La escenificación de imaginarios en el discurso televisivo como barreras de acceso a la diversidad Rubén Dittus B. Presentación El presente trabajo pretender abordar los efectos que tienen los imaginarios sociales como parte del discurso televisivo, y las barreras que generan en la comprensión de la diversidad cultural. La tesis que postulo es la siguiente: los imaginarios están presentes en el discurso televisivo como verdaderos imaginarios escenificados, generadores activos de nuevas imágenes y representaciones colectivas que se autoproducen como un verdadero sistema cerrado, provocando con ello, una distorsión en la comprensión de la realidad multicultural. En otras palabras, el discurso televisivo es autosustentable a partir de lo imaginario, no requiriendo del mundo real. La televisión se exhibe y se promociona a sí misma, actuando como un sistema autopiético que pone en duda su rol como espejo de la realidad. El principal efecto que tiene esta autosustentabilidad es la producción de desequilibrios de identidad en el mundo real. A través de los imaginarios escenificados, la televisión crea una realidad paralela que define como públicamente relevante, impidiendo una justa accesibilidad de las minorías culturales en los espacios públicos. En definitiva, se trata de un discurso retórico que se convierte en ideología, a través de los personajes, formas de vida y significaciones que muestran una realidad social, paradójicamente, cada vez más monocultural, estereotipada y arquetípica. Desarrollaré estas ideas abordando, primero, algunos términos y modas conceptuales; y en segundo lugar, explicaré los enunciados que dan respaldo a la tesis general. Conceptos operativos: lo imaginario y lo discursivo Lo imaginario ha sido descrito de muchas maneras. El chileno Manuel Antonio Baeza lo entiende como un patrimonio representativo, o sea, como un conjunto de imágenes mentales acumuladas por el individuo en el transcurso de su socialización. Castoriadis niega que se trata de la representación de algún objeto o sujeto, sino que se trata de la incesante y esencialmente determinada creación socio-histórica y psíquica de figuras, formas e imágenes que otorgan de contenidos significativos a las estructuras de la sociedad. El español Juan Luis Pintos enfatiza en que los imaginarios sociales rigen los sitemas de significación y de integración social, haciendo visible la invisibilidad social. En tanto, para Baczko, el imaginario social es una de las fuerzas reguladoras de la vida colectiva, dada su inseparabilidad del poder. Más allá de las diferencias y semejanzas conceptuales plantedas, existe consenso desde una perspectiva epistemológica de que la estructura social es una mezcla de dimensiones materiales y abstractas. Lo contrario afectaría negativamente el nivel de comprensión que tenemos de nuestro entorno. El conocimiento descansa sobre sólidas bases en un sistema de significaciones construida y asimilada culturalmente. Y es que el hombre necesita de una especie de banco de imágenes que nutra sus relaciones sociales. De este modo, son imaginarios el amor, la libertad, la patria, la belleza, o cualquier otra imagen colectiva que ayude a ser tangible lo intangible. Permiten concebir la realidad desde una dimensión simbólica, superando la materialidad de los objetos que forman parte de nuestro entorno. Son la base de nuestras abstracciones, y junto al lenguaje, son el fundamento del pensamiento racional. Se trata de representaciones que dan sustento a lo que en psicología social crítica y la lingüística del texto denominan discurso, término que hace referencia a un conjunto de significados, metáforas, imágenes, historias y afirmaciones que producen colectivamente una determinada versión de los acontecimientos. Por lo tanto un discurso es un sistema de afirmaciones que construye y, por ende, legitima una realidad representada. De este modo existe el discurso del éxito, del feminismo o del buen padre. Todos y cada uno de ellos se transforman en una perspectiva necesaria para enfrentar las relaciones sociales, y son indispensables para nuestra comprensión del mundo real. La forma en que cada uno de estos discursos se expresa se denomina texto. Un texto es cualquier cosa capaz de generar lecturas e interpretaciones, como una carta, las imágenes, la ropa, la comida o una conversación. Por lo tanto cualquier cosa susceptible de ser leída o interpretada puede considerarse texto, y como tal constituye la manifestación de uno o más discursos. Desde este razonamiento, la televisión se puede considerar como el medio por el cual se manifiesta una forma de percibir la realidad, por lo tanto, como un discurso. Y los elementos programático-estructurales de la televisión serían textos discursivos. A través de este discurso televisivo se legitiman instituciones sociales como la familia, el matrimonio, el Estado, la democracia o los partidos políticos. ¿De qué manera? A través de representaciones que la propia televisión crea, que son sólo parte de la televisión, y no se encuentran fuera de ella. Son los géneros televisivos que a través de décadas han ayudado a comprender nuestro entorno. Las telenovelas, los noticieros, los concursos, los talk show y las coberturas deportivas son ejemplos de cómo el discurso televisivo nos dice qué es lo importante, qué es lo bueno o cómo debemos tratar al prójimo. Multiculturalismo y discurso televisivo El discurso de la televisión frente a la diversidad cultural recoge las múltiples manifestaciones que históricamente se han planteado respecto a la forma en reconocer y enfrentar el pluriculturalismo. De ese modo, la televisión tampoco escapa al determinismo histórico que ha impulsado modas ideológicas tan diversas que van desde la negación de lo ajeno hasta la victimización de las minorías transformadas en exóticos modelos de sociedad. No es menor la forma cómo este medio se ha hecho eco del racismo imperante durante años en nuestros países o cómo ha sido el principal manager de aquellos movimientos pro-defensa de grupos étnicos, religiosos o sexuales a los que otros han perseguido. Pero ese determinismo también se expresa de modo inverso, esto es, el grado de influencia del discurso televisivo en la configuración de nuevos axiomas para enfrentar el pluriculturalismo. Entonces, si por un lado, la televisión es el responsable directo de las movilizaciones llevadas a cabo para terminar con el fundamentalismo etnocentrista, actuando como el verdadero administrador de una comunicación intercultural cada vez más extendida; también debe reconocerse el papel del discurso televisivo como causa, es decir, sin el recurso a la televisión, no son explicables los factores que se reseñan como causas aceptadas y válidas de dicha práctica aperturista. Lo anterior puede parecer alentador en relación a la presencia de la diversidad cultural en los espacios públicos de comunicación, sin embargo, un análisis semiótico aplicado al discurso televisivo, utilizando los constructos propuestos desde la lógica de los imaginarios sociales, pone de manifiesto una serie de desigualdades y desequilibrios. La tesis que presento no se explica por factores económicos o industriales, sino más bien por cuestiones de tipo estructural, que rigen la naturaleza misma de la televisión como medio y mensaje. Las causas que reseñaré como barreras de acceso a la diversidad cultural tienen, como podrá apreciarse, algunas consecuencias que afectan negativamente nuestro nivel de comprensibilidad de lo humano. Un discurso televisivo hegemónico y pro-cultura dominante Postulo que el discurso televisivo lleve un apellido: es retórico, porque además de representar la realidad de un modo, y no de otro, trata que nadie se dé cuenta de que es una visión condicionada y parcial, y determinada por la situación histórica y cultural. Lleva implícita la idea de ideología desde una dimensión amplia. Hay un mundo arquetípico representado, que se manifiesta en el discurso televisivo. La retórica del discurso televisivo tiene un norte: hacer creer a la audiencia que lo que muestra la televisión es la verdadera realidad pero a través de una especie de realidad paralela que se define como públicamente relevante. La audiencia se presenta como legitimadora de ese discurso retórico siempre dentro de la pantalla. En otras palabras, es posible hablar de que el público es el mensaje. El discurso televisivo al ser retórico postula como verdadera una visión de la realidad, universalizando y objetivando percepciones que han sido fruto de culturas dominantes y modas conceptuales imperantes. Opera una especie de “falsa conciencia“, pero superando la concepción marxista de ideología, pues va más allá de una clase social opresora. Se trata de un grupo humano no necesariamente organizado pero que se beneficia de una hegemonía cultural que tiene a la televisión como el instrumento más eficaz para mantener un espacio simbólico esquivo con la diversidad cultural. Por lo tanto tenemos un discurso televisivo que se hace eco de las ideologías en boga e influyendo en la construcción del sentido común, las temáticas públicas, la memoria histórica o el proyecto de nación. En él se presenta un espacio de consenso, pero no definitivamente apaciguado. Se destacan los discursos alternativos, poniendo el énfasis en su condición de minoritarios, identificando las demás culturas no desde una visión integrista, sino fragmentaria, mostrándolas siempre en oposición a algo. Se institucionalizan televisivamente las dicotomías mayoría-minoría, dominantes-dominados, normal-raro o lo incluído-excluído. Se representa un mundo social extremadamente arquetípico. Un sistema televisivo autopoiético no representativo de la diversidad La televisión se exhibe y se promociona a sí misma. Si entendemos la televisión como sistema, que se autoproduce a sí misma, sin necesidad de tener contacto con el exterior, es posible hablar de una autopoiesis televisiva. La televisión crea sus propias reglas, sus propios personajes, crea lo que sea a partir de sus propios criterios de publicidad, espectacularidad y noticiabilidad. Ella define lo que está de moda. Ella sube y baja de la fama a personas de carne y hueso. Ella decide cuándo alguien debe pasar al olvido, independiente de lo suceda en el mundo real. Pero para entender este razonamiento hay que ir a los orígenes del término, popularización que se debe a la biología del conocimiento. Según los términos conceptuales de Humberto Maturana, la autopoiesis es la capacidad de un sistema para organizarse de tal manera que el único producto resultante es él mismo. La palabra autopoiesis se compone de dos vocablos griegos. Autos, que quiere decir sí mismo, y poiesis, que significa producir. No hay separación entre productor y producto. El ser y el hacer de una unidad autopoiética son inseparables y esto constituye su modo específico de organización. De acuerdo a Maturana y Varela (1972), un ser vivo es un sistema autopoiético organizado como una red cerrada de producciones moleculares, en la que las moléculas producidas generan la misma red que las produjo, y especifican su extensión. En otras palabras, los seres humanos son máquinas que se definen por su organización, por sus procesos de conservación y que se distinguen de las otras máquinas por su capacidad de autoproducirse. Lo vivo de un ser vivo está determinado en él, no fuera de él. La autopoiesis televisiva confirma la imposibilidad de que este medio sea un espejo natural de la realidad. No le es exigible dicha condición. Y hacerlo implica no comprender la lógica de no representatividad democrática que la televisión tiene para la diversidad cultural. El multiculturalismo como parte del sistema televisivo es autoproducido por el propio sistema, y difiere notoriamente de aquella realidad que está siendo representada. No le es fiel, y ello porque la estructura que rige la diversidad cultural en televisión se rige por parámetros que son exclusivamente televisivos. Al ser autosustentable y autoproductora, la televisión no es congruente con las soluciones que se exigen de tipo político o social. Muchas veces la intención de algunos programas o géneros es dar a conocer otras formas de vida, transformando al medio en una especie de “voz de los sin voz“. Con esa lógica, es común ver espacios donde se retrata el lado humano de las minorías étnicas, sexuales, políticas o religiosas. Sin embargo, la forma como comunmente se les muestra es destacando su rol de minorías. Se enfatiza su carácter de excluído, de raro, de diferente. El determinismo estructural televisivo como distorsionador de lo cultural Niklas Luhmann fue el pionero en darle sentido social a la autopoiesis. Para el alemán, no sólo están organizadas autopiéticamente las unidades orgánicas, sino también las formas sociales y las conciencias de los individuos. Esta generalización que hace del concepto surge en el momento en que considera la sociedad como una red cerrada, autorreferente. De este modo, el concepto de autopoiesis está tomado en la dirección de la autoconservación del sistema mediante la producción de sus propios elementos. Por lo tanto esto no quiere decir que no haya relación con el entorno, pero como dice el propio Luhmann, “estas relaciones se sitúan en un nivel de realidad distinto al de la autopoiesis“. La televisión tiene una condición de continua producción de sí misma, a través de una permanente producción de recambio de sus componentes que asegura su subsistencia en el medio social. Incluso la estructura del sistema televisivo tiene elementos que se asemejan a la de un organismo vivo. Según Maturana, “todos los organismos, de los más simples a los más complejos son sistemas determinados estructuralmente, y nada externo a ellos puede especificar o determinar qué cambios estructurales experimentan en una interacción; un agente externo, por lo tanto, puede sólo provocar en un sistema vivo cambios estructurales en su estructura“. Esto significa que son los organismos los que modifican su propia estructura. Es lo que Maturana denomina determinismo estructural. En la televisión ocurre algo similar. Los componentes y las relaciones entre éstos conforman la estructura de la televisión, es decir, tipo de programas, forma de entregar las noticias, inclusión de nuevas temáticas sociales, rasgos de los animadores, aspecto físico de los protagonistas de las telenovelas, etc. Todos estos elementos son parte de la estructura televisiva que la identifica como tal. Estos componentes no están presentes en ningún otro medio de comunicación y en ningún otro sistema social. Pero el hecho que desaparezcan en beneficio de otros formatos audiovisuales no afecta a la organización misma de la televisión. Los elementos exteriores no pueden producir modificaciones de las estructuras de ésta. Las estructuras del sistema televisivo se modifican, pero desde el interior de la propia televisión, no fuera de ella. Esto me lleva a afirmar que la televisión está determinada estructuralmente. Su estructura determina su contenido. Cuando se producen cambios, éstos son sólo estructurales, cambia el contenido. Pero lo que se mantiene intacta es su organización. La televisión como sistema se adapta a los cambios del entorno. Toma nota. Pero es autosustentable, conserva su organización y su capacidad de autoproducción. Hay una congruencia estructural entre televisión y medio, que se denomina adaptación. Pero esa congruencia no es determinante para existencia de la televisión. Por ejemplo, el sistema televisivo mediante la cobertura que hace a un acontecimiento que apele al pluriculturalismo, como por ejemplo la marcha por la defensa de los pueblos indígenas, lo transforma en parte de la agenda temática de la opinión pública. ¿Eso significa que los pueblos indígenas no existían antes de ese publicitado hecho? ¿Se demuestra que previamente no había conciencia y reconocimiento de la diversidad cultural? Ambas respuestas son negativas. En este caso la televisión puso atención a su entorno, quiso representar la realidad cotidiana. Pero también puede darse la situación inversa, como ocurre a menudo. Muchas veces, la televisión hace oídos sordos sobre hechos que reflejan la diversidad cultural que, siendo noticiables, no son nunca noticiosos. Pero no lo hace. No se cubren las múltiples historias individuales donde se muestra la verdadera realidad de las prácticas culturales. Lejos del impacto público quedan las historias de aquellos inmigrantes que nutren de nueva vida a las ciudades que los acojen. La televisión sigue viva, a pesar de no reflejar ese entorno social. En tanto, el mundo real sigue siendo el mismo. En ambos casos, el criterio de selección de lo que se va a hacer público surge desde el interior del sistema televisivo, no viene determinado desde fuera. Lo hace a partir de sus propios imaginarios. Asimismo, la cobertura televisiva que se hace a hechos que involucran a actores de minorías culturales es inevitablemente distosionador. Desde el momento que se convierte en hecho noticioso, y por ende, en público, lo transforma. Los involucrados pasan a ocupar la categoría de actores protagónicos. Así, nuevamente, el homosexual golpeado adquiere el rol de víctima, y el mismo gay semanas después asume como bufón al ser incluído en la nueva telecomedia de sobremesa. Y otorgarle el protagonismo a alguien en televisión no asegura la comprensión de éste. Se transforma en un objeto distinto. Se cosifica. La representación supera al representado. Así como la fotografía eterniza a aquello fotografiado y lo mantiene estático por años, modificando la realidad ante los ojos del observador; la televisión masifica la observación sobre alguien, comprensión que sólo alcanza niveles óptimos cuando ésta se rige por las normas tradicionales de la proxémica. La televisión crea sus propios imaginarios, siendo éstos autosustentables. Esta autoconservación y autoproducción del sistema televisivo se basa en la reproducción recursiva de sus elementos como unidades autónomas: los imaginarios. Los imaginarios sociales que actúan como constructores del discurso televisivo se convierten en imaginarios escenificados, que adquieren vida propia, una vida paralela. Se transforman en la base de la organización de la televisión como sistema autopoiético. De tal modo que esa autopoiesis televisiva sólo es posible por el soporte permanente de los imaginarios. La televisión, entonces, genera imaginarios exclusivos. La autoconservación del sistema televisivo se produce mediante la producción de sus imaginarios. Estos imaginarios producidos desde la televisión pueden ser propios, y que se caracterizan porque no existen a priori en el universo simbólico social, y los de segundo orden, que son representaciones de imaginarios ya existentes, o imaginarios de primer orden. En resumen, en una sociedad marcada por las influencias de los mass media -o cultura mediática-, y en especial de la televisión, identifico tres tipos de imaginarios. Los imaginarios de primer orden, que representan la realidad de la vida cotidiana, otorgando a la sociedad un universo de significatividades socialmente compartidas; los de segundo orden, o imaginarios escenificados, que representan a los imaginarios de primer orden, actuando como escenificaciones de éstos en la estructura televisiva; y finalmente a los imaginarios propios, que instituyen prácticas sociales y formas de pensar sólo dentro del sistema televisivo y no fuera de él. Esta última categoría se entiende sólo a partir de la comprensión de la televisión como sistema autopoiético, así, los imaginario propios son autosustentables y sólo representan lo que se autogenera en el sistema televisivo. Por ejemplo, nadie discutiría que el imaginario del amor romántico forma parte de la cultura popular en sus diversas manifestaciones. Los folletines, las novelas rosa y el cine han sido las principales manifestaciones mediáticas por medio de las cuales este imaginario se ha institucionalizado socialmente. Su carácter de imaginario de primer orden, además de su universalidad, lo ha convertido en un preferido de la televisión para escenificarlo, transformándolo en un imaginario de segundo orden. El formato de la telenovela, por ejemplo, con personajes cercanos, con historias divididas en capítulos de una hora o menos de duración diaria, con musicalización que identifica a cada historia de amor, y con conflictos paralelos hacen del amor romántico algo bastante distinto a como se vive en la vida cotidiana. Allí, el amor se siente, no se es testigo de él. Y su evolución es tan lenta como nuestro envejecimiento físico. La televisión lo pone en un status. Las relaciones de pareja que han sido televisadas se convierten en modelos a seguir o repudiar. Se transforman en relaciones arquetípicas, al igual que sus protagonistas. No pasan desapercibidas. De este modo, la representación del amor romántico en la televisión como imaginario escenificado, lo sacraliza. Hay un potencial idolátrico en la medida que la representación sustituye el imaginario representado. La imagen televisiva le añade un plus de significación al imaginario del amor romántico que supera cualquier posibilidad de que esto se dé así en el mundo real. Lo mismo ocurre con el imaginario del presente total en los despachos en directo que muestran los noticieros de televisión. Éstos superan en espectacularidad y testimonios al mismo acontecimiento que está siendo representando. Una vez más, el imaginario de segundo orden escenifica a otro anterior, de primer orden. Por otro lado, identifico como ejemplo de un imaginario propio de la televisión, la franja horaria. Ésta prefigura un cierto segmento de audiencia, calificable desde el punto de vista de la composición y la cantidad de aquella, y corresponde a un uso del tiempo. Es un imaginario ya que presupone ciertas modalidades de consumo televisivo. Con este criterio se califica la franja horaria matinal, la posterior a las 2 de la tarde, o la que viene después de los noticieros después de las 22 horas. Este imaginario sólo existe en el sistema televisivo, no fuera de él. Lo mismo ocurre con las categorizaciones en cuanto a tipo de programa (si es infantil, misceláneo o para adultos), público objetivo de éste, e incluso el mismo concepto de teleaudiencia. Siguiendo esta lógica, el discurso televisivo reduce drásticamente la innovación y producción de los imaginarios sociales de primer orden, mediante la intervención directa sobre los imaginarios que escenifica. De este modo, adquieren mayor valor aquellos imaginarios que están representados en televisión, en una especie de legitimación de éstos. Pero en verdad, lo que ocurre es que una vez que son escenificados estos imaginarios primarios, las escenificaciones o imaginarios de segundo orden adquieren vida propia produciendo un efecto de ajustabilidad de los primeros en relación a los segundos. Las minorías culturales siguen el modelo de sus representaciones Los imaginarios de las minorías culturales representadas adquieren vida propia, transformándose en representaciones de segundo orden. Y si se aplica el efecto de ajustabilidad, las minorías culturales del mundo real terminan siguiendo las formas y comportamientos de sus propios imaginarios escenificados. La televisión alimenta, así, el estatus de minoría “ad eternum“. Es una paradoja. La minoría no se observa a sí misma, sino a su representación. Su imaginario. Y actúa como él. En palabras de Luhmann, el observador ratifica su estatus de entidad no observable. Su autorreferencia está cargada de imaginarios de segundo orden, generándose un círculo vocioso. La realidad pluricultural, entonces, sigue alimentándose de sus propios imaginarios y éstos siguen representando nuevas representaciones en forma sucesiva, y que viene desde dentro de la televisión, que se autoproduce como sistema autopoiético. Una vez más no requiere del mundo real. La existencia de imaginarios propios se explica con un fenómeno que algunos intelectuales ya han identificado. Umberto Eco, por ejemplo, señala que “la televisión habla cada vez menos del mundo exterior. Habla de sí misma y del contacto que está estableciendo con el público“. Esta autorreferencia o tendencia del medio a generar información sobre sus propias producciones repercute en el grado de comprensión de lo social. Los personajes creados en los últimos subgéneros y sus historias han alimentado nuevos espacios televisivos, “inflando“ este tipo de conflictos televisados como si fueran de primera prioridad para la teleaudiencia, dejando fuera aspectos de la realidad social que sólo son de interés para quienes se quejan de estar excluídos del sistema. Ante esto se hace necesario aplicar una “observación de segundo orden“ que permita comparar las diferencias entre ambos imaginarios, los de primer orden y sus escenificaciones, sin perder de vista que los segundos son representaciones de los primeros. No tenerlo en cuenta repercute en nuestra forma de comprender la realidad y sus diversidades. Ésta se aleja de las verdaderas estructuras del entorno cultural y distorsiona las representatividades de ese pluralismo en el espacio televisivo. Los efectos son desesperanzadores, pues terminamos observando un mundo que no es tal, y que se nos presenta según criterios de rating o modas mediáticas. Volvemos a darle la razón a Luhmann: “el observador es lo no observable“. En otras palabras, la diversidad cultural termina siendo no observable. Un ejemplo: la telenovela como barrera El caso del género de la telenovela en la configuración de nuevos imaginarios es relevante, sobre todo si se tiene en cuenta que se trata de un formato cuyo objetivo es representar de la realidad con una lógica de espectáculo, y que dé cabida al máximo número de actores sociales. Se reúnen en un sólo formato dos antítesis: la realidad y la ficción. Se yuxtaponen en una especie de ficción verosímil. Realidad, porque se trata de actores que representan roles fácilmente identificables. Además, la audiencia tiene la sensación de estar allí, compartiendo en su papel de testigos con las penas y alegrías de los protagonistas. Y ficción, a su vez. Hay un montaje televisivo, una puesta en escena, hay recursos dramáticos que el director del programa utiliza. Hay una audiencia que artificialmente es testigo de lo que pasa con los protagonistas. Se construyen acontecimientos que siguen los pasos del melodrama literario. Hay héroes y villanos. Los ingredientes mencionados sólo son parte de la televisión. Nacen en ella, y sustentan otros formatos de la parrilla programática. Se trata de representaciones de personas que se alejan de su imagen en el mundo real. Así, el extranjero asume un rol arquetípico, se transforma en un ícono fácilmente reconocible. De éste se proyectan imaginarios que nada tienen que ver con el verdadero ser humano tras esa imagen. Una vez que la televisión se toma de estos imaginarios, no pone marcha atrás. Alimenta su propio discurso. En otras palabras, la televisión confecciona un combustible hecho en casa. Como dice Gérard Imbert, se trata de un sueño de un mundo autárquico, auto-suficiente, de un mundo virtualmente posible, donde la diversidad cultural ya ni siquiera es necesaria, porque la televisión crea su propia realidad, en la que, como en algunas publicaciones, la copia es mejor que el original.¿Copia mejor que el original? Este punto merece mis reparos, ya que más que una copia, el mundo televisivo muestra una representación verosímil que se independiza, que no desea ser una copia sino una realidad mejor que aquella representada, adquiriendo una autonomía que deja de lado cualquier comparación. El caso de la telenovela como género y como discurso social es un ejemplo. Aunque parezca confuso para algunos, las telenovelas no reflejan la realidad. Hoy día resulta insostenible afirmar que la televisión es un puro espejo que le devuelve a la sociedad su propia imagen. Es obvio que el discurso de la telenovela y muchos otros que se manifiestan en el medio evita o elude determinadas temáticas. Precisamente, esa selección temática que se aprecia en todo el discurso de la televisión invalida la metáfora del espejo, alentando la teoría semiótica de la representatividad y simbolización televisiva.