se desglosan importantes avances en torno al entendimiento de lo que significó ese siglo.
A ello se puede agregar, por lo demás, que muchos de estos libros son trabajos de alta factura académica, difíciles de emular, que cubren los más variados
períodos y que existe, por último, una extraordinaria extensión de obras y revistas
especializadas en torno a tópicos particulares dedicados a estos campos de estudio. Por consiguiente, se puede concluir que escasos son las áreas o los temas de la
historia mundial y de las relaciones internacionales que no hayan sido analizados
en detallados estudios monográficos.
No obstante el tipo de reparos que pueda suscitar el tema que aquí nos convoca, el texto que se brinda a continuación ha sido construido con base en el conocimiento que se ha acumulado a partir de esta imponente literatura académica,
pero sin que por ello se reduzca a ser un libro que se limite a recopilar o a compendiar lo que otros estudiosos han opinado e investigado sobre estos campos de
experiencia en particular. Este libro, en realidad, es un producto que hace parte de
una línea de investigación, la cual se ha venido desarrollando durante largos años,
en la que se ha procurado reunir dentro de un mismo enfoque el estudio histórico
del presente con la globalización y, de modo especial, en este caso, los asuntos internacionales, perspectiva que, en su conjunto, hemos definido como una historia
del tiempo presente (Fazio, 2007a).
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Hugo Fazio Vengoa
La conjunción entre estas aparentemente disímiles variables explica, a su
vez, que este texto, no obstante el hecho de disponer de una narrativa de tipo
ensayístico, ha sido el producto de una investigación, la cual contó con el apoyo
financiero de Colciencias y con el aval institucional de la Universidad de los Andes, proyecto cuyo objetivo principal ha consistido en establecer y en delimitar los
caracteres fundamentales de lo que podríamos denominar una historia global de
las relaciones internacionales durante nuestro presente histórico. O, para decirlo
en términos más sencillos y mucho más polémicos, la idea que prevaleció a lo largo de la investigación fue la de comenzar a delinear un marco de entendimiento
de las relaciones internacionales no como vínculos entre partes (inter-nacionales)
sino como relaciones internas del mundo.
Empero, para poder establecer claramente los caracteres específicos de nuestro presente y entender esta transformación entre un esquema de relaciones internacionales a otro en el que tiende a primar la política interna del mundo, se
planteó de modo imperativo la necesidad de disponer de un período distinto con
el cual pudiera ser contrastado, para así poder recabar en las singularidades que
entraña nuestra contemporaneidad. Ello nos condujo a dedicar una parte de la
investigación al estudio de un período que comportara similitudes con el presente
pero que también fuera diferente en sus trazos fundamentales.
Finales del siglo XIX e inicios del XX, la Belle époque, fue el período escogido
porque, como tendremos ocasión de demostrar más adelante, una importante literatura ha destacado justificadamente que, en ese entonces, el mundo se encontraba
tanto o más “globalizado” que en nuestro presente. Es decir, nuestra contemporaneidad encuentra un parangón directo con los finales del siglo XIX. Las similitudes
que rápidamente saltan a la vista, sin embargo, esconden grandes diferencias, más
cualitativas que cuantitativas. Ahora bien, como nuestro objetivo consiste en entender las particularidades que singularizan la actualidad, este trabajo ha sido diseñado
y expuesto con el ánimo implícito de pensar el presente a través del pasado y, en
razón de ello, constantemente realizaremos comentarios que destacan similitudes y
diferencias entre estos dos momentos del desarrollo histórico.
Los tópicos destacados que comporta el enfoque que sucintamente acabamos
de exponer, o sea, la globalización, las relaciones internacionales y los estudios
históricos del presente, nos llevan a sostener que el libro que el lector tiene en sus
manos se distingue de los textos habituales sobre este campo de estudio en varios
aspectos fundamentales, los cuales podemos enumerar de la siguiente manera.
Primero, porque uno de nuestros propósitos centrales ha consistido en incluir
la dinámica de la globalización como uno de los elementos explicativos fundamentales de la vida contemporánea, pero sin pretender reducir su impacto, como
Introducción
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es habitual en la literatura especializada, a un ámbito en particular, como ocurre
en los estudios de las relaciones internacionales, en los que se destacan las dimensiones política, geopolítica y militar (Clarc, 1997), mientras que en la economía
internacional se privilegia el comportamiento del comercio y de las inversiones.
El segundo elemento que hace de esta empresa una actividad particular consiste en el esfuerzo por problematizar el campo de lo internacional, con el ánimo
de incorporar una amplia gama de eventos y situaciones, los cuales, generalmente, han sido minusvalorados, simplemente ignorados en los trabajos sobre las relaciones internacionales o, a lo sumo, relegados al rol de “contexto” donde se desenvolvería lo propiamente internacional, sin que se les asigne un valor explicativo.
Tercero, es menester recordar que la profesionalización de las ciencias sociales y, de modo particular, de la disciplina histórica se produjo –sin que ello fuera
una simple coincidencia, sino más bien su resultado axiomático– a la par con el
desarrollo modernizador que experimentaron las naciones europeas en distintos
momentos del siglo XIX (Wallerstein, 2001). Esta situación condujo a que en la
historia, entendida en este caso como campo del conocimiento, haya tendido a
prevalecer una concepción eurocéntrica de la evolución humana, en la cual, además, un papel importante le habría correspondido al desarrollo de las naciones y
de los Estados-naciones, distinguidas instituciones de la evolución histórica de
esta región del planeta en el transcurso de los dos últimos siglos (Bentley, 2006;
Blaut, 2000). La centralidad que le correspondió a la nación explica, igualmente,
el hecho de que la historiografía se desarrollara nacionalmente. No ha sido casual
que a medida que se incrementaron las tendencias globalizantes las escuelas históricas nacionales comenzaran a experimentar grandes dificultades para seguir
existiendo de acuerdo con los cauces tradicionales (Aurell, 2005, pp. 53-54).
Con el ánimo expreso de poner en tela de juicio la pretendida validez “universal” de ese enfoque habitual, concebido a partir de una experiencia histórica
particular, en este texto entendemos el desarrollo histórico de manera similar a
como lo conciben importantes estudiosos de la contemporaneidad, como el antropólogo Marc Augé (2007, pp. 12-13), quienes, hoy por hoy, han venido insistiendo
en que se debe más bien presuponer que “el mundo desarrollado y el conjunto de
los mundos ‘subdesarrollados’ están comprendidos en una misma historia, en una
misma lógica económica y en un mismo proceso de aceleración tecnológica, los
cuales, evidentemente, no tenían los mismos efectos en todos los lugares”.
Por último, este texto difiere de los enfoques habituales sobre lo internacional por el uso instrumental que la mayor parte de estos trabajos hace de la
historia. Ha sido característico de la mayor parte de esta literatura especializada
recurrir a este campo de experiencia para formalizar los respectivos puntos de
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Hugo Fazio Vengoa
vista sobre lo internacional, pero dentro de una perspectiva en la cual la historia
se limita a ser un sencillo contexto donde se desenvuelve este tipo de relaciones,
o se le concibe como una mera dispensadora de ejemplos, de donde se toman
aleatoriamente hechos, acontecimientos y situaciones que sirven de apoyo para
los respectivos enfoques teóricos.
Dentro de esta misma perspectiva crítica, con el acervo construido por la
ciencia política, Barry Buzan y Richard Little (2000, pp. 18-22) han encontrado
cinco errores recurrentes en que incurren los expertos en las relaciones internacionales cuando hacen referencia a la historia: el presentismo, dado que la mayoría de estos estudiosos se interesa por los temas de la actualidad y muestra poco
interés en dotarse de un amplio bagaje de conocimiento histórico, situación que
repercute negativamente en el entendimiento de la contemporaneidad. Además,
como la mayor parte de estos trabajos gravita en torno al presente sólo reconocen
aquellas páginas de la historia que se asemejan a la contemporaneidad, como la
China de los Estados guerreros, la Grecia clásica, el Renacimiento italiano o el
balance de poder de la Europa decimonónica, pero se desatienden todos aquellos
momentos de la historia que no sirven para validar sus tesis. El ahistoricismo, debido a la propensión a buscar leyes universales de lo internacional, presuntamente
válidas para todo tiempo y lugar, con lo cual desestiman la plasticidad misma
que ha revestido el desarrollo histórico a lo largo de los siglos. El eurocentrismo,
debido a que presuponen que en Europa habría surgido el primer y único sistema
internacional, aseveración que evidencia una clara confusión entre el sistema internacional y el sistema interestatal de matriz nacional. La anarcofilia, una derivación de las dos anteriores, que recaba en las virtudes del carácter anárquico del
sistema interestatal, donde los Estados se comportarían como bolas en una mesa
de billar. Por último, el estadocentrismo, es decir, la concepción de que el sistema
internacional se realizaría básica o exclusivamente en la dimensión política y militar con base en un único agente legítimo: el Estado.
A diferencia de este tipo de usos convencionales, nuestro trabajo pretende
ofrecer un enfoque que convierta a la historia en una herramienta explicativa de
los temas internacionales en el contexto de las modernidades y de nuestra contemporaneidad, intentando reunir en un mismo punto de vista a la historia con
ciertos elementos que se desprenden de la sociología de las relaciones internacionales, y con otros que han sido destacados en los debates que han girado en torno
a la globalización, para, a partir de esta particular comunión, poder avizorar y
comprender los determinantes, los caracteres y las regularidades que particularizan este campo (Devin, 2007). Pasamos revista brevemente a este conjunto de
problemas con el fin de brindar al lector ciertas herramientas necesarias para la
comprensión de la naturaleza de este escrito, comenzando con la globalización.
Introducción
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Como numerosas veces se ha señalado, pocos conceptos han resultados tan
esquivos en las ciencias sociales como el de la globalización (Fazio, 2007), sobre
todo porque a lo largo de los cuatro o cinco últimos lustros ha aparecido una
interminable literatura que ha intentado escudriñar algunas de sus facetas o el
conjunto de todas ellas (Lechner y Boli, 2000). A la fecha, empero, nos encontramos muy distantes de cualquier tipo de consenso sobre su intrínseco significado. Incluso, cuando se pasa revista a importante autores que han tratado el tema
con relativa profundidad (Zolo, 2006; Marramao, 2006; Featherstone et al., 1997;
Scholte, 2000), se observa que ni siquiera es evidente que, a medida que la discusión se decanta, se esté llegando a un mínimo común denominador que pueda
servir para precisar los elementos centrales de su naturaleza.
Esta polisemia ha tenido numerosas repercusiones, siendo una de las más
importantes, y la que más nos interesa en este trabajo, el hecho de que la variabilidad de significados que se le asigna al término conduce a representaciones
distintas sobre el sentido de la globalización en aspectos particulares, tanto en
nuestra contemporaneidad como en su desarrollo histórico.
El reconocimiento de este problema resulta ser un asunto de primer orden
para los objetivos de nuestro trabajo porque la manera como efectivamente se
interprete la globalización interviene en la forma en que se organiza el entendimiento de su naturaleza, presencia e impacto en las relaciones internacionales,
así como en sus múltiples componentes, dinámicas y actores. Como, con gran
acierto, han escrito los historiadores alemanes Jürgen Osterhammel y Niels Petersson (2005, p. 15), aquellos autores que asumen que los rasgos inmanentes de la
globalización serían el funcionamiento de un mercado mundial, el libre comercio
y la libre circulación de capitales, el incremento de los movimientos migratorios,
las empresas multinacionales, la división internacional del trabajo y un sistema
monetario mundial encontrarán que todo ello ya existía en la segunda mitad del
XIX.
De este parecer es, por ejemplo, el economista Guillermo La Dehesa, cuando argumenta que la globalización es “un proceso dinámico de creciente libertad
e integración mundial de los mercados de trabajo, bienes, servicios, tecnologías y
capitales. Este proceso no es nuevo, viene desarrollándose paulatinamente desde
1950 y tardará muchos años en completarse, si la política lo permite. No es nuevo
porque ya se dio un proceso similar entre 1870 y 1914 de forma tan intensa como
la actual” (La Dehesa, 2000, p. 17). De la misma opinión es Partha Chatterjee
(2004, p. 60) cuando sostiene que “los datos históricos muestran que en muchos
aspectos, por lo menos en los aspectos cuantitativos, la globalización era mucho
más avanzada con anterioridad a la Primera Guerra Mundial de lo que es hoy”.
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Por el contrario, si se asume que lo consustancial a la globalización está
conformado por una red global que se despliega “en un tiempo real”, seguramente se celebrará el presente como el inicio de una nueva época radiante y se
volteará indignado la espalda al pasado diverso que se aleja prestamente (Castells
y Serra, 2003). Frente a esta variabilidad en el uso que se le asigna al término y
la pluralidad de manifestaciones que de esta polisemia se desprende, se impone
imperativamente la necesidad de tener que precisar el sentido que a este concepto
le asignaremos en este trabajo.
Brindar una definición, sin embargo, no resulta ser un asunto tan sencillo
como a primera vista pudiera parecer, porque en investigaciones previas tuvimos la ocasión de constatar que si bien este fenómeno comprende una dilatada
densidad histórica, ha sido propio de nuestro presente histórico el hecho de que
la globalización se exhiba bajo tres modalidades, las cuales se retroalimentan
mutuamente: de una parte, se ha convertido en un proceso central que ha entrado
a definir el contexto histórico en el cual tienen lugar las actuales actividades humanas, y, de la otra, se ha transformado en un conjunto de dinámicas en las cuales
se expresan y realizan muchos de los cambios que se despliegan en los distintos
ámbitos sociales. Por último, pero no por ello menos importante, así sea más difícil de aprehender, la globalización se ha transformado en una importante forma
de representación y de entendimiento del mundo, es un tipo de globalismo que,
para un número cada vez mayor de personas, se ha convertido en el criterio de
referencia para su actuación, orientación y forma de pensamiento (Fazio, 2007).
Fue este reconocimiento de diferentes situaciones, entendimientos y prácticas que se relacionan con su esencia lo que nos ha llevado finalmente al convencimiento de que la globalización es una excelente herramienta heurística para
interpretar de manera novedosa muchos de los problemas del mundo actual (Fazio, 2002). Para decirlo en otras palabras, la globalización constituye un excelente
punto de partida para volver a problematizar muchos de los principales temas de
nuestra contemporaneidad, sean éstos planetarios, continentales, regionales, nacionales y locales, o económicos, sociales, políticos, etc., y para dilucidar nuevamente muchos de los supuestos habituales que siguen gravitando sobre el pasado,
tanto el lejano como el cercano. Cuando la entendemos como un adecuado punto
de partida, estamos sosteniendo que la globalización, con toda seguridad, es un
tipo de proceso que seguramente no inventa casi nada, pero que, como han señalado Olivier Dollfus, Christian Grataloup y Jacques Lévy, ha tenido el importante
mérito de volver a conceptualizarlo todo (1999, p. 83).
La refrescante mirada a que invita el tema de la globalización como herramienta heurística obedece a que uno de los rasgos más característicos de las
ciencias sociales modernas ha consistido en privilegiar una aproximación a la
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realidad social en términos historicistas, como desarrollos propios de particulares
contingencias históricas, como desenvolvimientos lineales, secuenciales y evolutivos. Como ha argumentado el par de historiadores antes citados (Osterhammel
y Petersson, 2005), las ciencias sociales al interesarse por conjuntos de transformaciones, tales como la racionalización, la industrialización, la urbanización,
la burocratización, la individualización, la secularización, la alfabetización, etc.,
han favorecido aquellas ópticas que tematizan las expresiones espaciotemporales
particulares de cada uno de estos conjuntos, los desarrollos específicos que se extienden en el tiempo, que comportan diferentes ritmos y cadencias en las distintas
colectividades y que, por doquier, desencadenan poderosas energías de cambio.
Fue común también para esta colección de saberes que todas estas temáticas
fueran concebidas como dinámicas que se desarrollaban dentro de determinadas
espacialidades nacionales y/o regionales, y si llegaban a reproducirse en otras
latitudes ello era el fruto del colonialismo, el imperialismo, el evolucionismo y/o
el difusionismo (Blaut, 1993). Es decir, los enfoques habituales han destacado la
diacronía de estas transformaciones y han sostenido que, a lo sumo, en el mejor
de los casos, podían llegar a engendrar cierto tipo de interconexiones internacionales, pero cada una de estas dinámicas era nacional en su mismo fuero interno.
De este enfoque preferencial, que ha sido tan hegemónico dentro de las ciencias
sociales, se puede extraer la conclusión de que este conjunto de saberes ha tendido
a privilegiar las miradas sectoriales y nacionales de los principales problemas que
tanto les han interesado.
No ha sido una simple casualidad, por más escozor que produzca en la mayor parte de los internacionalistas, que el importante libro Abrir las ciencias sociales (Wallerstein, 2001) –que compendia la evolución de este conjunto de disciplinas a lo largo de los dos últimos siglos– haya omitido referirse a los estudios
internacionales, asunto que ha obedecido a la frágil base epistemológica de este
campo del saber y a que los principales temas de interés por los que se preocupan
estas disciplinas se abordan a partir de perspectivas donde la nación constituye el
axioma principal.
Teniendo como contexto esta tradición intelectual que ha recabado en privilegiar lo nacional es como puede percibirse la importancia que ha entrañado
la inclusión del tema de la globalización en las ciencias sociales, porque ella representa también un conjunto de transformaciones, pero difiere de los anteriores
porque amalgama y ecualiza elementos diacrónicos con otros sincrónicos simultáneamente, y, de esa manera, rompe con la concepción lineal habitual y pone en
evidencia los intersticios por los cuales se canalizan los encadenamientos y las
retroalimentaciones de esas otras institucionalidades que tanto han interesado al
saber social contemporáneo.
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Hugo Fazio Vengoa
Ahora bien. No obstante sus virtudes interpretativas, así como los aportes
que ha entrañado para volver a problematizar desde un nuevo ángulo muchas manifestaciones de nuestra contemporaneidad, incluida la política internacional en
un contexto de historia mundial o global, el largo periplo investigativo que hemos
emprendido durante un buen número de años sobre este particular fenómeno nos
llevó concluyentemente al convencimiento de que se debe asumir la globalización
como una herramienta heurística, porque un enfoque que se limite a discurrir de
modo exclusivo en los términos en que la globalización acontece en el tiempo y
en su espacialidad se queda corto en su capacidad explicativa y, a la larga, tampoco resulta del todo adecuado, porque la globalización no constituye –ni podrá
elevarse nunca al rango de– un macroconcepto con validez general, tanto en su
geografía como en su historia, ni menos aún se puede prever que llegue a convertirse en una nueva teoría explicativa de la vida social (Therborn, 2000, p. 154), lo
cual, obviamente, no contradice el hecho de que sea un adecuado concepto de la
teoría social.
Es de esta forma que consideramos que la globalización constituye un punto
de partida muy apropiado para organizar de manera novedosa la interpretación
de variados asuntos sociales, pero no representa un adecuado punto de llegada,
porque no puede brindar información y análisis sobre otros tantos problemas de
la realidad social, presente o pasada, ni tampoco sobre su combinación, y muchas
cuestiones de la vida social no pueden ser decodificadas en sus mismos términos.
O, para decirlo en otras palabras, la globalización es una adecuada agenda de investigación para las ciencias sociales, pero que debe entenderse como un proyecto
necesariamente incompleto para la investigación, que nunca podrá conformar un
cuerpo cerrado de ideas. La globalización debe entenderse de manera similar a
como Charles Tilly (1984, p. 74) valoraba el descomunal trabajo braudeliano, el
cual debía abordarse “más como una fuente de inspiración que como un modelo
de análisis”, porque mientras la primera manera es una adecuada brújula para
orientar nuevas vetas para la investigación, la segunda postura puede terminar
esterilizando el pensamiento. En efecto, si en algo se ha estrellado buena parte
de la literatura especializada que ha surgido sobre este concepto ha sido que ha
pretendido convertir a la globalización en una teoría social o en un cuerpo ya
elaborado con sólidas ideas.
Así, se puede concluir que los debates que se han organizado en torno a
la globalización han tenido el significativo mérito de haberse convertido en importantes desarrollos a partir de los cuales se han podido visualizar desde otros
ángulos, y en toda su polivalencia, los principales problemas del mundo contemporáneo. Pero suponer que la globalización puede explicar la condición de ser de
la contemporaneidad constituye un craso error, porque difiere de otros macrocon-
Introducción
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ceptos, como el de la modernidad clásica, porque no se le puede atribuir ninguna
direccionalidad y/o sistematicidad, dado que no se ciñe a ningún parámetro, no
responde a ninguna ley, y porque es un fenómeno que esconde tanto como descubre, debido a que reduce el espectro de problemas sociales sólo a los que se
pueden enunciar y explicar en sus mismos términos.
Es decir, como hemos tenido ocasión de constatar con anterioridad (Fazio,
2008), el problema que representa la globalización cuando se le quiere convertir
en una finalidad en sí consiste en que fácilmente se corre el riesgo de quedar atrapado en un enfoque autorreferencial, pues sus dinámicas sólo conciben y explican
aquello que se puede desarrollar dentro de sus fronteras, o sea, en el interior de
sus cadencias temporales y/o alcances. Todo aquello que no se ajusta a sus dinámicas termina siendo minusvalorado, desdeñado o simplemente se decodifica
desconociendo sus propias particularidades. Es, precisamente, éste el error en
que incurren autores como el polémico periodista norteamericano Thomas Friedman (2006), cuando sugieren que con la globalización económica y los avances
registrados por las modernas tecnologías de la comunicación, el mundo se habría
vuelto plano.
Esta pretendida homogeneidad no es real sino que obedece a que el autor reduce todo el espectro de problemas posibles a un denominador común y, con ello,
omite y minusvalora todas las prácticas que no se referencian en esos mismos
términos. Olvida simplemente que gran parte de la producción social mundial,
por ejemplo, se sigue realizando parcialmente al margen de la globalización y
que una buena porción de la población humana sigue apegada en su cotidianidad
a la localidad. Además, si bien el tema de la globalización permite captar nuevas
realidades que caracterizan el mundo contemporáneo, al convertirse en un enfoque autorreferencial, se corre el riesgo de descuidar otras realidades tan fundamentales como el papel que le ha correspondido a los Estados, a las evoluciones
discordantes, a las disparidades, a las relaciones de poder, etc. (Hugon, 1999, p.
40), en la configuración del mundo presente. A diferencia de Friedman, somos
de la opinión de que el mundo no sólo no se ha vuelto plano, sino que, debido a
la intensificación de la globalización, tiende a organizarse topológicamente con
disímiles densidades, enlaces diferenciados e, incluso, con la puesta en escena de
espacialidades y relaciones fantasmagóricas, tal como ha sugerido el sociólogo
Anthony Giddens (1999).
Por este convencimiento al que hemos llegado después de un largo recorrido
investigativo e intelectual, somos de la opinión de que para hacer inteligible el
mundo actual se debe optar por un enfoque distinto de los que han sido sugeridos
por la literatura sobre la globalización, el cual debe tomar como fundamento las
problemáticas que incluye este fenómeno social, las reflexiones a que ha dado
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Hugo Fazio Vengoa
lugar, los nuevos ángulos de visualización de los asuntos humanos y las dinámicas que potencia, pero desde una escala de observación distinta, perspectiva que
hemos definido como una historia global (Fazio, 2006 y 2007a).
En cuanto realidad presente y/o pasada, la historia global es un tipo de circunstancias consustancial sólo a nuestro presente, porque recaba su existencia en
la intensificación que ha experimentado la globalización, situación que ha dado
lugar a que el mundo en sí se haya convertido por primera vez en “un posible
objeto de investigación histórica” (Giovagnoli, 2005, p. 240), en una “unidad operativa” (Hobsbawm, 1981, p. 72), en “una categoría histórica” (Ianni, 1996, p. 3).
Además de ser un tipo de organización de la realidad histórica, la historia global
también constituye un enfoque para la interpretación de los asuntos sociales, que
procura recuperar el sentido de los temas sociales en sus dimensiones espaciales
y temporales globalizadas.
Por esta razón, en lugar de ofrecer una definición de la globalización, preferimos brindar un acercamiento a lo que entendemos por historia global, pues, en
últimas, ésta será la perspectiva en la cual se sustentará el presente trabajo. Por
historia global entendemos un alto nivel de compenetración del mundo en donde
se acentúan y entrecruzan las diversas trayectorias históricas de modernidad, las
cuales, a través de los intersticios globalizantes, entran en reverberación, sincronicidad y resonancia. Es decir, es un tipo de historia que aspira a ser una narrativa
en la cual “todos los pueblos se puedan identificar, pero sin que sea consustancial
a ninguno de ellos” (Mazlish, 1993, p. 120); es, en el fondo, un sistema complejo
de relaciones en el cual las sociedades se encuentran imbricadas, donde todos los
componentes interactúan y se reajustan continuamente.
Sin ser un enfoque poscolonial, una historia global comparte algunos presupuestos con los autores que se reclaman de las corrientes subalternas y poscolonialistas, pues, al igual que el primero, se piensa como un recurso conceptual, un
tipo de pensamiento que opera un descentramiento fundamental de perspectivas a
través de la crítica del eurocentismo, el reconocimiento de la articulación entre lo
local y lo global, y que apunta a la transformación del presente, motivo por el cual
se identifica con algunas de esas tesis, por ejemplo, con las de Chatterjee, cuando
escribe: “La tarea del teórico político no occidental es encontrar los conceptos
adecuados para describir la trayectoria no occidental del Estado moderno no en
términos de distorsión o de insuficiencia, lo que es inevitable en una narrativa
lineal de la modernización, sino como la historia de diferentes modernidades modeladas por las prácticas y las instituciones que la teoría política occidental, con
su pretensión de universalismo, se ha mostrado incapaz de englobar” (Chatterjee,
1993, citado en Smouth, 2007, p. 48).
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En un plano más metodológico esta concienciación se encuentra en el trasfondo del cuestionamiento del pensamiento lineal, evolutivo, progresivo –con sus
cadencias mecanicistas de causalidad–, que pretende ser sustituido por un tipo de
narrativa que resalta las yuxtaposiciones, la simultaneidad, las sincronicidades
y los encadenamientos (Fazio, 2007a). Con la intención de dar cuenta de estas
nuevas problemáticas se requiere de tipos de enfoque que, sin caer en el estéril
relativismo a ultranza, pueda pensar los asuntos sociales desde y para el mundo.
O como sostenía Alexander von Humboldt, más que una visión del mundo, la globalización intensa actual requiere de una “conciencia del mundo” (Ette, 2007).
A partir de esta concepción de la historia global, armazón temporal consustancial que identificamos como un rasgo exclusivo de nuestro presente, se desprende el significado que encierra otra noción operativa, la cual también recorrerá parte significativa de este escrito: la historia mundial, que, a diferencia de la
anterior, fue una narrativa y una praxis que predominaron durante el siglo XIX y
buena parte del XX. Se estructuraba en torno a la idea de una única modernidad y
comportaba un pretendido centro motor que se localizaba en la experiencia europea y, luego del ascenso de Estados Unidos a la condición de potencia hemisférica
y mundial, se convirtió en occidental. Este vector modernizador actuaba como
un acelerador de la cadencia temporal en la historia, se esforzaba por aglutinar y
canalizar el desarrollo y pretendía unificar todas las trayectorias e itinerarios particulares en torno a un tronco común, definido por sí mismo, tal como se puede
inferir, ente otras, de las ampliamente popularizadas teorías de la modernización
(Peemans, 2002).
A diferencia de la historia mundial, la historia global, por sus mismas características, se entiende como una configuración débil, porque carece de un centro
organizador, papel que le correspondió a Europa Occidental en la historia mundial; carece de un sentido genérico, es decir, no posee una columna vertebral en
torno a la cual se organice el conjunto; amalgama sincrónicamente los disímiles
itinerarios diacrónicos que puedan presentarse; es un tipo de escenario donde se
amplifican las situaciones de convergencia y de crisis; se encuentra disociada de
un explícito futuro a conquistar; y, por último, abarca los distintos pasados, presentes y porvenires que se encadenan y entran en resonancia. Es una historia, en
síntesis, en la cual el cosmopolitismo y el provincialismo dejan de ser posiciones
contradictorias, pues se encuentran interconectados y se refuerzan recíprocamente (Geertz, 1999, p. 57), dado que se asiste a una fuerte “interpenetración entre
la universalización del particularismo y la particularización del universalismo”
(Robertson, 1992, p. 100).
Todo esto nos lleva finalmente a concluir que el mundo actual, y más aún en
el campo de los asuntos internacionales, ya no se puede interpretar con las catego-
12
Hugo Fazio Vengoa
rías usuales aplicadas al pasado y, por ello, urge desarrollar un aparato conceptual
y analítico que incluya la globalidad, no como pretexto, o en el mejor de los casos
como marco descriptivo o normativo de los asuntos contemporáneos, sino como
factor de causalidad de los problemas del presente.
En esta historia global no existe ninguna ley universal que presida el curso
de los eventos, aun cuando su trayectoria se sustancie en un mundo que se representa de manera policéntrica, potenciado por el despliegue de las disímiles
trayectorias históricas de modernidad que se sincronizan unas con otras. Es una
historia que no tiene un fin al cual esté obligada, ni una dirección preestablecida
hacia la cual se encamine; tampoco tiene un principio o motor que la determine;
únicamente consta de un sentido que se sintetiza en su andar. Al igual que la
globalización, la historia global tampoco la entendemos como una teoría social o
algo similar a ello, simplemente la consideramos como un cuerpo incompleto de
ideas que permite construir nuevas agendas y perspectivas de investigación.
Si, como hemos visto, lo global resulta ser un asunto bastante complejo de
aprehender y, de suyo, también de explicar, lo mismo puede decirse de otro concepto que ocupa un lugar central en este trabajo: las relaciones internacionales.
Las complicaciones en este plano también saltan a la vista, más aún cuando, por
ser un término de uso habitual y con unos antecedentes muy antiguos, aparentemente se cree tener mayores certezas sobre su significado. Pero, en la práctica, el
concepto reviste igualmente una alta dosis de complejidad.
Un primer problema que comporta la acepción corriente que se ha asignado
a las relaciones internacionales consiste en ser excesivamente reduccionista. Algunos especialistas incurren en el error de reducir este amplio campo a la práctica
diplomática, “aislando el problema de las relaciones internacionales de otras condiciones determinantes de los asuntos de los estados y pueblos en el tiempo” (Formigoni, 2006, p. 10). Otros constriñen las relaciones internacionales a simples
epifenómenos y construyen sus guiones interpretativos a partir de determinados
acontecimientos y situaciones, muchos de los cuales son circunstanciales, pero
ello no ha sido óbice para que las inferencias que realizan tengan una pretensión
de generalidad. No faltan tampoco quienes simplifican el amplio espectro de problemas que abarca lo internacional a un número escueto de determinantes, que
pueden ser económicos, sociales, geográficos, etc., procedimiento que tampoco
permite visibilizar las particularidades que encierra este campo de estudio.
No obstante estos problemas específicos, el mayor problema consiste, a
nuestro modo de ver, en el uso instrumental de la historia en que ha incurrido
el subcampo de lo internacional. En su mayor parte, las teorías que se han desarrollado en el último medio siglo para intentar dar cuenta de lo internacional
Introducción
13
han pretendido construir sus perspectivas a partir del reconocimiento de ciertas
constantes históricas elevadas al rango de universalidad. Así, por ejemplo, la escuela realista infirió sus presupuestos de la realidad histórica europea de finales
del siglo XIX. Hans Morgentau, el padre del realismo, tiene su antecedente en el
historiador alemán Leopoldo von Ranke.
Suponer que una experiencia histórica particular puede ser elevada al rango
de constante histórica de validez universal constituye de por sí un craso error de
procedimiento que limita de entrada toda las pretensiones que pueda contener la
mencionada teoría para dar cuenta de la realidad de lo internacional. El realismo,
para proseguir con el mismo ejemplo, de tal suerte, no ha sido otra cosa que una
abstracción intelectual que refleja en clave conceptual las luchas interestatales
decimonónicas que desgarraron al continente europeo, para después explicarlas
como constantes universales. Si bien durante largo tiempo al realismo se le asignó
la función de servir de “guía teórica”, ello no obedeció a su solidez epistemológica
para la interpretación de las relaciones internacionales, a la firmeza de sus presupuestos, sino al descomunal poder que alcanzó la academia norteamericana en el
período de posguerra, debido, entre otros, a sus alianzas con el poder económico
y político de la potencia del norte y a la necesidad de la administración estadounidense de dotarse de una brújula en la competición con su otrora gran contendor:
la Unión Soviética.
Si éste es un defecto constante en el que incurren estas teorías, otra dos
cuestiones han debilitado aún más su credibilidad: la primera consiste en que
no se ha entendido la historicidad que han comportado lo internacional y los
cambios de naturaleza sistémica que han transformado su naturaleza. En rigor, la
internacionalidad constituye una práctica que se origina en la existencia de las naciones. La nación y la internacionalidad son complementos imprescindibles, son
dos caras de la misma moneda, y ninguno de ellos puede existir sin su necesaria
contraparte; como convenientemente ha señalado Anne-Marie Thiesse (1999), no
puede haber naciones sin el referente al “otro”, y de modo indiscutido tampoco
puede existir la internacionalidad si no existe una plataforma de naciones que le
sirva de fundamento. Nación e internacionalidad, por tanto, son manifestaciones
de una misma matriz histórica, cuyo elemento nodal, perdonen la redundancia,
está conformado por la existencia de las naciones, institución cuyos orígenes en
Europa, a lo sumo, pueden remontarse al siglo XVII.
Ahora bien, el problema central con la interpretación corriente que se ha hecho de la internacionalidad consiste en que se ha asumido que éste es un proceso
natural y de proyección universal, tanto en su espacialidad (hasta comprender
el mundo entero) como en su temporalidad (valedero para todas las épocas). En
efecto, no han sido pocos los estudiosos de los temas internacionales que han pre-
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Hugo Fazio Vengoa
tendido ver en Polibio al precursor de los check and balance, cuando en realidad
su intención era comprender la historia mediterránea en su propia sincronicidad.
Como hemos tenido ocasión de demostrar en anteriores trabajos (Fazio, 2008), el
predominio y la validez de la matriz nacional han resultado ser mucho más efímeros de lo que comúnmente se admite. Corresponde predilectamente a la época
de influjo efectivo de Europa en el mundo, es decir, sus antecedentes se remontan
con mucho a los finales del siglo XVII, y como principio organizador no sobrevivió el desenlace del siglo XX (Hobsbawm, 1991 y 1997; Minc, 1993).
Con base en la organicidad que suponía esta matriz hemos identificado el
desarrollo en seguida de otras dos plataformas organizadoras, en las cuales también se han tenido que desenvolver las relaciones internacionales: la planetarizada
y la globalizada. La primera de éstas se refiere a aquellos fenómenos que abarcan
el mundo en su conjunto, son más de naturaleza ecológica que medioambiental,
se relacionan más con la Tierra como espacio natural o con la cartografía como
representación que con el Mundo como escenario de la historia humana (Marramao, 2006; Grataloup, 2007). Lo más cercano a una práctica histórica de este tipo
fue el esquema de la Guerra Fría, aquella “extraña globalización”, al decir de Sandro Rogari (2007), es decir, esa estructura de bipolaridad que sobre todo durante
sus dos primeras décadas de existencia actuó como vector organizador de la vida
internacional a lo largo y ancho del planeta, y que subsumió dentro de su lógica
y en sus presupuestos todas las demás temáticas internacionales. Éste fue un tipo
de organización de la política que puede ser inscrito dentro de los parámetros de
lo que definimos previamente como historia mundial.
La globalidad representa una dinámica de otro tipo, aun cuando comprenda
ciertos elementos de los dos componentes anteriores de la matriz. Es, ante todo,
un conjunto de dinámicas de naturaleza espaciotemporal; se identifica sobre todo
con la expansión de las relaciones sociales a lo largo y ancho del planeta, y en su
calidad de proceso, es un fenómeno que reviste diferentes modalidades, que van
desde la constitución de dinámicas propiamente globales, pasando por el carácter
“fantasmagórico” que asumen algunos tipos de relaciones sociales, hasta la expresión globalizada que registra lo local, que ocurre cuando determinados acontecimientos sincronizan múltiples factores para luego expresarse en clave local.
Transversalmente, la globalidad pone en contacto a distintos ámbitos espaciotemporales, y de ahí que su sentido no puede reducirse a uno de ellos en particular.
En cuanto a su representación, podríamos decir que mientras que la internacionalidad recababa en los vínculos que se sellaban entre las partes (las naciones
a través de sus Estados), la globalidad se refiere a la emergencia de una política
interna o unas relaciones internas al mundo, porque, como señala Rüsen: “Una
narrativa rectora que sea convincente para las necesidades actuales tiene que ha-
Introducción
15
cer frente al proceso de globalización, y no veo ninguna alternativa plausible
a la idea acerca de la especie humana o género humano situada en perspectiva
temporal. Éste es el único tipo de universalidad que realmente incluye a todas las
culturas, y por lo tanto es el horizonte más amplio de la identidad humana como
fenómeno cultural” (Rüsen, 2007, p. 84). O, como sostenía Lucien Febvre (2001,
p. 243), sobre un tópico más particular, en un bello ensayo sobre la civilización
europea: “El problema de Europa va más allá de la Europa actual. El problema de
Europa ya no es un problema europeo, es un problema mundial. Si hay que hacer
Europa, debe ser con arreglo al planeta”. De esta idea se puede deducir que si en
algo ha fallado el proceso comunitario de construcción europea ha sido en que la
“fortaleza europea” ha sido pensada como un mecanismo de defensa frente a las
tendencias adversas que pueden provenir del resto del mundo, cuando debería ser
un constructo de adaptabilidad de los europeos a la globalización.
Si quisiéramos de manera esquemática visualizar la historicidad de estas
matrices en lo que respecta a su expresión en el desenvolvimiento humano de los
últimos tiempos, podríamos decir que la primera (la nacional) abarcó preferentemente el siglo XIX y parte del XX. La segunda (la mundial), que se encumbra
sin anular la primera, predominó de manera destacada en las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo pasado. La tercera (la global), por último, comprende el
dilatado intervalo de tiempo que se extiende desde finales de los sesenta del siglo
XX hasta nuestro presente más actual.
El otro asunto que debilita la credibilidad de las teorías de las relaciones
internacionales consiste en el rechazo casi permanente que estas concepciones
experimentan a la hora de incluir a la globalización como elemento estructurador
de lo internacional (Clarc, 1997). A título de ejemplo, se puede citar a Justin Rosemberg, gran experto en temas internacionales, cuando en su polémica con parte
de la literatura sobre la globalización concluye con una defensa irrestricta de los
usuales paradigmas en este campo de estudio:
Gústenos o no nos guste, no hay manera de trascender el realismo realizando esguinces a su alrededor. Porque, aunque esté mal concebido, el realismo se asienta en raíces
intelectuales (las determinaciones generales) que nosotros también necesitamos para
darles sentido a las relaciones entre los países. Si la abstracción general conserva su
vigencia, ninguna cantidad de relaciones transnacionales, por más estrechas y fructíferas que sean, abolirá la importancia analítica de lo internacional, y es por eso que la
idea de reemplazar la problemática de lo internacional por aquellas de la globalización
o de la economía política global, o de la sociedad mundial, acaba siendo en últimas
incoherente. (Rosemberg, 2004, p. 100)
Como vemos, el problema que está en juego no es de poca monta: como
bien reconoce el internacionalista inglés, admitir la existencia de la globalización
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Hugo Fazio Vengoa
significa acabar con los restos de coherencia que le quedan a este campo de estudio.
Por último, debemos pronunciar un par de palabras sobre la manera como
entendemos la historia, tema tanto más importante cuando, en esta ocasión, se
encuentra asociado con el estudio de la contemporaneidad, y con toda seguridad
muchas personas suscribirían gustosamente las palabras del historiador Pierre
Nora, cuando argumentaba que “en tanto que no hay más que historia del pasado,
no hay historia contemporánea. Es una contradicción en los términos. En sí, la
historia contemporánea jamás se ha encontrado […] es una historia sin objeto, sin
estatus y sin definición” (citado en Noiriel, 1998, p. 7).
No obstante esta identificación permanente de la historia con el pasado, cada
vez ha ido ganando mayor fuerza el argumento de que el presente constituye
una importante condición de ser de la historia. De modo general, es casi un lugar común admitir que la historia es un permanente diálogo entre dos registros
temporales: el presente que interroga y el pasado que es interrogado. Ésta es una
primera constatación del estrecho vínculo que existe entre estas dos dimensiones
de tiempo. Hay otra, sin embargo, muy pertinente para los objetivos del presente
trabajo: lo que hemos denominado como la historia del tiempo presente.
Sin tener que entrar en una disquisición sobre los variados elementos que
comporta la comunión de vocablos aparentemente tan dispares, como son la historia, el tiempo y el presente, digamos que por este oxímoron entendemos una
secuencialidad que, en tanto que perspectiva de análisis, arranca del futuro del
pasado, expresión que con gusto retomamos del magistral libro de Reinhart Koselleck (1993), en dirección de esas profundidades del ayer, pasando por el presente, sin que este último constituya una “delgada línea que separa el pasado del
futuro” (Garton Ash, 2000), sino que comprende una dilatada duración, es un
longueur con fronteras temporales variables (Fazio, 2008).
Este enfoque no constituye un simple capricho o una moda intelectual, sino
que se sustenta en el destacado hecho de que la intensificación de los procesos de
globalización ha dado lugar a un escenario topológico, conformado por elementos
que provienen de atrás (diacronías), con otros que trasversalmente entrecruzan las
trayectorias históricas particulares (sincronías) y que, en un incierto punto, se entremezclan con aquellos que se desprenden de un hipotético futuro “de riesgo”. En
tanto que perspectiva intelectual, la historia del tiempo presente sintetiza variadas
duraciones de tiempo y constituye un tipo de ejercicio académico que se concibe
dentro de una secuencialidad temporal distinta de la linealidad que registra la
cronología histórica convencional.
Introducción
17
Para decirlo en otras palabras, la historia del tiempo presente alude al estudio del presente en su misma duración, entendido éste como un presente histórico,
es decir, un dilatado intervalo de tiempo cuyas fronteras cronológicas vienen determinadas por su misma cadencia temporal, o sea, un espacio de tiempo donde
se amalgama la sincronía con la diacronía dentro de los confines de un registro
de modernidad, el cual hemos definido como modernidad mundo, situación que
explica el hecho de que ésta sea una historia cuyo sentido se realiza mediante la
cambiante combinación de los “horizontes de expectativas” con los “espacios de
experiencias”, al decir del pensador alemán Reinhart Koselleck (1993).
Una historia del tiempo presente difiere en aspectos fundamentales de los
procedimientos usuales que utilizan los historiadores. Si éstos por lo general establecen un determinado momento como el punto de partida y cronológicamente
avanzan en dirección del después, la historia del tiempo presente recurre a la
fórmula contraria: del después (el futuro del pasado) avanza en dirección de lo
acontecido en el ayer. Un buen ejemplo de este recurso lo brindaba hace algunos
años el historiador inglés Geoffrey Barraclough, cuando recordaba que un historiador que intentara develar el sentido del siglo XIX y tomara como punto de partida el año de 1815, inevitablemente se ocuparía de los asuntos europeos porque
los problemas nacidos de los acuerdos de 1815 fueron esencialmente problemas
políticos intrínsecos de la historia de este continente. Pero el historiador que no
arranca de 1815 sino del presente verá el mismo período desde una perspectiva
muy diferente. “Su punto de partida será el sistema global de la política internacional en la cual vivimos y su mayor preocupación será explicar su nacimiento”.
De esta manera, estará interesado al mismo tiempo en Oregón y en el Amur, en
Herzegovina y el Rin, en los encuentros de los imperialistas en Asia Central y en
el Pacífico, en los Balcanes y en África, en el transiberiano y en la línea BerlínBagdad (Barraclough, 2005, p. 16).
De tal suerte, la noción de historia que trabajaremos en este escrito no es la
que se utiliza en su acepción usual, o sea, la construcción de una cronología de
múltiples eventos y situaciones, sino que será un enfoque que deberá brindarnos
herramientas para poder dar cuenta de los caracteres “internacionales” fundamentales de la globalización internacionalizada.
A partir de estas coordenadas, el trabajo quedará dividido en las siguientes secciones. En la primera parte, ofreceremos una visión amplia que permite
aproximarse a los elementos específicos que en la historia humana han comportado los siglos XIX y XX, procedimiento que nos ayudará a develar las razones
que nos llevan a sostener que sólo en el transcurso de estas dos centurias se
puede hablar de globalización y, de suyo, de historias mundial y global y de relaciones internas al mundo. Un balance panorámico extenso nos mostrará el lugar
18
Hugo Fazio Vengoa
que a este período le ha correspondido en la historia de la humanidad y brindará
además importantes elementos para comprender cuáles fueron sus principales
“aportes”.
En la segunda parte, nos detendremos en aquellos factores que le imprimieron una impronta particular al siglo XIX, y sobre todo, a su último tercio. El
hecho de proceder de esta manera se justifica por las siguientes razones: de una
parte, este ejercicio nos permitirá demostrar que la globalización no constituye
un fenómeno nuevo en la historia, exclusivo de nuestra contemporaneidad más
inmediata. En épocas anteriores también hubo ciclos caracterizados por un incremento de las interconexiones entre los pueblos y, dentro de todos ellos, los finales
del siglo XIX constituyeron un período muy peculiar, sobre todo por la amplitud
que alcanzó el fenómeno.
Evidentemente, más de uno podrá suponer que ésta es una argumentación
muy pertinente en lo que respecta a los desarrollos históricos ocurridos en Europa
y en América durante esas décadas (Berger, 2003; Fazio, 2001). Aun cuando fuera
en otra cadencia y bajo el comando de otros factores, los finales del siglo XIX
también constituyeron una particular fase de globalización en otras regiones del
planeta. Así lo sostiene Amira Bennison cuando escribe que 1850 es una fecha
conveniente para señalar el inicio de la globalización moderna. La expedición de
Napoleón a Egipto (1798-1801) había dado inicio a un profundo cambio en las relaciones cristiano-musulmanas en el Mediterráneo. Los musulmanes respondieron intentando competir con las contrapartes europeas adoptando su tecnología
y táctica militar, racionalizando el gobierno y sometiéndose a las definiciones
territoriales de la estatalidad (Bennison, 2002, p. 91). La inferencia más importante que se desprende de este ejercicio comparativo consiste en que nos permitirá
evidenciar de una manera distinta los rasgos específicos de nuestra contemporaneidad. Es decir, este procedimiento servirá para destacar las particularidades
que comporta la intensificada globalización actual.
La preocupación por entender las particularidades de estos dos momentos
históricos (finales del siglo XIX y finales del XX) nos obliga a tener que pronunciar un par de palabras sobre las nuevas entradas que se deben acometer para
descifrar la comparación. Si el método comparativo en las ciencias sociales, por
lo general, se ha interesado por establecer semejanzas y diferencias entre eventos
o situaciones con características más o menos análogas (Sartori y Morlino, 1991)
–procedimiento que tenía que permitir poner en evidencia los diversos niveles de
desarrollos dentro de un esquema natural que sería único–, el enfoque de la historia global le confiere una sistematicidad y una organicidad muy particular a la
comparación porque arranca de la existencia de unos niveles generales de unicidad que hacen posible abordar de manera diferente las particularidades, continui-
Introducción
19
dades, discontinuidades y especificidades de las distintas sociedades, regiones,
etc., de cara a la singularidad intrínseca del mundo.
Valga recordar, como alguna vez tuvimos ocasión de señalar, que una adecuada analogía metodológica fue desarrollada por el historiador francés Fernand
Braudel (1997), quien, en su imponente trabajo sobre el Mediterráneo, reveló la
existencia de una unidad estructural, un espacio marítimo, un personaje geográfico en la historia, a partir del cual, innovadoramente para su época, emprendió
una prolija comparación de las distintas historias que concurrían en ese mar interior (“No es el agua lo que une las regiones del Mediterráneo, son los pueblos
del mar”). El análisis braudeliano es muy sugerente para el tratamiento de nuestra
comparación, en cuanto lo que se plantea es, al igual que en el caso del Mediterráneo, convertir al mundo en un personaje espaciotemporal de la historia y, a
partir de esta perspectiva, someter a análisis los encadenamientos de las distintas
trayectorias nacionales y/o locales (Helleiner, 2000).
En la tercera parte, realizaremos un detallado balance de por qué y cómo se
conformó una economía mundial globalizada en la segunda mitad del siglo XIX
y presentaremos algunas consideraciones sobre las semejanzas y diferencias que
presenta con el ciclo actual.
Esta reconstrucción histórica la realizaremos siguiendo la tesis propuesta
por el historiador italiano Roberto Vivarelli para la época contemporánea y destacaremos los caracteres fundamentales de esta coyuntura histórica, idea, por
cierto, fácil de enunciar pero complicada de ultimar, porque requiere de entrada
de un conocimiento enorme sobre el período en cuestión, sus hitos, sus cadencias
y principales situaciones.
Aunque, a primera vista, un estudio que pretende reconstruir los caracteres
fundamentales pueda parecer una perspectiva más próxima a los procedimientos
usuales de la sociología o de la filosofía histórica que de la historia propiamente dicha, en realidad, éste es un ejercicio eminentemente histórico, puesto que
comporta una alta dosis de reflexión crítica, dado que requiere de una elevada
cultura histórica en una amplia variedad de experiencias y una gran experticia en
el entendimiento del tiempo de los fenómenos sociales, pero no como cronología,
sino como temporalidad y duración. Lo que sí comparte con esas dos disciplinas
es el ser, como ha sostenido el mencionado historiador italiano (2005, p. 11), una
especie de aventura náutica, sembrada de riesgos, que abandona la tierra firme de
la experiencia, en dirección al ancho mar, que renuncia a la seguridad del especialista y se compromete con las incógnitas del diletante.
Como siempre, un libro es una empresa colectiva, pero cuya responsabilidad última es exclusivamente del autor. Deseo aprovechar la oportunidad para
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Hugo Fazio Vengoa
agradecer a Colciencias por el apoyo que le brindó a esta empresa investigativa,
de la cual han salido dos productos: el presente texto y un libro anterior sobre el
presente histórico. Esta investigación no habría sido posible sin el patrocinio de la
Universidad de los Andes, centro académico que expresa un fuerte compromiso
con la investigación de sus docentes, y que crea condiciones inigualables en medios latinoamericanos para leer, pensar, discutir y escribir. A mis estudiantes de
pre y posgrado, un reconocido agradecimiento porque fueron ellos los que tuvieron que padecer, en distintos cursos impartidos en la Universidad, los avances y
retrocesos en el desarrollo de este conocimiento hasta que finalmente se llegó a la
sistematicidad actual. A los numerosos autores, a quienes tuve la oportunidad de
conocer a través de sus libros. Como es habitual, el libro se lo dedico a mi familia
–Julieta, Antonella, Luciana y Daniela–, principal nutriente de mi vida.
1. Algunas reflexiones sobre los contornos
históricos de los siglos XIX y XX
Expliquemos de entrada el doble propósito de este capítulo: de una parte, tenemos
la intención de precisar, tal como se enuncia en el título, los contornos históricos
de los dos últimos siglos, pero con especial énfasis en el primero de ellos, ya que
el segundo resulta ser en muchos aspectos una prolongación temporal de algunos
desarrollos fundamentales que se iniciaron con el anterior. Es decir, lo que nos
proponemos de manera sucinta, es buscar un enfoque que permita aprehender
algunas claves importantes que den cuenta de la naturaleza intrínseca que comporta este extenso período.
El principal motivo que nos impulsa a emprender este ejercicio intelectual
consiste en que una mirada que recupere el lugar de este período en las distintas duraciones arroja luces sobre los caracteres fundamentales que singularizan
tanto la época moderna como los distintos subperíodos en que ésta se divide.
La elucidación de estos contornos históricos nos permite acortar la escala de la
mirada y aprehender las particularidades propias que contiene cada uno de estos
dos momentos de la historia. A través de estas ubicaciones plurifocales podremos descubrir ciertos rasgos que servirán de primera entrada para develar el
sentido que comporta la coyuntura histórica que comprende el recodo de finales
del siglo XIX e inicios de la centuria que acaba de finalizar. Este procedimiento
permitirá asimismo explicar por qué a la coyuntura histórica de finales del siglo
XIX la hemos definido como de primera globalización o de globalización internacionalizada.
Otro motivo más específico y puntual nos lleva a emprender el inicio de
nuestra exposición con una mirada sobre el acontecer mundial de finales del siglo
XIX y entenderlo como un momento útil de comparación con nuestro presente
histórico. La motivación que nos lleva a acometer esta comparación radica en
unas cuantas especificidades que ha comportado el final del siglo XX, particularidades que pueden recuperarse a partir de un somero análisis comparativo con
otros finales de siglos, tal como tuvimos la oportunidad de exponerlo como tesis,
pero que no tuvimos ocasión de desarrollar, en un trabajo anterior (Fazio, 2007).
Para recuperar el significado de estas propiedades se debe acometer preliminar-
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Hugo Fazio Vengoa
mente un análisis contrastado de los variados tipos de duraciones que se reconocen en la historia.
Como llegado a este punto entra en juego uno de los temas más debatidos
en la historia, y como seguramente no todo lector será versado en la materia, entonces, procederemos brevemente a definir la manera como nos aproximaremos
a estos distintos registros de tiempo. Para ello, recurramos una vez más a nuestro
bien ponderado historiador Fernand Braudel, quien, en un célebre pasaje, brindó
una adecuada y sucinta explicación de la pluralidad de duraciones que coexisten
en la historia. De acuerdo con su parecer, se puede reconocer la existencia de tres
grandes duraciones, cada una de las cuales corresponde a una esfera particular: el
tiempo largo o la historia
[…] casi inmóvil, la historia del hombre en sus relaciones con el medio que lo rodea;
historia lenta en fluir y en transformarse, hecha no pocas veces de insistentes reiteraciones y de ciclos incesantemente reiniciados […] Por encima de esta historia inmóvil
se alza una historia del ritmo lento […] una historia social, la historia de los grupos
y las agrupaciones […] Finalmente, la historia tradicional, o, si queremos, la de la
historia cortada, no a la medida del hombre, sino a la medida del individuo, la historia
de los acontecimientos […] Una historia de oscilaciones breves, rápidas y nerviosas.
(Braudel, 1997, tomo I, pp. 17-18, cursiva en el original)
En su momento tuvimos la oportunidad de poner en tela de juicio algunos
supuestos que subyacen a esta pluralidad braudeliana de las duraciones (Fazio,
2008). No es éste el momento para explayarnos de nuevo sobre ese tema; recordemos más bien las sugerentes palabras de Charles Tilly, cuando invitaba a pensar la
propuesta braudeliana “más como una fuente de inspiración que como un modelo
de análisis”, pues lo que nos interesa aquí es simplemente consignar la lógica que
subyace a las diferentes entradas que realizaremos a continuación. Comencemos
este recorrido con lo que podría denominarse una comparación en términos de las
medianas duraciones históricas.
En el trabajo anterior que comentábamos tuvimos ocasión de señalar que
en las postrimerías del siglo XVIII y los inicios del siglo XIX se asistió a una
coyuntura histórica que Eric Hobsbawm (1973) definió adecuadamente como la
“era de las revoluciones”. En efecto, durante ese período histórico se produjeron
acontecimientos tan importantes para la historia contemporánea como el inicio
de la Primera Revolución Industrial en Inglaterra, la independencia de Estados
Unidos, la Revolución Francesa, y culminó con los movimientos políticos, sociales y militares que condujeron a la independencia de la mayor parte de países del
continente americano. No está de más señalar que muchos de estos hechos históricos se guiaban por las directrices y los referentes que emanaban del pensamiento
ilustrado.
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx
23
Un nuevo período de agitación y efervescencia ocurrió en el siguiente cambio
de siglo, con transformaciones tan importantes como el advenimiento de la Segunda Revolución Industrial, el surgimiento y la consolidación de una economía
mundial, la ultimación de la repartición del continente africano, la consolidación
del nacionalismo y del Estado-nación, el desaforado imperialismo, capítulo que
llegó a su fin con el estallido de un conflicto de grandes proporciones: la “Gran
Guerra”, más conocida a posteriori bajo el nombre de Primera Guerra Mundial
(1914-1918).
Una centuria después de iniciada esa importante coyuntura se ha asistido
al advenimiento de nuestro presente histórico, el cual también ha estado salpicado de grandes situaciones transformadoras: la Tercera Revolución Industrial, la
aparición de la economía global, la intensificación de la globalización, el advenimiento de una modernidad global, el fin de la Guerra Fría, el desmantelamiento
del socialismo soviético, etc. Esta breve recordación pareciera demostrar que todos los últimos cambios de siglo han estado tañidos de grandes acontecimientos
y que ninguno ha finalizado de manera tranquila, sino, más bien, dentro de un
clima de gran efervescencia económica, social y política.
No obstante los elementos de similitud que presentan estos distintos momentos históricos, en esa oportunidad desarrollábamos la tesis de que estas coyunturas
históricas difieren igualmente en cuestiones tan sustanciales que las semejanzas
resultan ser sólo aparentes. A finales del XVIII, las transformaciones eran territoriales y tenían lugar principalmente dentro de los confines de los respectivos Estados, tal como lo demostraron las revoluciones francesa y norteamericana, y a lo
sumo, podían existir unas condiciones internacionales que, bajo ciertos parámetros,
lograban favorecer el desarrollo de este tipo de acontecimientos. Esta aseveración
es válida incluso en lo que se refiere a los movimientos de independencia en América Latina en los albores del siglo XIX, los cuales se extendieron casi uniformemente por todo el continente, desde México hasta el Cono Sur, o las revoluciones
europeas de 1848, que sacudieron de manera simultánea a varios países europeos.
Este tipo de situaciones es muy distinto de los acontecimientos que tienen lugar en
nuestro presente histórico porque aquéllos se circunscribieron geográficamente a
una región en particular, respondían exclusivamente a un tipo de circunstancia, o
porque se regularizaban a partir de determinados sucesos que se originaban en la
respectiva metrópolis. Cada una de estas expresiones de efervescencia, a final de
cuentas, obedecía a un determinado patrón compartido y en su interrelación operaba además la proximidad, que actuaba como un importante agente que facilitaba
la transmisión y la propagación de ideas, personas, acciones, etc.
Las transformaciones que tuvieron lugar a finales del siglo XIX reprodujeron en su esencia el sentido que comportaban las anteriores, sobre todo porque
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Hugo Fazio Vengoa
intervinieron en la dirección de endurecer la espacialidad de la nación; empero,
comportaban al mismo tiempo un importante elemento de novedad, irreconocible en el cambio de siglo anterior: eran dinámicas que complejizaban el anterior
marco territorial porque se desarrollaban internacionalmente, poniendo en interacción y en interrelación a grandes conjuntos humanos en ámbitos particulares.
Una buena ilustración de esta condición histórica la encontramos en uno de los
acontecimientos con los que finalizó esta coyuntura histórica: la Revolución Rusa
de octubre/noviembre de 1917, la cual, a diferencia de la francesa de 1789, no
sólo se desarrolló dentro de un marco de evidente internacionalidad (la Primera
Guerra Mundial); más importante aún fue que requirió de claves internacionales
para imponerse y en un primer momento sus máximos dirigentes eran plenamente conscientes de que su desenlace dependía de su capacidad para convertir este
estallido revolucionario en un acontecimiento de tipo planetario: transformar la
gesta de octubre en la chispa de una revolución mundial.
Los procesos de transformación que se vienen proyectando desde el último
tercio del siglo XX, momento cuando se dio inicio a lo que hemos denominado como el presente histórico contemporáneo (Fazio, 2008), también comportan
unas especificidades que otorgan coherencia y solidez a este momento en cuanto
a su expresión espaciotemporal: desde su fundamentación misma, las situaciones
más variadas se realizan en una dimensión global (Alvater y Mahnkopf, 2002). En
efecto, sólo en este presente histórico ha comenzado a emerger una espacialidad
social global que ha trastocado el funcionamiento de la mayor parte de las instituciones, las cuales ya no surgen en un determinado lugar, por lo general, un centro
que asuma una posición de dominio, para posteriormente expandirse, pues son
globales en su esencia misma, se realizan instantáneamente en diferentes partes
del globo y enlazan a grandes conjuntos sociales.
Todo esto nos lleva a sostener que, visto en perspectiva, el interés que despierta el período que cubre los finales del siglo XIX y los comienzos del XX se
debe a que constituye el momento de mayor auge del Estado-nación y, concomitantemente, de las dinámicas de internacionalización. El momento actual difiere
del anterior, sobre todo, en el hecho de que se asiste a una pléyade de agentes,
situaciones, que han roto el monopolio que antes detentaba el Estado-nación, en
su calidad de elemento nodal que configuraba lo internacional. En ese sentido,
comprender los rasgos particulares de estos dos períodos nos suministra una adecuada entrada para aprehender las singularidades que son inherentes exclusivamente a nuestro presente histórico y nos permite recuperar las continuidades que
siguen vinculando a estos dos períodos.
El problema de la mediana duración histórica también puede ser abordado
desde otra óptica. Sobre los siglos XIX y XX se han escrito grandes obras de
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx
25
síntesis. Desde un punto de vista histórico, un siglo aritmético evidentemente no
corresponde de manera exacta a un intervalo de tiempo de cien años (Rémond,
2007). Por eso es casi un lugar común en la disciplina de la historia encontrar expresiones metafóricas como “el siglo de Pericles”, “el siglo de Augusto” o “el siglo
de Luis XIV”, el “siglo americano”, etc., ninguno de los cuales evidentemente ha
correspondido a un período de cien años. Un buen ejemplo más reciente de esta
tesis lo hemos vuelto a encontrar en el célebre texto de Eric Hobsbawm, Historia
del siglo XX (1997), libro ampliamente comentado dentro del gremio de los historiadores, en el cual el autor propuso definir el XX como el siglo “corto” (19141989), en contraposición al XIX, que habría sido un siglo largo (1789-1914).
Ambos siglos no sólo se diferenciarían por su disimilitud en términos de
duración, sino también porque el siglo “corto” habría tenido como columna vertebral un conjunto de dinámicas políticas, geopolíticas y militares (nazismo, comunismo, Guerra Fría, etc.), mientras que el “largo” se habría caracterizado por
el despliegue de factores económicos y financieros que habrían dado origen a la
mundialidad (economía mundial). “En esta era industrial el capitalismo se convirtió en una economía genuinamente mundial y por lo mismo el globo se transformó de expresión geográfica en constante realidad operativa. En lo sucesivo la
historia sería historia del mundo”, sentenciaba Eric Hobsbawm (1981, p. 72).
También se habrían diferenciado en otro sentido: cuando se acabó el siglo
“corto” hubo conciencia de que algo efectivamente había llegado a su fin: la Guerra Fría, la competición bipolar, el socialismo soviético, etc., mientras que al culminar el “largo” la Gran Guerra no fue entendida, en ese entonces, como un
acontecimiento que clausurara un período, sino asumida como una contienda más
en la larga historia plurisecular de conflictos que azotaron el continente europeo,
situación que era, por lo demás, plenamente congruente con el ideal de progreso
entonces prevaleciente. La conciencia de que esta “Gran Guerra” cerraba un capítulo sobrevino mucho tiempo después.
Esa periodización que pretende temporalizar e historiar los dos últimos siglos aritméticos puede, sin embargo, ser sustituida por la perspectiva explicativa
propuesta por Charles Maier (1997), quien ha calificado como una época larga
al período que se extiende entre 1870 y 1980, que se habría caracterizado por el
hecho de que la soberanía nacional fue un factor que le dio continuidad a todo
este intervalo de tiempo, con el año bisagra de 1945 como un importante punto
de inflexión, puesto que habría marcado el tránsito de una historia predominantemente europea y occidental a otra determinada por la descolonización. Es muy
interesante esta perspectiva de mediana duración histórica desarrollada por Maier
porque constituye un enfoque que reúne dentro de una misma problemática la
economía con la política y la historia europea con la mundial, y, de esta manera,
26
Hugo Fazio Vengoa
permite comprender mejor las continuidades y discontinuidades que encierran los
dos finales de siglo.
La perspectiva de la mediana duración, de esta manera, nos ofrece una primera aproximación sobre las especificidades que comportaron estos dos finales
de siglo: uno fue catalizado por transformaciones económicas, se organizó internacionalmente a través del Estado-nación, mientras que en el segundo su común
denominador fue una dimensión globalizada que producía una férrea comunión
entre lo económico y lo político e impulsó la actuación de una amplia variedad
de actores.
Si los ejercicios históricos que acabamos de acometer consistían en unas
comparaciones desde un observatorio de la mediana duración propia de una coyuntura histórica, otro tipo de elementos sugerentes para la Belle époque y para
el presente histórico contemporáneo se recuperan por medio de una mirada que
se centra en la corta duración histórica, en los desarrollos a la “medida del individuo”, al decir de Braudel. Para dar cuenta de esta temporalidad breve, valgámonos
de una situación expuesta y analizada por Suzanne Berger (2003).
En su interesante ensayo Nuestra primera mundialización, la economista
francesa del MIT recuerda el debate que despertó en Europa y América el libro La
Gran Ilusión, escrito por el periodista Norman Angell en 1910, cuyo suceso editorial fue tan grande que fue traducido a veinticinco lenguas, hecho sin parangón
para un libro que no provenía de la pluma de un escritor de renombre. En dicho
texto, Angell sostenía que en un mundo que se modernizaba a pasos agigantados,
como efectivamente ocurría en el recodo de los siglos XIX y XX, las guerras de
conquista no sólo no permitirían alcanzar grandes logros, sino que además, y
como resultado de los elevados niveles de interdependencia económica, un conflicto entre grandes Estados tendría un efecto devastador, incluso para los triunfadores. La conclusión principal a que llegaba el periodista era que una guerra sería
completamente irracional y, por ello, no era una opción creíble.
La interdependencia vital […] que atraviesa las fronteras fue sobre todo la obra de los
últimos cuarenta años […] Es el resultado del uso cotidiano de estas invenciones que
datan apenas de ayer: el correo rápido, la diseminación instantánea de la información
financiera y comercial por medio del telégrafo, y de manera más general, por la increíble aceleración de la comunicación, que ha permitido a media docena de capitales
de la cristiandad acercarse en el plano financiero, volviéndolas más dependientes las
unas de las otras de lo que estaban las grandes ciudades inglesas hace cien años. (Citado en Berger, 2003, p. 82)
Fue tal la influencia de este escrito que, bajo el impacto de su lectura, el
mismo tipo de políticas quiso promover el político socialista francés Jean Jaurès,
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx
27
cuando manifestó en 1911, desde el estrado público, que “la red de intereses económicos y financieros obliga a todos los pueblos a arreglarse los unos con los
otros, a evitar las grandes catástrofes de la guerra” (citado en Berger, 2003, p. 83).
Con la exposición, la difusión y el consenso alcanzados en torno a este tipo de
tesis optimistas, que no eran más que el reflejo de un elevado nivel de interdependencia, quién hubiera imaginado que pocos años después estallaría un conflicto
militar de proporciones tan descomunales como la Primera Guerra Mundial.
El interés que despierta la reflexión a la que nos invita la economista del
MIT radica en que muchos analistas consideran en la actualidad que las guerras
entre los actores más importantes son igualmente improbables y que no podría
llegarse a un escenario en el cual una eventual competición entre los grandes
Estados u organizaciones, como pueden ser Estados Unidos, China, India, Rusia,
Japón, la Unión Europea, etc., o coaliciones de algunos de ellos, reconstituyera
una situación análoga a la que existió a inicios del siglo XX, el cual culminó en
un conflicto de devastador, por la simple razón de que los niveles de interdependencia e interpenetración entre todos ellos, incluida la gran potencia del norte,
son tan elevados que ningún país puede “desengancharse”, en aras de oponerse.
Al igual que suponía el periodista Norman Angell, también ahora los triunfadores
terminarían a la larga convirtiéndose en perdedores.
Concordamos con esta tesis pero no por las razones que subyacen a esta
suposición habitual: no es la intensificación de los vínculos económicos y financieros lo que le proporciona seguridad al mundo en su conjunto, o a algunas de
sus regiones, tal como demostró la experiencia histórica de inicios del XX. La
interdependencia, entonces, era muy elevada y, sin embargo, ello no fue óbice
para que estallara el conflicto.
Si una guerra entre grandes actores es hoy improbable ello obedece a que el
escenario que existía a finales del siglo XIX era internacional, mientras que en
el actual prima la condición de globalidad. Entender esta disimilitud resulta ser
un asunto muy importante porque permite desarrollar otro tipo de perspectivas
analíticas para comprender de modo más cabal algunos de los caracteres fundamentales de nuestro presente.
En un escenario internacional, la relación costo-beneficio es de suma cero,
es decir, las ganancias que alcanzan unos Estados se ocasionan por las pérdidas
que registran los otros, tal como se evidenció en el fragor mismo de la contienda,
con una Rusia zarista, por ejemplo, que necesitaba debilitar al Imperio austrohúngaro para hacer valer su condición de potencia europea y al imperio otomano
para disponer de una salida a los “mares calientes”, o una Alemania que se encontraba cercada por poderosos Estados, lo que constreñía su posibilidad de posicio-
28
Hugo Fazio Vengoa
namiento geopolítico, o el apoyo brindado por los británicos al Imperio otomano,
“el hombre enfermo de Europa”, para que se mantuviera en pie y contener así la
proyección y/o la expansión de los competidores más serios y poderosos.
En un contexto de globalidad, esta relación no es tan simple ni se realiza a
partir de un equilibrio mecánico. No sólo por la sofisticación que han alcanzado
los hilos de la interdependencia ni por la codependencia económica, financiera y
política que revisten todos los grandes Estados, sino porque el mismo poder se
globalizó; ningún actor puede monopolizarlo, porque se disemina por los intersticios de la misma globalización. Una potencia, para conservar su estatus, debe
buscar convertirse en una potencia global, pero, a medida que se intensifica la
globalización, su poderío, que ya no se encuentra territorializado ni se constituye
a partir de los recursos tradicionales de poder, se diluye por los mismos circuitos
en que transcurre la globalización y también dentro de los marcos de negociación
que tiene que celebrar con aquellos Estados sobre los cuales pretende ejercer su
autoridad.
Por último, observemos los siglos XIX y XX dentro de una perspectiva que
se organiza desde el laboratorio de la larga duración. La primera de estas centurias, sobre todo en lo que respecta a su último tercio, representa ser un período muy particular y, desde varios ángulos, se puede sostener que constituye
un momento crucial y sin parangón en la historia de la humanidad. Dos de sus
principales características consisten en la difusión e implementación planetarias
de una misma plataforma de modernidad y el advenimiento de lo global, sin que
lo segundo sea una simple consecuencia de la primera, tal como en su momento
propusieron destacados analistas contemporáneos, entre ellos, los sociólogos Anthony Giddens (1999) y Tony Spybey (1997).
Recordemos que Giddens ha argumentado que –contrariamente a la mayor
parte de las teorías sociológicas, las cuales han tratado de establecer un componente institucional único como plataforma para el nacimiento de las sociedades
modernas–, en los hechos, habrían sido cuatro los ambientes institucionales que
hicieron posible el advenimiento de la modernidad: el capitalismo, es decir, la
acumulación de capital en un contexto de mercados competitivos de trabajo y
productos; el industrialismo, que ha entrañado la transformación del entorno natural; el poder militar, o sea, el control de los medios de violencia en un contexto
de la industrialización de la guerra y, por último, la vigilancia, que se refiere al
control de información y la supervisión social. “La modernidad es intrínsecamente globalizadora y esto resulta evidente en algunas de las características más
esenciales de las instituciones modernas, en las que particularmente se incluyen
sus condiciones de desanclaje e índole reflexiva”, sentencia el sociólogo inglés
(1999, p. 64).
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx
29
De estos cuatro ambientes institucionales nacionales, el autor infiere las dimensiones institucionales consustanciales a la modernidad globalizadora, como
son: la economía capitalista mundial, la división internacional del trabajo, el orden
militar mundial y el sistema de Estados nacionales. De esta argumentación resulta como inferencia que la globalización habría sido el producto de la expansión
de los ambientes institucionales modernos, cuyos orígenes pueden recuperarse
a partir del discernimiento de la experiencia histórica de Europa Occidental, tal
como se fue diseñando este proceso desde finales del siglo XVIII (Spybey, 1997,
p. 56).
A nuestro modo de ver, tres son los principales errores en que incurre este
tipo de autores: el primero consiste en la insuficiente validación histórica de su
propuesta, en razón del desconocimiento del carácter rítmico que tiene el desarrollo histórico. El segundo está representado en el hecho de que estos autores no
tienen en cuenta la necesaria dialéctica que tiene que existir entre los enfoques en
términos de mediana y larga duración, donde una simplemente no puede ocurrir
al margen de la otra, pues, en los hechos, la mediana duración histórica se encuentra inscrita en la temporalidad más larga. Por último, de acuerdo con la metáfora
del árbol y el bosque, se obsesionan a tal punto con cierta experiencia europea, en
este caso el árbol, que desdeñan el resto, perspectiva que, a la postre, les impide
ver la frondosidad del bosque.
La tesis debe, en realidad, plantearse en los términos opuestos: no fue la
modernidad lo que ocasionó la globalización, sino que más bien fue un conjunto
de prácticas de larga data –que, a la postre, han podido aglutinarse dentro del concepto de globalización– el que hizo posible la modernidad tanto en Europa como
en las otras partes del mundo. Si éste es un primer tipo de conclusiones a las que
permite llegar la información histórica moderna, cuando queremos referirnos al
presente histórico contemporáneo la situación es básicamente la siguiente: con la
globalización intensa contemporánea se ha ingresado en el escenario de un mundo en el cual se sincronizan múltiples trayectorias particulares de modernidad,
las cuales se traslapan en sus bordes y entran en resonancia. A este entramado lo
denominamos, siguiendo la terminología propuesta por Renato Ortiz (2005), una
modernidad mundo.
Si éste es el tipo de escenario que predomina en nuestro presente más inmediato, en las condiciones del siglo XIX lo característico fue el esfuerzo universalizador que registró la modernidad occidental, la cual, a través del mercado, las
finanzas, las migraciones, los Estados o a punta de cañón, fue exportando sus
instituciones hasta los confines más lejanos del planeta. Es decir, el escenario descrito por Anthony Giddens no es del todo equivocado; en realidad, es válido para
el contexto existente entre los siglos XIX y parte del XX, matriz a partir de la cual
30
Hugo Fazio Vengoa
en la segunda mitad de esta última centuria se comenzaron a ecualizar todos los
pueblos del planeta. Donde falla el sociólogo inglés es en imaginar que esta correlación entre modernidad y globalización es genérica, y en el desconocimiento del
papel desempeñado por las tendencias protoglobalizadoras en el advenimiento de
la misma modernidad en Occidente.
Todo esto nos lleva a la conclusión de que cuando se quieren descubrir las
particularidades fundacionales que los siglos XIX y XX comportaron no se puede
recurrir a un análisis histórico de tipo convencional; no se puede, como es habitual, contraer la mirada y reducir la observación al período en cuestión; es decir,
el analista no puede ceñirse a esas décadas tal como ellas se expresaron en sus
mismos términos. Un procedimiento tal puede llevar a equívocos como en los
que han incurrido Anthony Giddens y Tony Spybey, o, cuando se carece de una
adecuada y sólida perspectiva teórica, peor aún, se cae en la vaguedad de realizar
un recuento más o menos pormenorizado sobre sus principales acontecimientos y
situaciones, mostrando los elementos de novedad que estas décadas ocasionaron,
pero sin brindar una información sustancial sobre los cambios más sistémicos que
estos siglos entrañaron.
Para hacer inteligible este asunto se requiere un enfoque distinto, que permita ubicar estas centurias dentro de las grandes coordenadas de la historia de la
humanidad, asunto que sólo se puede resolver apelando a una perspectiva de muy
larga duración, una mirada multisecular, o sea, un tipo de enfoque como aquellos
sugeridos por destacados historiadores contemporáneos, que, valga reconocer,
han realizado grandes aportes en la interpretación macro de la historia, como
Fernández-Armesto (1995), Bairoch (1997), Gills y Thompson (2006), Diamond
(2006), Hopkins (2002), Tilly (1984), Christian (2005), entre otros.
Como es por todos conocido, miles de años atrás aparecieron grandes conjuntos civilizatorios en distintas regiones del planeta, entre ellos, en el Creciente
Fértil, el Nilo, la China meridional, Mesoamérica y los Andes, etc. También durante esa extensa época se asistió al nacimiento de una pléyade de variadas culturas en diferentes confines del planeta. Una importante literatura ha demostrado
que mucho antes del advenimiento de la época moderna, es decir, un buen número
de siglos atrás, varios de estos conjuntos humanos mantenían interacciones más
o menos regulares entre sí (McNeill y McNeill, 2004; Bonnaud 2000), e incluso
en una misma región podía presentarse el caso de que coexistieran formaciones
sociales muy variadas (Fernández-Armesto, 1995).
No obstante la contundencia de la información sobre estos variados tipos
de contactos, episódicos y/o regulares, no es equivocado sostener que, en términos generales, cada una de estas civilizaciones siguió un itinerario histórico
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx
31
particular, específico, con sus propias cadencias, arraigos y formas de emplazamiento (Margolin, 1999), por lo menos hasta el siglo VI, momento a partir del
cual se asistió a un incremento de las interacciones entre los distintos colectivos
humanos.
John Hobson (2006, p. 57), el nieto de uno de los legendarios teóricos del
imperialismo, en un trabajo que porta el provocador título de Los orígenes orientales de la civilización de Occidente, hace pocos años sostuvo la tesis de que la
globalización comenzó cuando menos en el siglo VI, postura que necesariamente
“va en contra de la machaconeada insistencia del eurocentrismo en que la globalización sólo surgió después del año 1500, tras la llamada era europea de los
descubrimientos”. Sobre el particular, el mencionado analista argumenta que son
seis las refutaciones eurocéntricas que se han presentado a la tesis de que la globalización habría comenzado antes del año 1500. Primero, se da por sentado que
las grandes civilizaciones regionales vivían en un completo aislamiento las unas
de otras. Segundo, se presupone que los costes políticos habrían sido demasiado
altos como para permitir el comercio global, debido a que los déspotas orientales
intentaban acabar con todo tipo de beneficios comerciales y fiscales. Tercero, se
asegura que no podía existir un comercio de una dimensión significativa, debido a la ausencia de instituciones capitalistas. Cuarto, se sostiene también que el
comercio era impracticable porque las tecnologías relacionadas con el transporte
eran rudimentarias. El comercio global se concentraba preferentemente en las
transacciones de bienes de lujo. Quinto, se presupone que los flujos globales, de
haber existido, habrían sido demasiado lentos como para ser dinámicas significativas. Sexto, de todo esto se concluye que, aunque hubiese habido algún proceso
global en funcionamiento, no habría sido lo bastante sólido como para tener unas
repercusiones reorganizativas importantes sobre las distintas sociedades.
A estas refutaciones, Hobson plantea seis contrapropuestas. Primero, a partir
del 500, persas, árabes, javaneses, judíos, indios y chinos crearon y mantuvieron
hasta 1800 una economía global, a través de la cual las grandes civilizaciones del
mundo permanecieron en todo momento en contacto. Segundo, las diversas regiones fueron gobernadas por regímenes que crearon un ambiente pacífico y mantuvieron muy bajas las tasas impuestas al tráfico mercantil, con el fin de facilitar el
comercio global. Tercero, a partir del 500 fue creada y puesta en funcionamiento
una serie de instituciones capitalistas, lo bastante racionales como para mantener
vivo el comercio global. Cuarto, las tecnologías eran suficientes para llevar a cabo
un comercio en gran escala y a gran distancia. Quinto, los flujos globales tuvieron
consecuencias reorganizativas considerables en todas las sociedades del mundo.
Sexto, el significado fundamental de la economía global no radicó en el tipo ni en
el volumen del comercio que se llevó a cabo, sino en el hecho de que constituyó
32
Hugo Fazio Vengoa
una cinta transportadora hecha a la medida a través de la cual se difundieron por
Occidente los recursos orientales más avanzados (Hobson, 2006, pp. 57-59).
Janet Abu-Lughod (1989), por su parte, en una magistral obra que puso en
entredicho el fundamento de la tesis sobre el sistema económico mundial, tal
como la había imaginado Immanuel Wallerstein (1998), demostró que, en una
fecha tan tardía como el siglo XIII, ya existía un conjunto de redes de una economía mundial, que carecía de un poder hegemónico, aseveración que sin mayores
problemas puede extrapolarse para períodos anteriores. Del mismo parecer son
McNeill y McNeill cuando sostienen que para el año de 1450, el “género humano
no constituía una comunidad en ningún sentido profundo; seguía predominando
una diversidad tremenda. Tanto es así, que había entre sesenta y ciento veinte
millones de personas en Oceanía, América y el centro y el sur de África viviendo
totalmente aisladas del principal escenario de la historia hasta la fecha, la red del
Mundo Antiguo” (2004, p. 173).
En efecto, había contactos, algunos regulares, otros esporádicos, pero cada
conjunto humano preservaba su propia singularidad histórica. En esa época tampoco existía una única temporalidad mundial, coexistían numerosas historias
presentes y el planeta se encontraba atravesado por una variedad de tiempos del
mundo, tal como se desprendía de las distintas experiencias históricas. Los principales centros de contactos se realizaban a partir de importantes núcleos mercantiles (Venecia, Brujas, Tombuctú, Samarcanda, Malaca, etc.), los cuales, en parte,
se encontraban por fuera del control territorial de los Estados en los que muchas
veces se hallaban situados. Estos centros urbanos disponían de un amplio radio de
acción, y lo que no tenían en profundad, lo tenían en extensión.
En esos lejanos períodos, los impactos más duraderos, muchos de los cuales
se propagaban a grandes distancias, no eran económicos ni políticos, sino culturales (v. gr., difusión de lenguas) y religiosos y tenían por epicentro, por regla
general, al continente asiático y no a Europa. Entre los siglos IV y VII, el cristianismo se convirtió en la religión dominante en esta última, el budismo se difundió
desde la India noroccidental a Afganistán, China, Corea y Japón y, a través de las
rutas comerciales, se expandió hacia Indochina e Indonesia. Subsiguientemente,
durante el siglo VIII, se sumó la difusión del islam por España, el mundo árabe,
Asia central y septentrional.
Amartya Sen, en un texto reciente, brinda un ejemplo muy ilustrativo de esta
expansión de elementos culturales preglobalizados: “La impresión del primer libro en el mundo fue un acontecimiento esencialmente global. La tecnología de la
imprenta fue un logro indiscutiblemente chino, aun cuando el contenido provino
de otro lugar, pues el primer libro impreso fue un tratado hindú en sánscrito […]
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx
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el diamante sutra. Se trata de un viejo escrito de budismo traducido al chino por
Kumarajiva, un académico de origen a medias turco e hindú que vivió en la parte
oriental de Turkestán llamada Kucha, y que más tarde emigró a China en el siglo
V” (Sen, 2006, p. 100).
Hace algunos años, sobre el particular sosteníamos (Fazio, 2001) que, en
efecto, situaciones que pueden corresponder a elementos de globalización se han
presentado a lo largo de toda la historia de la humanidad. Las similitudes que
proporcionan las manifestaciones creativas en diferentes partes del mundo (la
selva de Yucatán, las planicies andinas, “la Puerta de los Leones” en Micenas
y la “Puerta del Sol” en Tiahuanaco, para citar sólo algunas), el paralelismo que
guardan con otras semejantes esparcidas por el resto del mundo, confirman la
existencia de una espiritualidad medular primigenia, más allá de la geografía y
del tiempo, de alcances verdaderamente ecuménicos (Jocelyn-Holt, 2002, p. 91).
Los hallazgos arqueológicos de los últimos tiempos tienden a confirmar, a través
de los vestigios encontrados, la gran movilidad de factores humanos en tiempos
muy remotos y la presencia de elementos culturales análogos en regiones tan distantes como América, la Polinesia, África y Asia, etcétera.
Varios de estos conjuntos civilizatorios, empero, no permanecieron nucleados de manera permanente en determinados entornos geográficos. Lentamente,
con el pasar de los siglos, algunos de ellos, en razón de circunstancias históricas
muy particulares, emprendieron un relativo desplazamiento. Así, por ejemplo, el
centro neural y poblacional del Creciente Fértil se fue desparramando por una
amplia región, llegando incluso a alejarse de su núcleo original en dirección del
Mediterráneo, nuevo epicentro en donde se fueron consolidando otros tantos grupos civilizatorios, entre los que cabría citar el griego y el romano.
Este último reviste una alta importancia porque constituyó una particular
forma de “interdependencia” económica (intensidad de interacción comercial entre los componentes del imperio), política (la administración se realizaba con base
en la comunidad de intereses que existía entre las autoridades romanas y los notables provinciales), social (acceso a la ciudadanía de los grupos dirigentes de
los pueblos sometidos), cultural (no existía una identidad cultural compartida y,
dada la gran diversidad de lenguas, la difusión cultural se realizaba por medio de
imágenes ubicadas en lugares públicos) y religiosa (múltiples divinidades locales
que se asimilaban a los equivalentes romanos).
Si el Imperio romano logró convertirse en un vasto imperio circunmediterráneo, ello se debió además a que dispuso de una ciudad urbi et orbi –Roma–
permeable a lo externo, y a la connotación preferentemente jurídica y no étnica
que las autoridades le otorgaban a la ciudadanía (Galli, 2001, p. 21). La conciencia
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Hugo Fazio Vengoa
de que el imperio constituía un todo orgánico la expuso claramente el gran pensador Polibio, cuando sostuvo que
En las épocas anteriores a ésta los acontecimientos del mundo estaban como dispersos, porque cada una de las empresas estaba separada en la iniciativa de conquista, en
los resultados que de ellas nacían y en otras circunstancias, así como en su localización. Pero a partir de esta época la historia se convierte en algo orgánico, los hechos de
Italia y los de África se entrelazan con los de Asia y con los de Grecia, y todos comienzan a referirse a un mismo fin. (Polibio, citado en Robertson e Inglis, 2006, p. 36)
Griegos y romanos desarrollaron una sensibilidad mundial y, en muchos sentidos, aunque ésta no fuera en absoluto una condición suya exclusiva, pues todo
permite prever que características análogas se reproducían en las otras civilizaciones, les permitió encontrarse abiertos a los saberes y pericias de los otros pueblos. A diferencia de hoy, cuando el flujo de conocimiento se origina en Europa y
Estados Unidos y se disemina por el resto del mundo, en ese entonces, los pueblos
mediterráneos, y sobre todo el Imperio romano, actuaban como imanes y se beneficiaron a tal punto de esta preglobalización que, con base en ella, pudieron dar
inicio a un lento proceso de construcción civilizatoria.
La experiencia del Imperio romano constituyó, de tal suerte, una forma incipiente de preglobalización que puso en contacto directo a múltiples comunidades
y las ubicó dentro de una espacialidad, una temporalidad y una racionalidad comunes, algunos de cuyos máximos logros todavía perviven en nuestros tiempos.
Hemos destacado estos dos últimos grupos, los griegos y los romanos, no
porque fueran más importantes que los demás, como se asevera usualmente en
cierta literatura, sino porque a partir de este epicentro mediterráneo se empezó el
proceso de consolidación de una civilización europea (Febvre, 2001), la cual fue
presionando un deslizamiento del centro de gravedad en la configuración que, en
ese entonces, revestía el mundo.
Un momento muy importante en esta “europeización” de Europa se vivió
con las grandes migraciones, las cuales dieron origen a una gran interpenetración
social y cultural entre pueblos provenientes de Asia con los europeos, tanto del
norte como del sur, y con poblaciones que habitaban en el África del Norte. Política e institucionalmente, si bien estas migraciones señalaron el fin del Imperio
romano, se debe recordar también que ayudaron a forjar un nuevo mapa político y
cultural en el continente. Como recuerda Jacques Le Goff, en este gran mestizaje
“se afirma desde el comienzo la dialéctica de la unidad y la diversidad, de la cristiandad y las naciones, que es hasta hoy una de las características fundamentales
de Europa” (Le Goff, 2003, p. 34).
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx
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En una perspectiva más planetaria, conviene recordar que durante muchos
siglos el océano Índico seguía cumpliendo la función de ser el principal mar interior del mundo, musulmán por cierto, y constituía el principal nodo de interconexiones entre algunas de las más grandes civilizaciones, y su comercio en
volumen y valor superó a los demás océanos hasta bien entrado el siglo XIX.
Antes y después de la llegada de Vasco da Gama –escribió Braudel–, el océano Índico
era un universo autosuficiente; recibía, el trigo de Diu, las telas de algodón de Camboya, los caballos de Ormuz, el arroz y el azúcar de Bengala, y el marfil, los esclavos y el
oro de la costa austral de Sudáfrica. Estas tierras tenían de qué vivir; las necesidades
y la producción estaban en ellas bien equilibradas. El Índico requería del exterior lo
superfluo. Del Pacífico, la seda, la porcelana, el cobre, el estaño y las especias; y del
Occidente europeo los tejidos y, en mayor grado, las piezas de plata. A no ser por la
continua oscilación de las monedas de plata, la larga ruta del océano Índico no se hubiera dejado suplantar fácilmente por la del Mediterráneo. En el Mediterráneo había
demanda de pimienta, de especias, de seda, una demanda acuciosa y febril: pero sin la
pasión de la India y la China por el metal blanco esta demanda podía, posiblemente,
haber quedado insatisfecha. (Braudel, 1997, 242-3)
Por razones históricas hoy por hoy bien documentadas (Abu-Lughod, 1989;
Fernández-Armesto, 1995), en un primer momento, sobre todo a partir del siglo
XIII, el Mediterráneo entró a formar parte de las redes sistémicas comerciales que
se desarrollaban en Asia y África y que tenían en el Índico uno de sus principales
escenarios de contacto. Posteriormente, a medida que esa civilización europea fue
creciendo, se desarrollaba, expandía y arraigaba territorialmente en el continente,
y dado que, además, sobre el Mediterráneo pesaba la “amenaza” turca, se vio impulsada a dar inicio a la lenta colonización del océano Atlántico.
La literatura especializada ha destacado que el mayor peso que empezaron
a desempeñar los pueblos de Europa en las redes de intercambios entonces existentes se debió a la expansión que registraron las redes mercantiles en el destino
de estos pueblos. Si bien la comercialización era una práctica recurrente en China
desde los primeros siglos del segundo milenio, todo permite prever que una diferencia importante entre Europa y el coloso asiático consistió en que en la primera
era mucho mayor el grado de autonomía de los mercaderes y banqueros (con respecto al poder político y religioso) que forjaron la nueva economía interregional.
Con esta nueva dinámica que dio lugar a la conformación de un espacio interregional, el Atlántico, océano que se encontraba en los confines del mundo, entró a
desempeñar su papel:
El capitalismo del norte no tuvo nada que ver con ninguna tradición cristiana en particular […] Lo que importaba era la posición geográfica de las sociedades potencialmente imperiales. Lo que los imperios tenían en común era su punto de partida en
las costas del Atlántico. Pues el Atlántico, en la edad de la navegación a vela, era un
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Hugo Fazio Vengoa
camino real que conducía no sólo a las Américas, con sus recursos inmensos, poco
explotados e indefensos, sino también a los sistemas de vientos que lo unían con el
resto del mundo. (Fernández-Armesto, 1995, p. 284)
Si bien este último océano no era completamente autorreferencial –no representaba un valor por sí mismo, porque se pensaba principalmente como una nueva
vía, más segura y rápida en los contactos con las riquezas auríferas africanas y
con los lujos de Asia (Fernández-Armesto, 1992 y 2007)–, terminó desempeñando un papel crucial porque su colonización aceleró la unificación de las dos
mitades de Europa (la meridional con la septentrional) y, además, porque, debido
a la favorabilidad de las corrientes marítimas y de los vientos, creó mejores y más
rápidas condiciones para incrementar la presencia de los europeos en los distintos
mares. A ello después se sumaría el desarrollo del navío armado de largo alcance, que permitiría la colonización de estos espacios comunes. La significación
de esta transformación es reconocida claramente por Fernández-Armesto cuando
recuerda que:
Aunque las consecuencias de la irrupción de Vasco en el Índico fueran más discretas
de lo que se pensaba, sí que tuvo un auténtico efecto transformador en la historia del
Atlántico, porque puso en contacto ese primitivo escenario de intercambio, que no estaba haciendo más que empezar a experimentar las consecuencias de la navegación de
larga distancia, con un espacio marítimo que en aquel tiempo era, con mucho, la zona
del mundo más rica en comercio de larga distancia y aquella en la que éste llevaba más
tiempo desarrollándose. Al poner de manifiesto la naturaleza del régimen de vientos
en el Atlántico sur, la travesía de Vasco creó la posibilidad de que hubiera vínculos
marítimos entre Europa, África y gran parte de Sudamérica; lugares que, si no hubiera
sido por este hecho, habrían seguido siendo inaccesibles. (2002, p. 498)
Desde esta nueva posición, y con los “grandes descubrimientos” que fueron
su evidente corolario, los europeos traspasaron sus confines históricos, “descubrieron” América y forzaron una primera fusión intercivilizatoria con los pueblos
que habitaban el continente americano. Esta fusión dio lugar a uno de los mayores
genocidios que ha registrado la historia: millones de aborígenes americanos cayeron muertos por las armas, los maltratos y las enfermedades, luego del contacto
con el invasor, tal como puede observarse en el cuadro 1. Los 25 millones de indios que habitaban México antes de la Conquista quedaron reducidos a un millón
hacia el año 1600 y en Perú el descenso de la población fue igualmente brusco: de
9 millones en 1520 se pasó a 600 mil en 1630 (Sánchez-Albornoz, 1991).
Los efectos de esta primera fusión se hicieron sentir incluso en el continente
africano, en donde se sometió a la esclavitud a millones de hombres y mujeres
para ser enviados a trabajar en las minas y plantaciones azucareras americanas,
convirtiendo esta migración forzada en un sólido pilar de interconexión “proto-
230.820
Mundo
267.573
32.300
182.900
11.400
1.960
7.100
6.500
25.413
1000
438.428
46.610
283.800
17.500
2.800
16.950
13.500
57.268
1500
556.148
55.320
378.500
8.600
2.300
20.700
16.950
73.778
1600
603.490
61.080
401.800
12.050
1.750
26.550
18.800
81.460
1700
1.041.834
74.236
710.400
21.705
11.231
54.765
36.457
133.040
1820
1.271.916
90.466
765.229
40.399
46.088
88.672
53.557
187.504
1870
1.791.091
124.697
977.361
80.935
111.401
156.192
79.530
260.975
1913
Fuente: elaborado a partir de datos contenidos en Angus Maddison, L’économie mondiale. Statistiques historiques, París, OCDE, 2003,
p. 270.
16.500
5.600
América Latina
África
1.170
Países inmigración
europea
174.200
3.900
Ex URSS
Asia
4.750
24.700
Europa Occidental
Europa Oriental
1
Región/Año
Cuadro 1
Población mundial, por regiones
(en miles)
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx
37
38
Hugo Fazio Vengoa
globalizada” del continente africano con Europa y América. De suyo, esta inclusión africana tuvo otros efectos, algunos de los cuales tardarían mucho tiempo
en madurar: la trata de esclavos fomentó la creación y la expansión de los Estados en el África Subsahariana, la militarización de muchas de sus sociedades,
la mercantilización de las mismas, y seguramente también ayudó a promover el
islam, debido a la prohibición de la ley musulmana de esclavizar a los creyentes
(McNeill y McNeill, 2004, p. 191).
En América, dos importantes civilizaciones, como eran la inca y la azteca,
vieron desaparecer su anterior autonomía y violentamente fueron destruidas y fusionadas con los europeos, proceso que aceleró el fortalecimiento del eje atlántico
como centro organizador del mundo y la correspondiente pérdida de la anterior
posición periférica en la que se encontraba el continente europeo en las coordenadas mundiales entonces prevalecientes. Además, al traspasar los confines históricos, la civilización europea amplió sustancialmente su geografía al comenzar
a ocupar las dos orillas del océano y trasladar muchas de sus instituciones. Como
recuerda Paul Kennedy (2004, p. 62), el comercio intraatlántico aumentó ocho
veces entre 1510 y 1550 y otras tres más entre 1550 y 1610.
Esta ocupación del Atlántico resultó ser un asunto de la mayor importancia
porque, a diferencia de lo que ocurrió en los otros océanos –como el Índico, donde los europeos se inmiscuyeron en las redes comerciales y de poder existentes
y finalmente terminaron apropiándoselas–, éste fue un mare nostrum, es decir,
un océano en donde no había ninguna fuerza en capacidad de disputarles su supremacía, lo que permitió que esta región se convirtiera en una economía mundo
desde donde se comenzó a irradiar la proyección mundial europea.
El lugar que le ha correspondido a este proceso en la historia de la humanidad constituye también otro hecho bien documentado. Acentuó las interconexiones entre los distintos continentes, incrementó los flujos financieros, dinámica
que supuso un fortalecimiento de los intercambios entre las distintas regiones
del planeta; dio inicio a un radical intercambio de productos, biotas y personas,
y selló el destino del continente americano y, después, del Pacífico y Oceanía
con Europa (Fernández-Armesto, 2004; Gruzinski, 2004). También promovió
cambios cualitativos: mientras que la experiencia atlántica original fue una aventura profundamente medieval en su desarrollo y en su finalidad (Le Goff, 2003,
p. 253), América y después Oceanía fueron dos de los principales laboratorios
para el despegue de la revolución científica en Europa (Ballantyne, 2002) y de la
Europa moderna. Fue este contacto con pueblos “más atrasados” lo que condujo
a los historiadores europeos a identificar la historia del mundo con la historia
europea.
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx
39
Asimismo, fue la apropiación y la inclusión de América en su desarrollo lo
que permitió el vertiginoso avance que experimentaría el Viejo Continente en los
siglos venideros. En el siglo XVI las tres quintas partes de la plata que circulaban
por todo el mundo procedían de las minas de Potosí. Fernández-Armesto (2004,
p. 98) bosqueja adecuadamente la importancia que revistió esta inclusión, cuando
plantea la siguiente conjetura: “Supongamos que Colón hubiera tenido razón; supongamos que el mundo era pequeño y que no había sitio para América. Europa
Occidental habría seguido siendo una región pequeña y atrasada de Eurasia, que
dependería de Oriente para la transfusión de tecnología, la transmisión de cultura
y la transferencia de riqueza”. Blaut expresa la misma tesis, cuando escribe:
El avance repentino de Europa sobre las otras civilizaciones en riqueza y poder no
comenzó hasta 1492, y no fue el resultado de ninguna cualidad preexistente interna
única, sino la ubicación de Europa en el globo: Europa dispuso de un acceso mucho
mayor a las riquezas del Nuevo Mundo que cualquier otra civilización del Viejo Mundo [...] La incalculable riqueza que los europeos obtuvieron en sus aventuras coloniales, desde metales preciosos, la agricultura de plantación y el intercambio desigual
[…] sirvió paras disolver las viejas formas sociales en Europa y permitir un comercio
lucrativo con Asia y África. (Blaut, 2000, pp. 2 y 10)
Esta primera fusión intercivilizatoria introdujo un cambio de tipo cualitativo
en la organización de la mundialidad de la historia del planeta, cuyas réplicas y repercusiones prontamente se hicieron sentir en los distintos continentes, aun cuando todavía se expresaran con alcances diferenciados en las diferentes latitudes:
las anteriores interconexiones entre civilizaciones (la preglobalización), dinámica
cuyos orígenes se remontaban al siglo VI, empezaron a ser complementadas con
una gama más sutil y perfeccionada de compenetración (la protoglobalización),
tal como se observa con el desplazamiento de variadas actividades a través de los
distintos continentes y una mayor presencia de los europeos y de sus instituciones
en los distintos confines del planeta.
La actividad más importante de todas estas nueva prácticas estuvo conformada por la plantación azucarera, en donde el ingenio actuaba como un motor,
era una “máquina para la colonización”, que consumía gran población, demandaba inmensos recursos financieros internacionales, incentivaba la producción local
y regional y precisaba de una rigurosa intervención del Estado, la cual tenía que
ayudar a canalizar las energías y los recursos hacia la respectiva actividad.
Era, además, un tipo de producción transnacional en sí mismo, donde se presentaron los primeros componentes de una todavía incipiente división internacional del trabajo (éste fue el llamado “Sistema Atlántico”, que estaba conformado
por un conjunto de procesos que vinculaban regiones y ámbitos comerciales. La
zona productiva era básicamente el Caribe; los comerciantes y banqueros floren-
40
Hugo Fazio Vengoa
tinos y genoveses aportaron sus capitales en forma de inversiones en las plantaciones; la mano de obra provenía de África; los insumos se adquirían en Europa
y en América del Norte; el producto, es decir, el azúcar y sus derivados, se comercializaba en el mercado mundial, y los beneficios y ganancias fueron a parar
a Gran Bretaña y se convirtieron en un poderoso estímulo para la modernización
de sus procesos de producción) (Wallerstein, 1998).
Se puede considerar a esta forma de organización como la primera actividad
propiamente capitalista, que antecedió en un par de siglos a la Revolución Industrial en la Gran Bretaña dieciochesca. Fue de esta manera, y en medio de este
contexto, que emergieron prácticas que con el correr del tiempo quedarían incluidas dentro del concepto de globalización, y en ellas, a las regiones periféricas y/o
colonizadas les correspondió desempeñar un papel de primer orden en su doble
calidad de sujeto y objeto en el proceso de construcción de la modernidad. Como
con gran acierto ha argumentado Richard Drayton (2002, p. 104),
Necesitamos recobrar un claro sentido de la modernidad en la plantación azucarera,
porque liberales y marxistas se asemejan en el tratamiento de la producción esclavista
bajo protección estatal como una reliquia medieval. Éste es un malentendido: la plantación azucarera de Barbados y después las de Jamaica y Santo Domingo estaban de
hecho en la avanzada de la civilización capitalista, tanto si observamos el tamaño de
la fuerza de trabajo vinculada a las empresas singulares como sus labores de especialización, su subordinación a la disciplina del tiempo, su alienación de los instrumentos
de trabajo, su carácter expatriado, el capital y la naturaleza intensiva de la maquinaria
de la producción azucarera, sus economías extensivas de escala y su dependencia del
comercio a larga distancia para los insumos y la exportación del producto.
Pero fueron el afán de lucro y el papel dominante ejercido por los europeos
los que dieron lugar a una sistemática penetración de este tipo de instituciones y
prácticas por todo el mundo. Así lo sostiene Paul Keneddy cuando escribe: “Lo
que había comenzado como una cantidad de expansiones aisladas, se convertía
en una totalidad interrelacionada; el oro de la costa de Guinea y la plata del Perú
eran utilizados por portugueses, españoles e italianos para pagar las especias y la
seda de Oriente; los abetos y la madera de Rusia ayudaban a comprar cañones de
hierro de Inglaterra; los granos del Báltico pasaban por Ámsterdam en su camino
al Mediterráneo. Esto generó una interacción continua de posterior expansión
europea que produjo nuevos descubrimientos y, en consecuencia, oportunidades
comerciales, que a su vez originaron mayores ganancias que estimularon una mayor expansión” (Kennedy, 2004, p. 65).
Como ha sostenido Serge Latouche, a lo largo de los últimos siglos y hasta
hace un puñado de décadas atrás, una gran “máquina civilizatoria”, “impersonal
y sin alma”, “cuyos agentes eran la ciencia, la técnica, la economía y el imagina-
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx
41
rio, sobre los cuales reposaban los valores del progreso, constituía el molde que
determinaba la fisonomía del mundo en su conjunto” (Latouche, 2005, pp. 26 y
40). Esta formidable “máquina” operaba también como una anticultura negativa
y uniformadora, pues no presuponía una real integración social y cultural del
“otro”, sino su anulación. El avance de este modelo de modernización occidental fue tan grande que tempranamente llegó a “identificarse con la modernidad
misma” y a “convencerse a sí misma de que no existía más que un camino a la
modernización” (Touraine, 2006, p. 70). Del mismo parecer es Gérard Leclerc
(2000, p. 330), cuando escribe:
La civilización occidental no es más que una de las grandes civilizaciones que ha existido en el planeta. Sin embargo, desde hace aproximadamente un cuarto de milenio,
el ascenso de Occidente afectó al conjunto del mundo. Durante este (relativamente)
breve período, Occidente contribuyó a la unificación de la Tierra, por las técnicas que
creó, por la ciencia a la que ha impreso un ritmo acelerado y por las ideologías que han
permitido interpretar y comprender el mundo.
De ello se puede inferir que después de que tuvo lugar la “inclusión” de
América, los medios de que disponían los europeos para someter a las sociedades
lejanas todavía eran escasos y limitados, razón por la cual los colonizadores sólo
pudieron apoderarse de territorios restringidos en los otros continentes, es decir,
en Asia, África y Oceanía, y, en el mejor de los casos, sólo lograron establecer
factorías y apoderarse de ciertos nichos comerciales. Pero, no obstante la precariedad de los medios de que disponían, fue una época en que pudieron afirmar su
dominio, el cual no se realizaba a través del control territorial, sino por medio de
la “universalización” de sus instituciones y prácticas.
Esta megamáquina, en síntesis, terminó imponiendo por doquier su propia
arquitectura temporal e institucional. Con base en esta “máquina”, que se ha reproducido en los más variados ambientes sociales, se fue asistiendo a una paulatina homologación de prácticas e instituciones por todo el ancho mundo. Este
artificio intervino con una labor de zapa, destruyendo y amoldando todo lo que
enfrentaba en torno a ciertos estándares y estereotipos surgidos desde las provocadoras sociedades noratlánticas. Fue una persistente labor de destrucción que
debilitó muchas civilizaciones, entre ellas, las asiáticas, a la fecha, sin duda, las
más evolucionadas, y contribuyó enormemente a que los colonizadores se dotaran
de una identidad propia. Ésta es la conclusión a la que llega Marcello Flores:
Todas las ciencias, tanto las físicas como las sociales, parecen sostener, al menos en
el sentido común que producen, esta idea de progreso y de superioridad, tal como la
técnica había acompañado la última fase de la conquista europea (impensable sin el
fusil Gatling y la quinina); de la misma manera, la arqueología, la antropología y,
sobre todo, la geografía la interiorizaron como [un atributo] natural y necesario en
42
Hugo Fazio Vengoa
la conciencia europea. Catalogar y representar el mundo dominado significa también
apropiarse de él: la conquista del territorio y de las riquezas estuvo acompañada de la
conquista del pasado y de la de la conciencia de los pueblos sometidos. La identidad
de los territorios y de los pueblos colonizados fue reconstruida y oficializada, es decir,
convertida en verdadera por el poder y la cultura de Occidente. Con esta compleja
operación se profundizó y afinó la construcción de la misma identidad. (Flores, 2002,
p. 46)
En su momento, la difusión de estos ambientes institucionales actuó como
una fuerza ecualizadora del planeta, como una expansiva realización de una historia universal, fundamentalmente de índole europea, que, a veces, consensualmente y, en otras, de manera impositiva “se puso al servicio” de todos los colectivos humanos.
Al difundirse, la civilización europea experimentó una gran transformación:
como ha sostenido Marcello Veneziani, empezó a dejar de ser una categoría espacial para convertirse en una condición temporal, porque constituyó la completa
realización de su etnocentrismo original: “Occidente dejó de ser una categoría espacial para transformarse en una categoría temporal, confundida con el concepto
de modernidad, lo que implicaba un presente que se transformaba con rapidez y,
expulsando el pasado, entraba a modelar el futuro” (Veneziani, 1990).
Los componentes de esta modernidad occidental se empezaron a propagar
por todo el mundo, pero una importante particularidad que comportó este proceso consistió en que, como su itinerario era histórico y específico, ninguna de sus
instituciones ni de sus prácticas sobrellevaba consigo la esencia de Occidente;
es decir, esta universalización de una práctica particular entrañó implícitamente
la puesta en marcha de un conjunto de relaciones de poder en tanto que sirvió
para ecualizar las demás experiencias en torno a unos patrones definidos por ella
misma.
Ahora bien, tal como tuvimos ocasión de exponer en un trabajo anterior
(Fazio, 2007a), cuando estas prácticas empezaron a realizarse en el contexto de
otras experiencias históricas, se modificaron algunos de los atributos, con lo cual
comenzaron a adquirir un sello particular. Pero, en ocasiones, también estos referentes externos sirvieron como un acelerador que contribuyó a descontextualizar
y desencializar los anteriores itinerarios históricos particulares. Sobre el particular, el premio Nobel turco Orhan Pamuk describía esta tensión, cuando anotaba
que “la occidentalización nos ha dado a mí y a millones de estambulíes el placer
de encontrar ‘exótico’ nuestro propio pasado” (Pamuk, 2006, p. 280).
Subsiste, por tanto, una poderosa disimilitud: las tensiones históricas se
mantienen latentes porque, en últimas, en buena parte de Occidente el tipo de
modernidad que se ha impuesto ha sido el resultado de su misma historia, mien-
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx
43
tras que para gran parte del “resto” del mundo se ha expresado como un producto
“importado” tanto de las viejas potencias coloniales como de las neocoloniales, o
ha sido el resultado de la lógica estructurante del sistema internacional. Sobre el
particular, no está de más recordar que el Estado-nación ha sido una institución
típicamente europea. Sin embargo, durante el siglo XX, se convirtió en uno de
los organismos más emblemáticos, además de ser el principal soporte del sistema
internacional. En varias partes del mundo, como en algunas regiones de África,
fue la lógica configuradora del sistema internacional la que impuso la tendencia a
construir Estados-naciones “desde arriba”, sin que éstos fueran el resultado de su
“misma” historia (Hannerz, 1998, p. 128).
Este modelo civilizatorio impersonal comportaba además otra particularidad, la cual le imprimiría una impronta muy especial a este desarrollo: si bien
era universalizable en su naturaleza misma, su difusión se realizó mediante la
absorción y el parcial desmonte del transnacionalismo antiguo y medieval (Hobson, 2006; Le Goff, 2003), dado que se impuso mediante el desarrollo de unas estructuras estatales, las cuales sirvieron de fundamento para el despliegue de unas
relaciones internacionales, o sea, interestatales. En el avance de esta estatización
un papel importante le correspondió igualmente a la gran revolución militar de la
época moderna, fenómeno que inhibió la posibilidad de que en Europa se constituyera un único gran Estado regional.
Sobre esta anulación del transnacionalismo ancestral y la naciente estatización conviene recordar que en un trabajo anterior (Fazio, 2001) sostuvimos que si
con los “grandes descubrimientos” se había dado un desarrollo extravertido –el
cual, a través de la ampliación e intensificación del comercio internacional, enlazaba a numerosos pueblos y regiones y los situaba dentro de unos determinados
marcos de interdependencia–, a lo largo de los siglos XVII y XVIII se asistió a
una territorialización en el proceso de consolidación de las naciones, siendo ésta
una dinámica complementaria de la anterior, de tipo vertical, que consistió en
transformar los espacios territoriales nacionales para hacerlos funcionales a ese
mismo desarrollo extravertido, pero dentro de una dimensión nacional.
De esta manera, el universalismo de esta megamáquina civilizatoria no se
realizó en su transnacionalidad, aun cuando tuviera vocación para ello, sino que
se estatizó y posteriormente se cubrió con el ropaje de la nacionalidad. En buena
medida, este salto por intermedio de la nación simboliza la transformación cualitativa que se presenta entre la protoglobalización y la globalización.
Así nos adelantemos un poco a lo que analizaremos después, se observa que
como la cadencia del impacto de estas proyecciones universalistas terminó siendo
muy diferente en las otras latitudes, fueron paradigmáticos, en este sentido, los
44
Hugo Fazio Vengoa
esfuerzos posteriores en el mundo distinto al europeo occidental –como el Japón
de la dinastía Meiji, la China republicana de Sun Yat-Sen de 1912, la Turquía del
movimiento de los “Jóvenes Turcos” y la Rusia de Pedro el Grande y la revolucionaria y bolchevique de 1917– por crear unos Estados y unas sociedades que
rememoraban de cerca a las instituciones y prácticas occidentales.
El ejemplo más paradigmático de esta apropiación de elementos occidentales
se forjó en Japón, país que en el último tercio del siglo XIX dio inicio al proceso
de construcción de un Estado moderno con base en una sofisticada combinación
de elementos e instituciones tomados de las experiencias alemana, francesa y
angloamericana. El sistema educativo, el código civil y el ejército fueron calcados
del modelo francés; la marina, las líneas férreas y el sistema telegráfico fueron
una imitación del esquema británico; el código penal y la constitución se inspiraron en el modelo alemán y las universidades fueron tomadas de la experiencia
norteamericana. El elemento de especificidad japonés de este esquema consistió
en que todos estos ambientes institucionales fueron integrados con el sistema
ético confuciano, tal como predominaba en Japón, distinto del chino, porque no
pone en el centro el tema de la caridad, sino el de la lealtad, es decir, la devoción
al señor y al Estado (Flores, 2002, p. 64). No obstante el hecho de que determinados factores internos contribuyeran al despliegue de este espíritu reformista,
la nueva arquitectura de la internacionalidad, que en ese momento atravesaba
una fase de ascenso, desempeñó igualmente un papel muy importante. Con esta
transformación en profundidad del Estado se pretendía enriquecer a la nación,
reforzar el ejército, elementos ambos a partir de los cuales se debía alcanzar un
nuevo equilibrio en las relaciones con Occidente.
Dentro de esta perspectiva de larga duración, la importancia del siglo XIX
consistió en que sólo en este momento histórico fue cuando se asistió al nacimiento de un sistema internacional y global moderno (Cioffi-Revilla, 2006, p.
81). Luego de haberse apropiado del continente americano y posteriormente de
Oceanía, la expansión de la civilización occidental permeó y después logró establecer su dominio sobre los restantes grandes civilizaciones y pueblos de Asia y
África. Efectivamente, fue éste el período cuando se cimentó el dominio británico en la India, se doblegó a China a través de las guerras del opio y las zonas de
ocupación, se violentó la anterior autarquía japonesa y se repartieron los últimos
cabos sueltos que quedaban en el continente africano. El anterior dominio costero
en ultramar fue complementado con la penetración en profundidad en lo más
recóndito de los continentes.
De esta manera, se puede decir que en el siglo XIX se asistió a una segunda
gran fusión (Cioffi-Revilla, 2006), que, a diferencia de la primera –que fue básicamente intercontinental– amalgamaba y abarcaba al conjunto de la humanidad.
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx
45
Todo el mundo quedó “unido” en torno a una serie de elementos, prácticas e instituciones compartidos, independientemente del hecho de que el origen de todos
ellos fuera europeo y después europeo-norteamericano u occidental.
Sólo a partir del momento en que tuvo lugar esta segunda fusión, de alcance
más abarcador que la anterior, se puede empezar a hablar de que se está frente
a la emergencia de lo global y, de suyo, de la globalización. Con anterioridad al
siglo XIX existieron interacciones y después formas más sofisticadas de compenetración entre las distintas civilizaciones. Como tuvimos ocasión de observar,
el terreno para este nuevo estadio en el que ingresó la humanidad no surgió de
manera súbita. Fue apareciendo lentamente, luego de la primera gran fusión, durante los tres siglos anteriores, período en el cual germinaron y se expandieron
aquellos elementos ecualizadores que harían posible el debut de la globalización
en el siglo XIX.
Vista desde la realidad europea, se puede afirmar que la unificación del
mundo pudo haberse iniciado en las postrimerías del siglo XV, pero una aseveración tal no es representativa para los demás pueblos del mundo y por ello no es
una aseveración válida en su misma globalidad. Como advierten Osterhammel y
Petersson, “la periodización habitual que sitúa en torno a 1450 a 1500 una profunda cisura y el inicio de la modernidad ha sido recientemente puesta en discusión
en cuanto se refiere a Europa, y no es válida para grandes áreas del mundo, como
el este asiático” (2005, p. 39). Para el mundo, y no para ninguna experiencia en
particular, lo global propiamente dicho sólo apareció en el momento histórico que
se constituye en la segunda mitad del siglo XIX.
De tal suerte que para los períodos muy lejanos se puede hablar primero de
una preglobalización, válida para el conjunto de prácticas de interconexión que se
experimentaban desde tiempos inmemoriales hasta finales del siglo XV, coyuntura histórica en la que se dio inicio a la primera gran fusión. Después se debe
hablar de una protoglobalización (Fazio, 2001; Hopkins, 2002), que corresponde
al período que se extiende desde el siglo XVI hasta inicios del XIX, fase durante
la cual se fueron preparando las condiciones para la globalización a través de la
expansión de la gran “megamáquina” occidental y de variados tipos de interpenetraciones, pero el término ingresa con fuerza en la historia tan sólo cuando
el mundo comenzó a adquirir una fisonomía globalizadora más o menos clara,
situación que se hizo evidente a medida que el siglo XIX se acercaba a su final.
Todo esto nos lleva a concluir que los siglos XIX y XX se diferencian de
cualquier período anterior por el hecho de que disponen de un elemento o de un
sustrato común: la globalización, dinámica que participa en la determinación del
contexto histórico en el cual se desenvuelve el conjunto de relaciones sociales.
46
Hugo Fazio Vengoa
Esto nos conduce igualmente a señalar que si esta globalización a lo largo de
estos períodos ha sido un fenómeno que ha atravesado la historia, mal haríamos
nosotros en seguir insistiendo en que se puede hablar de relaciones internacionales en los siglos XIX y XX haciendo caso omiso de su existencia. Si el siglo
XIX mostraba que el mundo estaba comenzando a convertirse en una “unidad
operativa”, al decir de Hobsbawm (1981), ello significa que ya en ese entonces
las relaciones internacionales empezaban tenuemente a ser parte de una política
interna del mundo.
Que nos encontremos dentro de un continuum, ello no debe entenderse como
que los siglos XIX y XX puedan ser equiparables. En los ejercicios de mediana
y corta duración ya tuvimos ocasión de precisar algunas de sus importantes disimilitudes. En sí, se puede afirmar que las diferencias entre estos dos siglos son
de grado, pero también de calidad. De grado, porque el fenómeno es mucho más
intenso y abarcador en nuestro presente que hace cien años. De manera multifacética, la globalización se expresaba en toda su complejidad en sólo un puñado
de países. Hoy, por el contrario, se expresa incluso en aquellos Estados que han
intentado “desengancharse” de los procesos en curso, y también se distinguen
porque, a diferencia del hoy, en ese entonces la globalización no cubría la totalidad de ámbitos sociales.
De calidad, por las implicaciones que la globalización ha desencadenado
temporal y espacialmente. Sobre el particular conviene recordar que el pensamiento moderno se ha articulado en torno a tres grandes temas: la razón, el sujeto
y la emancipación. Desde que se conformó aquello que se conoce como el pensamiento ilustrado, la legitimidad de estas tres grandes categorías ha recabado
en la idea del progreso histórico, es decir, en concebir estas dinámicas dentro de
un determinado desarrollo en el tiempo (Koselleck, 2004). Fue común, para el
desarrollo social del siglo XIX, que su modus operandi se pensara a partir de este
esquema temporal (progreso), pero que su funcionamiento se afirmara en dinámicas espaciales, territoriales, estatales o simplemente internacionales.
Los procesos característicos de nuestra contemporaneidad nos han puesto
en evidencia que este desarrollo temporal ha sido complementado por una “conciencia geográfica” (Kozlarek, 2007, p. 9), aditamento conceptual que se encuentra en el trasfondo de la tesis de la coexistencia y la sobreposición de distintas
trayectorias históricas de modernidad, hasta llegar a un punto en el cual se avizora la emergencia de una modernidad mundo. Esta “conciencia geográfica” se
fundamenta también en el hecho de que la globalización induce a permanentes
reacomodos de los distintos espacios, siendo los suyos propios unos ámbitos de
carácter transnacional, alérgicos a los confines certeros y definitivos (Ferrarese,
2002). La diferencia con la globalización internacionalizada del siglo XIX con-
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx
47
siste precisamente en la recuperación de una “conciencia geográfica”, pero cuyo
funcionamiento se realiza mediante un dominio de dinámicas temporales, en las
cuales participan incluso ciertas relaciones fantasmagóricas, presentes (sincrónicas) y pasadas (diacrónicas). La principal disimilitud entre estos dos ciclos consiste en que mientras que hace poco más de cien años predominaba una conciencia
temporal que recurría a instrumentos espaciales, la globalización actual es una
dinámica espaciotemporal (Fazio, 2007).
Tendencialmente, esta misma problemática de la naciente globalidad también puede ser visualizada en la larga duración desde una perspectiva que tenga
en cuenta el crecimiento poblacional (Bacci, 2005). Como se puede observar en el
cuadro 1, el incremento en el número de habitantes en el mundo fue bastante lento
hasta que finalizó el primer milenio. De acuerdo con los datos que arroja la estadística histórica de Maddison y de Bacci, la población mundial hacia el año 1000
apenas sobrepasaba la de diez siglos atrás. En los siguientes quinientos años, y no
obstante las guerras, las pestes y las epidemias, se asistió a una manifiesta aceleración en el crecimiento poblacional, pues prácticamente se duplicó su número.
Con contadas excepciones, como lo ocurrido en el continente americano,
que vio desaparecer gran parte de la población nativa luego del contacto con los
conquistadores europeos, a partir de esa coyuntura el incremento en el número
de habitantes en el mundo siguió su imparable ascenso, hasta sobrepasar los mil
millones de personas a inicios del siglo XIX, y en los inicios de la nueva centuria
(1930) prácticamente había duplicado su número. No obstante la dispersión de la
población por el mundo, estos datos demuestran que ya en el siglo XIX se conformó un escenario que se poblaba rápidamente, y, por tanto, con más hombres
y mujeres con posibilidades para interactuar. Aunque todavía se estaba lejos de
los seis mil millones de finales del siglo XX, este veloz crecimiento demográfico
mundial constituye un factor importante que ayuda a entender por qué los siglos
XIX y XX se han caracterizado por una intensificación de las tendencias de la
globalización (Grataloup, 2007, p. 8). Muestra también por qué estos dos siglos se
caracterizaron por ser la edad del progreso, debido a que la expectativa de vida
aumentó vertiginosamente y las muertes prematuras disminuyeron de modo muy
sensible, tendencias en las cuales un papel muy importante les correspondió a la
salud pública, los desarrollos médicos, el control de ciertas epidemias, etcétera.
Tal como señalábamos en un trabajo anterior (Fazio, 2008), a inicios del
siglo XIX, la población humana traspasó por primera vez los mil millones de
personas. A finales del siglo que acaba de concluir, un número seis veces mayor de personas habitaba el planeta Tierra. Si figurativamente dividiéramos
la superficie terrestre entre esos millones de personas que vivían en el siglo
XIX obtendríamos una distribución espacial de varios kilómetros cuadrados
48
Hugo Fazio Vengoa
por cada habitante; nadie podría ver a sus vecinos a simple vista; todo individuo se encontraría en un completo aislamiento y tendría que recorrer un largo
trayecto para encontrar a su semejante más próximo. Diferente es el escenario
que se presenta en la actualidad: en poco más de dos siglos, la proporción se ha
reducido en un 600%, es decir, si proyectáramos el mismo ejercicio a nuestro
presente más inmediato, y distribuyéramos a esos seis mil y tantos millones de
personas por toda la superficie terrestre, la distancia entre habitantes se reduciría a tal grado, que todo individuo no sólo vería a sus vecinos a simple vista,
sino que podría comunicarse sin problemas con gritos o señas de mano. Esta
tendencia demuestra que en los dos últimos siglos el comportamiento poblacional en el mundo ha sido muy distinto al de épocas anteriores, y en ello los
factores globalizantes han encontrado un terreno abonado para su expansión
casi permanente.
Un panorama de otra naturaleza pero similar en cuanto a sus resultados puede visualizarse cuando se observa el indicador del crecimiento que ha registrado
el producto interno bruto a lo largo de los dos últimos milenios, tal como muestra
la información contenida en el cuadro 2.
Su incremento fue moderado durante el primer milenio, aunque con un comportamiento muy errático entre las diferentes regiones, con algunas que se mantuvieron estancadas, mientras que otras doblaron su producto en el transcurso de
esos mil años. En la primera mitad del segundo milenio la situación empezó a
cambiar: algunas regiones experimentaron una aceleración en el crecimiento del
Producto Interno Bruto, mientras otras registraron severos retrocesos, como efectivamente ocurrió de nuevo en América Latina, que tuvo que esperar dos siglos
para alcanzar el nivel que tenía en vísperas de la llegada de los españoles.
El crecimiento continuó en los siglos siguientes y se tornó vertiginoso en el
siglo XIX: en sólo cincuenta años –de 1820 a 1870– el PIB de Europa Occidental
se duplicó, y en los cuarenta años siguientes se triplicó, mientras que tres o cuatro
siglos atrás la productividad no crecía más de un 10 o un 20% cada cien años, es
decir, 1 o 2% por década y a veces por siglo, situación que en buena parte obedecía
a que más del 80% de la población en esa época vivía en el campo y realizaba una
producción destinada al autoconsumo. Mientras América Latina y los llamados
eufemísticamente países de inmigración europea (Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda) registraron significativas tasas de crecimiento, otros, como
los países de Asia, prácticamente experimentaron un estancamiento durante este
mismo período, en lo cual, sin duda, un factor explicativo muy importante recayó
en las prácticas imperiales y colonialistas que cultivaban las potencias europeas.
1.900
1.560
Europa del
Este
Ex URSS
1.200
77.040
7.096
102.619
Japón
Asia sin
Japón
África
Total
116.787
13.720
78.930
3.188
4.560
784
2.840
2.600
10.165
1000
248.308
19.283
153.601
7.700
7.388
1.120
8.458
6.696
44.162
1500
330.982
23.349
206.975
9.620
3.763
920
11.426
9.289
65.640
1600
371.269
25.692
214.117
15.390
6.346
833
16.196
11.393
81.302
1700
695.346
31.161
392.194
20.739
15.024
13.499
37.678
24.906
160.145
1820
1.112.645
45.234
401.616
25.393
27.519
111.493
83.646
50.163
367.591
1870
2.732.131
79.486
608.695
71.653
119.871
582.941
232.351
134.793
902.341
1913
5.329.719
203.131
822.771
160.966
415.907
1.635.490
510.243
185.023
1.396.188
1950
16.023.529
549.993
2.623.004
1.242.932
1.389.029
4.058.289
1.513.070
550.756
4.096.456
1973
37.193.868
1.222.577
11.481.201
2.624.523
3.087.006
9.156.267
1.343.230
728.792
7.550.272
2001
Fuente: elaborado a partir de datos contenidos en Angus Maddison, L’économie mondiale. Statistiques historiques, París, OCDE, 2003,
p. 273.
2.240
América
Latina
468
11.115
Europa
Occidental
Países
inmigración
europea
1
Región/Año
Cuadro 2
PIB mundial, años 1-2001
(en millones de dólares de 1990)
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx
49
50
Hugo Fazio Vengoa
Desde el punto de vista del crecimiento del PIB, el siglo XIX puede ser catalogado como la antesala que hizo posible el siglo XX. Fue en ese período cuando
emergió la actual tríada (al presente, conformada por Estados Unidos, Japón y la
Unión Europea) como la zona más rica del planeta, se presentó un crecimiento exponencial de la brecha que separa a las regiones más pudientes de las más pobres,
y esta misma situación explica el hecho de que las compenetraciones más fuertes
se presenten entre los circuitos más desarrollados. No es fortuito, por tanto, que
dentro de este contexto la globalización comenzara a adquirir ya en aquel entonces la fisonomía que hoy le conocemos.
Visto desde otro ángulo, se puede sostener, tal como tuvimos ocasión de hacerlo en un trabajo anterior (Fazio, 2001), que el advenimiento de lo global se
produjo precisamente durante el siglo XIX, tal como lo evidencia el hecho de que
en este período fue cuando se presentó una serie de crisis simultáneas en la organización del poder, la producción y la cultura en todas las regiones del planeta. Entre
las primeras podemos citar, entre otros, la revolución Meiji en Japón, la rebelión
Taiping y la guerra civil en China, la guerra de Crimea, los sucesivos conflictos
entre Rusia y el Imperio otomano, las revueltas hindúes contra el dominio británico, la guerra de Paraguay, la repartición de África, las pretensiones imperiales
sobre México, la guerra civil en Estados Unidos, las contiendas en el Cono Sur
africano y las unificaciones nacionales de Italia, Alemania, España y Serbia. Si
bien todas estas situaciones constituían crisis locales o regionales de poder y de
estabilidad, que reflejaban trayectorias autónomas de evolución, en su mayor parte
se convirtieron en el origen de una historia propiamente mundial porque se desarrollaron en un contexto de interacciones y compenetraciones entre regiones cada
vez más competitivas, competencia inducida en alto grado por las fuertes intervenciones europeas. Estas interacciones de acontecimientos y no sólo de flujos de
personas, bienes o capitales, de esta manera, produjeron efectos globalizantes, ya
que comenzaron a sincronizar y a encadenar el destino de los distintos pueblos.
Además, las soluciones de las crisis regionales comportaron un sostenido
recurso a adaptaciones y apropiaciones interregionales, que acabaron con la era
de la autosuficiencia, y desarrollaron una sincronicidad competitiva que elevó las
interacciones regionales a un nuevo nivel global. Los márgenes y las periferias
que salvaguardaban la distancia se evaporaron y se desdibujaron los espacios entre las regiones alguna vez autónomas.
Dentro de esta perspectiva que privilegia la interacción entre acontecimientos, se puede sostener que el inicio del proceso de globalización no fue simplemente el resultado de la aceleración de una continua expansión europea, sino un
nuevo orden de relaciones de compenetración, dominación y subordinación entre
las más variadas regiones del mundo.
Algunas reflexiones sobre los contornos históricos de los siglos xix y xx
51
Vista desde este ángulo, esta dinámica capta la calidad revolucionaria del
predominio europeo tal como se ejerció desde mediados del siglo XIX. A diferencia de las otras regiones en crisis, Europa por sí sola resolvió sus crisis regionales
volcándose hacia afuera, externalizando la búsqueda de soluciones a través de la
expansión y la ocupación espacial, sincronizando el tiempo mundial y coordinando las interacciones en el mundo. Las iniciativas europeas se superpusieron e
interactuaron con las dinámicas de crisis paralelas en las otras regiones (Bright
y Geyer, 1987, p. 1046). Fue así como nació una historia mundial en esta primera
época global, que comportaba un tiempo del mundo finito por encima de la pluralidad de mundos.
Cualquier comparación que se acometa entre el ciclo globalizante que se ubica en el recodo de los siglos XIX y XX y el actual, es decir, aquel consustancial
a nuestro presente histórico, no constituye, por tanto, un esfuerzo intelectual que
se asiente en presupuestos arbitrarios, razón por la cual pierde sentido determinar
las similitudes y las diferencias. La correlación que se puede establecer entre ambos resulta ser una tarea posible porque ambos ciclos se inscriben dentro de una
misma matriz globalizada, aun cuando la primera fuera más internacional, mientras que en la segunda ha predominado el ejercicio de lo global. A partir de este
fundamento estructural, que sirve de sustento a la comparación, procederemos a
definir los caracteres fundamentales del primero de estos períodos, lo cual, a la
distancia, brindará mucha información, así como marcos de referencia sobre las
particularidades que encierra lo internacional en nuestro presente histórico.
2. Revoluciones industriales, naciones
y globalización económica
En la sección anterior tuvimos ocasión de analizar algunos aspectos generales de
los siglos XIX y XX dentro de una concepción tripartita de las duraciones. En la
mediana duración, pudimos observar que el elemento distintivo del siglo XIX fue,
ante todo, su internacionalidad, en contraposición con el XX, que se definiría más
bien en términos globales. En la corta duración, pudimos distinguir que el siglo
XIX se organizaba preferentemente en torno a los Estados-naciones, mientras
que los finales del XX constituyen un entramado en el cual el Estado ha visto escurrírsele de sus manos muchos factores que anteriormente eran sus monopolios
más preciados. En la muy larga duración histórica, pudimos reconocer las razones
que subyacen a la idea de que la globalización como tal es un fenómeno que, en
toda su versatilidad, se remonta al siglo XIX, porque fue aquél el momento en
el cual se asistió a una efectiva gran “fusión” de la humanidad con base en los
ambientes institucionales que se difundieron con la universalización de ciertos
atributos de la modernidad occidental.
A partir de esos antecedentes históricos podemos, a continuación, adentrarnos en la determinación de las particularidades que comprende el primero de estos dos finales de siglo, planteándonos, de manera preliminar, el siguiente interrogante: ¿Qué hizo posible que el mundo se globalizara durante el siglo XIX? Para
responder a esta pregunta, iniciemos nuestro análisis con una somera descripción
del contexto en el cual nació el siglo XIX, para lo cual nos valdremos de algunas
de las consideraciones que sobre el particular ha registrado el conocimiento histórico en las últimas décadas.
De cara a una historiografía hegemónica y preferentemente eurocéntrica,
desde hace algunos años, destacados analistas contemporáneos han venido cuestionando muchas ideas, las cuales de tanto repetirse han sido asumidas como
valederas, pero que, a la luz de la información disponible en la actualidad, puede
decirse que carecen de un adecuado soporte histórico (Blaut, 1993 y 2000).
En nuestros días ha comenzado a ganar carta de ciudadanía la tesis de que
hacia mediados del siglo XVIII era mínima la diferencia en términos de desarrollo entre los distintos continentes y que, además, en muchos aspectos los pueblos
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
53
que después recibirían el calificativo del Tercer Mundo o del Sur aventajaban
precisamente a la mayor parte de las naciones que durante el siglo recién pasado
conformaron el grupo de las naciones avanzadas, desarrolladas o industrializadas. A este mismo tipo de conclusión puede llegar el lector si observa con cierto
detenimiento la información suministrada por el cuadro 2. Paul Bairoch, uno de
los más grandes especialistas en historia económica, sobre el particular, ha concluido lo siguiente:
Se puede considerar que antes de las transformaciones de la Revolución Industrial, los
países del futuro Tercer Mundo no eran probablemente menos ricos, en promedio, que
las regiones comparables en los futuros países desarrollados. En todo caso, no eran
más pobres, no más de un 20%. Esta conclusión no tiene nada de sorprendente, ya que
antes de la Revolución Industrial ningún país o región podía ser realmente rica. El nivel de vida promedio en el mundo no se alejaba del mínimo, las hambrunas frecuentes
en todos los continentes así lo demuestran. Las regiones más ricas del futuro Tercer
Mundo parecen haber sido más ricas que la media de los países del futuro mundo
desarrollado, y viceversa. (Bairoch, 1999, p. 154)
En un trabajo anterior, el mismo autor demostró que hacia 1750, en vísperas
de la Revolución Industrial, la renta nacional de los países de Oriente superaba en
un 220% a la de los países de Occidente; en 1830 se habría reducido a un 124%,
pero seguía siendo más alta, y en 1850 todavía superaba a Occidente en un 35%.
Años después, en su magna obra de síntesis sobre la historia de la economía mundial, publicada en 1997, Paul Bairoch ofreció un interesante estudio comparativo
sobre los éxitos económicos alcanzados por Asia y Europa entre los años 1500
y 1800. Su conclusión fue nuevamente la misma: los países de Asia eran mucho
más desarrollados que los de Europa en los inicios del siglo XVI, pero esta ventaja
fue reduciéndose a medida que avanzaron los dos siglos siguientes hasta decaer
finalmente sobre todo durante la segunda mitad del siglo XIX.
Volviendo nuevamente la vista atrás, se puede fácilmente corroborar que,
con anterioridad al siglo XIX, las grandes civilizaciones en los mil años anteriores fueron asiáticas en su gran mayoría: en el siglo X, en la época del Califato
abasí, el mundo musulmán alcanzó su mayor esplendor y extendió su influencia
por África, el Mediterráneo, y se adentró en Asia a través de la ruta de la seda y
del océano Índico. China se convirtió en la civilización predominante del mundo
en el siglo XII, supremacía que, en el siglo XIV, le comenzó a ser disputada por la
India mogol (Tilly, 1984; Fernández-Armesto, 1995). Por último, en los inicios del
siglo XVII el Imperio otomano brillaba en todo su esplendor (Lewis, 2002).
Se tuvo que esperar a que llegaran los últimos siglos del segundo milenio,
sobre todo a que avanzara el XIX, para que la renta de Occidente se aproximara a
la de los asiáticos, y la información disponible sugiere que sólo en el último tercio
54
Hugo Fazio Vengoa
pudo superarlos, obviamente, esta vez con creces. La velocidad de la nueva brecha
que comenzó a abrirse en favor de Occidente puede ser observada en unos pocos
datos. En 1850, momento en el cual se empieza a hacer visible la supremacía de
Occidente, la diferencia entre algunos países contemporáneos catalogados como
ricos (Gran Bretaña, Australia, Suiza) y otros de los más pobres (China, India,
Pakistán) era de 4 a 1. Para 1913, dicha diferencia había aumentado de modo casi
exponencial y era de 10 a 1.
Esta veloz disparidad en la renta no fue un hecho fortuito, sino el resultado
de la rápida industrialización que experimentaron los países europeos y la correspondiente desindustrialización de los núcleos desarrollados del resto del mundo,
fenómenos acelerados e inducidos por la expansión del comercio internacional y
por las prácticas colonialistas de las potencias europeas. En 1750 el futuro Tercer
Mundo representaba el 73% del total de la fabricación de manufacturas del orbe.
En 1830 dicho porcentaje había caído al 50%, y en 1913, a un escaso 7,5% (La Dehesa, 2000, p. 49). Más adelante volveremos sobre este asunto, pero digamos por
el momento que en el presente histórico contemporáneo se asiste a la tendencia
contraria: una parcial desindustrialización del norte y una acelerada industrialización de los países del sur.
Convendría señalar un último aspecto: ha sido un lugar común en la literatura especializada la tesis de que si bien estos países podían haber dispuesto de
grandes PIB, las actividades comerciales, empero, eran muy reducidas. Dejando
por fuera el substrato ideológico que se esconde detrás de esta tesis –que presupone que lo que aparentemente ocurrió en Europa constituye la norma y representa el ideal máximo y que el libre comercio, de por sí, sería un facilitador del
desarrollo–, algunos datos contradicen terminantemente este tipo de argumentos.
Mucho se ha dicho de que la plata americana fue devorada por China y que esta
avidez habría sido un importante conducto comercial que se estableció con Europa. La estadística histórica construida por Maddison (2006, p. 66) confirma esto,
pero sugiere, al mismo tiempo, otra situación complementaria: las importaciones
chinas de plata procedentes de Filipinas entre 1500 y 1770 totalizaron 1.548 toneladas métricas. En el mismo período, las mismas importaciones provenientes de
Japón ascendían a 4.875 toneladas métricas, es decir, eran tres veces superiores.
Para China, efectivamente, fue muy importante la plata procedente del continente americano, que llegaba a través de las Filipinas o de Europa Occidental,
pero igualmente importante, en volumen y en valor, siguió siendo la que tradicionalmente se negociaba dentro de la misma Asia. Esto demuestra que el comercio
intraasiático era muy boyante y que China devoraba plata porque su economía
crecía rápidamente y necesitaba este lubricante para mantener en funcionamiento sus intercambios internos, así como aquellos que realizaba con el extranjero.
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
55
Como glosa al margen, que demuestra desde otro ángulo el poderío de la economía china, conviene recordar que mientras que la plata que fluyó a España fue
uno de los factores que más contribuyó al rezago económico que experimentó este
país al ocasionar una fuerte inflación en los precios que barrió con la competitividad de las manufacturas y del campo ibérico, a China se destinaron volúmenes
aún mayores, sin que ello hiciera mella en su voluminosa economía.
Ante la contundencia de este tipo de evidencias, no han faltado connotados
historiadores económicos mundiales que han intentado recusar la solidez de estas cifras. David Landes (1999), por ejemplo, en su importante libro en el que ha
pretendido explicar las razones que subyacen al enriquecimiento y al empobrecimiento de las naciones, intentó minimizar la importancia de Oriente, tratando de
demostrar que mientras ese continente habría experimentado un estancamiento,
Occidente habría dispuesto de un conjunto de atributos y cualidades únicas que
habrían hecho posible su veloz crecimiento.
En la misma perspectiva, de manera paternalista, un buen número de autores
ha supuesto el atraso de Oriente por su infantilidad, cuando no por su barbarie,
tan distinto del inventivo y racional Occidente. Esta actitud condescendiente podemos observarla en el siguiente pasaje de uno de los libros de Carlo Cipolla:
“Mientras los europeos empleaban lentes para construir microscopios y anteojos,
los chinos se divertían usándolos como juguetes encantadores. Lo mismo hicieron
con los relojes. Lentes, relojes u otros instrumentos habían sido inventados en
Europa para satisfacer las exigencias experimentadas por un específico ambiente
sociocultural. En China, estas innovaciones cayeron casualmente del cielo y los
chinos las miraron como divertidas extrañezas” (Cipolla, 1998, p. 94).
En este mismo orden de ideas, David Landes ha preferido ocultar la evidencia del mayor desarrollo asiático recurriendo a variados procedimientos analíticos, por ejemplo, ciñéndose a la información sobre la renta nacional per cápita,
formalismo intelectual que le ha permitido situar inmediatamente a Oriente por
detrás de Occidente.
Según estos indicadores, mientras China tenía un PIB por habitante (en dólares de 1990) de $600 en 1300, en 1820 se mantenía en los mismos $600, de lo
cual se infiere mecánicamente que el coloso asiático habría experimentado un
prolongado estancamiento a través de un buen puñado de siglos. A diferencia
de ello, Europa Occidental habría arrancado en la misma época con un producto
interno bruto per cápita un poco inferior, $593, hasta ascender a $1.204 en la segunda década del siglo XIX.
La información que esconde este tipo de argumentaciones es el hecho de
que la población en China no sólo superaba con creces a la de Occidente, sino que
además mantuvo una elevada tasa de crecimiento: alcanzó los 100 millones de
56
Hugo Fazio Vengoa
habitantes en 1300 y trepó a los 381 millones en 1820, mientras que la población
europea arrancó de 58,4 millones en 1300 y alcanzó los 133 millones en 1820. Es
decir, mientras el primero casi cuadruplica su población en el período considerado, el segundo solamente lo multiplica por dos. Ahora bien, como se desprende
de la estadística histórica contenida en los textos de Maddison (2003), cuando se
descuenta la población, se observa que el PIB chino era muy superior al de Europa Occidental: 600 dólares per cápita y 228.600 millones de dólares (total) en
esos mismos años, contra 34,6 dólares per cápita y 160.000 millones de dólares
(total). Este mismo autor recuerda que en 1820 China representaba el 29% del PIB
mundial, una magnitud tan grande que equivalía a la de la totalidad de los países
europeos.
John Hobson (2006, pp. 116-117) ha sido mucho más contundente en el cuestionamiento de este eurocentrismo académico cuando recuerda que en 1750, la
participación de china en la producción manufacturera mundial superaba en más
de un 1.600% a la de la principal potencia europea –Gran Bretaña– y en 1800
esa proporción todavía era mayor en un 670%. Se tuvo que esperar la década de
1860 para que la reina de los mares alcanzara el volumen de producción chino. Si
los indicadores del coloso asiático eran avasallantes, los de la India tampoco se
quedaban atrás: eran superiores a toda Europa en 1750 y todavía eran un 85% más
elevados que los de Gran Bretaña en 1830. “La India del siglo XVIII fue un enorme exportador de productos manufacturados, hasta el punto de que el imperio del
gran mogol era casi con certidumbre el Estado más productivo del mundo en términos de manufacturas para la exportación, y ello a despecho de la modestia del
equipo técnico del que disponían en general sus industrias” (Fernández-Armesto,
1995, p. 423).
Tal como se puede observar en el cuadro 3, incluso hasta mediados del siglo
XIX, los intercambios comerciales entre la India y la Gran Bretaña eran favorables al primero. Sobre el particular, Angus Maddison concluye diciendo que “si
Bairoch tiene razón, buena parte del atraso del Tercer Mundo debería explicarse
presumiblemente apelando a la explotación colonial y la ventaja de Europa se debería mucho menos a su precocidad científica, a siglos de lenta acumulación, y a
su superioridad organizativa y financiera” (citado en Hobson, 2006, p. 115).
Asia no sólo descollaba en la magnitud de los datos brutos, también sobresalía de acuerdo con ciertos parámetros cualitativos; tampoco en este campo los
países de Asia se encontraban rezagados frente a Occidente. Hobson recuerda que
Kenneth Pomeranz construyó interesantes datos con los cuales demostraba que
en torno al 1800 China y Japón tenían una calidad de vida similar a la europea
y que en algunos ámbitos, como la sanidad y el suministro de agua, eran mucho
más desarrollados.
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
57
Cuadro 3
Intercambio entre Inglaterra e India
(en millones de dólares corrientes)
Exportaciones a la India
Importaciones provenientes
de la India
1700
0,5
2,5
1770
4,5
5,5
1800
10,0
19,0
1850
43,0
45,0
1900
156,0
134,0
1913
310,0
233,0
Fuente: Paul Bairoch, Victoires et déboires II, París, Gallimard, 1997, p. 851.
Dejemos aquí esta reflexión a que invita la información histórica pero no
perdamos la oportunidad de dejar flotando una inquietud, la cual tiene grandes
implicaciones para entender el “sentido” del desarrollo de la historia. El gran crecimiento económico que registran en la actualidad los países del Asia-Pacífico no
constituye algo totalmente nuevo en la historia. Quizá lo que ha venido ocurriendo desde el último tercio del siglo XX no ha sido otra cosa que una recomposición
del peso del mundo en favor de las regiones históricamente más avanzadas: las
orientales. Visto desde este ángulo, el dominio occidental del mundo comprendería sólo una pequeña fracción de la historia de la humanidad.
Pero, ¿qué ocurrió en el recodo de los siglos XVIII y XIX para que esta situación diera un giro de ciento ochenta grados? ¿Por qué en el siglo XIX Europa
registró un veloz crecimiento y pudo imponer su organización al resto del mundo?
Por último, ¿qué tiene que ver todo esto con la globalización?
Un primer atisbo de respuesta podemos encontrarlo en palabras de Paul Bairoch cuando recuerda que en las postrimerías del siglo XIX “el resto del mundo
comenzó a ser parte integrante de lo que se puede llamar el sistema económico
europeo” (Bairoch, 1997, tomo 2, p. 38). Si observamos rápidamente en perspectiva histórica los dos últimos siglos podemos afirmar que este sistema económico
original, primera concreción de la globalización, fue, de hecho, un asunto europeo.
Posteriormente, cuando se produjo la reconversión de Estados Unidos en una potencia internacional, esta globalización se convirtió en una dinámica transatlántica
y occidental. Mucho más tarde, a partir del último tercio del siglo XX, cuando
sobrevino el nuevo ascenso económico de Asia, “el mundo dejó de ser la extensión
de una civilización para convertirse en un sistema intercivilizatorio, incluso si las
herencias occidentales han seguido pesando mucho” (Grataloup, 2007, p. 29).
58
Hugo Fazio Vengoa
Podemos volver más precisas las palabras de Paul Bairoch y afirmar que, en
efecto, el sistema económico emergente disponía de algunos atributos que permiten definirlo como una economía mundial, pero que en la segunda mitad del siglo
XIX era todavía inter-nacional, es decir, se estructuraba a partir de la división que
existía entre las distintas economías nacionales. Como sostiene Clarc (1997, p.
19), una economía internacional es aquella que se conforma a partir de una amplia
actividad entre Estados y donde la separación de los espacios económicos nacionales sigue siendo predominante. La economía internacional es muy distinta de
una economía globalizada, en la cual las distintas economías nacionales quedan
subsumidas y son rearticuladas dentro del sistema por procesos internacionales
y por innumerables tipos de transacciones. El sistema económico decimonónico
evidentemente no era globalizado, pero era algo más que una simple economía
internacional. Por tanto, podemos definirlo como un sistema económico mundializado, que se estructuraba a partir de su internacionalidad.
Así lo reconoce Eric Hobsbawm (1991, p. 34), cuando argumenta que en el
período que se extiende desde el siglo XVIII hasta los años que siguieron a la
Segunda Guerra Mundial era reducido el espacio de acción para los agentes transnacionales, que tan importante papel habían desempeñado en los orígenes del
capitalismo transatlántico: “Al volver la vista atrás para examinar el desarrollo de
la moderna economía mundial, nos inclinamos a ver la fase durante la cual el desarrollo económico estuvo íntegramente vinculado a las ‘economías nacionales’
de varios Estados territoriales desarrollados, situada entre dos eras esencialmente
transnacionales”.
He aquí la primera gran transformación cualitativa que experimentó el mundo durante el siglo XIX: la segunda gran fusión posibilitó la constitución de una
economía mundial organizada en torno a un centro: las naciones europeas. Muchos podrán suponer que por qué esto deberá representar alguna novedad cuando
desde el siglo XV se venía avanzando en la conformación de tal espacialidad económica.
Debemos tener en cuenta que el cambio que se experimentó no fue de
volumen, ni de alcance, sino de calidad: con anterioridad al siglo XIX, la economía internacional mundial era simplemente la sumatoria de todas las unidades
económicas, incluidos los vínculos que se presentaban entre todas ellas. Pero a
partir de esta coyuntura histórica Europa empezó a organizar y ecualizar formas
de organización económica que impuso a lo largo y ancho del planeta. En rigor,
esta integración del mundo en torno a Europa constituyó la principal transformación que experimentó el planeta durante el siglo XIX, pero era todavía una
economía mundo, de acuerdo con la conceptualización braudeliana, porque se
sometía a un polo, a un centro. “Todas las economías mundo se dividen en zo-
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
59
nas sucesivas. Está el corazón, después vienen las zonas intermedias, en torno
al eje central y, finalmente, surgen los márgenes vastísimos que, en la división
del trabajo que caracteriza a una economía mundo, más que participantes son
subordinados y dependientes” (Braudel, 1979, tomo 3). En efecto, lo que estaba
teniendo lugar era la constitución de un vasto espacio económico plurinacional
jerarquizado, que ni económica ni políticamente se encontraba aún totalmente
integrado y que se vinculaba preferentemente a través de las actividades comerciales.
Como demuestra el caso japonés que comentamos con anterioridad, esta
pretensión de universalidad por parte de las instituciones económicas occidentales no había alcanzado aún una amplitud tal que permitiera catalogarlas como
ambientes propiamente mundiales.
En todos los lugares, a excepción de Indonesia, los europeos controlaban solamente
enclaves y tenían por otra parte que ajustar su ambición a las normas de los gobiernos asiáticos. En este sentido, la política de restricción comercial inaugurada por la
dinastía Tokugawa fue posible en la medida en que Japón era un país periférico a la
economía-mundo capitalista. Hasta el siglo XIX, Rusia todavía no había completado
su expansión hacia el este asiático, los Estados Unidos no habían ocupado el Oeste
americano, e Inglaterra tenía otros intereses coloniales más inmediatos. En cierta medida, fue esa posición secundaria la que protegió a Japón del contacto con los “bárbaros”. Situación que se revierte por completo con el éxito de la Revolución Industrial.
(Ortiz, 2003, p. 65)
En rigor, fue el comercio exterior uno de los factores que más acentuó y proyectó en esencia la integración de este sistema económico originalmente europeo.
Bayly, sobre el particular, ha demostrado que hacia 1860 el grueso del comercio
naviero mundial ya se encontraba controlado por las flotas mercantes de las grandes potencias europeas y de Estados Unidos, con el resultado “de que las viejas
potencias comerciales marítimas fueron reducidas al estatus de adjuntos locales
de un sistema financiero y de control marítimo basado en Londres, Ámsterdam,
Nueva York y Marsella” (Bayly, 2002, p. 62). Es decir, aconteció algo similar a lo
que tuvo lugar luego de los “grandes descubrimientos”, cuando los portugueses
y holandeses se apropiaron de las redes comerciales en el Índico. En el siglo XIX
fue el capitalismo europeo el que terminó subsumiendo las redes mercantiles y
productivas antes existentes e incorporándolas en posición subalterna dentro de
su lógica expansiva.
Esta evolución, empero, no fue producto del azar ni el resultado de la superioridad implícita de los pueblos más “avanzados”: Europa supo más bien sacar
provecho de la primera gran fusión, con lo cual, entre otros tantos factores, convirtió a América, con la riqueza extraída de sus entrañas, en el “banquero del
60
Hugo Fazio Vengoa
mundo”. De acuerdo con estimaciones compiladas por Maddison (2006, p. 66) los
embarques de oro y plata de las Américas a Europa entre 1500 y 1800 alcanzaron las 1.708 toneladas métricas de oro y las 72.825 toneladas métricas de plata.
Varios factores explican la importancia que adquirió esta inclusión de América
en la economía atlántica europea. Carlo Cipolla ofrece, al respecto, la siguiente
síntesis:
Durante todo el Medioevo, hasta la mitad del siglo XIV, Europa había sufrido una
grave escasez de metal que la había sofocado, obstaculizando mucho su comercio y,
sobre todo, sus tráficos internacionales, por falta de una adecuada masa de medios
de cambio y de pago. La llegada de metal precioso a la España del siglo XVI […]
representó para Europa una gran novedad, una novedad, casi revolucionaria, y fue
tal su importancia que los sistemas monetarios se vieron literalmente revueltos […]
Para comprender la tendencia de los reales a moverse hacia Oriente es preciso considerar que los europeos, ávidos de productos orientales, no tenían nada que ofrecer
a cambio, porque ni la India ni la China tenían interés en productos europeos […] Si
exceptuamos los intercambios entre Acapulco y las Filipinas, el comercio internacional en los siglos XVI y XVII puede ser descrito sumariamente así: una masa de
plata que en forma de monedas o de panes se movía desde México o desde el Perú
hacia España, desde donde se difundía luego a todos los países de Europa. Luego,
gran parte de esta plata se movía hacia Oriente, para finalizar en la India o en China.
En sentido opuesto, una masa de productos europeos se movía hacia las Américas.
La plata iberoamericana, representada por el real de a octavo, proveyó la liquidez
necesaria para el funcionamiento de este sistema, cuyo volumen, justamente por
falta de una adecuada liquidez, habría sido inconcebible en el Medioevo. (Cipolla,
1999, pp. 38, 60 y 66)
Otro factor consistió en que el volumen de plata que fluyó en dirección de
China se explica por el diferencial de precios que existía en la relación entre el oro
y la plata en los mercados de China y Europa. Mientras en la primera por cuatro
libras de plata se obtenía una de oro, en Europa la relación era de doce a uno (Van
de Ven, 2002, p. 174). De esa manera, América quedó ipso facto integrada dentro
de la economía mundo europea, mientras que Asia persistiría todavía durante un
buen tiempo como un entorno geográfico externo, con la cual los contactos eran
constantes, pero no sistemáticos.
Esta riqueza acumulada permitió la expansión permanente de la “megamáquina” occidental, proceso que llevaba alrededor de tres siglos en curso, cuando,
en las postrimerías del siglo XVIII, dos nuevos procesos le imprimieron una gran
aceleración al nuevo papel que desempeñaría Europa en el mundo: la Revolución
Industrial y el fortalecimiento del Estado-nación, el cual se dotó a lo largo del siglo XIX de nuevos atributos, como fueron la aparición y la consolidación de una
conciencia nacional, el libre mercado; en no pocos casos, sobre todo en Europa,
algunos Estados desarrollaron rasgos imperialistas.
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
61
La Revolución Industrial: dinámica transformadora e integradora a
través de la nación
En este apartado nuestra atención se centrará en la primera de estas transformaciones: la Revolución Industrial, cuya primera manifestación en la época moderna
se produjo en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XVIII. Éste fue un proceso
que consistió básicamente en tres cosas, las cuales, a la larga, se fusionaron en
un proceso único: primero, la sustitución de la pericia y el esfuerzo humano por
las máquinas –rápidas, regulares, incansables–; segundo, la renovación de las
fuentes de energía animadas por fuentes inanimadas y, en particular, la invención
y el empleo de motores capaces de transformar el calor en trabajo, que permite el
abastecimiento de un suministro ilimitado de energía, y por último, la utilización
de materias primas nuevas, y en particular, el reemplazo de sustancias vegetales
o animales por materiales artificiales (Landes, 1999, p. 179).
Una pregunta que siempre se formulan los estudiosos de este tema es por
qué la Revolución Industrial se originó en Inglaterra y no en otra parte y por qué
ocurrió en ese momento que gira en torno a la segunda mitad del siglo XVIII. La
importancia de volver a reflexionar sobre este par de asuntos radica en que las
respuestas que se les den a estos interrogantes contienen de manera implícita una
propuesta de lectura de las dinámicas mundiales y de la globalización.
El mismo David Landes nos ofrece una primera pista cuando argumenta que
Gran Bretaña antecedió a las demás potencias en el desarrollo industrial por el
hecho de haberse constituido tempranamente en una nación, dado que las naciones
“pueden conciliar las metas sociales con las aspiraciones e iniciativas personales
y mejorar sus resultados merced a la sinergia colectiva” (Landes, 1999, p. 208).
A juicio del mismo autor, en el despegue industrial también habría intervenido
el hecho de que Gran Bretaña se encontraba en una posición inmejorable porque
durante los siglos XVI y XVII, desde Italia, los Países Bajos, Francia y Alemania,
un importante capital humano había emigrado hacia Inglaterra, porque éste era un
país “tolerante” y que mantenía una ventana muy abierta para asimilar las nuevas
ideas y técnicas, muchas de las cuales arribaron a la isla junto con la inmigración.
McNeil y McNeil (2004, p. 263) complementan esta argumentación destacando otros elementos, como el hecho de que Inglaterra disponía de unas circunstancias internas apropiadas (abundancia de carbón y de hierro), un entorno sociopolítico estable, el cual se fue forjando después de la “revolución” de 1688, que
se combinaron con una adecuada infraestructura (carreteras, canales, servicio
postal, etc.) y con una congruente inserción en el mundo (comercio internacional
y colonias de ultramar).
62
Hugo Fazio Vengoa
Si éstos son los argumentos regularmente esgrimidos por los seguidores de
las visiones un tanto apologéticas de la Revolución Industrial inglesa, tesis que,
sin duda, no pueden desconocerse, porque se cimientan en una sólida evidencia
histórica, debe recordarse que no menos trascendental resultó ser la cara oculta
de este naciente capitalismo europeo, y particularmente, del británico. Dos importantes historiadores norteamericanos, Peter Linebaugh y Marcus Rediker, en
una de las más conmovedoras obras históricas que se haya publicado en los inicios
de este nuevo siglo XXI, han puesto en duda los marcos tradicionales de análisis
del capitalismo y de la Revolución Industrial, porque la mayor parte de ellos se ha
dejado cautivar por la lógica del Estado-nación, desconociendo, menospreciando
o ignorando deliberadamente las interconexiones ocultas en el surgimiento de
este sistema y de esta economía global moderna, con sus millones de leñadores y
aguadores de los más variados continentes, que construyeron la infraestructura
de la “civilización”.
La invisibilidad histórica de un gran número de los temas que se tratan en este libro
debe mucho a la represión que inicialmente se desencadenó contra ellos: la violencia
de la hoguera, del tajo, del cadalso y de los grilletes en la oscura bodega de un barco.
También debe mucho a la violencia de la abstracción utilizada a la hora de escribir la
historia y la severidad de la historia que durante mucho tiempo ha sido cautiva del
Estado-nación, el cual en la mayor parte de los estudios ha sido y es un marco de análisis que en gran medida no se cuestiona. Este libro trata de las conexiones que durante
siglos han sido generalmente negadas, ignoradas, o simplemente no se han visto, pero
que, sin embargo, han configurado en profundidad la historia del mundo en el que
todos nosotros vivimos. (Linebaugh y Rediker, 2005, p. 27)
Hemos querido recordar esta cara oculta en la construcción del capitalismo,
porque si bien no es nuestra intención discutir el cómo y el por qué se asistió al
inicio de la Revolución Industrial, consideramos que, en general, tiende a prevalecer una lectura heroica de la misma, con base en el supuesto de que ésta habría
sido el producto de la genialidad de unos pueblos y de sus principales prohombres, públicos y privados, tesis que trae implícita la idea de que a Europa y, en
particular, a Gran Bretaña les habría correspondido guiar los destinos del mundo.
Cuando, en realidad, “los leñadores y aguadores realizaron las tareas fundamentales de la expropiación que los historiadores habitualmente dan por hecho sin
más […] transformaron la faz de la Tierra construyendo la infraestructura de la
‘civilización’” (Linebaugh y Rediker, 2005, pp. 57-58).
Recordar estas páginas olvidadas u omitidas sirve de correctivo para promover una historia más cercana a la realidad histórica, que recupere el papel de los
sectores populares, los cuales, con sangre, sufrimiento y dolor, forjaron las bases
de la modernidad. Permite además poner en tela de juicio aquellas tesis que han
pretendido hacer del Estado-nación el orden natural de las cosas en el desarrollo
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
63
de la globalidad. Recupera asimismo la importancia de esas otras formas de industrialización capitalista, como fueron los ingenios azucareros, sobre los cuales
tuvimos ocasión de explayarnos anteriormente.
Por último, la valoración de esta historia oculta sirve como correctivo que
rompe con la difundida idea de que el cosmopolitismo habría sido un fenómeno
inherente a las altas clases aristocráticas, razón por la cual los sectores populares
sólo habrían podido referenciarse, en casos extremos, dentro de un esquema de
internacionalidad. De este presupuesto se ha inferido que la globalidad sería un
atributo de los núcleos dirigentes que habrían logrado llevar su discurso a las restantes clases sociales, así como sería igualmente una empresa europea u occidental, que posteriormente se difundió por el resto de países más atrasados. Más bien
lo que ha ocurrido, como lo ha descrito Homi Bhabha en referencia a la situación
presente, es la existencia de dos tipos de cosmopolitismo. Uno global de los privilegiados que se fundamenta en las fuerzas del mercado y en formas liberales:
“Este tipo de cosmopolitismo global nunca deja de celebrar un mundo de culturas
plurales y de pueblos situados en la periferia en tanto que producen confortables
márgenes de beneficio a las sociedades metropolitanas”. El otro cosmopolitismo,
autóctono, emerge de un mundo de pensiones de familias de migrantes y de lugares habitados por minorías nacionales y diaspóricas, que está marcado por el
“derecho a la diferencia” (citado en Smouth, 2007, p. 52).
La historia, de tal suerte, dista enormemente de haber seguido la secuencia
que se describe con base en el cosmopolitismo global. Las formas primarias de
transnacionalización aparecieron en esas cuadrillas variopintas y en esa hidra policéfala proletaria, expresión de “la multiplicidad, el movimiento y la conexión”,
proletariado que era “planetario en su origen” (Linebaugh y Rediker, 2005, p.
379), mientras las clases dirigentes trataban por todos los medios de constreñir los
procesos capitalistas, así como sus representaciones, a unos esquemas estadocéntricos, porque ello precisamente garantizaba su supremacía, facilitaba el ejercicio
de la violencia y la realización de su capacidad de conducción. Este grupo sólo
después se “cosmopolitizó” a través del universalismo, porque era claro que necesitaba un referente para asentar su dominación.
De esta tesis contestataria, pero en ningún caso utópica ni carente de sentido, se puede inferir como derivación que los análisis en términos del Estadonación han permitido promover de modo usual unas concepciones reduccionistas
y míticas de la Revolución Industrial y que, en lugar de hablar de su resultado en
términos de los logros alcanzados por una determinada nación, se debe entender este resultado más bien como una grandiosa construcción colectiva mundial,
que además se desarrolló en la larga duración, proceso en el cual participó una
multitud de agentes, como los “aguadores y leñadores” e, incluso, los inventores
64
Hugo Fazio Vengoa
chinos, cuyos grandes logros, en un determinado momento, terminaron siendo
apropiados por un reducido conjunto de naciones, bajo el liderazgo inglés. Suscribimos plenamente las palabras de Robertson cuando escribe que “la globalización
hizo posible la Revolución Industrial, de la misma manera que la globalización
convirtió a Gran Bretaña en una poderosa nación comercial. La transformación
industrial de Gran Bretaña carece de sentido sin su dimensión global” (Robertson, 2005, p. 160).
Una tesis similar fue planteada por Christian Grataloup cuando, para romper
con viejas ideas preconcebidas, sugería invertir la relación que se ha establecido
entre el advenimiento de la Revolución Industrial y el dominio europeo del mundo. ¿Cuál es la escala pertinente de la Revolución Industrial?, se preguntaba, a lo
cual respondía que debía ser la escala del mundo. Pero, ¿cómo se debe tomar esta
relación? ¿Se debe entender que la economía occidental, por sus producciones y
sus consumos, se alza a la escala del mundo gracias al crecimiento de la demanda
interna de los países del corazón industrial? O bien, ¿que el dominio del espacio
mundial ejercido por los europeos ha sido la causa fundamental de la mencionada
revolución? Plantear el problema así, es introducir una respuesta sugestiva en la
cual las dos marcas se encuentran indisolublemente unidas. De hecho, desde los
grandes descubrimientos no es posible pensar a Europa sin el mundo (Grataloup,
2007, p. 166).
De modo más concreto, se puede sostener que dentro de la literatura especializada en este tema se distinguen dos corrientes en la interpretación de este
fenómeno. La tesis más difundida ha destacado que en las postrimerías del siglo
XVIII tuvo lugar una revolución industrial en Inglaterra, la cual consistió en la
utilización de un paquete de nuevas tecnologías, que, en un corto intervalo de
tiempo, habría revolucionado las condiciones de producción. Este tipo de concepciones ha tenido el mérito de destacar los elementos de novedad que hicieron posible el despegue (take off ) inglés sobre sus más serios competidores, pero adolece
de una gran insuficiencia: una revolución, es decir, la veloz puesta en escena de
nuevas fuerzas, no puede comprenderse dentro de un análisis de corta duración
porque un procedimiento tal se limita a realizar un enfoque autorreferencial del
fenómeno que precisamente desea explicar. Por las innumerables dudas teóricas
y metodológicas que ha despertado este tipo de concepciones, un buen número
de historiadores ha recusado esta visión heroica y ajustada a un individualismo
metodológico y se ha interesado en evaluar el lugar de la mencionada Revolución
Industrial en una perspectiva de larga duración.
Este esfuerzo académico produjo de inmediato grandes resultados: permitió
conocer que en Gran Bretaña el trabajo no mecánico en la industria seguía siendo
mayoritario en la segunda mitad del siglo XIX y que la industria moderna, en
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
65
fecha tan tardía como podía ser la década de 1860, todavía constituía más bien la
excepción que la regla. “En la mayoría de los sectores la gran fábrica constituía
la excepción y, en algunos sectores en los que predominaba, una buena parte de
las operaciones se realizaba sobre la base del trabajo de artesanos reclutados de
oficios tradicionales” (Peemans, 1992). Este nuevo tipo de industria se volvió
predominante en Inglaterra sólo a finales del siglo XIX, es decir, una centuria
después de haber sido introducida. De este tipo de análisis se puede extraer otra
importante deducción: la Revolución Industrial, tal como generalmente se asume,
como un inusitado cambio tecnológico, comprimido en la corta duración, en realidad nunca tuvo lugar.
Nos ha parecido importante recordar brevemente esta polémica que ha atravesado la literatura especializada, porque en efecto, el conocimiento histórico ha
planteado, de modo imperativo, un necesario alejamiento respecto a las concepciones heroicas y eurocéntricas de lo que habría sido el desarrollo. De pasada, digamos también que en la historia no es cierto que un fenómeno de tanto repetirse
termine convirtiéndose en realidad.
Ahora bien, si el proceso industrializador que debutó a finales del XVIII
en Inglaterra no puede ser considerado como una revolución, entendiendo por
este término su acepción moderna, es decir, como una transformación abrupta,
tampoco podemos presuponer que este fenómeno se haya extendido a lo largo de
un siglo o más, porque con ello simplemente no podríamos comprender cómo el
tema de la industrialización condujo a una situación en la que Europa prestamente
aventajó a las demás civilizaciones.
A nuestro modo de ver, el problema debe visualizarse desde una escala de
observación distinta, la cual permite combinar elementos de ambas perspectivas:
evidentemente, no existió un extendido y único proceso de industrialización a
lo largo de un siglo; más bien debe afirmarse que tuvieron lugar dos ciclos distintos de revoluciones industriales, de los cuales el segundo fue de lejos el más
importante porque, a la postre, jalonó y le imprimió el carácter transformador al
primero.
Sostenemos que la condición revolucionaria de la primera fase fue originada
por el segundo ciclo industrializador porque entre ambas etapas se presentan grandes e importantes disimilitudes: de una parte, la primera fue parcial y se circunscribió a unos pocos sectores productivos, mientras que la segunda se extendió por
todos los ámbitos económicos y, al favorecer la conectividad, actuó como un imán
que jalonó al resto del mundo para que siguiera los mismos procedimientos. De la
otra, la primera tuvo lugar en las postrimerías del extenso período que hemos definido como la protoglobalización, mientras que la segunda arrancó en los inicios
66
Hugo Fazio Vengoa
e hizo posible el advenimiento de la globalización internacionalizada, modalidad
globalizadora más intensa que la anterior y que además dejaba un cierto margen
de maniobra y de autonomía para el desarrollo de la iniciativa política.
Dentro de esta perspectiva, conviene recordar a Osterhammel y Petersson
(2005, p. 56), historiadores que han argumentado que la Revolución Industrial
debe entenderse como un tipo de transformación muy particular, en la medida
en que, no obstante su carácter universal, no ocasionó una mutación global que
se extendiera por todo el ancho mundo, tal como ha ocurrido en nuestro presente
más inmediato con el desarrollo de muchas preferencias, bienes culturales o innovaciones tecnológicas. Su transcurrir comportó, en realidad, grandes diferencias
en cuanto a su ritmo, deseabilidad, posibilidad, y a su alcance geográfico.
Esta cadencia no lineal fue tributaria de un conjunto de factores. De una
parte, a lo que se ha conocido como la Primera Revolución Industrial le siguieron
otros procesos de industrialización, dinámicas que han sido muy dispares porque
algunas han seguido apegadas a una dimensión local y/o nacional; en otras circunstancias, han estimulado procedimientos macrorregionales, y no han faltado
casos en los cuales su impronta ha sido de naturaleza transnacional.
De la otra, el ritmo también experimenta variaciones porque unos países han
dado inicio a sus procesos de acelerada industrialización (v. gr., los países del AsiaPacífico) en momentos en que otros han comenzado a abandonar este tipo de actividades, fenómeno este último que ha sido descrito por la literatura especializada
como un indicador de que se asiste al advenimiento de las sociedades posindustriales, término bastante confuso porque, de hecho, nunca ninguna sociedad ha
sido mayoritariamente industrial y porque, como ha sostenido Francesco Galgano
(2005, p. 16), es preferible denominarlas neoindustriales, debido a que el aumento
que ha registrado el sector terciario en los últimos tiempos ha obedecido en alto
grado al crecimiento de las actividades de servicios dentro de las mismas empresas industriales o vinculadas a éstas.
Por último, debe reconocerse que no ha sido un proceso universal, en el sentido de que toda experiencia histórica haya cumplido con este requisito. En rigor,
ha habido naciones, entre las que se pueden ubicar Dinamarca y Nueva Zelanda,
que han promovido el desarrollo económico en ausencia de industrias, es decir,
por medio de una especialización en las exportaciones agrícolas, mientras que
otras, sin proponérselo, nunca han podido construir un sistema industrial capaz
de satisfacer las necesidades internas ni menos aún de actuar en un mercado global. También ha habido países que se han desarrollado a partir de la extracción
de recursos naturales, como muchas de las naciones petroleras hoy en día, sin
transitar por un ciclo o intervalo industrial. No obstante estas particularidades,
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
67
la importancia de este ciclo industrializador no puede ser minimizada porque
fue un poderoso motor para las creaciones de redes de compenetración en otros
ámbitos.
En cuanto a sus consecuencias, varios autores, entre los que cabría citar a Ernest Gellner (1988) y Jacques Attali (2004), han demostrado que uno de los efectos más importantes que entrañó este proceso industrializador fue el hecho de dar
inicio a una drástica transformación en las concepciones tradicionales de espacio
y de tiempo, las cuales empezaron a “desarraigarse” con respecto a la localidad
para ser reubicadas en la naciente dimensión de lo nacional. De esta manera, se
asistió a una apropiación nacional de la Revolución Industrial, y esta circunstancia contribuyó de manera poderosa a cimentar nuevas formas de organización
del espacio, dentro de determinadas fronteras nacionales, desvinculando a los
individuos de sus anteriores colectividades (v. gr., a través de los cercamientos de
tierra) para ser resituados en un nuevo hábitat acorde con las necesidades y el ritmo impuesto por la industria. Fue así como los campesinos fueron completamente
despojados de sus comunas, proletarizados, y millares fueron obligados a emigrar
tanto dentro como por fuera de las fronteras del respectivo país; las corporaciones
fueron desarticuladas y los artesanos pauperizados, y se fortalecieron cualitativa
y cuantitativamente nuevos nichos de acumulación para las clases dominantes en
los ámbitos productivo, comercial o financiero.
Esta nacionalización de los espacios económicos que aceleró la Revolución
Industrial resultó ser un elemento muy importante que permite entender muchas
de las tendencias que se volverían predominantes en los dos siglos venideros.
En algunos países, la industrialización siguió apegada a una dimensión territorial, acorde con la organización del poder, es decir, se buscó un capitalismo de
Estado, tal como efectivamente ocurrió en Alemania después de su unificación
decimonónica. Este capitalismo de Estado alemán, empero, no contradecía la lógica misma del mercado: antes de avanzar hacia la unificación en 1871, los estados germanos habían creado un área común de libre comercio y, después de
esta fecha, mantuvieron abierta a Alemania al mercado mundial. Otros países,
como Estados Unidos, se encaminaron simultáneamente en dos direcciones: de
una parte, incorporaron su vasto hinterland al desarrollo capitalista mediante la
adquisición de tierras colindantes (Luisiana en 1803, Florida en 1819 y Texas y
California, arrebatados a México en la guerra de 1846-1848), proceso que culminó en el siglo XX con la incorporación de los estados de Utah (1896), Oklahoma
(1907), Nuevo México y Arizona (1912), Alaska y Hawái (1959), aun cuando este
último era territorio estadounidense ya en 1898. De la otra, Estados Unidos buscó
incentivar la apertura de mercados en los diferentes confines del globo (a veces
pacíficamente y en otras ocasiones violentamente, tanto en América Latina como
68
Hugo Fazio Vengoa
en Japón y China), proceso que le permitió construir nuevas redes sobre las cuales
asentar su actuación y su poder.
La disimilitud de experiencias que acabamos de presentar con estos dos
ejemplos resulta ser un asunto muy importante para comprender las diferencias
que se presentan entre las perspectivas y las modalidades de desarrollo en el mediano y en el largo plazo, porque ello hace posible entender las disparidades de
performance de ambos países en las décadas siguientes y porque permite comprender cómo el capitalismo, sistema que es eminentemente transnacional, dio
paso a la construcción de variados esquemas nacionales.
Esta nacionalización, empero, no iba en contravía del carácter transnacional
del sistema capitalista. La nueva industria requería paralelamente de abundantes
materias primas y de amplios mercados para la colocación de sus productos. A
diferencia de los períodos anteriores –en los cuales las redes comerciales internacionales producían un intercambio de bienes entre las distintas regiones del
planeta entre “productos” originados localmente y que sólo de modo tangencial,
salvo casos muy puntuales, estaban orientados de modo preferente al mercado
mundial–, con el surgimiento de las nuevas empresas industriales se potenció
el establecimiento de una división nacional del trabajo, se estableció un circuito
económico entre aquellas regiones que producían las materias primas y los insumos productivos, los centros industriales que elaboraban la nueva producción y
los mercados de colocación de la producción a escala. Finalmente, esta nacionalización del desarrollo económico resultó ser un asunto crucial para el despliegue
en potencia de la globalización, porque ésta para existir ha requerido siempre de
modo imperativo de la alteridad, es decir, de los conjuntos de diferencias que
introduce la formalización de los espacios nacionales. Si la economía o cualquier
otro ámbito social funcionara como una constelación única, si la homogeneidad
fuera completa, la globalización simplemente no tendría derecho a la existencia.
Es decir, si las anteriores redes mercantiles protoglobalizadoras se limitaban
a facilitar los intercambios, la Revolución Industrial introdujo como elemento de
novedad los primeros componentes de integración de las economías nacionales
con las regionales dentro de un mismo ciclo productivo e hizo posible de esta
manera la estructuración de una división interna e internacional del trabajo, organización que deparó un mayor nivel de consistencia y sistematicidad a las reciprocidades económicas a escala internacional. Esta desemejanza con respecto a
las formas anteriores de intercambio obedecía a que la industria “demandaba una
forma de crecimiento económico completamente diferente de la generada por la
conquista y el comercio. La conquista y el comercio se apoyaban en la exclusión,
la tecnología en la inclusión económica” (Robertson, 2005, p. 171).
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
69
Es en torno a esta dinámica donde encontramos que aparecen algunos de los
rasgos más característicos de la naciente globalización, los cuales, durante este período, todavía se expresaban de manera muy sutil, pero comportaban importantes
elementos de sistematicidad. Si en los siglos anteriores las interconexiones tenían
lugar en el comercio internacional de larga distancia, con la Revolución Industrial
las compenetraciones adquirieron una importante dimensión nacional y productivista, sin que esto haya ocasionado un menoscabo de la actividad mercantil internacional. Más bien la aparición de esta nueva operación económica “nacional” se
tradujo en un redimensionamiento del comercio internacional, debido a la necesidad de integrar insumos y mercados dentro de un mismo gran circuito, importando
al ámbito nacional los esquemas y las prácticas de funcionamiento inherentes al
nivel internacional. Como en su momento sostuviera Eric Hobsbawm (1981, p. 70),
este vuelco significó el completo triunfo del “mercado exterior sobre el interior”.
En torno a este punto encontramos otro de los temas que más divide a los historiadores: ¿cuáles fueron los detonadores de este inusitado crecimiento económico y de la globalización del capital? Para algunos la constitución de los Estadosnaciones en Europa, como resultado de una alianza entre grupos aristocráticos
con elementos burgueses emergentes, habría sido el factor original del naciente
orden mercantil. Para estos autores, la construcción de este Estado habría sido la
condición primigenia para el desfogue de la globalización económica. Otros, por
el contrario, consideran que a partir del comercio a larga distancia y de las ciudades mercantiles se habría constituido la institución del mercado en la economía
mundo europea. Los comerciantes se habrían emancipado de los marcos nacionales, pero su triunfo sólo se habría producido cuando lograron establecer una
identificación con el respectivo Estado. Para esta perspectiva, la globalización
germinal habría precedido al Estado-nación y habría significado su reforzamiento
(Hugon, 1999, p. 28; Grataloup, 2007, p. 166).
Vemos, así, que el nuevo industrialismo se tradujo en una consolidación de
las manifestaciones globalizantes, aun cuando instalara la arquitectura de la nación como elemento central. En razón de esto, en un trabajo anterior sosteníamos
que en contraposición a la opinión de autores como Giovanni Arrighi, quien ha
sostenido que el capitalismo histórico como sistema-mundo nació del divorcio
(Arrighi, 1999, p. 218) y no de la unión del capitalismo y la actividad industrial,
consideramos más bien que el nacimiento y la posterior consolidación del sistema
industrial transfiguraron la globalización en la nación, y en aquellos países donde
tuvo lugar la Revolución Industrial se reconstituyeron los espacios nacionales, los
cuales quedaron ubicados dentro de una temporalidad con visos de unicidad.
Esta paradójica comunión de dos elementos aparentemente tan contradictorios se convirtió en el principal soporte que permitió realizar el tránsito de un
70
Hugo Fazio Vengoa
esquema protoglobal a uno global, aun cuando originalmente se expresara dentro
de un trazado en el que primaba la dinámica de la internacionalidad. En otras
palabras, además de ser un nuevo eslabón en el proceso de modernización y de
la articulación sistemática por medio de la división internacional del trabajo, el
papel de la industria consistió en que dotó con un fundamento económico el desarrollo de la nación y remercantilizó los factores de sistematicidad que le daban
consistencia a la globalización durante esta fase. Esta división internacional del
trabajo de la economía mundial fue capitalista, como lo ha sostenido Immanuel
Wallerstein (1998), porque su finalidad consistía en la producción de bienes y servicios para ser vendidos en un mercado en el cual se pretendía realizar el máximo
beneficio. Es en este sentido, también, que sostenemos que la Revolución Industrial supuso la organización de nuevos esquemas de espacialidad.
Igualmente visible fue el hecho de que la Revolución Industrial transformó
la noción de tiempo, que quedó convertido en un valor. David Landes (1999, pp.
212-213) y Jacques Attali (2004) han sido dos de los autores que han estudiado
de manera más prolija la importancia que este nuevo ambiente social concedía
al tiempo y, dentro del espíritu capitalista que ya comenzaba a ser plenamente
tangible, a la necesidad de ahorro del mismo. No debe extrañarnos, por tanto, que
los ingleses en el siglo XVIII fueran los primeros productores y consumidores
mundiales de instrumentos de medición del tiempo.
La naciente industria introdujo una nueva forma de disciplina a través de un
adecuado manejo del tiempo porque los beneficios ya no se obtenían tanto por la
disimilitud en términos de precios de los productos obtenidos en las diferentes
partes del mundo –situación que anteriormente apuntaba a la conservación de un
predominio del espacio– como por las desigualdades en los costos de producción
que se generaban a partir de las diferencias en el tiempo que se requería para
tener a punto la producción. Esta discontinuidad que se presenta con respecto al
tiempo es explicada claramente por un autor contemporáneo del nacimiento de la
industria, cuando recuerda que
En las sociedades industriales, el tiempo se ha convertido en la medida de trabajo,
mientras que el trabajo era la medida del tiempo en tiempos anteriores. El tadwerk
(jornada) de los alemanes era una de esas medidas: variable y dependiente del contexto, presuponía el conocimiento de que una parcela de primera clase era más fácil de
trabajar que una colina pedregosa […] Por otra parte, el cálculo de “horas-hombre”,
como las unidades de reloj en que se basa, es una medida invariable normalizada
que puede aplicarse universalmente, sin considerar el contexto. (Citado en Tomlinson,
2001, p. 58)
Esta transformación en el manejo del tiempo tuvo numerosas repercusiones.
De una parte, sirvió de nutriente para el desarrollo de nuevos imaginarios que se
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
71
representaban en la pertenencia a un mismo mundo, en el sentido de compartir
un tiempo mundial genérico para todos. Dos importantes historiadores estadounidenses recordaban que “en 1890, la mayoría de los chinos nunca había tenido
trato con alguien cuyas opiniones no fueran fruto del contexto cultural chino; la
mayoría de los irlandeses nunca había conocido a alguien que no fuese cristiano e
irlandés” (McNeill y McNeill, 2004, p. 304). De la otra, indujo a las clases sociales emergentes a entender la importancia de apropiarse de un adecuado manejo
del tiempo. A través del control del tiempo, los dueños de la industria incrementaron los niveles de explotación de los trabajadores y, con el pasar de los años,
también los obreros comenzaron a ofrecer como una de sus mayores habilidades,
junto con la venta de su fuerza de trabajo, la destreza en el manejo del tiempo de
la producción (Thompson, 1984). En este sentido, la industria no sólo contribuyó
a la creación de una nueva estructura de tiempo, también puso a los distintos colectivos sociales a competir en términos temporales.
Otros factores que también incrementaron estas nuevas subjetividades de
tiempo y espacio fueron la expansión de un mercado cada vez más liberalizado y
el papel asignado a la ciencia y la técnica en esta naciente industria. Como señaló
Alfred North Whitehead, “el mayor invento del siglo XIX fue el invento del método de inventar”. Sobre lo segundo, conviene recordar a Karl Polanyi (1997, p. 80),
para quien la técnica y los complejos industriales fueron unos de los resultados
más importantes en la producción de la sociedad comercial, pero el aspecto más
llamativo estuvo representado por el hecho de que la “idea de un mercado autorregulado estaba destinada a nacer”.
El liberalizado mercado entrañó la recomposición del conjunto de las relaciones sociales, políticas y culturales y se convirtió en un nuevo asidero que
impulsaría el despliegue de la globalización, pues, cual mancha de aceite, se comenzó a expandir hacia nuevos países y regiones, los cuales, poco a poco, y sin
poder renunciar u oponerse a su dictamen, iban quedando organizados dentro de
su lógica. Este cambio fue más cualitativo que cuantitativo porque, en efecto, el
mercado es una institución que hunde sus raíces en lo más profundo de la historia,
pero con anterioridad su uso se limitaba a ser un mecanismo simple de intercambio. Los aspectos nuevos que comportó el mercado en esta nueva coyuntura histórica consistieron en que se transformó en el fundamento para la reorganización
de las relaciones sociales de acuerdo con los parámetros de funcionamiento y de
alcance del mismo mercado.
La importancia de la ciencia y la técnica quedó reflejada en el apoyo gubernamental que se brindó a numerosas instituciones, las cuales tenían por misión
traducir el saber en una herramienta de prestigio y de poder (Charle, 2000). Debido al nuevo papel que entraron a desempeñar la ciencia y la técnica –las cuales se
72
Hugo Fazio Vengoa
convirtieron en herramientas fundamentales para el aumento de la productividad,
las utilidades y la acumulación de capital–, ocurrió que el crecimiento y el desarrollo empezaron a quedar ligados a las actividades que en este plano emprendían
las empresas, los gobiernos o la comunión de ambos. De aquí se desglosan otras
dos derivaciones: de una parte, ciertas empresas dotadas de moderna tecnología
comenzaron a autonomizarse en algunos aspectos con respecto a los poderes públicos (las empresas multinacionales), y de la otra, esta nueva dinámica se ubica
en el trasfondo de la brecha económica en términos de desarrollo que comenzó a
separar a unos países de otros.
De todas las consecuencias económicas de la era de la doble revolución, la más profunda y duradera fue aquella división entre países “avanzados” y países “subdesarrollados”. En 1848 era evidente qué países pertenecerían al primer grupo: la Europa Occidental (menos la península Ibérica), Alemania, Italia del norte y algunas partes de
Europa central, Escandinavia, los Estados Unidos y quizás las colonias establecidas
por emigrantes de habla inglesa. Igualmente era claro que el resto del mundo, salvo
algunas pequeñas parcelas, bajo la presión irregular de las exportaciones e importaciones occidentales o la presión militar de los cañones y las expediciones militares
occidentales, se estaba quedando retrasado o pasaba a depender económicamente de
Occidente. (Hobsbawm, 1981, pp. 322-323)
Desde un punto de vista cualitativo, esta diferenciación obedecía también a
que en aquellos países en los cuales primaba el mercado era la eficiencia productiva –es decir, la competitividad, y no tanto la abundancia de recursos naturales– el
principal factor que promocionaba el desarrollo. En los otros casos, la complementariedad de la oferta exportable en relación con la demanda mundial seguía
siendo el principal factor del crecimiento.
En síntesis, por todo lo antes dicho se puede concluir que la Revolución Industrial fue uno de los procesos que más contribuyó a cambiar la fisonomía del
mundo y ha sido un tipo de evento que explica la desunión que van a registrar muchas de las dinámicas asociadas con la globalización en los dos siglos siguientes.
Tal como concluíamos en un anterior trabajo (Fazio, 2001), la Revolución Industrial elevó a un nuevo estadio las situaciones globalizadoras en tanto que intensificó la unicidad del mercado nacional en las naciones más desarrolladas, mediante
la destrucción de las formas de organización tradicionales; compenetró de modo
más sistemático el espacio nacional con el mercado mundial, a través de la transposición de la lógica de funcionamiento del segundo sobre el primero; aceleró los
intercambios de productos de acuerdo con los patrones de una división internacional simple (intercambio de manufacturas por materias primas); liberó al mercado
de cualquier posible obstáculo para su libre expansión y lo empezó a convertir
en la instancia modeladora del conjunto de las relaciones sociales; convirtió a la
técnica y después a la tecnología en algunos de los principales fundamentos de
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
73
la productividad y empezó a ubicar a los individuos en una dimensión temporal
unificada, el tiempo mundial. La Revolución Industrial, de esta manera, no fue un
proceso que pueda ser equiparado con la globalización, pero no se puede olvidar
que contribuyó enormemente a que ésta comenzara a expresarse en potencia.
La Segunda Revolución Industrial, la internacionalización de la
globalización y los nuevos referentes de apropiación del mundo
Si la Primera Revolución Industrial preparó el terreno para una mayor integración
del mundo y acentuó la diferenciación entre países y regiones, este proceso no
se hubiera producido con lo celeridad que finalmente registró si no hubiese sido
seguido de una nueva ola de industrialización, más profunda y radical que la antecesora. A diferencia de la anterior, cuyo campo de acción fue bastante limitado,
circunscribiéndose fundamentalmente a la producción textil y a ciertas actividades extractivas, la nueva fase industrializadora ocasionó una descomunal expansión del universo de actividades y productos que comenzaron a ser objeto de la
industria, creando incluso novedosas ramas en la producción, como la química
(la producción de tinturas, fertilizantes, películas, celulosa, rayón, anestésicos,
desinfectantes), la electricidad, la industria farmacéutica, el acero, la industria de
materiales eléctricos y sintéticos, el petróleo, los motores, etc., sectores que, también a diferencia de los anteriores, son grandes devoradores de recursos naturales,
materias primas, energía y capitales.
Este nuevo ciclo industrial no puede ser entendido como una simple continuación del anterior porque comportó un elemento particular que determinaría su
fisonomía: un espectacular desarrollo de los medios de transportes y de comunicación. Es decir, si la primera fue una revolución industrial que se concentró
en los sistemas productivos estáticos, la segunda tuvo como rasgo distintivo la
utilización de la energía ocasionada por el vapor en los medios de transporte.
También fue un ciclo que introdujo una de las transformaciones más radicales
que haya conocido la historia de la humanidad en cuanto a las capacidades para
poner en interacción a unos individuos con otros, a través de nuevos métodos
comunicativos.
La segunda difiere también de la primera por el impacto que tuvo en la sociedad, desde los ámbitos más grandes como el comercio internacional hasta ambientes más pequeños, cotidianos, próximos a los individuos. Fue en el último tercio del siglo XIX cuando apareció una serie de objetos sin los cuales sería difícil
imaginar las sociedades del siglo XX: el motor de combustión interna, el teléfono,
el gramófono, la lámpara eléctrica, la bicicleta, la máquina de escribir, las fibras
74
Hugo Fazio Vengoa
sintéticas (Barraclough, 2005, p. 43), y ramas industriales que convulsionarían la
historia en las décadas siguientes, como la microbiología, la bioquímica, la física
subatómica y la bacteriología.
Pero nada tuvo un impacto tan descomunal como el empleo de la electricidad, que significó un inmenso revolcón al permitir colonizar la noche, dilatando
sensiblemente el día. La electricidad no sólo se utilizó en el alumbrado público, en
las industrias y en los hogares, también se empleó en una nueva gama de sistemas
de transporte: tranvías, buses y metros. Quizá, quien mejor expresó la importancia que en ese entonces se le asignaba a la electricidad fue Lenin, el fundador del
Estado soviético, quien de la electricidad infirió una escueta definición del comunismo que anhelaba realizar: el poder soviético más la electrificación.
Pero como decíamos con anterioridad, seguramente hubiera sido muy limitada la influencia global de estas dos fases industriales si durante este nuevo ciclo
no se hubiera producido una inusitada renovación de los medios de transporte y si
no se hubiesen aplicado los avances en el campo electromagnético al dominio de
las comunicaciones. Por las implicaciones que tuvo en este campo, a este nuevo
ciclo sí se le puede definir como una verdadera revolución, pues redimensionó
lo ocurrido en la fase anterior y puso al mundo de cara a un futuro a conquistar
nutriendo con nuevos elementos el ideal del progreso. Se le puede catalogar como
una profunda transformación si tenemos en cuenta también esta otra dimensión:
su alcance no quedó confinado en ningún país o región, sino que se replicó, con
diferentes ritmos e intensidades, por todo el planeta y pocos fueron los lugares
hacia donde no extendió su poderoso manto.
Es usual hoy en día que los comunicadores y los comentaristas del acontecer
mundial se deslumbren con los grandes avances que se registran casi día a día en el
plano de las comunicaciones, con la masificación del teléfono celular, la cobertura
de televisión satelital y por cable y de internet. En efecto, éstos son medios que han
permitido que se produzca una comunicación instantánea, en tiempo real. Pero nos
olvidamos con suma frecuencia de que, a mediados del siglo XIX, la sorpresa que
depararon los nuevos medios de transporte y de comunicación de entonces debió
de haber sido incluso mayor. Fernand Braudel no se cansaba de recordar en su libro Cultura material, civilización y capitalismo que “Napoleón se desplazaba tan
despacio como Julio César” (Braudel, 1979, tomo 1, pp. 478 y ss.).
No obstante los siglos que separan a estos dos grandes personajes de la historia
europea, el transporte terrestre seguía siendo prácticamente el mismo, no se habían
registrado cambios mayores. Algunos estudios sugieren que en el siglo XVII, en el
mejor de los casos, y poniendo al alcance todos los recursos de transporte entonces
disponibles, se podía realizar como máximo un trayecto de 100 kilómetros en 24
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
75
horas. Otros han calculado que una diligencia recorría una velocidad promedio de
2,2 kilómetros por hora en el siglo XVII, aumentó a sólo 3,4 kilómetros por hora en
el siglo XVIII y hacia mediados del siglo XIX el trayecto ascendía a 9,5 kilómetros
por hora. También podemos recordar que en 1800 las mercancías, la información y
las personas tardaban cerca de un año para dar la vuelta al mundo.
Ahora bien, en esa época no solamente la velocidad era lenta, más complicado aún era que la movilidad se encontraba totalmente subordinada a la topografía
y a los ritmos y caprichos de la naturaleza, como ocurría con el hecho de que
América estaba más cerca de España que ésta de la primera, porque, debido a las
corrientes y a los vientos, los viajes de regreso a la Madre Patria eran más veloces
que los de venida. Con ese tipo de medios de transporte no se presentaban mayores variaciones con el espacio ni el tiempo; en realidad, la duración de los desplazamientos se encontraba supeditada a los caprichos de la naturaleza y del territorio. “La red del mundo se había vuelto en verdad mundial, pero las personas, las
mercancías, las ideas y las infecciones seguían moviéndose sólo ligeramente más
aprisa que en el momento de formarse la primera red metropolitana alrededor de
Sumer” (McNeill y McNeill, 2004, p. 238).
No muy distinta era la situación en el plano de las comunicaciones. Hasta
mediados del siglo XIX, la información se transmitía a la misma velocidad en
que se trasladaban las personas, los animales y las cosas. El único sistema de comunicación más veloz que el desplazamiento humano era la poco segura paloma
mensajera, de la que se sabía a ciencia cierta de su partida, pero no se tenían certezas sobre su arribo, más aún cuando muchas de ellas se extraviaban o perecían
en el intento. El gran cambio en este campo se presentó con la introducción del
telégrafo, que acortó el tiempo de la comunicación, viabilizó las relaciones que ya
no tenían lugar “cara a cara” e hizo posible que emergieran las ideas de la instantaneidad y de la aceleración.
En la esfera de los transportes, los mayores avances tuvieron lugar con el
desarrollo del ferrocarril y de la navegación a vapor, medios que, en un buen número de países, tuvieron un impacto transformador tremendo al convertirse en la
columna vertebral de la modernización económica, por los eslabonamientos a que
daban lugar entre distintos sectores de la economía, por su función en la unificación del mercado nacional, por su inmenso impacto financiero (representaba gran
parte del capital fijo que se destinaba a la economía mundial), por su papel en el
desarrollo del comercio internacional (reducción de fletes) y por sus demandas de
mejoras científicas, técnicas y tecnológicas. El ferrocarril transformó y movilizó
el aparato productivo y ocasionó seguramente una de las mayores revoluciones en
el mercado de capitales. También desempeñó un importante papel en otro sentido:
estimuló la concepción y la realización de grandes obras de ingeniería. “El tendi-
76
Hugo Fazio Vengoa
do de las líneas a través de los Alpes o las montañas Rocosas, la construcción de
túneles y grandes puentes plantearon desafíos desconocidos hasta entonces para
la industria de la construcción, la ingeniería civil y la resistencia de materiales”
(Ferrer, 1999, p. 52).
Aun cuando todos estos desarrollos vinculados al ferrocarril fueron muy
importantes, seguramente el de mayor impacto fue la reducción en los fletes.
Bairoch (1999) ha estimado que en el período comprendido entre 1850 y 1913 el
ferrocarril entrañó una baja real de los precios en el transporte de 10 a 1. Antes
del ferrocarril el transporte por tierra de una tonelada de cereales en un trayecto
de 100 km encarecía el costo del producto final en un 40%. De acuerdo con el
mismo autor, el flete marítimo no se quedó atrás y disminuyó en un 700% durante
el siglo XIX.
La disminución en los costos de transporte se encuentra en la base de muchas
de las transformaciones que caracterizaron este período: “achicando” las distancias
y “acercando” los países o regiones lejanos. “Floreció el comercio internacional e
intercontinental, aumentó la especialización en las regiones y en los distintos países y los antes insuficientes campesinos rusos, granjeros de Kansas y artesanos de
Japón fueron forzados a sumergirse de lleno en la economía mundial” (O’Rourke
y Williamson, 2006, p. 81). No menos importante fue que repercutió fuertemente
en la renta de la tierra, la nivelación internacional de salarios, etc.
Su importancia también se refleja en los impactos que tuvo en el mundo no
europeo, donde no sólo acercaba a los individuos y a los mercados, también suscitaba endeudamientos, dependencias económicas con respecto al país de donde
provenían los capitales, tal como ocurrió con el Imperio otomano, que quedó en
una situación de mayor subordinación con respecto a Alemania luego de la construcción de la línea férrea entre “Berlín-Bizancio-Bagdad”.
También ocasionó una intensificación de los intercambios continentales, y
con ello, un fenómeno que tendría la mayor importancia: la convergencia de precios. “Fue la convergencia de precios en el mercado mundial y su tendencia a la
igualdad a finales del siglo XIX la puesta en escena de una verdadera globalización. La convergencia de precios tuvo como consecuencia acelerar la división
internacional del trabajo, los países más caros fueron obligados a reducir o incluso
a suprimir su producción en provecho de un aprovisionamiento exterior. Fue para
reducir el costo social de esta adaptación que los países europeos recurrieron a finales del XIX a medidas proteccionistas encaminadas a resguardar a los agricultores amenazados por la competencia de los países nuevos” (Bénichi, 2006, p. 29).
Esta nivelación no fue óbice para que se siguiera acentuando la brecha que
separaba a los países ricos de los pobres ni para que se intensificaran aún más
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
77
los contrastes dentro del mismo Occidente. Si 390 millones de europeos representaban en 1901 el 24% de la población del planeta, realizaban la mitad de la
producción mundial. Pero en esta coyuntura el centro de Europa se convirtió en
el motor de la expansión industrial, mientras las áreas meridionales y orientales
permanecían rezagadas y apegadas al legendario régimen agrícola.
Este proceso, empero, comportó especificidades en los distintos países, es
decir, no en todas las naciones se expresó de la misma manera, no en todos los
Estados se intensificó la integración en la economía mundial de la mano del ferrocarril y del barco a vapor. En Estados Unidos, por ejemplo, la reducción del
costo de los transportes contribuyó a fortalecer la consolidación del expansivo
mercado interno y posibilitó la integración de la mayor parte de los estados de la
Unión dentro del naciente mercado nacional. En el caso de este país emergente
no fue muy evidente que los transportes incrementaran la integración en la economía mundial, como sí lo hizo en la aceleración de la unificación del mercado
nacional. Distinta fue la situación que predominó en la mayor parte de los países
latinoamericanos, que buscaron el establecimiento de modelos extravertidos de
desarrollo, los cuales, a través de la exportación hacia Europa o Estados Unidos
de una materia prima o un recurso natural, anhelaban potenciar el desarrollo. En
este caso fue más fuerte la integración del correspondiente “enclave” productivo
con la economía mundial que la unificación de un mercado nacional, el cual, por
regla general, siguió siendo un mosaico de formaciones sociales dispares.
La masificación de estos medios de transporte y la reducción de los fletes en
el comercio internacional no sólo incidieron en temas conexos con la economía,
también tuvieron un gran impacto en la infraestructura y las instituciones. Lo
primero fue factible por las masivas exportaciones de capitales europeos, cuya
voluminosa cuantía hizo posible sufragar la construcción de la infraestructura de
la economía mundial. Es de señalar que ésta fue la primera vez en la historia de la
humanidad en que surgió un circuito regular y permanente que posibilitó la interpenetración constante entre las distintas economías nacionales. Si nos atenemos a
la construcción de vías férreas, observamos que los kilómetros de vías construidos aumentaron de manera exponencial. Como se observa en el cuadro 4, de 212
kilómetros levantados en la década de los treinta del siglo XIX se pasó a más de
un millón en la primera década del siglo XX. Su repartición, obviamente, no era
equivalente en las distintas regiones del planeta; como tantos otros procesos, entonces y hoy en día, la distribución era muy desigual. En los albores del siglo XX,
Estados Unidos representaba cerca del 40%, en Europa se había construido un
tercio del total mundial, en América Latina alrededor de un 10%, un poco menos
en la extensa Asia y sólo un 5% se había reservado a África.
7.680
38.500
108.000
209.800
372.400
617.300
790.100
1.030.000
1.105.500
1840
1850
1860
1870
1880
1890
1900
1910
1913
362.700
351.300
294.400
225.300
169.100
104.900
51.900
23.500
2.930
175
Europa (a)
456.200
429.000
340.800
291.100
161.800
89.200
52.700
14.600
4.560
37
América Norte
110.900
94.400
61.400
40.300
12.900
3.980
1.280
410
195
-
América Latina
92.100
84.500
51.400
32.300
16.200
8.190
1.390
-
-
-
Asia (b)
b. Excluye la Rusia asiática.
a. Incluye Rusia.
Fuente: Paul Bairoch, Comerce extérieur et développement économique de l’Europe au XIXe siècle, París, Mouton, 1976.
212
1830
Total mundial
Cuadro 4
Evolución de las vías férreas en el siglo XIX y comienzos del XX
48.000
36.900
20.100
9.390
4.650
1.790
460
-
-
-
África
78
Hugo Fazio Vengoa
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
79
Lo segundo, es decir, la intensificación de la compenetración institucional,
se produjo porque se requería de una coordinación de iniciativas por parte de
los Estados en varios aspectos que se relacionaban con el funcionamiento de los
ferrocarriles. “La conexión sistemática de la economía mundial –escriben Osterhammel y Petersson– podía funcionar sólo gracias a una infraestructura perfeccionada, cuya existencia dependía de la iniciativa de los Estados nacionales. La
infraestructura de los transportes y las comunicaciones era financiada en medida mayor de lo que hoy se pueda imaginar; sin embargo, ferrovías, correos y
telégrafo requerían que los gobiernos se pusieran de acuerdo en lo relativo a las
modalidades y estándares técnicos” (Osterhammel y Petersson, 2005, p. 74). Con
pocas excepciones, como Rusia o España, países donde prevalecían ciertos criterios de seguridad, en general, se impuso una norma estándar en cuanto al ancho
de la trocha y de esta manera se pudo agilizar la conectividad entre las naciones
colindantes.
No menos importante fue otro par de consecuencias generadas por el ferrocarril: la estandarización del tiempo y el acortamiento del espacio. Desde algunos
siglos atrás se venía expresando una tendencia en torno a determinadas formas de
uniformización del registro del tiempo. Si nos atenemos exclusivamente a la realidad europea, podemos recordar que durante la Edad Media la datación variaba de
un país a otro. En Alemania, Suiza, Portugal y España el año “oficial” comenzaba
el día de Noel. En Venecia, el 1 de marzo; en Inglaterra, el 25 del mismo mes, y
en Rusia, con el equinoccio de primavera. En Francia el sistema era aún más complicado, porque el año se iniciaba el día de Pascua, fecha móvil que se organizaba
de acuerdo con el calendario lunar, es decir, se establecía a partir de la primera
semana de Luna llena luego del equinoccio de primavera, lo que implicaba que
hubiera años con mayor número de días que otros (Attali, 2004).
Fue en el siglo XVI cuando un nuevo calendario comenzó a imponerse en
el Viejo Continente. En 1564, en Francia se estableció que el año legal se iniciaba
el 1 de enero. Inglaterra seguiría los mismos pasos en 1752. La Rusia de Pedro
el Grande, en 1725, establecería la misma norma, pero, seguiría vigente el calendario juliano, lo que explica el hecho de que la Revolución de Octubre de 1917,
que cayó el día 25 de ese mes, se haya terminado celebrando el 7 de noviembre
(Latouche, 2005, p. 48). Las últimas resistencias en el Viejo Continente a este
calendario oficial no pudieron sobrevivir a Napoleón.
Hasta mediado del siglo XIX, cada ciudad, pueblo o aldea establecía su propio registro del tiempo. A título de ejemplo recordemos que sólo en Estados Unidos hacia 1870 existían alrededor de 80 diferentes horas ferroviarias. En Alemania existían cinco husos horarios en una fecha tan tardía como 1891 y en Francia
había regiones con catorce horas distintas. Los registros de tiempo eran diversos
80
Hugo Fazio Vengoa
y no existía coordinación entre unos y otros. Pero fueron los ferrocarriles y no
los gobiernos los que primero instituyeron la coordinación horaria (Kern, 1995,
p. 19).
En 1884, representantes de 25 países convocados a la primera conferencia
en Washington resolvieron establecer como meridiano 0 el de Greenwich. Poco a
poco, no sin grandes reticencias, otros países se fueron sumando a este acuerdo:
Japón coordinó su horario con Greenwich en 1888, Bélgica y Holanda en 1892,
Alemania, Austria-Hungría e Italia en 1893, etc. A las 10 de la mañana del 1 de julio de 1913 se asistió a un momento muy memorable: desde la Torre Eiffel se envió
la primera señal horaria transmitida a todo el mundo. Como sostiene Kern, una
vez que fue establecida esta estructura de una red electrónica global, la independencia de las horas locales comenzó a derrumbarse y el mundo a sincronizarse.
Esta uniformización del tiempo a partir del reconocimiento de una hora oficial hizo posible la aparición de un tiempo mundial. En esta sincronización, la
globalización encontró un nuevo asidero para su completa consagración. “La hora
GMT marca el triunfo de la concepción mecanicista y newtoniana del tiempo
sobre las concepciones tradicionales, vinculadas al ritmo de las estaciones y a
la posición de los astros. La consecuencia de ello fue una extraordinaria uniformización de los modos de vida y de pensamiento y una mimesis generalizada”
(Latouche, 2005, p. 48).
Ahora bien, como demuestra el antes mencionado historiador norteamericano Stephen Kern, esta hora global no solamente supuso la emergencia de una
estructura de tiempo planetario, también implicó alteraciones de las experiencias
personales. Conviene destacar este punto porque la emergencia de una condición
globalizada no solamente significa la aparición de unos puentes de coordinación
al nivel macro; también es un tipo de fenómeno que se experimenta en el nivel
individual e incluso en lo más recóndito de la cotidianidad. Esta sincronización
se convirtió, de esta manera, en un asunto que conmovió a todos los individuos,
tal como quedó claramente documentado en la importancia que la literatura de
la época (Joyce, Kafka, etc.) asignaba a las nuevas subjetividades y ataduras que
imponía el tiempo.
Cuando en cada país la economía se centralizó, la población se concentró en las ciudades y la burocracia política y el poder gubernamental aumentaron, la radiotelegrafía, el teléfono y el horario de la ferrovía hicieron necesario un sistema universal de
tiempo para coordinar la vida en el mundo moderno. Y como la ferrovía destruyó
parte del aspecto característico del aislamiento de las áreas rurales, de esta manera, la
imposición del tiempo público universal se entrometió en la unicidad de la experiencia
del tiempo personal. (Kern, 1995, p. 45)
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
81
En cuanto a las transformaciones espaciales, el ferrocarril ocasionó modificaciones en ningún caso menores. De una parte, supuso la reorganización del
espacio para adaptarlo a las necesidades del mismo: construcción de puentes, de
túneles y de nuevas aldeas y ciudades. Le dio nuevos asideros a la geopolítica,
situación que, por ejemplo, se puede visualizar en el afán de la Rusia imperial
por construir la línea entre Moscú y Vladivostok, con el fin de incrementar su
presencia en Asia y fortalecer su disposición en el Hinterland euroasiático. De la
otra, nada como el ferrocarril actuó más en el sentido de acortar las distancias.
Fernández-Armesto (2002, p. 477), en su texto Civilizaciones, escribió que “desde
el punto de vista de la historia mundial, la distancia importa. Cuanto más se extiende una influencia más se acercan sus resultados a un producto global”. Dentro
de esta perspectiva, se puede aseverar que el resultado más importante que tuvo
la innovación en este medio de transporte fue que acabó con la tiranía de la distancia. En esta demolición de la distancia, un buen complemento aparecería pocas
décadas después con las aeronaves primigenias, que permitieron por primera vez
surcar los cielos y visualizar y valorar lo alto y lo bajo.
La navegación a vapor, que sustituyó a los barcos a vela, tuvo un impacto
modernizador menor al nivel de los países, tomados individualmente, que el ferrocarril, salvo en el caso de aquellas naciones donde era factible masificar la navegación fluvial para carga y pasajeros, o cuando el país era una isla o se encontraba
distante de los grandes mercados, dado que en todos estos casos permitía romper
con el “ostracismo” impuesto por la naturaleza o la historia. Sus efectos fueron
de todos modos sensibles y duraderos, sobre todo por las implicaciones que tuvo
para el desarrollo del comercio internacional. Mientras que el ferrocarril tuvo un
radio de acción nacional y regional, y sólo tangencialmente intercontinental, la
navegación a vapor fue de naturaleza eminentemente internacional, ya que agilizó
los intercambios y el tráfico de personas y mercancías entre países y continentes,
las más de las veces, muy distantes los unos de los otros. A título de ejemplo se
puede citar que mientras que en 1830, el velero más rápido se demoraba 48 días en
hacer el trayecto entre Liverpool y Nueva York y tardaba 36 días en el camino de
vuelta, a partir de la década de los cuarenta, los barcos a vapor tardaban sólo 14
días en cada recorrido.
Al igual que el ferrocarril, la navegación a vapor también sirvió de estímulo para el desarrollo de algunas ramas de la economía (la industria metalmecánica, la producción de acero, etc.), contribuyó también a mejorar el conocimiento geográfico, reducir las incertidumbres en la navegación de ultramar,
acelerar la disminución de los fletes, estimular el desarrollo de la navegación
fluvial e inducir la construcción de dos importantes canales interoceánicos
(Suez y Panamá).
82
Hugo Fazio Vengoa
En el ámbito político, tuvo efectos no menores, ya que consagró el predominio británico y posteriormente norteamericano en los mares (Ferrer, 2000), principal fundamento del poder en el Viejo Continente y del descomunal expansionismo en dirección al mundo extraeuropeo. También permitió controlar por vez
primera ciertos espacios comunes, es decir, aquellas rutas que no se encontraban
todavía bajo el dictamen de ningún esquema soberano.
El barco de vapor aproximó tanto a algunas economías nacionales geográficamente distantes que acentuó los niveles de interpenetración entre distintas situaciones económicas y se convirtió en un amplificador de las crisis. Así ocurrió,
por ejemplo, con la utilización de la refrigeración en el comercio internacional. En
1876 se inició el transporte en barco de carne congelada entre Argentina y Europa
Occidental, y en la década siguiente Australia y Nueva Zelanda comenzaron a
enviar sus productos agropecuarios a los grandes mercados de América y Europa.
Con ello, “la refrigeración privó a los granjeros europeos de la protección natural
que la distancia proporcionaba a la carne local y a los productos perecederos”
(O’Rourke y Williamson, 2006, p. 58) y llevó a varios gobiernos a reimponer
aranceles en el comercio de importación, con lo cual se estimuló la finalización
del ciclo liberal y se retomó la senda del proteccionismo.
Si bien estos dos medios de transporte desempeñaron un gran papel en el
desarrollo de los vínculos globalizantes, otro tipo de innovaciones en la materia
también actuó en el sentido de modificar el espacio, unificar el tiempo y acentuar
la compenetración. Entre éstas se pueden citar los tranvías eléctricos y el metro
subterráneo, que aligeraron la circulación en las grandes ciudades y conectaron a
éstas con otros centros urbanos aledaños. Con anterioridad a la Primera Guerra
Mundial once grandes urbes habían inaugurado redes de transporte masivo subterráneas (Nueva York, 1868; Estambul, 1875; Budapest y Glasgow, 1897; Viena,
1898; París, 1900; Boston, 1901; Berlín, 1902; Filadelfia, 1907; Hamburgo, 1912,
y Buenos Aires, 1913).
Cabe también destacar que todos estos medios y sistemas de transporte no
estaban desvinculados los unos de los otros. Por el contrario, existían numerosos
puntos de interconexión en las estaciones centrales de los ferrocarriles, en los
puertos marítimos y fluviales o en determinados sitios en las grandes ciudades.
Es decir, estos medios de transporte articularon estas diferentes espacialidades y,
con la unificación del tiempo, actuaron como enlaces para los disímiles sistemas
que de ellos se derivaban. A diferencia de lo que ocurría en los siglos anteriores
cuando un individuo vivía en un plano más unidimensional, a partir de este momento, la vida cotidiana comenzaba a transcurrir en distintas dimensiones espaciales y temporales.
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
83
En el plano de las comunicaciones, las innovaciones tuvieron un impacto en
ningún caso menor. Como decíamos con anterioridad, mucho se habla en la actualidad de que internet y los demás medios de comunicación y de transmisión de
información modernos han permitido el desarrollo de los sistemas de comunicación en tiempo real. Algo similar ocurrió en el siglo XIX, tal como puede observarse en el hecho de que mientras los mensajes se tardaban ocho meses en hacer
el recorrido entre Gran Bretaña y la India, con el telégrafo el intervalo se redujo a
cinco horas. El telégrafo óptico y después el telégrafo, el tendido de cables submarinos, la radiotelefonía, la radio y el teléfono acortaron a tal punto las distancias
terrestres, marítimas y aéreas que permitieron por primera vez una comunicación
prácticamente instantánea. En la década de los setenta del siglo XIX, los cinco
continentes quedaron comunicados súbitamente a través de los cables submarinos. Los cambios, en ese entonces, fueron quizás aún más revolucionarios que los
que nos han correspondido vivir porque crearon la idea y le dieron un contenido
real a la noción de instantaneidad. Al respecto, John Thompson ha escrito:
La separación del espacio y del tiempo preparó el camino para otra transformación íntimamente relacionada con el desarrollo de las telecomunicaciones: el descubrimiento
de la simultaneidad despacializada. En los primeros períodos históricos la experiencia
de la simultaneidad –esto es, de los acontecimientos que ocurren al mismo tiempo– suponía la existencia de un lugar específico en el que el individuo podía experimentar los
acontecimientos simultáneos. La simultaneidad presuponía localidad: el mismo tiempo presuponía el mismo lugar. Sin embargo, con la separación del espacio y del
tiempo desencadenada por las telecomunicaciones, la experiencia de la simultaneidad
se separó de la condición espacial. Fue posible experimentar acontecimientos de manera simultánea a pesar del hecho de que sucediesen en lugares espacialmente lejanos.
En contraste con la exactitud del aquí y el ahora, surgió un sentido del ahora que nada
tiene que ver con el hecho de estar ubicado en un lugar concreto. Simultáneamente se
extendió en el espacio para finalmente convertirse en global. (Thompson, 1995, p. 53)
Conviene detenerse brevemente en este aspecto porque ha sido un lugar común de la literatura contemporánea considerar que un rasgo particular de nuestra
contemporaneidad consistiría en la dilatación del presente, fenómeno que ocasionaría una sensible reorganización en las relaciones con el pasado y el futuro.
Es decir, se sostiene habitualmente que nos encontraríamos en la actualidad en
medio de un nuevo régimen de historicidad que sería presentista y global (Hartog, 2003). Sobre el particular, en un trabajo anterior (Fazio, 2008) anotábamos
que esta presentización obedece a que hasta hace no mucho, mientras primó la
modernidad clásica, nos enfrentábamos a un tipo de modernización que se estructuraba en torno al tiempo de la política, lo que implicaba constantes referencias al
pasado para el manejo del presente, y mantenía el objetivo de inventar un futuro
propio. En la actualidad, como producto de las grandes innovaciones económicas, tecnológicas y comunicacionales se ha comenzado a desplazar el anterior
84
Hugo Fazio Vengoa
vector configurador del tiempo por la cadencia de la economía y, sobre todo, del
mercado, el cual a partir de la velocidad del consumo, de la producción, de los
intercambios y las utilidades tiende a desvincular el presente del pasado, transforma todo en actualidad y retrotrae los anhelos futuros a la inmediatez. Dentro
de esta modalidad bajo la cual se comprime un tiempo que tiende a presentizarse
participan también las modernas tecnologías, que promueven la dictadura de la
inmediatez, y la televisión, que impone la temporalidad del videoclip, totalmente
ignorantes de lo anterior y lo posterior (Chesneaux, 1996). Esta tendencia que
convierte al presente en la referencia temporal principal entraña una readecuación
de las relaciones que éste mantiene con el pasado y el futuro,
[…] y altera un cambio del significado mismo que se atribuye al pasado y al futuro.
Esto implica también que se debilita el nexo directo entre el pasado y el futuro porque
la interposición del presente no sólo es más significativa, sino que además termina
por convertirse en una variable autónoma, que atrae el pasado y el futuro a su órbita.
En un cierto sentido, el pasado y el futuro pierden su significado autónomo, tienden a
convertirse en apéndices funcionales respecto al presente: son pensados y reinventados en función de las exigencias del presente. (Ferrarese, 2002, p. 12)
Si bien la presentización es una impronta muy particular de nuestra contemporaneidad, a finales del XIX, bajo el impacto de los modernos medios de
comunicación de la época, tuvo lugar una clara renegociación en la relación que
se establecía con el tiempo, con un presente que también tendía a dilatarse. “El
efecto del teléfono sobre el pasado y el presente fue inmediatamente reconocido:
eliminaba la conservación del pasado de la carta y alargaba el ámbito espacial del
presente”, escribe el historiador Stephen Kern (1995, p. 118).
Al igual que en nuestra contemporaneidad, estos medios de comunicación
hicieron posible una intensificación de los flujos comunicacionales y culturales
mundiales. Tal como sosteníamos hace algunos años (Fazio, 2001), ya hacia mediados del siglo XIX existía una gran demanda de información por parte de los
círculos financieros, comerciales, militares y políticos. El primer indicador de
ello fue la aparición y la consolidación de agencias noticiosas (Havas en Francia
en 1835, Wolf en Alemania en 1848, Reuter en Gran Bretaña en 1851) y la masificación de los medios de comunicación impresos. No fue extraño que precisamente en esos años los periódicos se convirtieran en importantes empresas que empezaban a contar con una planta profesional de periodistas y que se beneficiaron del
perfeccionamiento de las impresoras rotativas que, en el caso de los periódicos,
permitían producir, a mediados de los años sesenta del siglo XIX, más de 35 mil
ejemplares por hora.
Algo similar ocurría con la industria del libro. La masificación de la instrucción, la existencia de un público cultivado y la demanda de conocimiento e infor-
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
85
mación se convirtieron en sólidos estímulos para el fortalecimiento del mercado
del libro. Es decir, la información y el saber se entronizaron con el mercado y
permitieron que el conocimiento y la información (principalmente occidental) se
difundieran por todo el globo. Por doquier fue apareciendo así una “constelación
moderna de la cultura”, compuesta de circuitos culturales paralelos, cada uno con
sus propias lógicas de producción y consumo, y también con productos artísticos
y públicos diferentes (Subercaseaux, 2000, p. 85).
Fue también la época que vio desaparecer muchas lenguas locales tradicionales, consolidarse los idiomas cosmopolitas y emerger lenguajes nuevos, llamados pidgins. Se trataba de “idiomas reducidos a lo esencial, con un mínimo de
gramática, creados por gente que se ve obligada a convivir sin tener una lengua
en común” (McNeill y McNeill, 2004, p. 297).
En esta época igualmente se perfeccionó la fotografía y hacia finales del
siglo tuvo lugar la primera proyección cinematográfica (28 de diciembre de 1895
en París). En 1899, Guglielmo Marconi realizó la primera comunicación basada en ondas hertz entre Inglaterra y Francia, con lo cual se dio nacimiento a la
telegrafía sin hilos. En 1885 se realizó la primera grabación sonora analógica,
producción que empezó a ser explotada por grandes empresas especializadas en
este tipo de reproducción (Columbian Broadcasting System en 1889 y Deutsche
Grammophon Gesellschaft en 1898). Si a esto le sumamos las masivas migraciones, la expansión del comercio internacional y de las inversiones, y las políticas
imperialistas y colonialistas, se puede fácilmente suponer que los vínculos en el
mundo se volvieron más sólidos y los contactos culturales más estrechos, aun
cuando se direccionaran básicamente en un solo sentido: de Europa y Estados
Unidos hacia el resto del mundo.
Sin embargo, erróneo sería suponer que con estas innovaciones se aceleró
la globalización cultural. Más bien podría hablarse de una intensificación de la
internacionalización cultural y del surgimiento de ciertos factores que harían posible en las décadas venideras el desarrollo de las industrias culturales. Pero lo
que sí es muy significativo es que la cultura asumió los canales de distribución
del mercado, de lo cual se desprende que con el tiempo aparecerían industrias
culturales y se asistiría a una acentuación en la mercantilización de los bienes
culturales. A ello cabe agregar que el espesor cultural de los pueblos de Asia y
África –a veces con sus grandes civilizaciones y en otras porque el comercio
constituía una actividad muy localizada– sirvió de barrera impermeabilizadora
para la penetración cultural europea, por lo que en un primer momento el radio de
acción de ésta quedó confinada básicamente en Europa, las colonias blancas de
Oceanía y el continente americano.
86
Hugo Fazio Vengoa
Al nivel de la cultura, conviene también resaltar que el período en cuestión
se caracterizó también por el afán de desvirtuar algunas de las bases en las que
se había sustentado la racionalidad ilustrada del siglo XVIII. Si Marx, Freud y
Nietzsche personificaron estas tendencias, el verdadero precursor fue otra mente
igualmente brillante: Alexander von Humbolt, a quien muchos han considerado el
último gran sabio, pero que en realidad desarrolló “una conciencia del mundo en
continuo cambio […] vinculó contenidos y formas de pensar filosófico-científicoculturales y científico-naturales en un mundo en cambio crecientemente globalizado y con ello en creciente complejización” (Ette, 2007, p. 71).
A Marx le correspondió elaborar la primera “explicación científica” de rechazo a la sociedad capitalista y fue, quizá, el gran pensador “globalizado avant
la lettre”. Freud demostró que en muchas acciones los individuos están motivados
por circunstancias que no pueden controlar, y Nietzsche, con su figura del superhombre amoral, demostró que el nuevo hombre se interesa más en sí mismo que en el deber social. Para este último el individuo ansiaba la búsqueda de objetivos propios. Los
nuevos ambientes de socialización permitían a los individuos construirse proyectos
personales, identidades distintas a las de la familia o a la del trabajo. Todo esto estaba
muy asociado a la urbanización, aquel lugar en expansión donde se debilitaban los
vínculos tradicionales y aumentaban las experiencias extrafamiliares.
Es decir, con estos pensadores se empezó a cuestionar la racionalidad de los
proyectos ilustrados hegemónicos tal cual existían en ese entonces. Aquí nuevamente podemos establecer un parangón con nuestro presente inmediato. El posmodernismo en alguna medida ha desempeñado un papel similar al de estas tesis
contestatarias a los discursos hegemónicos y ha alimentado la idea de ruptura con
el pasado y de inicio de una nueva era.
Una gran diferencia con nuestro presente más inmediato es que mientras que
las actuales innovaciones en el plano de la comunicación y de la información se
han masificado velozmente y millares de personas pueden disponer de esos medios modernos, incluso en sus propios hogares, en el siglo pasado su acceso estaba
restringido a las grandes empresas industriales, los ferrocarriles, las empresas
navieras, los militares, las agencias noticiosas y el cuerpo diplomático. Pero en
ese entonces el impacto de estos modernos medios fue muy grande, sobre todo si
comparamos con lo que había antes y si tenemos en cuenta que hasta mediados
del siglo XIX la información se transmitía a la misma velocidad del traslado de
las personas y de las cosas. “La tecnología de frontera para la transmisión de noticias era entonces la paloma mensajera” (Ferrer, 2000, p. 59).
Giddens ha sostenido que la masificación requirió que pasaran 40 años para
que la radio estuviese al alcance de 50 millones de personas; fueron necesarios
Revoluciones industriales, naciones y globalización económica
87
15 años para que un número similar de personas en Estados Unidos tuviera un
computador personal pero sólo 4 años para que un idéntico número de personas
tuviera acceso a internet (Giddens, 2000). Y aunque no alcanzaran las proporciones nuestras, su alcance fue muy significativo. En 1900 la red telegráfica mundial
comprendió 1,9 millones de kilómetros, red en la cual se intercambiaban anualmente alrededor de 500 millones de mensajes (Bairoch, 1997, tomo 1, p. 39).
Existe, igualmente, otra diferencia cualitativa entre esa revolución comunicativa y la que ha tenido lugar en nuestro presente. Juan Carlos Rodríguez Ibarra
sintetiza muy bien este problema cuando escribe que el cambio que ha experimentado la información a lo largo de la historia ha transitado del todos para uno, pasando por el uno para todos, para llegar finalmente al todos para todo. El primero
se ejemplifica en esos miles de monjes que recopilaban los saberes para el uso y el
disfrute del príncipe. El segundo esquema “quedó reflejado en la invención de la
imprenta, la radio, televisión, etcétera, donde un solo ser humano estaba en condiciones de informar a millones. En los momentos actuales, las cosas han cambiado
y ya no estamos en el todos para uno, ni en el uno para todos. Es el momento del
todos para todos, representado por internet, donde 6.000 millones de ciudadanos
están en condiciones de poder informar a esos 6.000 millones y de recibir información recíprocamente” (Juan Carlos Rodríguez Ibarra, “¿Crisis económica o de
modelo?”, El País, 2 de julio de 2008).
La revolución en los medios de transporte y comunicación, en síntesis, le dio
un nuevo contenido de sistematicidad a la conformación de los espacios globalizados, entendidos éstos como redes interconectadas, que, con su desenvolvimiento,
creaban y ampliaban dichas espacialidades. Con estas innovaciones aparecieron
numerosos sistemas de transporte de mercancías y de personas y modernos sistemas de comunicación (telegráfico, noticioso) que posibilitaron el surgimiento de
espacialidades diferenciadas, pero siempre en algún punto interconectadas entre
sí, que aproximaban a los individuos y a las sociedades en tanto que las personas
tenían que asumir una concepción del tiempo, consustancial a estos sistemas, que
era lo que a la postre permitía que estos espacios pudieran funcionar.
Sin un manejo adecuado del tiempo estas espacialidades hubieran quedado
vacías y simplemente no hubieran podido operar. Por lo tanto, estos sistemas nacidos a partir de estas importantes renovaciones tecnológicas condujeron a una
unificación y/o coordinación espaciotemporal, elemento consustancial a las nuevas formas que estaba asumiendo la globalización. Con la consolidación de estos
espacios (inmateriales, pero que constituyen dimensiones donde se desenvuelven
objetivamente las relaciones sociales), que daban también una mayor fluidez a la
expresión de ideas y bienes simbólicos, se rompió la territorialidad de los mismos,
que había sido inherente al desarrollo de la globalización en las etapas inmediata-
88
Hugo Fazio Vengoa
mente anteriores, y se acentuó el carácter transformador de este proceso en tanto
que aceleró los cambios en las distintas comunidades que se adaptaban a estas
nuevas formas de interdependencia.
En síntesis, si durante las fases anteriores la globalización había consistido
fundamentalmente en un dominio del espacio (el descubrimiento de nuevas zonas
geográficas, el comercio internacional, la constitución de los espacios nacionales), con la Revolución Industrial el manejo del tiempo se convirtió en un factor
de productividad, lo que permitió que se introdujera una dimensión prácticamente
desconocida hasta entonces. Con esta nueva revolución industrial se produjeron
una expansión y una coordinación de las actividades espaciotemporales. Con ello,
la globalización, aun cuando todavía se encontraba restringida a ámbitos localizados, y no afectaba a vastos sectores que habitaban principalmente en las áreas
rurales de Europa y a buena parte del mundo periférico, hace su ingreso con
fuerza en la historia.
3. Hacia la conformación
de una economía mundial
El campo donde de manera más clara se expresaron los nuevos instrumentos que
ponía a disposición este segundo ciclo industrializador fue en el plano de las relaciones económicas. Si la Primera Revolución había creado las condiciones para
impulsar nuevas modalidades de integración de distintas economías y sectores
dentro de un mismo circuito económico compartido, eso pudo haber quedado como un cambio con alcances limitados, de no haberse revolucionado el campo
de los transportes y de las comunicaciones. El impacto no sólo fue cuantitativo,
igualmente importante fue el hecho de que hizo posible el surgimiento de nuevos
ámbitos de realización de la economía como el mercado financiero, el cual siguió
siendo internacional, pero no bajo la figura de la interconexión, tal como venía
funcionando por lo menos desde el siglo XIII, sino de la compenetración entre
economías nacionales.
En esa época, los primeros mercados de capitales que comenzaron a actuar
mancomunadamente, con altos niveles de integración, fueron el norteamericano
y el británico. Indudablemente el origen de esta interpenetración se remonta a la
puesta en funcionamiento del cable telegráfico en julio de 1866, que incrementó
el flujo de información y acortó el tiempo de transmisión. Con la transferencia
por cable, los inversionistas podían encontrar la información sobre los precios y
enviar las respectivas decisiones en el intervalo de un día, en lugar de las tres
semanas que se demoraba anteriormente el barco. Para 1900, las decisiones de un
agente londinense llegaban a la bolsa de Nueva York en sólo tres minutos. Claro
está que este acceso a la tecnología entrañó, en perspectiva, un nuevo elemento de
diferenciación en tanto que los beneficios quedaron reservados a quienes tuvieran
acceso a estos medios, y castigaba a quienes estaban privados de los mismos. No
obstante estas desigualdades, las principales consecuencias fueron que el mercado
financiero se volvió más denso, los precios de las mercancías y de los intereses se
aproximaban al estándar de una convergencia y las crisis y depresiones saltaban de
país en país a través de las fronteras sin que ninguna fuerza las pudiera contener.
La novedad que entrañaba el aparecimiento de este mercado y la celeridad
con que el capital traspasaba las fronteras nacionales fueron valoradas por im-
90
Hugo Fazio Vengoa
portantes intelectuales de la época como algunos de los principales rasgos del
capitalismo decimonónico. Rudolf Hilfering, en 1910, al respecto, escribió: “El
capital financiero, en su consumación, se autonomiza del suelo de donde es originario. La circulación del dinero será innecesaria; el incesante devenir del dinero ha alcanzado su objetivo: la sociedad regulada, y el perpetuum mobile de la
circulación, encuentra, al fin su paz”. Qué lejos se estaba de los albores del siglo
XIX cuando la participación del movimiento internacional de capitales no representaba más del 1% de la acumulación de capital en la economía mundial (Ferrer,
1999, p. 18).
Los dos ciclos industrializadores se encuentran, de esta manera, detrás de
muchas de las principales transformaciones económicas que ocurrieron durante el
siglo XIX. Actuaron en el sentido de promover un sensible incremento de la producción mundial, la cual aumentó en promedio en un 400% a lo largo de la centuria. También intervinieron a través del estímulo que ocasionaron para que se produjera un sensible incremento en la movilidad de todo tipo de factores, situación
que hizo posible que el comercio internacional recibiera un apalancamiento como
nunca antes había ocurrido. Entre 1800 y 1913 el comercio internacional aumentó
25 veces (véanse los cuadros 5, 6 y 7). Claro está que esta progresión geométrica
obedecía al bajo punto inicial. En 1800 las exportaciones representaban alrededor
del 1% del producto mundial y la economía más abierta era la inglesa, donde alcanzaba cerca del 3% del producto nacional. Esta tendencia sostenida dirigida al
fortalecimiento de la participación del comercio exterior se manifestó de manera
más fuerte en los países más desarrollados de Europa; sin embargo, la periferia,
aun cuando se desplazara a otro ritmo, en ningún caso se quedaba atrás. También
en América Latina se registró una enérgica ampliación de las exportaciones y el
crecimiento del comercio de productos básicos se expandió mucho más rápidamente que las manufacturas.
Este crecimiento, que progresaba geométricamente, tiene una explicación
muy evidente: no obstante la modernización que caracterizó a este período, todavía en la segunda mitad del siglo XIX la mayor parte de la producción –incluso en
varias de las naciones europeas más desarrolladas, de acuerdo con los estándares
de la época– se realizaba al margen del mercado y era, por tanto, una producción
de autoconsumo orientada a satisfacer las necesidades inmediatas de la población
local. Como acertadamente prevenía Fernand Braudel, se corre un serio peligro
cuando los análisis se fijan exclusivamente en aquello que prestamente se transforma, en el campo de acción de la economía de mercado, “que la describamos
con un lujo de detalles que pueda llegar a sugerir una presencia invasora, insistente, cuando en realidad sólo es un fragmento de un vasto conjunto, por su propia
naturaleza, que la reduce a un papel de lazo entre la producción y el consumo; y
68,5
67,6
67,5
70,6
72,2
69,5
71,1
67,8
1840
1850
1860
1870
1880
1890
1900
1910
7,6
6,7
8,5
8,4
9,2
9,1
12,2
9,8
11,9
América
Norte
7,5
5,3
7,2
6,0
6,8
7,7
8,9
9,8
7,8
América
Sur
9,8
9,8
9,1
8,6
9,6
10
7,9
8,6
6,3
Asia
4,8
4,4
3,0
2,5
2,1
3,2
2,6
2,3
1,6
África
314
1.232
Bélgica
Dinamarca
467
1870
Austria
País/año
100
100
2,4
1.494
7.318
2.024
1913
2.705
7.845
1.746
1929
3.579
8.182
1.348
1950
16.568
61.764
13.899
1973
100
100
100
100
100
100
100
Total
2,7
2,8
2,3
1,7
2,5
0,8
0,9
0,3
Oceanía
49.121
175.503
69.519
1998
Cuadro 6
Valor de las exportaciones de mercancías en precios constantes, países seleccionados, 1870-1998
(millones de dólares de 1990)
Fuente: Paul Bairoch, Commerce extérieur et développement économique au XIXe siècle, París, 1976.
72,1
1830
Europa
Cuadro 5
Estructura geográfica de las exportaciones europeas
(en porcentaje)
Hacia la conformación de una economía mundial
91
455
724
2.495
850
n. a.
222
854
166
114
242
202
Canadá
EE. UU.
España
URSS/Rusia
Argentina
Brasil
Chile
Colombia
México
Perú
12.237
Australia
Reino Unido
1.107
1.727
Países Bajos
Suiza
1.788
Italia
713
6.761
Alemania
Suecia
3.512
Francia
223
310
Finlandia
Noruega
1870
País/año
(continuación)
409
2.363
267
702
1.888
1.963
6.666
3.697
19.196
4.044
3.392
39.348
5.735
2.670
854
4.329
4.621
38.200
11.292
1.597
1913
1.142
3.714
811
1.352
2.592
3.096
3.420
3.394
30.368
7.812
3.636
31.990
5.776
4.167
1.427
7.411
5.670
35.068
16.600
2.578
1929
1.172
1.999
1.112
1.166
3.489
2.079
6.472
2.018
43.114
12.576
5.383
39.348
6.493
7.366
2.301
7.411
5.846
13.179
16.848
3.186
1950
4.323
5.238
2.629
2.030
9.998
4.181
58.015
15.295
174.548
60.214
18.869
94.670
38.972
34.431
11.687
71.522
72.749
194.171
104.161
15.641
1973
6.205
70.261
11.117
18.228
49.874
23.439
119.978
131.621
745.330
243.015
69.324
277.243
78.863
103.341
58.141
194.430
267.378
567.372
329.597
48.697
1998
92
Hugo Fazio Vengoa
88
Tailandia
17.266
495
70
171
180
-
1.648
989
9.480
4.197
-
-
1.374
1913
24.294
640
261
1.292
678
-
4.343
2.609
8.209
6.262
-
-
2.593
1929
Fuente: Angus Maddison, The World Economy, París, OECD, 2006, p. 360.
5.230
-
Total
0
Corea del Sur
55
Filipinas
Taiwán
-
51
Pakistán
Japón
172
3.466
India
Indonesia
1.398
-
Birmania
China
-
n. a.
Venezuela
Bangladesh
1870
País/año
(continuación)
21.030
1.148
180
112
697
720
3.538
2.254
5.489
6.339
269
284
9.722
1950
147.733
3.081
5.761
7.894
2.608
1.626
95.105
9.605
9.679
11.679
235
445
23.779
1973
1.025.122
48.752
100.639
204.542
22.712
9.868
346.007
56.232
40.972
190.177
1.075
4.146
29.411
1998
Hacia la conformación de una economía mundial
93
2.100
2.709
7.000
2.325
50.345
Europa del
Este y antigua
URSS
América Latina
Asia
África
Mundo
212.425
14.625
22.900
10.910
8.726
27.425
127.839
1913
295.621
29.379
41.800
25.235
14.780
62.892
121.535
1950
Fuente: Angus Maddison, The World Economy, París, OECD, 2006, p. 361.
3.783
32.428
Territorios de
ultramar
occidentales
Europa
Occidental
1870
1.690.648
97.184
372.170
66.155
127.285
254.128
773.726
1973
3.456.762
99.277
883.309
139.611
166.252
570.380
1.597.933
1990
Cuadro 7
Valor de las exportaciones mundiales, por regiones, a precios constantes, 1870-1998
(millones de dólares de 1990)
5.817.080
154.290
1.577.571
286.043
237.148
1.071.432
2.490.596
1998
94
Hugo Fazio Vengoa
Hacia la conformación de una economía mundial
95
de hecho, antes del siglo XIX es una simple capa, en ocasiones muy fina, situada
entre el océano de la vida cotidiana que subyace y los procedimientos del capitalismo que, una vez cada dos, la dirigen desde arriba” (Braudel, 1997a, p. 47).
Valga igualmente recordar que a comienzos del siglo XIX no más del 2% de
la producción europea se destinaba a la exportación. A finales de la centuria la
situación ya era otra: esta proporción se había encumbrado al 14%. Para 1913, en
vísperas de la Primera Guerra Mundial, alrededor del 33% de la producción mundial se comerciaba a través de las fronteras nacionales (Hoogvelt, 2001, p. 14). Fue
así como entre 1870 y 1914, la economía mundial alcanzó una tasa de crecimiento
jamás vista en la historia: 2% en promedio, un cociente tres veces mayor que el de
los cincuenta años anteriores y ocho veces más rápido que el crecimiento alcanzado entre 1500 y 1800.
Además de este cambio de naturaleza cuantitativa, se registró también una
transformación cualitativa y espacial. De una parte, la producción de zonas geográficamente distantes de los principales centros económicos mundiales empezó
a quedar integrada en la economía mundial. La geografía del comercio mundial
registró un vuelco trascendental; al ampliarse su radio de acción se estimuló el
tránsito de una economía-mundo, al decir de Braudel, a una economía mundial.
Con anterioridad a que se masificaran estos nuevos medios de transporte, la geografía del comercio internacional se extendía exclusivamente hacia las regiones
costeras o las zonas próximas a los centros de consumo. Pero a partir de mediados
del siglo XIX ya no existían lugares que estuvieran vedados para el mercado: el
ferrocarril facilitó la vinculación de los enclaves productivos distantes de las zonas de comercialización con los puertos, y a través de éstos los barcos realizaban
el enlace con los principales centros del mercado mundial.
También la composición del comercio internacional sufrió una radical transformación. Si en las décadas anteriores –debido a las severas limitaciones que
constreñían el transporte, con altos fletes, y un mercado delgado– el comercio se
realizaba entre productos de alto valor, a finales de este período, las dos terceras
partes de los bienes intercambiados consistían en productos de bajo valor comercial, como las materias primas o los productos agrícolas (v. gr., los cereales), pero
que debido a la reducción de fletes podían ser transportados a mercados lejanos.
Al respecto, McNeill y McNeill (2004, p. 247) concluyen:
El comercio a gran distancia en 1700 había sido principalmente de mercancías preciosas, tales como especias, azúcar y sedas. En 1800 los costes habían bajado lo suficiente para que valiera la pena embarcar cantidades masivas de tabaco, opio, algodón y té,
entre otras mercancías. En el siglo XIX, especialmente después de 1850, las tarifas de
carga bajaron más rápidamente al mejorar la tecnología de los vapores y crearse líneas
marítimas que dirigían el negocio con eficacia. Durante la fiebre del oro de California,
96
Hugo Fazio Vengoa
San Francisco importó incluso casas prefabricadas de Hong Kong. Pronto atravesaron
los océanos varias clases de mercancías, entre ellas carbón y cereales, con lo que no
tardó en cuadruplicarse el tráfico mundial (1850-1910).
La demanda creciente de bienes y recursos provenientes de las regiones periféricas condujo a un aumento sustancial de la participación del conjunto de estos
países dentro del comercio mundial. Fue común para los países de América Latina, África y Asia –ya fueran colonias, semicolonias o países independientes–
que realizaran una parte sustancial de las exportaciones mundiales de materias
primas. En 1860, los principales rubros con que estas regiones participaban en el
mercado mundial consistían en fibras textiles (14,8%), pieles y sedas (4,0%), azúcar (18,1%), café, té y chocolate (18,7%), tabaco (4,0%), metales preciosos (4,4%), e,
indiscutiblemente, su participación en la comercialización de productos manufacturados era muy baja: representaba sólo el 3,7% del total de envíos que realizaban
al exterior (O’Brien, 2006, p. 263).
Es muy llamativo el hecho de que –debido a la gran demanda de productos
primarios, alimentarios tropicales y temperados, de productos agrícolas de uso
industrial como las fibras textiles, los combustibles y los minerales– estos rubros
llegaron a representar, entre 1880 y 1913, las dos terceras partes del comercio
mundial (Bénichi, 2006, p. 32), lo cual significaba que el lugar y la participación
de las regiones periféricas eran muy relevantes y, de hecho, constituían eslabones
fundamentales del sistema en formación, y denotaba también que los países más
industrializados participaban de igual forma en este tipo de exportación.
Con respecto a nuestra región, hace algunos años un analista sostenía que
“como parte de este proceso mundial, América Latina se vio cada vez más integrada en la estructura de articulación subordinante que proporcionaba el sistema del mercado mundial” (Glade, 1991, p. 7). A primera vista, esta aseveración
podría parecer una verdad de Perogrullo, porque de hecho el subcontinente se
encontraba vinculado con las economías del Atlántico norte desde mucho antes
de que estos países consumaran su independencia. El elemento de novedad que
comportaba la nueva condición que se estaba creando consistía en que la compenetración empezaba a adquirir altos niveles de sistematicidad.
Aun cuando no alcanzara una intensidad análoga a la que nos ha correspondido vivir, esta creciente internacionalización se constituyó en una evidente modalidad de globalización económica. La geografía de los intercambios se ampliaba
sin cesar y los vínculos se volvían regulares y sistemáticos. Esto, empero, no iba
obviamente en contravía de una fuerte concentración del comercio internacional.
Las tres cuartas partes de las transacciones internacionales se realizaban dentro
de Europa y en un triángulo cuyos vértices estaban representados por Europa
Hacia la conformación de una economía mundial
97
Occidental, América del Norte y Australia y Nueva Zelanda. Los países europeos,
que conformaban el corazón del sistema, realizaban alrededor de dos tercios de
los intercambios mundiales. Como se puede observar en el cuadro 5 los flujos
intraeuropeos representaban la parte más sustancial del comercio mundial.
Los intercambios de Europa con el resto del mundo correspondían a poco
más del 20% del comercio internacional. Sus principales socios extrarregionales
eran Estados Unidos y Canadá, y, a partir de la década de 1860, un lugar cada vez
más preponderante le empezó a corresponder a Asia, ocupando América Latina
un tercer lugar (Bénichi, 2006, p. 31). En el universo de los países colonizados,
los únicos lugares que actuaban como nodos comerciales con gravitación mundial
eran India y Sudáfrica.
En cuanto a la estructura del comercio, la mayor parte de las importaciones
que realizaban los países europeos (80%) consistía en materias primas y sólo una
quinta parte estaba conformada por manufacturas. Las exportaciones, por el contrario, estaban representadas en un 60% por productos manufacturados, contra
un 40% de primarios.
Este ciclo de prosperidad fue evidentemente desigual y no afectó de idéntica
manera a las distintas regiones del planeta ni tampoco a todos los países tomados
de manera individual. Era un juego de suma cero: favoreció a unos en detrimento
de otros. Hacia 1800, Europa Occidental, que representaba el 10% de la población
mundial, realizaba el 15% de la producción global, mientras que en 1913, las zonas
más desarrolladas del Viejo Continente y Estados Unidos, que totalizaban el 17%
de la población del planeta, representaban casi el 50% del producto mundial.
De tal suerte, se puede sostener que si la Primera Revolución Industrial creó
las condiciones para que en potencia se formalizara una división internacional
del trabajo, este nuevo período le imprimió un sólido impulso a la diferenciación
entre un centro cada vez más rico y poderoso y vastas zonas periféricas. Es
decir, en momentos en que se asistió a un fortalecimiento de la internacionalización, los países europeos más desarrollados fueron capaces de crear sistemas
económicos autocentrados y pudieron sacarles provecho a las nuevas tendencias
mundiales.
Esta tendencia se puede observar claramente con la estructura de la producción y de la demanda de Estados Unidos. Entre 1820 y 1913, la población norteamericana ocupada en la producción primaria descendió del 70% al 27%, y
creció en idéntica proporción el número de personas ocupadas en la industria y en
los servicios. Diferente fue la suerte que corrieron las zonas periféricas, donde se
mantuvo la anterior estructura de trabajo y de producción.
98
Hugo Fazio Vengoa
Ahora bien, mal haríamos nosotros si pretendiéramos sentar una explicación
monocausal de este inusitado desarrollo que registraron la producción y el comercio mundiales y deducir que todo ello fue el resultado de la Segunda Revolución
Industrial. De hecho, este segundo ciclo industrializador no fue el causante de
la globalización económica. Simplemente dotó al mundo de una infraestructura
para que se materializaran dichas tendencias.
También intervino otra gama de factores, los cuales, en su conjunto, actuaron
en esta misma dirección e hicieron posible que dichas predisposiciones se convirtieran en hechos reales. Sobre el particular, numerosos autores han destacado el
papel desempeñado por las políticas económicas seguidas por varios gobiernos.
En efecto, el inusitado crecimiento del comercio internacional y de los intercambios no hubiera sido posible si los gobiernos hubieran continuado apegados a las
tesis mercantilistas y los tratos discriminatorios en relación con terceros países.
Un buen número de autores ha destacado el hecho de que Gran Bretaña, en
su calidad de potencia hegemónica dominante, fue la encargada de promover a
los cuatro vientos el libre comercio y, de esta manera, habría desempeñado un
gran papel en la adaptación por parte de la mayoría de los países no colonizados
del mundo de los instrumentos de la economía de mercado que ella misma había
aplicado previamente en su espacio nacional y en sus cada vez más liberalizados
intercambios. Este impulso habría tenido como corolario la suscripción de un
conjunto de acuerdos de liberación del comercio entre un buen número de países
europeos y de éstos con naciones de América. Sin embargo, no debe olvidarse que
si bien Gran Bretaña ejerció un control de los hilos de la globalización no fue un
Estado cuya misión hubiera consistido en engendrar condiciones globales en todo
el mundo. “Sus objetivos –como ha declarado Robbie Robertson– eran siempre
de dimensión nacional o imperial” (2005, p. 19), situación que constreñía el despliegue de la globalización y privó a este país de la posibilidad de “britanizar” las
dinámicas que se desarrollaban a escala mundial.
Es importante rescatar de este tipo de tesis el hecho de que, al igual que
como ocurrió a partir de la década de los años ochenta del siglo XX, la aceleración de estos intercambios y la unificación de un naciente mercado mundial
difícilmente hubiesen conseguido la envergadura que alcanzaron si no hubiesen
estado acompañadas de una ideología y de una doctrina económica que les sirvieran de nutriente y de soporte. La direccionalidad que, en ese entonces y también
ahora, ha asumido la globalización económica ha sido altamente tributaria del
peso ejercido por la ideología y por la capacidad de determinados poderes políticos y económicos para ponerla en funcionamiento. El papel que le ha correspondido a la ideología en el despliegue de estas tendencias es una nueva demostración
de la tesis de que nada dista más de la realidad que la idea de que la globalización
Hacia la conformación de una economía mundial
99
sería un proceso carente de relaciones de fuerza y poder, presupuesto que obviamente compartimos en sus conclusiones, pero no en el sentido que comporta esta
argumentación.
Las circunstancias históricas, en realidad, pertenecen a otro escenario, situación que ha llevado a importantes académicos contemporáneos a poner en tela
de juicio la importancia que ciertos discursos le han conferido al espíritu liberal
promovido por Londres a lo largo y ancho del mundo en esas cruciales décadas.
O’Rourke y Williamson (2006, pp. 52 y 59), por ejemplo, en un importante texto
sobre la historia y la globalización durante el siglo XIX y la consolidación de una
economía atlántica, han sido muy concluyentes sobre el particular, cuando han
escrito:
La integración de los mercados en la economía atlántica después de 1860 fue debida
en su totalidad a la caída de los precios del transporte y nada tuvo que ver con que
los gobiernos llevaran a cabo una política comercial más liberal. Por el contrario, la
integración posterior a 1950 fue debida en su mayor parte (sospechamos) a la apuesta
de los gobiernos por una política comercial liberal […] La globalización que tuvo lugar a finales del siglo XIX no se puede achacar a una política comercial más liberal.
Por el contrario, fue la caída en los costes del transporte lo que provocó ese proceso
globalizador.
Paul Bairoch (1999, p. 74) era del mismo parecer, aun cuando focalizara su
argumentación en otros parámetros, cuando sostenía que “el período de reforzamiento del proteccionismo coincide con una aceleración de la expansión comercial, […] lo más paradójico es que los países más proteccionistas fueron los que
crecieron más rápidamente [...] Además, la expansión comercial no fue un fin en
sí, sino simplemente un medio para el crecimiento económico”.
Las tesis sostenidas por estos autores son muy reveladoras porque controvierten una idea muy difundida hoy en día, la cual proclama que la liberalización
del comercio constituye una premisa fundamental para promocionar el desarrollo.
Una buena ilustración de esta ideologizada concepción sobre la globalización podemos encontrarla en palabras de Joseph Piqué, cuando escribe: “Aunque pueda
parecer paradójico, la globalización ayuda a todos los países en pie de igualdad,
puesto que ayuda a diluir el poder que ciertos países, o bloques de ellos, hayan
podido tener en el pasado, neutralizando así esquemas de dependencia que tan
nocivos han sido históricamente. Con la internacionalización de las economías y
el progreso de la tecnología, las distancias geográficas se acortan, los mercados se
amplían, las posibilidades de elección aumentan en consecuencia y las relaciones
cautivas, por tanto, se debilitan. En el fondo, la globalización nos hace más libres
puesto que permite elegir con absoluta independencia a nuestros socios comerciales, financieros e, incluso, tecnológicos” (Piqué, 1999, p. 26).
100
Hugo Fazio Vengoa
Con anterioridad a 1860 sólo unos cuantos países europeos, todos de pequeñas dimensiones, los cuales en su conjunto no representaban más del 4% de la
población de la Europa continental, disponían en la práctica de unas estrategias
políticas que podríamos catalogar como liberales. Éstos eran los Países Bajos,
Dinamarca, Portugal y Suiza. Los demás, incluida Gran Bretaña, optaron recurrentemente por prácticas proteccionistas.
Además, identificar al siglo XIX como liberal es un craso error histórico
porque en la práctica el ciclo europeo de libre comercio fue muy efímero: sólo
duró un par de décadas, de 1860 a 1879, y no fue generalizable ni siquiera al conjunto de países europeos. Esta fase se inició con la firma del tratado comercial anglo-francés, ejemplo que replicaron varios países europeos en los años venideros
(acuerdo franco-belga de 1861; franco-prusiano de 1862; de Francia con Italia en
1863; con Suiza en 1864; Suecia, Noruega, España y Holanda en 1865, y Austria,
en 1866). Este ciclo se cerró abruptamente cuando la Alemania bismarckiana reintrodujo en 1879 medidas proteccionistas, ejemplo que rápidamente se apresuró
a replicar un buen número de gobiernos en el continente.
Por último, la literatura especializada ha demostrado de manera contundente que el desempeño económico fue más bien magro durante las dos décadas de
mayor liberalización, mientras que experimentó una evidente mejoría cuando se
optó por revertir ese tipo de tendencias y se recurrió a las prácticas proteccionistas.
Otro problema generalmente minusvalorado por la literatura económica ha
consistido en que, por lo general, ha tratado de explicar el fin del ciclo liberal
recurriendo a condicionantes de naturaleza propiamente económica, cuando, en
realidad, en este cambio de tendencia hacia el restablecimiento de prácticas proteccionistas participó otro tipo de elementos de naturaleza más política e institucional. En la década de los ochenta del siglo XIX se inauguró la edad de oro de la
territorialización, o sea, fue un período que se caracterizó por los esfuerzos para
conectar las relaciones sociales con un espacio político territorial bien delimitado,
el cual, de suyo, tenía que coincidir con las fronteras de los Estados nacionales.
La opción por integrarse en la economía mundial, desde esta óptica, consistía en
que debía producir una ventaja al poder del Estado, de la misma manera en que
la legitimidad política se encontraba garantizada en la prioridad acordada a los
intereses internos (Osterhammel y Petersson, 2005, p. 78). Para decirlo en otras
palabras, la globalización económica y el reforzamiento del esquema nacional y
del respectivo Estado eran dinámicas que iban de la mano y en ningún caso se
contradecían, porque, como señalamos páginas arriba, la alteridad ha sido una
condición sine qua non de la globalización.
Hacia la conformación de una economía mundial
101
En rigor, los países que más crecieron fueron aquellos que establecieron importantes medidas proteccionistas, mientras que los que buscaron una liberalización a ultranza fueron los que se quedaron más rezagados. El mejor ejemplo de
los primeros fue Estados Unidos, país en el cual caló profundamente la idea de
que la industrialización requería de medidas proteccionistas, similares a las que
había aplicado Gran Bretaña en los estadios preliminares de su industrialización.
En la época de mayor apogeo del liberalismo en Europa la tasa promedio de derechos aduaneros oscilaba entre el 9% y el 12%, mientras que en Estados Unidos se
situaba alrededor del 40 y 50%.
En síntesis, la información actualmente disponible demuestra que los países
que tuvieron un mejor comportamiento comercial fueron los que recusaron las
prácticas liberales en lo económico. Claro está que, para el caso del coloso del
norte, las tasas aduaneras no fueron el único instrumento que hizo posible su
éxito económico. Como veremos más adelante, en ello participaron otros factores,
entre los cuales cabe destacar la abundancia de tierras agrícolas en relación con la
producción, la prodigalidad de materias primas para la industria y para la economía en general, la afluencia masiva de mano de obra y de capitales provenientes
de Europa, y ciertas condiciones políticas particulares.
Distinta fue la situación en los países del resto del mundo. En términos generales, se puede concluir con Paul Bairoch que “el Tercer Mundo estaba sumergido
en un océano de liberalismo, pero se trataba de un liberalismo económico forzado
que adoptaba principalmente dos formas: uno para las colonias, y el otro para los
países formalmente independientes a los cuales se les habían sugerido o impuesto
ciertas reglamentaciones aduaneras […] El liberalismo económico impuesto al
Tercer Mundo en el siglo XIX es uno de los principales elementos de explicación
del retraso adoptado en el proceso de industrialización” (Bairoch, 1999, pp. 62 y
79).
Con todo, si aproximamos el zoom y observamos más de cerca se puede
distinguir que este conjunto de países se encontraba fragmentado en tres grandes
grupos. El primero estaba conformado por las colonias, que eran un complemento pero, con contadas excepciones como la India o Sudáfrica, no constituían un
engranaje económico esencial de esta naciente economía mundial. Si nos atenemos exclusivamente al caso británico, podemos observar que el imperio absorbía
alrededor de un tercio de las exportaciones de manufacturas y era el origen de
sólo un quinto de las importaciones de materias primas. El mismo escenario se
presentaba en el caso de las inversiones extranjeras; el imperio representaba una
cuantía menor de éstas, tal como se observa en el cuadro 8. Las colonias eran,
sin embargo, un sistema muy útil para la proyección de la influencia británica por
todo el mundo: la cadena de bases navales servía de apoyo para las penetraciones
Hugo Fazio Vengoa
102
comerciales, las cuales, a veces, debían acompañarse de la presencia armada y de
la influencia política (Formigoni, 2006, p. 135).
Cuadro 8
Distribución geográfica de la inversión extranjera certificada
(en millones de dólares, a precios corrientes, 1913)
Estimado
Europa
26
América del Norte
24
América del Sur
20
África
9
Asia
16
Oceanía
5
Total
100
Fuente: Patrick Karl O’Brien, “Colonies in a Globalizing Economy, 1815-1948”, en Barry
Gills y William Thompson, Globalization and Global History, Nueva York, Routledge, 2006,
p. 267.
Claro está que si bien para las metrópolis las colonias constituían un complemento, una valoración de otro tipo se puede hacer cuando el análisis se concentra
en estas últimas. Además de ayudar a desarrollar actividades económicas y mineras en gran escala, la inversión extranjera directa contribuyó, así fuera en una
proporción menor a la deseada, a la adquisición de maquinaria, equipos, herramientas, infraestructura ferroviaria y portuaria, etc. El impacto de estas “importaciones” en estos países, por tanto, fue muy grande y estratégico a largo plazo,
porque contribuyó a ecualizarlos en torno a los parámetros de la “megamáquina”
occidental, al decir de Serge Latouche.
Distinta era la situación en aquellos países formalmente independientes, como China, pero que, en los hechos, se encontraban sometidos a un esquema de
relaciones neocoloniales. En estos países se impusieron tratados ignominiosos
que usurpaban a las autoridades locales la autonomía arancelaria y limitaban los
derechos aduaneros a un escaso 5%. Tratados de este tipo “suscribió” Gran Bretaña con Brasil (1810), China (1842-1858), Japón (1858), Siam (1824-1855), Persia
(1836, 1857) y el Imperio otomano (1838, 1861) (Hobson, 2006, p. 344). El caso
más célebre de todos ellos fue el de China, impuesto por la fuerza luego de las
Guerras del Opio, en donde se establecieron ámbitos de extraterritorialidad, se
impusieron la administración extranjera de instituciones burocráticas fundamentales, como la aduana, el correo y la recaudación de impuestos, además de unos
reducidos aranceles a las importaciones europeas.
Hacia la conformación de una economía mundial
103
El tercer tipo lo representó India, la “joya de la Corona” británica. A diferencia de China, en la India se estableció de manera formal el Imperio británico, y en
un comienzo la metrópoli mantuvo una gran afluencia de productos provenientes
de la colonia, sobre todo productos textiles. Pero cuando se afianzó el proceso de
industrialización en Gran Bretaña se estableció una severa limitación a las importaciones de la India y se incrementaron las exportaciones desde la metrópoli hacia
la colonia (el 45% del total de exportaciones británicas de tejidos de algodón), situación que condujo a una drástica y vertiginosa desindustrialización de la India.
Hobson recuerda a cierto estudioso británico del siglo XIX, quien escribió:
[…] de no haber existido esos impuestos y esos decretos de prohibición, las fábricas
de Paisley y Manchester habrían tenido que cerrar […] fueron creadas gracias al sacrificio del fabricante indio […] El fabricante extranjero empleó el brazo de la injusticia
política para mantener sometido y en último término estrangular a un rival con el que
no habría podido competir en pie de igualdad. (En Maddison, 2003, p. 81)
Ahora bien, que los países no europeos se empobrecieran y no pudieran
mantener los niveles de desarrollo de las naciones europeas y de Estados Unidos
ello no debe interpretarse como que los éxitos de estos últimos hayan dependido
exclusivamente del empobrecimiento de los primeros. Un primer indicador que
contradice la teoría según la cual el colonialismo habría sido un factor significativo de la riqueza occidental se observa en el hecho de que las potencias coloniales
tuvieron un crecimiento más lento que las potencias no coloniales (Cohen, 2004,
p. 61). El comercio colonial representaba sólo el 0,5% de todo el comercio exterior
de Alemania en 1913. Si pareció no beneficiar a los Estados colonialistas en su
conjunto, no debe desconocerse que implicó un gran enriquecimiento de algunos
empresarios particulares (Frieden, 2007).
En un sentido estricto, el asunto fue mucho más complejo, y en alto grado
el mayor crecimiento que registraron las naciones occidentales obedeció a que
muchas de ellas supieron encontrar los mecanismos adecuados para insertarse
en (y apropiarse de) los circuitos globalizantes, tal como tendremos ocasión de
documentarlo un poco más adelante.
La intensificación de los contactos económicos y la nueva interdependencia
que se estaba creando a partir del comercio internacional, en condiciones en donde
los países centrales manifestaban una creciente necesidad de productos provenientes de las zonas periféricas, dieron origen también a un sustancial incremento de
las inversiones extranjeras. Un factor que hizo posible este rápido desplazamiento
de capitales por todo el mundo fue la adopción del patrón oro, cuya introducción
permitió reducir los costos y los riesgos de los negocios concluidos internacionalmente. En 1821 Londres adoptó el patrón oro y, dada la preeminencia financiera
de Gran Bretaña, el Banco de Inglaterra se convirtió en el administrador del pa-
104
Hugo Fazio Vengoa
trón oro, y la libra esterlina se transformó en la principal moneda de circulación
internacional. En la práctica, el oro se convirtió en una moneda global común para
todos los países adheridos a este esquema. Al indexar su moneda en el oro, los Estados permitieron a los importadores, a los exportadores y a todos los inversionistas hacer previsiones de largo plazo sin temor a que una devolución o un aumento
de la inflación los privara de los beneficios (Berger, 2003, pp. 24-25).
El stock de capitales ubicados o invertidos en el extranjero creció velozmente: pasó de mil millones de dólares en 1820 a 48 mil millones en 1913. El mayor
incremento se produjo después de la década de 1880. En cuanto al origen de este
capital, Europa realizaba el 90% de los capitales exportados y sólo a Gran Bretaña le correspondía la mitad. En el cuadro 8 se puede observar un estimado de la
inversión extranjera directa en todo el mundo en 1913.
Se puede visualizar la repartición geográfica de las inversiones británicas,
francesas y alemanas tomando como indicador el año de 1914. El Reino Unido invirtió 3.763 millones de libras. De ellos, el 47,3% se destinó a su imperio colonial, de los cuales Canadá representó el 13,5%, Australia el 11%, África del Sur el 10% y la India el 10,1%; en el extranjero se invirtió el 52%, de
los cuales la mayor cuantía fue a parar a Estados Unidos, con el 20%; América Latina, otro 20%; la Europa continental, el 5,8%; Japón, el 1,6%; China, el 1,2%, y Egipto, el 1,2%. Sin duda, financieramente Gran Bretaña actuaba como una genuina potencia global, dadas la extensión geográfica de
sus inversiones y su capacidad para imprimirle una orientación a la manera
como se estaban desplegando las tendencias globalizadoras en la economía.
Para ese mismo año, los capitales franceses ascendían a 45 mil millones de
francos. Hacia el imperio se destinó una pequeña fracción, el 8,8%, y el 91,2%
fue invertido en países extranjeros. A diferencia de los británicos, los franceses
privilegiaron el continente europeo, hacia donde fue a parar el 61,1% del total de
la inversión, seguido de Rusia, con el 26,2%; América Latina, con el 13,3%; Asia,
con el 4,8%, y Estados Unidos y Canadá, con el 4,4%, respectivamente. Alemania
tuvo un comportamiento similar al francés. De los 23.500 millones de marcos,
sólo el 1% se destinó a su imperio, el 53,1% se dirigió a Europa, y el 45,9% restante se repartió entre América Latina, con el 15,8%; Estados Unidos, con el 7,4%,
y Asia, con el 4,2% (Bénichi, 2006, p. 44). De acuerdo con la información de la
UNCTAD (1994), más de la mitad de las inversiones se destinaba a la explotación
de recursos primarios, el 30% al transporte y el 10% a las manufacturas.
Los flujos financieros internacionales desempeñaron un papel fundamental
en el proceso de globalización al favorecer y cimentar la división internacional
del trabajo (desarrollo de productos primarios, agrícolas y mineros en los países
Hacia la conformación de una economía mundial
105
nuevos y en las colonias), por su aporte a la expansión del comercio (equipos
ferroviarios e infraestructuras portuarias) y a través de la exportación al mundo
entero de la tecnología y el modo de organización europeos (Bénichi, 2006, p. 41).
La inversión extranjera directa contribuyó, de esta manera, a ecualizar el planeta
en torno a unos parámetros compartidos, que, sustancialmente, eran europeos u
occidentales. Al igual que ocurre en nuestro presente, en esa época los móviles
que se perseguían con la inversión no siempre eran racionales ni estaban determinados únicamente por factores de naturaleza económica. Como ejemplo de lo
primero se puede recordar que una parte significativa de los capitales franceses
se localizó en Rusia, y hacia 1918 la mayoría de ellos se había perdido para siempre. Lo segundo se observa en el hecho de que todo Estado que esperaba ganar o
ampliar su radio de acción internacional promovía la inversión extranjera directa
como un arma política.
Migraciones, ecualización social y globalización
Una tendencia muy característica del siglo XIX consistió en la gran movilidad de
personas que atravesaron las fronteras nacionales en busca de mejores oportunidades en países y, muchas veces, incluso en regiones tan lejanas como podían ser
el extremo oeste norteamericano, el Cono Sur americano u Oceanía. A diferencia
de las presiones migratorias que se incrementaron en el último tercio del siglo
XX, que se originaron en los países del sur en dirección de las naciones del norte,
en ese entonces millares de hombres y mujeres salían, principalmente, desde los
Estados más desarrollados hacia las regiones periféricas o las zonas de colonización fronteriza.
Hagamos de entrada una importante salvedad: que se reconozca el carácter
móvil que tuvo este período desde el punto de vista poblacional, ello no significa
que esté presuponiendo que la movilidad fuera total o que adquiriera los rasgos
de un fenómeno universal. Un parangón con lo que acontecía en el plano de las
relaciones económicas puede servir de ilustración: así como en el ámbito económico no todas las actividades hacían parte de los circuitos del mercado, pues la
vida material seguía siendo el ámbito más denso en torno al cual se organizaba
la cotidianidad de la mayor parte de los individuos del planeta, una situación
parecida ocurría al nivel de la vida social: que hubiese un incremento en los desplazamientos no debe entenderse como una tendencia generalizable a la totalidad
de las personas.
Sobre el particular, conviene recordar las palabras de Eric Hobsbawm, cuando a la pregunta de si se puede afirmar que el mundo de los años setenta del siglo
106
Hugo Fazio Vengoa
XIX estaba absolutamente dominado por la emigración, los viajes y la corriente
demográfica respondió que no se debe olvidar que “la mayoría de los habitantes
de la tierra seguían viviendo y muriendo donde habían nacido, o más concretamente, que sus movimientos no eran mayores, ni diferentes de lo que habían
sido antes de la revolución industrial” (Hobsbawm, 1981, p. 307). Sin perder de
vista esta advertencia, digamos que el siglo XIX conoció, en efecto, una amplia
movilidad migratoria, distinta a las de épocas anteriores, porque a diferencia, por
ejemplo, de las grandes migraciones de los siglos V y VI de nuestra era, éste no
fue un desplazamiento de pueblos, sino de individuos.
La historiografía sobre las migraciones europeas modernas ha distinguido
tres grandes olas de este movimiento poblacional por fuera de las fronteras continentales. Sin contar los ocho millones de esclavos negros de África que fueron
transportados por los europeos hasta 1820 con dirección al continente americano,
la primera corriente migratoria de individuos del Viejo Continente estuvo vinculada al orden colonial y se canalizó preferentemente en dirección del continente
americano y Oceanía. De acuerdo con los datos construidos por Angus Maddison
(2003, p. 121), entre 1500 y 1820, el flujo migratorio hacia América, descontando
el tráfico de esclavos, fue de 2.173.000 personas, de las cuales arribaron a Estados Unidos 718.000, seguido de Brasil, con 500.000; la América española, con
475.000; el Caribe, con 450.000, y Canadá, con 30.000.
La segunda ola tuvo lugar en las primeras décadas del siglo XIX. En esos
años, las corrientes migratorias europeas hacia el Nuevo Mundo alcanzaron una
cifra cercana a los 3 millones de personas, en su mayoría provenientes de Gran
Bretaña, Irlanda y la península Ibérica. La mayor cuantía correspondió a las Islas
Británicas, siendo Portugal e Irlanda los países que dispusieron el número más
elevado de hombres y mujeres, en proporción a su población interna (Corti, 2007,
p. 21).
La tercera fase se inició en la década de 1830, que fue la década cuando las
migraciones de europeos en dirección a otros continentes adquirieron proporciones de masas. El incremento del volumen de personas que cruzaban las fronteras
se debió al levantamiento de prohibiciones a la emigración por parte de varios
Estados europeos. Gran Bretaña, por ejemplo, suspendió sus restricciones a la
emigración de personas calificadas en 1825, mientras que para los no calificados
no sólo no existía ningún tipo de impedimento, sino que cientos de miles fueron
“invitados” a salir en los siglos anteriores. En este incremento también intervino
el hecho de que los gobiernos de varios países no europeos diseñaron estrategias
para atraer migrantes provenientes de Europa. Brasil legisló en ese sentido en
1808 y Perú en 1832. Casi paralelamente, la mayoría de los países latinoamericanos promulgó leyes de inmigración o elaboró políticas para financiar programas
Hacia la conformación de una economía mundial
107
de colonización. Estados Unidos también mantuvo sus puertas abiertas a la migración europea, aun cuando dispusiera de severas restricciones a los migrantes
provenientes del continente asiático.
Un alto porcentaje de estos individuos que se desplazaban se quedaba definitivamente en el país de llegada. Así lo demuestra, por ejemplo, el caso de
Estados Unidos. Según ciertas estimaciones, la mayor parte de los migrantes que
ingresaron al país entre 1890 y 1914 se instaló de manera definitiva. Aquellos que
terminaron volviendo a sus lugares de origen no sobrepasaron el 30% del flujo de
entrada en términos brutos (O’Brien y Williams, 2004, p. 163).
Además del crecimiento en el volumen de los migrantes, otras dos características distinguen a la fase tercera de la segunda. Mientras que esta última
consistía en personas provenientes del mundo rural, la tercera estaba conformada
fundamentalmente por personas provenientes de centros urbanos, sin menoscabo
de los millares de hombres y mujeres originarios del campo que siguieron buscando nuevos horizontes en países lejanos. Se diferenciaron también por el hecho
de que en los inicios del siglo XIX la mayoría de los migrantes provenía de las
naciones de la Europa noroccidental, mientras que en la última parte de ese siglo
se asistió a una fuerte presencia de personas oriundas de la Europa meridional,
centro oriental y oriental, tal como se puede observar en el cuadro 9. En esta desviación del lugar de procedencia seguramente intervino la expansión industrial
que registraron los países del primer grupo, situación que contribuyó a que se
frenara el ritmo de la migración.
Varios factores se encuentran detrás de este sensible incremento de las migraciones: un primer factor fueron las complicadas situaciones económicas y sociales por las que atravesaban las poblaciones de varios países, las cuales, en el
caso de los europeos, fueron inducidas básicamente por las traumáticas transformaciones que ocasionaban los cercamientos de tierras y la correspondiente
masiva expulsión de hombres y mujeres del campo para ser reconvertidos en asalariados en la naciente industria manufacturera (Linebaugh y Rediker, 2005).
Otro factor podemos encontrarlo en la incorporación de nuevas regiones a
la economía mundial, fenómeno que se convirtió en un poderoso atractivo para
aquellos que optaban por emigrar. Por regla general, no obstante la incertidumbre
que acompañaba a esta aventura, las perspectivas económicas eran bastante más
halagüeñas en los lugares de acogida, sobre todo porque en muchos de estos países existía una fuerte demanda de mano de obra calificada y no calificada.
En esta atracción intervino también el diferencial salarial entre el país de
origen y el de acogida, el cual tendía a ser mejor en el segundo que en el primero,
principalmente en lo que se refería a los trabajadores menos calificados. A título
6
Suiza
15
122
…
1.572
79
98
27
36
7
40
779
1861
1870
36
103
58
1.849
131
85
168
66
13
46
626
1871
1880
85
327
288
3.259
185
187
992
119
572
248
1.342
1881
1890
35
205
481
2.149
266
95
1.580
51
791
440
527
1891
1900
37
324
911
3.150
324
191
3.615
53
1.091
1.111
274
1901
1910
31
86
420
2.587
402
62
2.194
32
1.306
418
91
1911
1920
50
107
…
2.151
995
87
1.370
4
560
61
564
1921
1930
47
8
…
262
108
6
235
5
132
11
121
1931
1940
118
23
…
755
69
10
467
…
166
…
618
1941
1950
23
43
…
454
346
25
858
155
543
53
872
1951
1960
3. Incluye Irlanda.
2. Después de 1921, sólo Austria.
1. RFA: 1941-50 y 1951-60.
Fuente: J-C. Chesnais, “La transition démographique. Etapes, formes, implications économiques. Etude de séries temporelles (17201984) relatives a 67 pays”, PUF, Travaux et documents No. 133, París, 1986, p. 167.
17
Suecia
1.313
Reino
Unido (3)
…
45
Portugal
Rusia
36
Noruega
5
27
Francia
Italia
3
31
AustriaHungría (2)
España
671
Alemania
(1)
1851
1860
Cuadro 9
Emigraciones fuera de Europa, por decenio (1851-1960) (en miles)
108
Hugo Fazio Vengoa
Hacia la conformación de una economía mundial
109
de ejemplo se puede recordar que el salario medio de un obrero en Nueva York o
en Chicago era el doble que en Londres, dos veces y media mayor que el de Berlín, y cuatro veces respecto al de Bruselas o Milán. No menos importante fue el
estímulo que dieron los gobiernos a sus propios ciudadanos para que emigraran,
porque ello actuaba como una válvula de escape que permitía mitigar las apremiantes tensiones sociales que generaba la acelerada modernización.
En determinados casos intervenían también factores que respondían a contingencias particulares por las que atravesaban algunos países. De Rusia emigraron
millares de judíos luego de que en la década de los ochenta del siglo XIX se diera
inicio a los pogromos. De Polonia muchos emigraban para huir de las tentativas
imperiales de rusificación y no faltaba quienes veían en el desarraigo una vía de
escape de las persecuciones políticas o étnicas.
Indudablemente este anhelo de buscar nuevos horizontes no hubiera sido tan
fácil de materializar, de no haberse dado las facilidades que deparaban los modernos medios de transporte, sobre todo debido a la fuerte reducción que experimentó el costo de los pasajes. También actuaba a su favor la inexistencia de obstáculos
para la movilidad, dado que en ese entonces no se requería de pasaportes ni de
visas para desplazarse de un país a otro.
Los países europeos que más aportaron al éxodo en la segunda mitad del
siglo XIX fueron Gran Bretaña (40%), Italia (16%), Alemania (13%), y AustriaHungría, España, Rusia y los países escandinavos, entre el 4 y el 7%. En cuanto
a los países receptores, Estados Unidos fue el país que entre 1840 y 1915 recibió
al mayor contingente de migración europea: alrededor del 70%, seguido de
Argentina (10%) y Australia, Canadá y Brasil, con un 5% aproximadamente. El
grueso de la migración europea se realizó entre ambas riberas del Atlántico y
entre Europa y Oceanía, pero no se debe descartar que hubiera también un millón de europeos, principalmente de los países meridionales, que se instalaron
en el África del Norte.
Aunque no tuvo la misma visibilidad de la migración intercontinental, no
menos importante fue el desplazamiento que se presentó dentro del mismo continente europeo. En la segunda mitad del siglo XIX, de los países que económicamente se encontraban más atrasados salieron millones de personas en dirección
de los núcleos más desarrollados, como Silesia y Renania. A título de ejemplo,
se puede citar que entre 1891 y 1913 Italia aportó cerca de un millón de migrantes al resto de Europa, sobre todo a Francia y Suiza. También hubo otro tipo de
desplazamientos, como los de colonización, cuyo ejemplo más elocuente estuvo
representado por los siete millones de rusos que se establecieron en las regiones
asiáticas del imperio.
110
Hugo Fazio Vengoa
Si bien cuando se habla de estos desplazamientos poblaciones se enfatiza la
migración de los europeos, ello se debe a que ésta se encuentra mejor documentada y por ello es la más conocida. Sin embargo, en las otras regiones también
se presentaron importantes corrientes migratorias. En Asia, el desplazamiento
poblacional ha tenido una larga historia (Van de Ven, 2002). Existe información
de desplazamientos permanentes de personas desde el siglo VII. Pero fue durante
estas mismas décadas de finales del siglo XIX e inicios del XX cuando la migración adquirió un carácter de masas: millones de indios, chinos y japoneses se
trasladaron a países extranjeros. Entre 1830 y 1913, un total de treinta millones de
indios se reubicaron en otros países asiáticos, preferentemente en el sur de Asia
y en el este y sur de África, de los cuales unos seis millones se quedaron definitivamente en el lugar de acogida. Alrededor de un millón de indios emigraron
voluntaria o involuntariamente a Mauricio, Trinidad, Guayana, Natal (Sudáfrica)
y Fiyi a trabajar en los campos de azúcar; cuatro millones fueron enviados a Malasia como trabajadores en las minas de estaño y los cauchales, y tres millones a
Ceilán, para trabajar en las plantaciones de té.
También la emigración china alcanzó proporciones de masas en la segunda
mitad del siglo XIX, proceso en el cual participaron varias potencias colonialistas europeas que promovieron, junto con empresarios del sur de China, el coolie
trade, debido a las prohibiciones que se levantaron a finales de la centuria para
comercializar negros procedentes de África, cuya cifra alcanzó los 2,7 millones
de personas entre 1811 y 1867, los cuales fueron “vendidos” como mano de obra
en América (Osterhammel y Petersson, 2005, p. 67; Sánchez-Albornoz, 1991, p.
117). Este comercio de culis consistía básicamente en un adelanto del valor del
pasaje para los emigrantes, deuda que posteriormente era vendida a empresarios
que ponían a trabajar a los deudores hasta que lograran cancelar sus obligaciones.
Fue así como seis millones de trabajadores chinos terminaron en las minas de
estaño y en los cauchales de Malasia entre 1881-1914, y otros tantos fueron a parar
a Filipinas, Cuba, Perú, Hawái, Sudáfrica, y en la construcción de ferrocarriles
en Estados Unidos y Canadá. Se calcula que entre diez y quince millones de culis
emigraron por esta vía entre 1830 y 1914, la mayoría sin ninguna posibilidad de
retorno (McNeill y McNeill, 2004, p. 293). En los primeros años del siglo XX la
emigración china comprendió ocho millones de personas, que en su mayor parte
se reubicaron en la misma Asia y sobre todo se localizaron en la costa china meridional (Birmania, Ceilán y Malasia).
Las migraciones de indios hacia el este y de chinos hacia los países del sur
fuer un fenómeno históricamente muy importante porque contribuyeron a modelar la cultura de las naciones del sudeste asiático, tal como hoy se les conoce.
No ha sido una mera coincidencia que la diáspora china contemporánea haya
Hacia la conformación de una economía mundial
111
desempeñado un papel económico tan importante en el despegue económico de
la China actual (Corti, 2007, p. 38). En suma, más de cien millones de personas
migraron entre 1830 y 1913, es decir, más de un 6% de la población mundial, cifra
obviamente muy elevada, y ello sin contar las migraciones que se presentaban
dentro de los mismos países.
La masa de migrantes se convirtió en un factor de alta significación tanto
para los países de origen como para los receptores. En los primeros se produjo una
sensible pérdida de fuerza de trabajo. En países como Italia, Suecia e Irlanda esta
disminución superó en algunos momentos el 20%. No obstante esta merma, la
emigración fue tolerada porque servía de alivio a inminentes conflictos sociales
o para paliar situaciones de hambruna generalizada, como la que se presentó en
Irlanda (1845-1847), que costó la vida a más de un millón de personas.
Donde más evidente fue el impacto de la migración fue en los países de acogida. En Estados Unidos los inmigrantes llegaron a representar más del 30% de
la fuerza de trabajo, lo que convirtió a este desplazamiento poblacional en un factor fundamental para el inusitado desarrollo que experimentó este país a finales
del siglo XIX. La migración se convirtió también en un fenómeno con variadas
repercusiones por los saberes, ideas y habilidades que estos itinerantes llevaban
consigo a los países de destino.
De hecho, en los países de acogida se esperaba que la inmigración produjera
transformaciones sociales y culturales. En América Latina, por ejemplo, se promocionaba la inmigración de europeos por la admiración que despertaba su “laboriosidad” y su sentido de “responsabilidad cívica”. En general, eran percibidos
como un instrumento para la modernización y el cambio social. Indudablemente
esta admiración por los europeos no estaba exenta de claras connotaciones racistas, tal como estipulaba la Constitución argentina de 1853, que pretendía incitar
de modo exclusivo la inmigración de europeos (Sánchez-Albornoz, 1991).
En el plano económico, la migración contribuyó sensiblemente a darle al
mundo una fisonomía globalizante: de una parte, porque coadyuvó a la integración laboral global. Como ha sostenido Flores, el mercado de trabajo, aun cuando
fuera todavía incompleto, favoreció la integración de los mercados nacionales y
los acercó a las normas implícitas que predominaban en el mercado mundial: su
lógica, por consiguiente, no podía responder a la de los intereses de los Estadosnaciones individuales, los cuales buscaban con legislaciones apropiadas aprobar
medidas para reducir los costos y aumentar sus ventajas (Flores, 2002, p. 60).
Muchas veces los recién llegados tenían que trabajar en las tierras de frontera, ampliando la geografía de la respectiva economía nacional y, de suyo, el radio
de acción de los circuitos económicos mundiales. Además, fue bastante común
112
Hugo Fazio Vengoa
que mantuvieran una predisposición a adquirir productos y mercancías de sus
países de origen, con lo cual contribuyeron a incrementar y a sofisticar los flujos
comerciales internacionales. Como muchos eran trabajadores experimentados, su
trabajo favoreció el aumento de la productividad en los países de acogida y supuso
una utilización más eficaz de los recursos. Por último, no faltaron quienes realizaron labores importantes creando empresas y promocionando nuevos sectores
comerciales (Osterhammel y Petersson, 2005, p. 67).
En una perspectiva de la economía mundial la migración desempeñó un gran
papel en la promoción de una convergencia de los salarios reales. Importantes investigaciones han demostrado que la brecha salarial entre 1870 y 1914 se redujo
entre las economías del Nuevo Mundo y las de Europa, dentro de Europa, así
como entre los países ricos y pobres. El 70% de esta convergencia correspondería
a las migraciones en masa, las cuales habrían participado en el aumento de los salarios en los países de origen y suscitado la baja de los salarios allí donde se instalaban. Esta ecualización salarial, aunada a las facilidades de transporte, también
tuvo un impacto en los precios internacionales, los cuales también se acercaron a
una posición de convergencia (O’Rourke y Williamson, 2006, p. 70).
Las migraciones, en síntesis, fueron importantes dinámicas ecualizadoras
en tanto que, al igual que ocurrió con las relaciones económicas internacionales,
también contribuyeron a la nivelación mundial de muchos factores económicos y
a la diseminación de saberes, técnicas, formas de organización social y de gestión. Sin quererlo ni proponérselo, las migraciones de europeos contribuyeron a la
difusión y a la implementación de la megamáquina occidental en todas aquellas
regiones y países donde se establecieron.
La economía mundial decimonónica: un balance prospectivo
Estas tres dinámicas que acabamos de comentar fueron los indicadores más evidentes del tipo de globalización que se puso en marcha a finales del siglo XIX.
Los dirigentes de aquellos gobiernos que supieron ubicar a sus respectivos países
dentro de estos intersticios económicos y sociales globalizantes fueron los que mayores dividendos pudieron sacarles a estas nuevas dinámicas en provecho propio.
Entre los casos exitosos sobresale Estados Unidos, país que contó desde los
inicios del siglo XIX con una condición muy favorable que permitió que su evolución histórica transcurriera por cauces distintos al del resto de vecinos en el
continente. Su independencia, con la consabida revolución que le permitió dotarse
de instituciones republicanas, se produjo como resultado de una breve guerra, de
tan sólo ocho años de duración; contó, además, con un nada despreciable apoyo
Hacia la conformación de una economía mundial
113
extranjero y, por último, se aplazó por más de medio siglo la solución del problema latente de la vía de modernización a seguir.
La disimilitud de trayectorias entre América Latina y Estados Unidos ha
sido esbozada por el historiador Felipe Fernández-Armesto, en los siguientes términos: “Las economías de las colonias españolas quedaron arruinadas por las
guerras, que habían provocado una larga y completa interrupción del comercio
exterior, mientras que los Estados de la Unión del norte, que gozaban de la ventaja de la protección de las armadas francesa y española, ganaron nuevos socios
comerciales y multiplicaron sus embarques durante la guerra […] Por suerte, la
guerra entre los estados se retrasó hasta una época en la que tres o cuatro generaciones de paz habían construido la sociedad civil y la prosperidad económica”
(Fernández-Armesto, 2004, p. 143).
Es muy interesante la explicación que brinda el polémico historiador inglés
porque, en contravía de tantas tesis que han intentado encontrar las fuentes de esta
desemejanza en las “calidades” de sus habitantes, Fernández-Armesto se decide
a buscar la explicación en el mismo desarrollo histórico. Además, este enfoque
es útil porque permite historizar el hecho de que esta emancipación de colonos
originalmente europeos en América estuvo mediada por problemas y tensiones
intereuropeos. La victoria de los ingleses en la guerra de los siete años y el tratado
de París de 1763, que fue su evidente corolario, creó condiciones idóneas para la
independencia, entre otras, porque los estados de la Unión ya no tenían necesidad
de la flota ni del ejército de Su Majestad. Pero el factor más importante fue que
nunca se rompió completamente el vínculo que mantenía atado a Estados Unidos
con el Viejo Continente.
Una vez resuelta la guerra de Independencia, Estados Unidos encontró un
terreno abonado para entrar en la senda del desarrollo. Varios factores confluyeron para que descollara su acelerada modernización: a diferencia de los Estados
de Europa o de América Latina, que procuraban por todos los medios reforzar sus
fronteras nacionales, los Estados de la Unión eran parte de una espacialidad económica en proceso de unificación, que no tropezaba con obstáculos geográficos
ni geopolíticos insuperables en su proceso de ampliación de la “frontera”.
Este espacio económico se benefició igualmente de la existencia de una
política de desarrollo nacional, de la ausencia de barreras arancelarias entre los
estados de la Unión, de una poderosa red de ferrocarriles, una moneda común,
elevados aranceles externos y abundancia de tierras y de recursos naturales. Si
bien este desarrollo fue posibilitado por adecuadas condiciones internas, en ello
también concurrieron factores de otra índole, de naturaleza más “internacional”.
Además de factores políticos internacionales que contribuyeron a cimentar esta
114
Hugo Fazio Vengoa
“excepcionalidad” norteamericana, digamos que el ensanchamiento geográfico
de su mercado interno resultó ser un asunto de vital importancia porque convirtió
a Estados Unidos en un país que disponía de una gran capacidad para dictar los
precios internacionales de alimentos y, de esa manera, entrar con paso fuerte en
las dinámicas globalizantes que poco a poco comenzaban a ensancharse.
Existe a la par de este asunto otra dimensión que conectaba a Estados Unidos con la protoglobalización y con la globalización internacionalizada. Los líderes de la naciente potencia americana eran muy conscientes de que necesitaban
de manera imperativa, precisamente, a esa misma Europa y sobre todo a Gran
Bretaña, que recusaban por razones políticas, tal como quedaría demostrado con
la formulación de la doctrina Monroe, de 1823, porque la interrelación con este
nervio central del sistema económico mundial era entendido como una condición
imprescindible para cualquier diseño que se propusiera propiciar el desarrollo
económico, social y cultural de la naciente nación.
Desde inicios del siglo XIX, los dirigentes estadounidenses, de una manera realmente visionaria, hicieron todo lo que estuvo a su alcance para aferrarse
a aquellas dinámicas globalizantes que estaban comenzado a cobrar cuerpo: se
insertaron dentro de esta economía mundial en construcción, y preferentemente, atlántica, la cual ya mostraba grandes visos de apertura, como ocurría con
las posibilidades que crearon para la migración de trabajadores y para obtener
beneficios del incremento que registraba la circulación de bienes y de capitales
internacionales. Esta inserción en la economía atlántica significó que, hasta que
sobrevino el final de la guerra de secesión, Estados Unidos se encontraba en una
posición de dependencia con respecto a Europa, particularmente de Gran Bretaña, en materia de importaciones manufactureras, mano de obra y capitales.
Esta condición subalterna debe entenderse como un elemento de primer orden cuando se quiere comprender el inusitado desarrollo que experimentó este
país en la segunda mitad del siglo XIX. La velocidad alcanzada en su proceso de
industrialización fue el resultado de la confluencia de tres factores que avanzaban
prestamente en la senda de la globalización: una persistente importación de bienes industriales, la adherencia a una política de atracción de inversión extranjera
directa y de una abundante mano de obra (25 millones de europeos en un plazo
no mayor de medio siglo), a veces relativamente calificada, a lo que se sumaba la
invariable ampliación de su mercado interno. Es decir, el ejemplo norteamericano constituye una clara demostración de que, en determinadas ocasiones, y bajo
ciertos presupuestos, la inserción en los circuitos globalizantes puede convertirse
en un importante factor para promover el desarrollo. Indica, además, que globalización e integración del espacio económico nacional no son dinámicas contradictorias y excluyentes; más bien, dentro de ciertas condiciones, sobre todo cuando
Hacia la conformación de una economía mundial
115
hacen parte de una estrategia política deliberada, pueden ser perfectamente congruentes y retroalimentarse mutuamente.
Esta concordancia entre la globalización y el desarrollo nacional no sólo
permitió a Estados Unidos ganar posiciones, sino que posibilitó también que una
vez alcanzado el estadio de “despegue”, la participación en los circuitos de la
globalización se convirtiera en un sólido impulso para promover el desarrollo
nacional, la conciencia nacional e, incluso el nacionalismo. La balanza finalmente se inclinó a su favor y no fue extraño que en los mismos inicios del siglo XX,
Estados Unidos se encontrara en una posición ya no de dependencia con respecto
a otros Estados, sino en capacidad de direccionar los circuitos globalizantes e
intentar controlar aquellos elementos que contribuyeron enormemente a norteamericanizar el mundo durante el siglo que acabó de finalizar. Como adecuadamente ha escrito un destacado especialista en la historia de Estados Unidos: “La
integración nacional en el siglo XIX sentó las bases para la globalización del XX,
y la globalización a su turno reforzó la integración nacional. En el XIX la expansión europea ayudó a promover la integración americana; en el XX el repliegue
de Europa fue un estímulo para la expansión americana. Ésta ha sido la dialéctica
de la historia internacional” (Reynolds, 2002, p. 255).
Esta especificidad que comportó la experiencia norteamericana nos lleva a
reiterar una constatación que hacíamos años atrás en un texto dedicado a comparar las distintas posturas que se han asumido de cara a la globalización (Fazio,
2002). Es evidente que la literatura ha destacado que el país más exitoso desde
el punto de vista de la industrialización fue la Gran Bretaña y que su triunfante
modelo intentó ser exportado a todo el mundo, sobre todo varias décadas después,
cuando entraron en boga las teorías anglosajonas de la modernización (Peemans,
2002).
Sin embargo, los países más exitosos no fueron aquellos que siguieron el
idealizado ejemplo británico, sino los que procuraron viabilizar un itinerario de
desarrollo, ajustado a sus propias particularidades societales y que era congruente con el tipo de dinámicas que prevalecían en el escenario internacional. Esta
afirmación es válida incluso cuando se acomete el estudio del caso inglés. Si
dejamos de lado los innumerables mitos que han reproducido las teorías de la
modernización, en realidad, la industrialización británica no se produjo por haber
recurrido a una política de laissez-faire, sino por haber utilizado los instrumentos
contrarios, como fueron los elevados impuestos, los altos aranceles que se mantuvieron hasta mediados de la década de 1840, es decir, hasta cuando la industria
se encontró debidamente arraigada, un permanente déficit presupuestal, una abultada deuda nacional y un encopetado gasto militar. Incluso, el afamado Banco
de Inglaterra y la bolsa de Londres no surgieron por un supuesto espíritu liberal
116
Hugo Fazio Vengoa
británico, sino para facilitar el costo financiero de las guerras en las que la isla se
veía involucrada de manera periódica.
Los preceptos del idealizado modelo de desarrollo británico tampoco fueron seguidos por los países más pujantes de la Europa continental. Fácilmente se
puede reconocer que en el resto del continente se pusieron en marcha variados
esquemas de modernización. El de la Alemania unificada por Bismarck constituyó uno muy particular, pero también el francés fue disonante con respecto a este
presunto ideal.
La potencia centroeuropea fue la nación que logró combinar la grandeza de
su Estado con el dinamismo industrial y, desde esa posición, pudo entrar a competir con el liderazgo que hasta finales del siglo XIX detentaba “la reina de los
mares”. Alemania optó por un esquema que fue definido como un capitalismo de
Estado, es decir, constituyó una vía particular de distribución de la riqueza, cuyo
eje central se conformaba a partir de la centralidad que el poder político asignaba
a los sectores fundamentales de la industria pesada, con lo que se reforzaba además a los grandes grupos empresariales, los cuales obtenían grandes beneficios
de los pedidos estatales y militares.
El modelo francés fue diferente de los tres anteriores. Su centro de gravedad
se organizaba en torno a la defensa estatal de una estructura social fundada en
la pequeña propiedad agrícola y en el artesanado. Jean-Philippe Peemans brinda
una clara descripción de su naturaleza, cuando escribe:
Fuertemente centralizado, a semejanza de la naturaleza específica del Estado francés que traducía, en la edificación, el compromiso típico francés entre las fracciones
rentista, burocrática e industrial de la burguesía, el urbanismo de esta época era una
expresión concentrada de la originalidad del desarrollo de la Francia del siglo XIX
[...] Es sorprendente constatar que la progresión del ingreso per cápita en Francia fue
durante todo el siglo XIX mucho mayor que el aumento del capital per cápita, si lo
comparamos con la situación inglesa y alemana. Este fenómeno fue el resultado, entre otros, de la importancia del artesanado y de su capacidad para enfrentarse a las
nuevas necesidades engendradas por las mutaciones socioeconómicas. Gracias a esta
inflexibilidad de las formas no industriales, estas producciones resistieron bien las
transformaciones provocadas por la extensión de la red ferroviaria. Contribuyeron a
la diversificación del consumo y al incremento del producto material mucho más de lo
que dejan entrever las series estadísticas preocupadas exclusivamente por el registro
de los “verdaderos” bienes industriales. (Peemans, 1992, p. 23)
Estos cuatro casos que acabamos de comentar demuestran que en el siglo
XIX profundas diferencias nacionales permitieron viabilizar distintos modelos de
desarrollo, no obstante el hecho de que todos estos países compartieran el mismo
presupuesto de modernización capitalista. Más allá del volumen de la producción,
del comercio, de las inversiones, las disimilitudes entre estos países fueron el
Hacia la conformación de una economía mundial
117
resultado de decisiones de políticas económicas, salariales, migratorias y sociales. Es decir, si en épocas anteriores los países trataban de ser autosuficientes, la
tendencia ahora se encaminaba en dirección de la especialización a través del comercio: “El capitalismo global hizo posible la especialización. Países, fabricantes,
agricultores podían concentrarse resueltamente en la producción de sus mejores
bienes y servicios si tenían acceso a mercados lo bastante grandes como para
vender lo que producían y comprar lo que consumían. Ahora, por primera vez en
la historia, esa posibilidad estaba abierta” (Frieden, 2006, p. 42).
En el fondo, como sostiene Marcello Flores, un conjunto de circunstancias
–construidas a partir de la realidad geográfica y demográfica, de la cultura y de
los valores predominantes, de las respuestas e intervenciones del Estado, de las
iniciativas de los individuos, de la historia y de la unidad de la nación, del tipo de
dirigentes económicos y políticos– fue el elemento que singularizó la trayectoria
seguida por cada país en particular durante la época de la Segunda Revolución
Industrial (Flores, 2002, p. 57).
De esta pluralidad de formas de modernización se pueden extraer dos conclusiones parciales: de una parte, en el siglo XIX no existió ningún modelo que
pudiera ser percibido como la única vía para alcanzar el tan preciado desarrollo.
Esta inferencia es importante sobre todo porque numerosos son aquellos que, en
la actualidad, asumen acríticamente la existencia de un patrón general de modernización, que habría sido de origen inglés en el siglo XIX y norteamericano
en el siglo XX y en los inicios del XXI. De la otra, valga insistir en que existe
una inmensa carga histórica que explica por qué los países abogan por esquemas
particulares de modernización. Incluso el británico es tributario de un determinado tipo de historia y se inscribe en una definida historicidad. El francés optó
por sellar una serie de compromisos que permitieron al hexágono alcanzar altos
niveles de desarrollo social, así los indicadores económicos no tuvieran la amplitud o la contundencia del caso anterior. Desde luego que donde no se pudo aplicar
esta política económica a partir de los rasgos y las circunstancias nacionales fue en el
mundo colonial, porque para los países del mundo colonial estaba vetada incluso la
mera posibilidad de plantearse el dilema del desarrollo en el mundo que avanzaba en
el sentido de una más intensa globalización: en realidad, en estas latitudes “no había
alternativa al modelo de subordinación colonial” (Ferrer, 1999, p. 19).
Otras inferencias que se desprenden de la fisonomía que adoptó la globalización en el siglo XIX y que conviene destacar son las siguientes: primero, hacia
finales de ese siglo y comienzos del siguiente, el Occidente industrializado logró
constituir unos espacios de interpenetraciones económicas en las que concurrían
indistintamente circuitos económicos locales, regionales, nacionales, internacionales y globales.
118
Hugo Fazio Vengoa
Sobre el particular, es importante señalar que si bien la mayor parte de los
factores de interdependencia estaban representados por los intercambios que se
presentaban entre países a través de las fronteras (modalidad de internacionalización), se observa también que numerosas situaciones internas y nacionales
tuvieron repercusiones en toda la economía mundial, como ocurrió con la ampliación de la frontera económica en Estados Unidos y su impacto en ciertos precios
internacionales y con el descubrimiento de oro en California. Sobre este último
punto, Eric Hobsbawm concluye:
[…] acontecimiento crucial […] de la historia mundial, introdujo resueltamente a los
Estados Unidos en la zona del Pacífico, y puso definitivamente al Japón en el centro
de los intereses occidentales con vistas a abrir sus mercados de la misma manera que
la guerra del Opio había abierto los de China […] California creó por primera vez una
genuina red comercial para unir las costas del Pacífico, mediante la cual arribaron a
los Estados Unidos cereales chinos, café y cacao mexicanos, patatas y otros comestibles australianos, azúcar y arroz de China, e incluso algunas importaciones procedentes de Japón. (Hobsbawm, 1981, pp. 222 y 94)
Otro indicador de que se estaba asistiendo a una economía mundial que
avanzaba en el sentido de la globalización se advierte en el hecho de que comenzaron a presentarse considerables movimientos económicos sincronizados,
los cuales eran perceptibles a lo largo y ancho del planeta. Numerosos autores se
han interesado en esta particularidad que comportaba la economía del siglo XIX.
Osterhammel y Petersson recuerdan que “la llamada gran depresión o gran crisis,
que comenzó en 1873 hizo caer los precios de las mercancías en todos los mercados mundiales” (2005, p. 68). Bénichi asegura que la globalización se convirtió
en un fenómeno claramente perceptible cuando se desencadenó la gran depresión
de los años 1873-1896, momento en el cual la concurrencia de cereales venidos de
países nuevos, Argentina, Canadá y Estados Unidos, ocasionó una crisis en los
ingresos de los agricultores de la Europa Occidental y condujo a Inglaterra, que
se había mantenido librecambista, a un repliegue de la mitad de su producción de
granos (Bénichi, 2006, p. 19). Karl Polanyi (1997: 124), por último, sobre el particular, escribió: “Desde 1875 los precios mundiales de las materias primas eran
la realidad central en la vida de millares de campesinos de la Europa continental,
los hombres de negocios del mundo entero registraban cotidianamente las repercusiones del mercado londinense del dinero y los gobiernos discutían sus planes
en función de la situación de los mercados mundiales de capitales”.
En tercer lugar, otro perceptible cambio ocurrido en este período, y que
se encontraba indisolublemente vinculado a la mercantilización a que daba lugar esta economía en vías de globalización, fue que aspectos esenciales de la
producción, el consumo y el ahorro –los cuales con anterioridad escapaban a
Hacia la conformación de una economía mundial
119
las presiones del mercado, incluso dentro de los países más desarrollados– empezaron a ser permeados por el mercado, con lo cual comenzó a autonomizarse
un campo en el que actuaban ciertos tipos de relaciones económicas al margen
de las antiguas regulaciones sociales, y sin que los Estados pudieran encontrar
los dispositivos adecuados para contener las coacciones que se derivaban de
la lógica de funcionamiento predominante en los intercambios internacionales
(Berger, 2003, p. 19). Fue así como poco a poco aparecieron sociedades de mercado, primero en torno al Atlántico y después en otras partes del planeta. “La
economía de mercado, lo olvidamos con demasiada facilidad, es una estructura
institucional que no ha existido en otras épocas, sino únicamente en la nuestra,
e incluso en este último caso no es generalizable a todo el planeta” (Polanyi,
1997, p. 76).
Una sociedad de mercado es aquel tipo de organización social que se basa
en la generalización de los precios en el sector mercantil, en la extensión de la
esfera comercial a sectores que se encontraban parcial o totalmente excluidos, en
la infiltración creciente de esta lógica en la construcción y en el reconocimiento
de las identidades profesionales, en la penetración del imaginario mercantil en las
relaciones sociales y en el desarrollo de la lógica comercial en la regulación de los
bienes públicos no transables (Laïdi, 2000). Esta sociedad de mercado se articula,
por tanto, en torno a la creciente mercantilización de las actividades sociales y la
proclividad por representarse la esfera social como un mercado. Los dos factores
convergen en un punto: la mayor parte de las representaciones se realizan en el
contexto de la economía de mercado.
En cuarto lugar, ésta fue una coyuntura histórica en la cual apareció una
nueva gama de empresas multinacionales, que rememoran de manera cercana a
las que descollaron en el último tercio del siglo XX. En realidad, las empresas
que pueden estar acompañadas del calificativo de transnacional tienen una larga
historia. Un primer tipo se desarrolló en la Italia renacentista, como la compañía Peruzzi, que organizaba negocios de telas por buena parte de Europa y el
Mediterráneo. Las más conspicuas vinieron después, entre las que se destacaron
obviamente las grandes compañías comerciales, como la holandesa y la británica,
que tan importante papel desempeñaron en el fortalecimiento de los respectivos
sistemas coloniales. Posteriormente, durante el período en que primó el patrón
oro hasta que sobrevino la Primera Guerra Mundial, una buena parte de aquel
35% de la inversión extranjera que no era de portafolio, sino directa, se originó
a partir de este tipo de empresas, las cuales se interesaron preferentemente en el
sector primario (55%), la fabricación (15%), y el resto se distribuía en servicios
públicos, bancarios y comerciales. Valga recordar que a lo largo del siglo XIX, las
inversiones de cartera constituyeron la mayor parte de las inversiones extranjeras.
120
Hugo Fazio Vengoa
Hacia 1870 más del 60% estaba representado por préstamos a gobiernos y por
capitales que se destinaban a modernizar la infraestructura.
A finales del siglo XIX, las compañías transnacionales empezaron a tener
algunas semejanzas estructurales con las empresas contemporáneas de este tipo,
lo que las hacía radicalmente diferentes de las primeras compañías comerciales.
En épocas más remotas, gran parte de la inversión extranjera se destinaba a las
empresas “autónomas”, “donde los inversionistas administraban un negocio en el
extranjero que no formaba parte de una cadena de producción internacional. No
obstante, a finales del siglo XIX, los negocios mineros y agrícolas empezaron
a organizar la producción y la distribución sobre una base más internacional.
Muchas de las compañías que más adelante llegaron a dominar la producción y
la distribución de los productos primarios, en especial las compañías petroleras,
aparecieron durante este período” (Held et al., 2001, p. 281).
Todo ello permite sostener que fue en el período comprendido entre 1880
y 1913 cuando se asistió a la aparición de las primeras sociedades industriales y
comerciales multinacionales, las cuales comenzaron a crear filiales en el extranjero y a reubicar una parte de su producción con el fin de evadir el aumento que
nuevamente habían experimentado las tarifas aduaneras (Bénichi, 2006, p. 41).
En el último tercio de la centuria, debido a la emergencia de nuevos países
exportadores de capitales, como Alemania, Francia y Estados Unidos, que junto
con el Reino Unido conformaban el núcleo principal de inversionistas internacionales, fue creciendo de manera sustancial la inversión extranjera directa (IED).
En el fragor de este período, la IED, entendida como aquel capital que se invierte
en la propiedad de activos reales para implantar una filial en el extranjero o para
adquirir el control de una firma extranjera existente, selló su vínculo con las
nacientes empresas transnacionales. Colt, por ejemplo, estableció una fábrica en
Londres en 1852; Bayern se instaló en Estados Unidos en 1865 y Singer abrió una
filial en Glasgow en 1867.
La IED, de esta manera, se convirtió en un asunto muy importante en el
último tercio del siglo. La relación entre el valor del stock de inversión extranjera
directa de Estados Unidos y el producto nacional bruto norteamericano era de
5,1% en 1897 y ya había trepado al 7,3% en 1914 (Andreff, 2003, p. 11). Estas
empresas, potenciadas por las nuevas tecnologías y las nuevas condiciones comerciales, dieron lugar a la creación de carteles, es decir, conjuntos de empresas
que se ponían de acuerdo para fijar precios o dividirse los mercados, o de trust, o
sea, una unión de empresas del mismo sector o una alianza que controlaba todo el
ciclo productivo, desde las materias primas hasta las mercancías finales.
Hacia la conformación de una economía mundial
121
Por último, otra dinámica globalizante fue que durante estas décadas se asistió a la emergencia de algunas formas sistemáticas de distribución, cotización,
precios y venta de algunas mercancías, sobre todo de aquellas que tenían una alta
demanda en el mercado mundial. Así fue como apareció un mercado global del
cobre que vinculaba el transporte y la comercialización entre Australia, Chile,
Cuba, Inglaterra y Estados Unidos.
Todo esto nos lleva a concluir que en el recodo entre el siglo XIX y el XX se
asistió a un cambio profundo en la composición de la economía mundial, la cual
dejó de ser la simple sumatoria de “economías nacionales” para transformarse en
un tipo de estructura con apariencias de unicidad. En términos generales, se puede
sostener que hasta mediados del siglo XIX coexistían varias economías-mundo,
de acuerdo con la terminología de Fernand Braudel. Sin embargo, a medida que se
intensificaron las interpenetraciones entre los distintos pueblos, durante este siglo
las distintas economías-mundo comenzaron a quedar subsumidas dentro de una
economía mundial, la cual tuvo como centro originalmente a Europa Occidental
y después al Atlántico. Sólo algunas regiones se mantuvieron con contactos esporádicos con esta naciente economía mundial, como ocurría con parte del África
subsahariana, las regiones internas de China o zonas hacia donde no se extendía
la proyección del ferrocarril o del barco a vapor.
La exposición que hemos realizado sobre algunos elementos de la globalización económica y social a finales del siglo XIX e inicios del XX nos permite,
llegado este momento, ofrecer un pequeño balance sobre lo que cierta literatura
contemporánea ha dicho sobre ella, así como precisar los elementos de continuidad con los de diferencia que existen cuando se quiere comparar con nuestro
presente histórico.
En retrospectiva, y tratando de sintetizar, hemos sostenido que esta comparación entre estos dos períodos es perfectamente pertinente para percibir cuánto
en realidad se ha avanzado en estos procesos de globalización, en la medida en
que en ese entonces también se vivió un momento similar al nuestro, ya que tuvo
lugar una coyuntura, en la perspectiva braudeliana, similar a la que comenzó a
presentarse a partir de la década de los sesenta del siglo XX. Se produjeron una
significativa revolución tecnológica en los transportes (barcos a vapor y ferrocarriles) y en las comunicaciones (cables submarinos telegráficos intercontinentales), un veloz crecimiento del comercio internacional, un sensible aumento de las
exportaciones de capital y una más densa interrelación entre pueblos de diferentes
latitudes, aun cuando fuera bajo una forma imperialista y/o colonialista. Entre
1880 y 1914 también tuvo lugar un conjunto de cambios tecnológicos y culturales
que engendraron nuevas representaciones de lo social y del mundo. Esto fue el
producto de una serie de transformaciones en el plano comunicacional, científico
122
Hugo Fazio Vengoa
y cultural: la invención del teléfono, del telégrafo sin hilos, los rayos X, el cine, el
automóvil, el cubismo y la teoría de la relatividad.
Importantes analistas contemporáneos han utilizado la información que sugieren estas dinámicas decimonónicas para sostener la tesis de que la globalización actual no entrañaría ninguna novedad y que el mundo actual no es distinto
de las formas de organización históricamente predominantes que han sido consustanciales al capitalismo o la economía de mercado (Hirst y Thompson, 1996).
Este esfuerzo de deconstrucción ideológica, que tiene el importante mérito de
poner en tela de juicio muchas aseveraciones que se realizan bastante a la ligera
sobre nuestra contemporaneidad, tiene el inmenso inconveniente de que como no
propone ninguna definición de globalización, la cual es identificada acríticamente con la apertura económica, no logra avanzar en el entendimiento del fenómeno
en cuestión ni en el de las particularidades de los siglos XIX y XX.
Como se puede observar en el cuadro 10, la proporción del comercio sobre
el PIB hace pocas décadas se aproximó a los estándares que había alcanzado en
las postrimerías del siglo XIX. De este tipo de datos estos autores infieren que el
aumento que ha registrado la globalización en el período actual no ha alcanzado
una magnitud que permita sostener que haya entrañado cambios sustanciales en
el comportamiento económico internacional de los grandes Estados; simplemente
se estaría volviendo a una tendencia histórica de larga data.
En efecto, cuando se visualizan los problemas actuales dentro de una perspectiva de largo plazo se observa que, con excepción de Alemania y Estados
Unidos, la participación del comercio de mercancías fue menor en la década de
los noventa del siglo XX que en 1913. Para el conjunto de países desarrollados,
la relación entre exportaciones de mercancías y el PIB era de un 12,9% en 1913,
14,1% en 1974, y se tuvo que esperar a 1993 para que alcanzara el 14,3%. Si
tenemos en cuenta la relación comercio internacional/PIB, Inglaterra, con una
relación cercana al 47%, y Francia, con otra de 37%, se habrían encontrado en la
década pasada en niveles apenas superiores a los de 1913.
De esta información también se puede colegir que si el comercio internacional sigue representando un porcentaje relativamente bajo en relación con el
PIB de los grandes países industrializados, esto significa que la mayor parte de la
producción (aproximadamente entre el 85% y el 90%) se sigue realizando dentro
–y en función– de las necesidades del mercado interno. La única excepción tanto
en ese entonces como ahora, estaría conformada por los países pequeños, para los
cuales este promedio, obviamente, por regla general, es mucho mayor.
Hacia la conformación de una economía mundial
123
Cuadro 10
Proporción del comercio de mercancías en relación con el PIB, en precios
corrientes (exportaciones e importaciones combinadas), 1913-1993
1913
1950
1973
1993
Francia
35,4
21,2
29,0
32,4
Alemania
35,1
20,1
35,2
38,3
31,4
16,9
18,3
14,4
Países Bajos
Japón
103,6
70,2
80,1
84,5
Reino Unido
44,7
36,0
39,3
40,5
Estados Unidos
11,2
7,0
10,5
16,8
Fuente: Grahame Thompson, “Globalization and the Possibilities of Domestic Economic
Policy”, en Politik und Gesellschaft No. 2/1997.
Una conclusión similar se observa si se compara la participación de las exportaciones del conjunto de países de la OCDE con respecto al PIB entre 1913 y
1991: mientras que en vísperas de la Primera Guerra Mundial ésta ascendía al 16%,
en 1991, es decir, en el primer año de post Guerra Fría, representaba el 17,9%. El
comercio internacional de los países industrializados en referencia a su producción
alcanzó un 12,9% en 1913, cayó al 6,2% en 1938 y se elevó al 14,3% en 1993.
En síntesis, tanto en lo que respecta a Estados Unidos como a los países europeos, los volúmenes comerciales alcanzaron su zenit con anterioridad a la Primera Guerra Mundial, y después, durante el período de entreguerras, obtuvieron
su registro más bajo, como resultado de los graves desequilibrios económicos (v.
gr., la crisis de 1929) y de la implantación de regímenes que, como el fascismo y el
nazismo, además del soviético, amenazaban el orden existente. “En un momento
en que el comercio mundial disminuyó un 60% en cuatro años (1929-1932) –escribe E. Hobsbawm–, los Estados comenzaron a levantar barreras cada vez mayores
para proteger sus mercados nacionales y sus monedas frente a los ciclones económicos mundiales, aun sabedores de que eso significaba desmantelar el sistema
mundial de comercio multilateral en el que, según creían, debía sustentarse la
prosperidad del mundo” (Hobsbawm, 1997, p. 101).
Ilustrativo es también el hecho de que Gran Bretaña abandonara en 1931
el libre comercio, que desde la década de 1840 se había constituido en la pieza
fundamental del esquema económico británico. Este repliegue que se presentó en
la economía mundial en materia de internacionalización en el período de entreguerras constituye un claro ejemplo que nos invita a pensar que el mundo no está
condenado a avanzar hacia una globalización más profunda, ya que, de aumentar
las tensiones, los actuales procesos de transnacionalización también podrían interrumpirse. No obstante el surgimiento de nuevos países y la densificación en las
124
Hugo Fazio Vengoa
relaciones internacionales, desde los años cincuenta habría comenzado una nueva
fase de recuperación (Rodrik, 1997, p. 22), situación que se habría estabilizado
hacia la década de los años setenta del siglo XX.
No muy diferente era la situación en los países no europeos, como Argentina.
En 1914, este país exportaba más de la mitad de su producción de trigo, un 85%
de la producción de lino, un 65% de la de maíz. En aquel entonces el comercio exterior representaba aproximadamente el 50% del PIB, mientras que a finales del
XX se situaba alrededor del 20% (Krause, 1998). En lo que respecta al conjunto
de América Latina, Cárdenas, Ocampo y Thorp (2003, p. 9) sostienen que si bien
el sector exportador no siempre era el más relevante en la generación de empleo,
representaba el elemento más dinámico de las economías y era el principal conducto por el cual los países de la región se relacionaban con el mundo exterior.
Si dejamos de lado el comercio y nos concentramos en las inversiones, la
situación tampoco es muy diferente. En 1913, la tasa de flujos de inversión extranjera directa de los países desarrollados en relación con el PIB era del orden del
3%, es decir, una tasa similar al 4% que se alcanzó en 1990, y el stock de inversión
directa pasó del 9% del producto mundial en 1913 a un 9,7% en 1994. Es más,
diversos estudios sugieren que la comentada movilidad internacional de capital
desde la década de los setenta en muchos aspectos sería menor que la observada
para 1914 (Nogueira, 1997, pp. 86-88).
La única gran novedad de la época contemporánea consistiría en el carácter multilateral de la inversión, que se repartiría entre los tres polos de la tríada
(Estados Unidos, Japón y la Unión Europea). De otro lado, una parte sustancial
de la IED productiva se canaliza en la actualidad a actividades de fusión o de
adquisición de empresas existentes, siendo además el grueso de las inversiones
de portafolio (Andreff, 2003). Así, por ejemplo, las políticas de privatizaciones
habrían sido las responsables del 52% de la inversión extranjera directa que se
destinó al África subsahariana en 1993, del 22,3% en el Medio Oriente y del
16,9% del total de inversión extranjera directa destinada a América Latina entre
los años 1989 y 1993.
De las inversiones también se puede concluir que, en general, los flujos de
capitales fueron mayores a finales del siglo XIX que en nuestro presente histórico. Entre 1880 y 1913 Gran Bretaña registró un superávit promedio en la balanza
de pagos de cuentas corrientes del 5% del PIB, mientras que en la actualidad son
pocos los países que pueden mantener un flujo líquido de capital equivalente al
3% del PIB por un período tan prolongado.
Sin embargo, como adecuadamente ha señalado Zaki Laïdi (1998, pp. 40 y
43), entre 1870 y 1913 tuvo lugar la época de oro de la globalización económica,
Hacia la conformación de una economía mundial
125
pues los Estados-naciones y las burocracias eran embrionarios. Además, como
tuvimos ocasión de comentar anteriormente, el mundo de finales del siglo XIX
e inicios del XX conoció una serie de transformaciones que lo aproximaron a –y
que en muchos aspectos lo convirtieron en– una unidad: el cable submarino, el
telégrafo, las agencias internacionales de información, las migraciones masivas y
la economía mundial. Estas transformaciones, sin embargo, no podían dar todavía
lugar a una integración mundial, por cuanto la comunicación era muy costosa y
segmentada, lo que hacía que la transmisión de noticias se limitara a los sectores
diplomáticos y a los medios de comunicación.
La diferencia entre la globalización intensa de finales del siglo XX y el ciclo
internacional de finales del siglo XIX radica en que en ese entonces esa situación
correspondía ante todo a un deseo, a una aspiración, mientras que la globalización actual es un proceso real. “Antes experimentábamos la proyección a escala
internacional como coronación casi lineal de una maduración interna. Pasábamos
a lo internacional al cabo de un aprendizaje realizado debidamente en el plano
nacional [...] La internacionalización económica pasaba previamente por la explotación de productos, luego por el dominio de los circuitos de su distribución en el
extranjero y, finalmente, por la implantación física allende las fronteras” (Laïdi,
2000, pp. 35-36; Laïdi, 2004, pp. 362-364).
Por eso, si nos mantenemos apegados a la argumentación del politólogo parisino, podemos decir que cuando comparamos nuestro presente con la situación de
hace un siglo, se pueden distinguir grandes diferencias, que la rigidez de los datos
estadísticos no deja entrever, porque las cifras no comportan el mismo sentido en
ambos períodos y no pueden, por tanto, ser interpretadas de la misma manera. La
primera es de orden técnico: la producción material e inmaterial que da lugar a
intercambios internacionales ha aumentado, si la referimos no sólo a la riqueza
nacional, sino a la riqueza que producen los intercambios mercantiles. Es decir,
para entender el carácter dinámico que estos procesos comportan, el PIB debe
desglosarse en dos partes: en aquellas cosas o rubros que son objeto del intercambio y las que no son intercambiables, como el gasto que realiza la administración
pública.
Ahora bien. A medida que una economía se desarrolla, la parte de la producción que no es objeto de intercambio indudablemente tiende a aumentar, de lo cual
se deduce que aquello que corresponde a lo que es objeto de intercambio tiene que
inclinarse a que su participación disminuya. “Si se quiere tener una medida real
de la dinámica de extraversión de una economía a través del tiempo, no se debe
comparar la relación entre el comercio internacional y el PIB, sino la evolución de
la tasa del comercio internacional frente a la producción intercambiable” (Laïdi,
2004, p. 363).
126
Hugo Fazio Vengoa
Entre 1913 y 1990, la parte correspondiente a las exportaciones dentro del
producto nacional norteamericano ha sido casi la misma, pero si relacionamos
el sector de las exportaciones con los productos que originan intercambios, la
evolución es muy espectacular: se pasa del 13% al 31,4%, mientras que la parte
del comercio respecto a todo el PIB no sería mayor al 8%. Es decir, no obstante
las similitudes que arrojan las cifras, los intercambios son mucho más poderosos
hoy en día que en el siglo XIX. También hay unos cambios cualitativos, como el
veloz crecimiento del sector de los servicios en el conjunto de las exportaciones.
Mientras que en la actualidad éstos representan más del 40% del total de las exportaciones norteamericanas, a inicios del siglo XX no superaban el 1%.
En segundo lugar, la globalización entraña una diferencia con respecto a
la internacionalización. La economía global, tal como se diseña hoy en día, se
distingue de la economía internacional, cuyo máximo paroxismo se alcanzó en
las décadas de 1870-1913. “Ésta es la razón por la cual la calificación del período
actual no puede fundarse empíricamente en una simple comparación estadística.
La validez de una perspectiva puramente cuantitativa supone que las cosas son
comparables. Los finales del siglo XIX estuvieron marcados por la construcción
y el aprendizaje de las regulaciones económicas nacionales, y por la aparición de
las instituciones que les fueron asociadas, mientras que las formas de regulación
tienden con la globalización a desplazarse al plan regional y al mundial” (Kébadjian, 1999, p. 54, la cursiva es nuestra). Lo característico del mundo actual no es
el surgimiento de las regulaciones nacionales, como fue evidente en el siglo XIX,
sino la parcial descomposición de las mismas, las cuales quedan subsumidas en
unas dimensiones mayores, regionales preliminarmente y mundiales o transnacionales en seguida.
En tercer lugar, ha cambiado la composición de los productos exportados. Si
en 1913 los productos primarios representaban el 64% de las exportaciones mundiales y los productos manufacturados el 36%, en 1992 estos porcentajes eran del
2% y del 75%, respectivamente. Es decir, el intercambio económico se basa cada
vez más y más en la competición de productos que pueden ser fabricados por un
número creciente de empresas en los más variados países, mientras que hace un siglo éstos eran intercambios complementarios de productos no competitivos, como
las materias primas necesarias para la producción de bienes manufacturados.
En cuarto lugar, los finales del siglo XIX y los finales del XX se diferencian
porque mientras que hace un siglo la competitividad recababa en diferencias entre
economías, en la actualidad se asiste a una competencia entre sistemas sociales.
Todo país debe ajustarse a unos indicadores de buena gestión del desarrollo, entre
los cuales se encuentran la existencia de un adecuado marco legal que otorgue
previsibilidad a los agentes económicos transnacionales, la fiabilidad en la in-
Hacia la conformación de una economía mundial
127
formación, la transparencia, el Estado de Derecho, la mano de obra calificada,
etcétera (Ferrarese, 2002).
En quinto lugar, se ha ampliado enormemente el radio de acción de estas
tendencias. Cuando a mediados del siglo XIX se produjo una aceleración de la
internacionalización de la economía y de la industrialización, el proceso puso en
interacción a un conjunto de países que rompieron con el monopolio que en ese
entonces detentaba Gran Bretaña. Desde la década de los años cincuenta del siglo
XX tuvo lugar una nueva aceleración de estas tendencias y se amplió su base geográfica, al comprender a grandes partes del entonces llamado Tercer Mundo. Es
decir, una disimilitud importante que encontramos entre estos dos períodos consiste en que el grueso de los intercambios se realizaba entre un puñado de países,
mientras que en la actualidad en este proceso participa la totalidad del planeta.
Por último, la competición mundial integra más y más los factores sociales y
culturales y, al mismo tiempo, ha surgido una producción industrial en el campo
de la cultura –la industria cultural– que tiene la capacidad de poner en comunicación e interacción a los diferentes pueblos. En síntesis, una de las diferencias
es que el actual proceso de globalización se extiende prácticamente a todo el planeta, son escasos los lugares que se mantienen desvinculados de él y es mayor la
interpenetración entre los diferentes pueblos. También difieren en otro sentido: la
globalización intensa actual, más que abolir las fronteras, lo que ha producido es
que ha entrado a ecualizar las condiciones sociales del intercambio.
La experiencia del siglo XIX también enseña que la relación entre el Estado
y la globalización es un asunto mucho más complejo que la simple desvalorización del primero ante el impetuoso avance de la segunda. La historia demuestra
que en todas partes el desarrollo industrial fue un proceso acompañado y a veces
inducido por el Estado (Cattini, 2006). Sobre el particular, conviene recordar al
historiador Moshé Lewin, cuando argumentaba sobre el caso ruso que “el papel
del Estado en el desarrollo es un asunto crucial porque era una sociedad carente
de cohesión entre las diferentes clases sociales, las cuales desde un punto de vista
geográfico vivían en un mismo territorio, pero económica, social y culturalmente
habitaban en siglos diferentes” (Lewin, 2003, p. 345).
Como bien lo demostraron en su momento la modernización de ese país
y la manera como se llevó a cabo ese proceso, sus logros fueron posibles por la
proyección del Estado en la vida económica. En efecto, la experiencia histórica
moderna de Rusia ha puesto de manifiesto que al Estado siempre le ha correspondido desempeñar la tarea de agente y programador de la industrialización y de la
modernización, razón por la cual este caso puede ser considerado como un claro
ejemplo de crecimiento industrial directo suscitado bajo intervención estatal. Lo
128
Hugo Fazio Vengoa
mismo puede decirse del Japón de la dinastía Meiji, cuya revolución fue conducida por los samurái e intelectuales con conciencia nacional, que forjó la construcción del Estado moderno; la tierra retornó al emperador, siendo sustraída de los
grandes señores, con lo cual se puso fin al sistema feudal y de castas y el gobierno
entró a administrar el poder. A falta de una clase empresarial, también en Japón el
proceso de acumulación fue iniciado y desarrollado por el Estado.
Ésta no fue, empero, una particularidad exclusiva de Rusia y Japón. El comentado caso norteamericano que analizábamos con anterioridad y el siempre citado experimento modernizador alemán demuestran que la globalización en estos
países fue un proceso que transcurrió en alto grado de la mano del Estado. Este
mismo tipo de argumentaciones es válido incluso para el más liberal de los Estados europeos: la Gran Bretaña. John Hobson ha sostenido que el Estado británico
se entiende mejor cuando se comprende que fue un Estado despótico, intervencionista y de desarrollo tardío. “La caracterización que se hace convencionalmente
de la industrialización británica como un fenómeno basado en el laissez-faire es,
aunque absolutamente generalizada, un puro mito. Los impuestos, los aranceles,
el déficit presupuestario, la deuda nacional y los gastos militares de Gran Bretaña
destacaron sólo por sus altos niveles” (Hobson, 2006, p. 335), y ello no fue una
pura coincidencia histórica. El sistema financiero nació para sufragar el gasto
militar, y la bolsa, para organizar los bonos del gobierno. La industrialización se
construyó con base en la sustitución de importaciones, la esclavitud y una política comercial estratégica e imperialista, y el libre cambio “sólo llega al final del
proceso de industrialización” (Hobson, 2006, p. 330).
Del mismo parecer es Paul Bairoch cuando argumenta que la idea de que el
liberalismo, el laissez-faire y el libre mercado hubieran estado detrás de la expansión de la globalización económica constituye en el fondo un simple mito. Más
bien ocurrió todo lo contrario: “la política liberal de Europa no duró más de dos
décadas y coincidió con –de hecho provocó– el período económico más negativo
del siglo XIX” (Bairoch, 1999, p. 7).
También este ciclo difiere del actual en otro sentido. Mucho se ha argumentado que el Estado de bienestar es inconcebible en un contexto de intensificada
globalización (Giddens, 2007). Éste es otro gran mito ampliamente difundido por
un pensamiento que se ha vuelto hegemónico, pero que no se ajusta a la evidencia
histórica, más aún cuando se observa fácilmente que los países más globalizados
son las naciones escandinavas, que mantienen importantes políticas asistenciales
(Navarro, 2000).
Lo mismo puede sostenerse para el siglo XIX. Si el caso inglés demostró
la manera como se asumió esta primera globalización en el campo financiero y
Hacia la conformación de una economía mundial
129
fiscal, los ejemplos de Alemania y Francia ilustran las nuevas competencias que
se impusieron en el área de la protección social, donde “el papel de los Estados
europeos se encontraba en plena expansión”.
La introducción de la progresividad del impuesto sobre las herencias, los impuestos a
los valores muebles, la creación de un impuesto sobre el ingreso fueron las grandes innovaciones durante la primera globalización. Ahora bien, es precisamente aquí donde
se hubiera podido esperar una reducción de la empresa del Estado en la economía y de
la sociedad debido a las presiones de la globalización. (Berger, 2003, p. 77)
Como recuerda la citada economista del MIT, en una fecha tan temprana
como 1872 se votó en Francia el primer impuesto sobre el ingreso de los bienes
inmuebles, en 1902 se introdujo la progresividad impositiva sobre las herencias,
en 1909 la Cámara de Diputados aprobó el impuesto sobre el ingreso y en 1910 se
estipuló la jornada laboral de diez horas. En 1898 se adoptó la ley sobre los accidentes de trabajo; la semana laboral de seis días y las pensiones en 1910, mientras
que en Alemania se aprobó en 1884 la legislación sobre los accidentes industriales. Todo esto le permite a la autora concluir que “la globalización no impide la
adopción de leyes fiscales con importantes efectos redistributivos […] La Francia
de 1914 introdujo la espina dorsal del Estado Providencia. Se debe insistir en que
todo esto ocurrió en el transcurso de la primera globalización: el espacio otorgado
a la acción del Estado, en materia de reformas sociales y en política de redistribución, era mucho más vasto de lo que se hubiera esperado” (Berger, 2003, pp. 78
y 79). Alemania, el país social por excelencia, estableció, por su parte, el seguro
de enfermedad en 1883, el de accidentes en 1884 y las pensiones de jubilación en
1889, convirtiendo a Bismarck en el primer estadista que instituyó una protección
social. Esta modalidad de Estado de bienestar no fue una práctica exclusiva de los
países más desarrollados. José Battle y Ordóñez, quien fuera elegido dos veces
presidente de Uruguay, en 1903 y 1915, introdujo una de las legislaciones más
avanzadas que se haya conocido en el mundo: educación gratuita y universal, jornada de ocho horas, regulación laboral, seguro de paro y pensiones públicas, un
amplio sistema sanitario, divorcio legal y derechos para las mujeres.
En síntesis, se puede concluir este capítulo diciendo que la principal particularidad que tuvo la primera globalización fue haberse producido no mediante
la anulación de las fronteras, sino gracias a la emergencia y a la cimentación alcanzada por las naciones y los Estados en las regiones más dinámicas del mundo:
Europa, América y Oceanía. Globalización y nación, por tanto, no constituyen
opuestos, sino complementos tan indisolubles que es imposible imaginar la globalización sin las naciones, como sería irreal la existencia de las naciones sin la
globalización. Pero no obstante las similitudes, las diferencias entre estas dos
coyunturas históricas son también inmensas y ello no obedece a cambios que se
130
Hugo Fazio Vengoa
hayan producido en las naciones sino a transformaciones que ha experimentado
la globalización, que ha trastocado el sentido que comporta la organización social
en torno a las naciones.
Conclusión
El siglo XIX fue la centuria en la que debutó la globalización en su versión original. Aquellas manifestaciones análogas que tuvieron lugar en épocas anteriores
se inscribían en registros distintos y por esta razón las hemos definido como dinámicas preglobalizadoras (interconexiones con anterioridad al siglo XV) y protoglobalizadas (compenetraciones entre los siglos XVI y XVIII). Lo global como
dinámica histórica sólo pudo desarrollarse a partir de la segunda mitad del siglo
XIX. Ello nos ha llevado a sostener que como contexto histórico, la globalización
ha sido una fuerza actuante a lo largo de estos dos siglos.
Ahora bien. A diferencia de la manera como este fenómeno se expresa en
nuestro presente histórico, durante el siglo XIX la globalización fue una dinámica
que conjugó prioritariamente tres tipos de procesos: el avance en la dirección de
una economía mundial, una sensible movilidad de personas y el incremento de las
actuaciones internacionales por parte de los Estados-naciones. Su centro nodal se
conformó a partir de la constitución de las naciones, situación que permite entender las razones que subyacen a la territorialización y a la internacionalidad, que
fueron dinámicas inherentes a este primer momento globalizador.
Entender los rasgos constitutivos de este fenómeno durante el siglo XIX
resulta ser un asunto muy importante para la comprensión de nuestro presente:
primero, porque sirve de demostración de que la globalización no es un fenómeno congénito, exclusivo, de nuestra contemporaneidad; en otros momentos,
también se asistió a un incremento de este tipo de situaciones. Segundo, no obstante su densidad histórica, la globalización adquiere su fisonomía en consonancia con las dinámicas predominantes en una determinada coyuntura temporal.
Por ello, resulta muy difícil definir su esencia, porque su naturaleza se modela
históricamente y las particularidades que encierre en una determinada época
pueden no ser extensibles y válidas en otras. Su sustancia es cambiante, plástica
e históricamente determinada. Tercero, entender los caracteres fundamentales
de la globalización en otros períodos ayuda a comprender los diferentes tipos de
mundialidad por los que ha atravesado la humanidad. Mientras que la configuración contemporánea es débil y plural, la del siglo XIX fue eurocéntrica y fuerte,
en tanto que disponía de un núcleo territorial que organizaba y le daba un sentido
a todo el conjunto.
132
Hugo Fazio Vengoa
Marcello Flores ha propuesto definir esta configuración decimonónica como
occidentalista, término del que se sirve el historiador para describir y fotografiar
la complejidad y las contrariedades del intervencionismo europeo y sucesivamente norteamericano en eso que a veces ha sido denominado el Oriente, el Tercer
Mundo o el Sur. Fueron la conciencia y el orgullo de la propia acción los que
hicieron distintiva, entre los siglo XVIII y XIX, la dinámica de penetración y de
conquista occidental del resto del mundo. Junto a un viraje de carácter material
(en su esencia, tecnológico y económico), Occidente dio vía libre a un proceso de
globalización.
Occidentalismo es el enlazamiento entre el elemento subjetivo que acompaña esta
difusión (la percepción que se tiene, los valores que se proponen, los interrogantes
que se plantean) y la naturaleza concreta de una acción que no transforma sólo una
realidad dada de estructuras (económicas o políticas), sino también de pueblos, con
sus historias, identidad y conciencia. Occidentalismo es la relación que modifica en el
proceso de globalización, las instituciones dominantes y hegemónicas pero también
las derrotadas y marginadas, la vida y el modo de pensar de quien gobierna y de quien
es gobernado, el sentido de la propia identidad y la idea que se tiene del otro. (Flores,
2002, p. 45)
La mirada a lo acontecido en los finales del siglo XIX y la contemplación
de nuestra contemporaneidad nos muestran de manera sucinta el inmenso trayecto recorrido, las décadas que separan a uno y otro período, así como sugieren
también muchos de los rasgos distintivos de la globalización actual. Hoy es otro
el tipo de organización de la economía, es distinta la expresión que registran los
componentes políticos, las relaciones sociales se han parcialmente desterritorializado y se atomizó el centro organizador de la mundialidad. En el siglo XIX se
imponía la homogeneidad y por ello los principales referentes de acción sólo podían ser internacionales y universalistas. La globalización decimonónica actuaba
además como una gran macroestructura, era una serie de compenetraciones que
entrelazaban grandes conjuntos económicos, sociales y políticos. Mientras en el
plano de la economía promocionaba la intensificación de flujos, factores, y la
ecualización de precios y salarios a través de las fronteras, en el campo político
de las relaciones internacionales su aspecto más visible fue la presión ejercida en
favor de la universalización del Estado-nación como órgano exclusivo de representación. Es decir, mientras que en el primer campo la globalización actuaba
en el sentido de una mayor integración, en el segundo la nivelación interestatal
recababa en un potenciamiento de las diferencias.
Esta disimilitud obedece en alto grado al hecho de que mientras que en el
plano económico la adaptación a las nuevas necesidades globalizadoras se produjo a través de la conjunción de elementos sincrónicos con otros diacrónicos, tal
como pudimos demostrar en el caso de las naciones más desarrolladas, en el cam-
Conclusión
133
po de lo político internacional las potencias procuraron construir una estructura
sincrónica que ajustara todo los tipos de experiencia a esos mismos parámetros,
desconociendo la vitalidad de los elementos diacrónicos que tenían que participar
en su puesta en escena. No fue extraño, por tanto, que esta presión fuera resistida
con la aparición temprana de movimientos de liberación nacional.
Este caso demuestra que no obstante el hecho de que hablemos de globalización en singular, sus manifestaciones son plurales, otro motivo adicional de por
qué no se puede alcanzar un mínimo común denominador sobre su naturaleza. A
diferencia de ese ayer, hoy por hoy, se ha afirmado la diferencia de lo local, y por
ello, los nuevos elementos que convocan no pueden ser universalistas, sino que
deben buscarse dentro de los ideales cosmopolitas. La globalización también dejó
de ser un fenómeno abarcador para redimensionarse en la localidad e incluso en la
cotidianidad, porque muchas de sus expresiones se realizan en clave local.
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