NIEBLA DEL RIACHUELO

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NIEBLA DEL RIACHUELO
Historias de sexo y muerte de los capos del suburbio
Miguel Wiñazki
A Claudia
CAPITULO I
EL ROYAL
Había ocho pibes sentados en los asientos desvencijados. El
mayor tenía quince años y el menor doce.
Antes se habían bañado con ella en la Aguada. La excursión
preparada por Motta empezaba en la Aguada, que era el nombre
de un coletazo del Plata en el sur, en la punta del Quilmes más
precisamente.
En aquellas tardes de verano se bañaban con ella, ante la atenta
mirada del vigía, que los dejaba hacer. El vigía era Motta y
trabajaba para Barceló y para Ruggierito y mantenía el orden.
Primero pasaban buceando por entre sus piernas. Los más osados
la rozaban con sus manos cada vez más arriba, a veces
atreviéndose hasta levantar algo el camisón negro, porque ella se
bañaba con un gran camisón negro y con enaguas negriblancas, y
a pasarle sus dedos como peces por las curvas de atrás, o por la
espesura de su delantera.
Después, ella con los ojos empapados y las pestañas implorando,
organizaba el juego de la agarradita.
Los ocho partían al grito de “ya” apurando sus pies sobre el fondo
lodoso y abalanzándose al agua y avanzando con manotazos y
olitas, y el que llegaba primero, abrazaba desde atrás a Rosa,
pudiendo apretarla por un instante.
Ella los sentía anhelantes, incrédulos y desesperados, como
capaces de matar para superar el camisón y llegar hasta su piel
blanca y erizada apenas, apenitas.
El vigía gritaba “stop”, marcialmente y como si fuera un inglés,
después de algunos segundos de agarradita.
Había dos carreras. Y sólo los dos vencedores sucesivos podían
agarrar unos instantes, durante los cuales, ella a veces se movía
vencida por el deseo. Aunque lo hacía apenas, rigurosamente
custodiados por el Vigía. Esos instantes bastaban para que en
general ellos no pudieran contener sus emanaciones aún antes de
rozarla piel a piel.
Pero el negocio estaba en el cine. En el cine Royal.
Desde la Aguada, caminaban hacia el vestuario. Allí, primero y
sola, Rosa, se secaba. Se cambiaba el camisón y las enaguas por
otras secas, se ponía un vestido florido y se colocaba unas
sandalias con pompones rojos con suelas altas. Nada más. Eso, y
un sombrerito violeta que le apretaba los rizos rubios sobre la
frente. Después hacía pasar a los chicos al vestuario, que era un
galpón con piso de tierra.
Los intimidaba un poco con sus manos con uñas pintadas de rojo.
Jugaba. A uno de ellos, ahora se me escapa el nombre, siempre le
rozaba apenas las mejillas, y jugaba a agarrarlo, acercándole la
mano hasta casi rozarlo, pero sin tocarlo. Inevitablemente ocurría
lo mismo. “Volviste a enchastrar el piso”, lo retaba. Ella lo secaba
entonces otra vez con una toalla roja. Y lo besaba muy suavecito
cerca de los labios. Los secaba uno por uno y, a veces, “rozaba a
varios sin querer”, dejando que sus curvas, con la piel fresca por
el agua y ligeramente erizada se moviera sobre los promontorios
de alguno o de varios que esperaban turno para ser secados.
Todos se ponían en ronda, en derredor de ella. Todos desnudos y
precozmente firmes. Ella les impedía tocarse. ¡Acá no!, decía. Se
ponía ella en el medio equidistante y a milímetros de todos,
inclinándose hacia los que secaba, blanca, generosa, curvilínea,
enfrentando a unos de frente y apabullando a los otros con su
retaguardia. Y así los iba secando. Se enojaba allí si alguno se
propasaba. Pórtense bien, que en el cine hay premio, decía. Antes
de partir y así, como si no le importara, y frente a un espejo
cuadrado sin marco, un vidrio, nada más, se pintaba los ojos y los
labios. “Ahora vamos”, decía después de pintarse. Y todos la
seguían. El Royal estaba a media hora en carro desde la Aguada.
Ella se sentaba atrás con los “gurises” desorbitados y Motta
manejaba los pingos. Todos en silencio, todos menos el tic tic de
los cascos, agudos, regulares y geométricos
Después se bajaban todos frente al Royal. Ella caminaba oronda e
ingresaba a la sala como nada. Los pibes se instalaban en los
distintos asientos, y se bajaban los pantalones cortos sin
calzoncillos. Antes tenían que depositar una moneda de un peso
que estallaba al caer en una lata sonora en la ventanilla de entrada.
Todo se realizaba con un orden asombroso.
Los pibes se sentaban como soldaditos de plomo, y se disponían
a mirar las escenas encubiertas por el ruido de la maquinola.
Veían en sepia y con desperfectos las curvas y los retozos que los
desorbitaban, las mujeres que eran como ella, como ella que entre
todos ellos se sentaba en un asiento de madera desvencijado y
sólo se levantaba las faldas y se desescotaba. Y ellos, respetuosos,
delirados, estravitos entre ella y el filme, concluían lanzando sus
rayos a los aires.
A veces ella no se contenía, y como disimulando lo que hacía se
paraba delante de una las butacas. Elegía a un pibe, en general
flanqueado por otros dos, se subía muy lentamente y más, y más
las faldas, se desescotaba más. Toda. Toda al descubierto.
Dejábase ver ella, sin dejar de ver el filme, con los ojos puestos en
la pantalla y las manos subiéndose las telas, desabrochándose,
liberando sus montes, de espaldas a los pibes, sintiendo su aliento,
y después de eternidades ondulantes, insinuantes, se sentaba. Se
sentaba sobre uno y tomaba a los otros dos a la vez, moviendo sus
manos, arriba abajo, suave, rápido y más rápido, y moviéndose
entera, serpenteando, tragándose a los pibitos, apretándose ella,
levantando y bajando sus longilíneas grietas suaves, suaves y
lubricas como poniéndole alaridos a la película muda.
Esas orgías, le dejaban algunos buenos dividendos a Ruggierito.
Él a veces le preguntaba:
-Te la bancás.
-Son unos pendejitos indefensos, no pasa nada -decía ella.
-Además -murmuraba- a mí me gusta comerme a los pendejos.
CAPITULO II
22 DE DICIEMBRE DE 1893
Barracas al sud. Sud. Sur. “Machito”, dijo. Las estrellas y los
perros asistieron al nacimiento impávidas y aullando. “Macho”,
volvió decir la comadre. Era el último de los trece hijos, allí en el
sur, al otro lado de Buenos Aires.
El Riachuelo serpentea el sur como una anaconda podrida. Como
una anaconda muerta. Y al otro lado, tras la anaconda, nació
Barceló en una rala noche de verano. Casi todo era barro y nada.
Pero muchos años después, la Anaconda revivió. Y el Riachuelo
de Barceló, y de Ruggierito, de Gardel y de Fresco y de las putas
de Barceló y de Ruggerito, (como Enriqueta la Conchuda) aspiró
otra vez la vida de la podredumbre, como aspiraban los mishés la
cocó que vendían en los prostíbulos y en los garitos, y bajo un
coro de malandras bien trajeados, el río de mierda, de sangre
menstrual, de la sangre negra de los muertos arrojados a sus
flujos y reflujos, volvió a ondular silente y traicionero, para
ahorcar y tragarse a aquel que talle, por más que pese y valga,
porque con el Riachuelo y con los malandras de Barceló mejor era
no meterse.
Pero no fue así la historia.
La historia verdadera había ocurrido en el cementerio de los
Rufianes.
Fue cuando los de la Zwi Migdal enterraron a sus primeros
muertos, putas muertas, en Avellaneda, cuando levantaron ese
frontispicio en 1911 con inscripciones incomprensibles que
debían leerse de derecha a izquierda. Aún cuando fueran putas
contrataron a barbados cantores con túnicas y sombreros de
cuatros puntas brillantes que parecían tridentes o algo así tridentes negros y de cuatro puntas, o algo así como sombreros
con cuernos-, para que cantaran sus fúnebres cánticos y arrojaran
tierra a los ataúdes de las putas, que putas y todas eran enterradas
como cualquier cristiano, aunque ellas no eran.
Fue entonces, por aquel tiempo, cuando la fiesta empezaba de
verdad y Barracas al Sud fue, se convirtió en Avellaneda y se
dividió en dos, entre rojos y blanquicelestes, acérrimos, pero
unidos a la hora de gritar “Avellaneda”, en las tribunas, a la hora
de borbotear en los nuevos los telares industriales, en los
aserraderos multiplicados como los panes y los peces, en el
rítmico sonido de los cascos de los tranways sobre la Avenida
Mitre asfaltada desde Crucecita hasta Sarandí, y en los
innumerables cinematógrafos inmorales en los que a las imágenes
mudas de las curvas y las caricias y las efusiones que dejaban
imaginar los gemidos, se sumaban los reales susurros y suspiros
de la sala en los que ocurría de todo, ya que era un sueño.
Alberto Barceló asumió por vez primera la intendencia de
Avellaneda el 1 de enero de l909. Cuando juró por Dios y los
Santos Evangelios, pensó en su padre. El contó después que pensó
en su padre en ese momento, don Gerónimo Emilio Barceló
nacido en Concepción del Uruguay, Entre Ríos, que había sido
mayoral de la diligencia que iba desde Magadalena hasta Barracas
al sur. Pensó también que la pobreza se resolvería con respeto.
Esa era su filosofía: “Si los muertos de hambre me respetan habrá
orden, y si hay orden, la pobreza se convierte en un Castigo
Divino, pero deja de ser nuestra responsabilidad”.
El 10 de diciembre de 1914, toda la ciudad de Avellaneda se
desperdigó un aviso que atrapó los ojos de los pobres:
“Intendencia Municipal. Ollas populares. Se hace saber al
vecindario que desde el lunes 7 del actual y todos los días a las 12
del mediodía, se dará de comer gratuitamente a toda persona que
se presente en el local destinado al efecto por esta intendencia, en
la calle Arenales entre Belgrano y Colón, sin exigir requisito
alguno. Alberto Barceló, Intendente. Nicanor Salas Chávez
Secretario”. La comuna ofreció 30 mil almuerzos en menos de un
mes. El 1 de octubre las ollas populares concluyeron. La comuna
gastaba 200 pesos diarios para mantenerlas, y se vaciaron
rápidamente.
Barceló volvió a pensar entonces y pronunció aquella frase que
fue su ideario:
”Habrá pobres y más pobres. Si no hay comida, entonces, que
haya orden”.
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