viernes_testimonio viernes_testimonio Luis Iribarren La vida del Luchín, el hijo adoptivo de Víctor Jara La miseria descrita por Víctor Jara en “Luchín”, uno de sus temas más populares, fue transformada en un himno de la precariedad de la época. Sin embargo, la historia de la canción era real. Hoy, el niño, encontrado como un bulto en una población de Pudahuel en el invierno de 1970, tiene 44 años, está casado, es padre de dos adolescentes y es abogado. Por Natalia Ramos Rojas Fotos: Tomás Vasconcelo Ilustraciones: Edith Isabel E n diciembre de 2009, Luis Iribarren Arrieta, acompañado de sus dos hijos, se puso en la fila de más de dos cuadras que salía desde el galpón Víctor Jara, en la calle Huérfanos. Quería despedirse del cantautor, en el multitudinario funeral que se realizó 36 años después de que Jara apareciera muerto el 16 de septiembre de 1973. Un sentimiento especial diferenciaba a Luis Iribarren de toda la multitud. Víctor Jara, referente artístico latinoamericano de los 60 y 70 y precursor de la Nueva Canción Chilena, le había cambiado los pañales, le enseñó a hablar, lo acogió como hijo y, además, le escribió una canción que cristalizó, entre la realidad y la ficción, la miseria que Luis vivió en sus primeros meses de vida. Porque Luis Iribarren Arrieta es Luchín. FRÁGIL COMO UN VOLANTÍN La llegada de Luis a la vida del cantante fue fortuita. Un temporal en el invierno de 1970 desbordó el río Mapocho. Esto movilizó a los estudiantes de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, que fueron en ayuda de los damnificados que habían sido alcanzados por el río. Una de las voluntarias fue Eugenia Arrieta, quien trabajaba en el departamento de danza de esta facultad, donde Joan Jara era profesora. Así Eugenia conoció a Víctor Jara, ambos militaban en el Partido Comunista y se hicieron amigos. Eugenia y Víctor llegaron hasta una población en un sector de Pudahuel conocido como Barrancas. Entre el barro y envuelto en unos trapos, Eugenia encontró un bulto que, para su sorpresa, resultó ser un niño que no superaba el año de vida. “Era Luchín”, dice Luis Iribarren, como si no se tratara de él. Era el décimo hijo de un matrimonio de escasos recursos que vivía apiñado a orillas del río. “La Quena me agarró y me llevó a la facultad. Tenía un problema pulmonar y le dijeron que si no me cuidaban me iba a morir. Ahí, entre ella y Víctor, se hicieron cargo de mí”, dice Luis. Lo que comenzó con la necesidad de salvar a Luchín, terminó cambiando el destino del niño de Barrancas. Nunca más volvió a vivir con sus padres sanguíneos, Raúl y Rosa, porque, una vez recuperado, decidieron que Eugenia era quien debía cuidarlo porque su familia no podía hacerse cargo de él. Como prueba, el pasado de Luchín quedó grabado por décadas en la canción que lleva su nombre, incluida en el disco La Población, de 1972. La letra describe la vida de un niño que come tierra y gusanos, que juega con un caballo y con un perro. Por la precariedad de la escena, podía ser la vida de cualquier niño de la periferia capitalina de comienzos de los setenta. 16 17 viernes_testimonio viernes_testimonio “En algunas marchas o recitales la gente dice que el Luchín murió, o que se fue a vivir a Inglaterra con la Joan o que nunca existió. Sólo una vez le comenté a un grupo de personas que yo era Luchín y un dirigente de las Juventudes Comunistas me dijo que era un mentiroso, que cómo me atrevía a usa el nombre del Luchín del Víctor Jara. Por eso no hablo mucho del tema”. La La7 Sim Re 6 Re6 la7 Sol7 Sol/Si Sol9 re6 Frágil como un volantín Sol7 la7 re6 En los techos de Barrancas La7 re6 Jugaba el niño Luchín Sol7 la7 re6 Con sus manitos moradas Sol/si la7 sol9 Con la pelota de trapo Sol/si la7 sol9 Con el gato y con el perro Sim la sim El caballo lo miraba En el agua de sus ojos se bañaba el verde claro gateaba a su corta edad con el potito embarrado con la pelota de trapo con el gato y con el perro el caballo lo miraba. El caballo era otro juego en aquel pequeño espacio y al animal parecía le gustaba ese trabajo con la pelota de trapo con el gato y con el perro y con Luchito mojado. Si hay niños como Luchín que comen tierra y gusanos abramos todas las jaulas pa’ que vuelen como pájaros con la pelota de trapo con el gato y con el perro y también con el caballo. 18 JARA MARTÍNEZ “Entre la Quena y el Víctor me cuidaban, pero entiendo que me fui a vivir un tiempo con Víctor, incluso él me enseñó a caminar y me cambiaba los pañales”, cuenta Luis rearmando su historia según los relatos que le han contado. Durante esa época, el niño aparecía inscrito en el Registro Civil con los apellidos Jara Martínez, los mismos del cantautor. Los recuerdos que Luis tiene de la vida con el cantante se alojan en la casa ubicada en la calle Piacenza, en Las Condes, en donde Jara vivía con su esposa Joan y sus dos hijas, Manuela y Amanda. “Lo recuerdo como una guagua preciosa, de carita redonda, pero malnutrido; con una pancita desproporcionada a su cuerpito y muy resfriado”, dice Manuela Bunster, la hija mayor de Joan, que tenía 11 años cuando Luchín apareció. “Le lavé el potito y lo soné muchas veces cuando estuvo viviendo con nosotros, porque llegó muy enfermo” recuerda. La vida que pudieron tener juntos se truncó el 12 de septiembre de 1973, cuando al día siguiente del golpe militar, Víctor Jara fue detenido en la Universidad Técnica del Estado y llevado al Estadio Chile. Cuatro días después encontraron su cuerpo. Tras esto, Eugenia Arrieta llevó a Luchín a vivir a su casa, en Hernando de Aguirre con Eleodoro Yáñez, en Providencia, donde vivía con su marido Armando Iribarren, abogado del Metro y los tres hijos del matrimonio: Francisca, José Manuel y Mateo. Aunque esta es la familia que Luis reconoce como suya, sabía que sus orígenes eran otros. Cuando tenía ocho años, llegó a la casa una persona que preguntó por Eugenia. “Mi mamá me lo presentó como mi hermano y la verdad es que yo no entendía mucho”, dice Luis. Atravesó Santiago en una micro para llegar a una población en Renca, donde estaba el resto de su familia de origen. “Saludé a mi madre y estuve como 10 minutos con ella. Me presentó a otros cabros que eran parecidos a mí y me dijo que eran mis hermanos. Me sacó a pasear por el barrio, tomamos once y me fue a dejar”, recuerda, sobre el primer y último encuentro que tuvo con esta familia. Las circunstancias de la época le recordaban constantemente quién era. Como vivían en el sector de Las Lilas, Eugenia inscribió a Luis en el colegio Saint Gabriel’s, en donde estuvo hasta cuarto básico. “Yo era buen alumno, pero un día le dijeron a mi mamá que o me cambiaba de colegio o repetía, porque yo y ella éramos comunistas”, recuerda. Junto con el cambio, Armando, su nuevo padre, hizo los trámites para que Luis adoptara otra identidad, esta vez con los apellidos Iribarren Arrieta, como los otros hijos del matrimonio. Así, fue inscrito en quinto básico en el colegio Francisco de Miranda, en Ñuñoa. HERRAMIENTAS PARA LA VIDA A los 15 años, Luis enfrentó la muerte de Armando, su padre adoptivo, a quien describe como “un hombre con un tremendo corazón y sostén de la familia”. Junto con la pena también llegaron las responsabilidades. “La Quena me las cantó claritas. Me dijo: se acabó la cosa, estás en un colegio particular así que págatelo tú, ve cómo lo haces, ve cómo te alimentas”, recuerda. “Ella pensaba que yo tenía que ser algo especial, que no era un niño cualquiera, entonces se preocupaba de mi formación, de mi responsabilidad social. Mi papá tenía chofer, pero ella decía que yo no había venido a esta vida para eso. Yo encontraba injusto que me tratara distinto que a mis hermanos, que me hiciera lavar los platos por ejemplo, pero hoy se lo agradezco porque me dio todas las herramientas para salir adelante”, reflexiona Luis. Su adolescencia se repartió entre el colegio, su temprana militancia en las Juventudes Comunistas -donde ingresó a los 11 años- y en un trabajo como limpiador de baños que consiguió en el restaurante La Punta, en Bellavista. La participación política de Eugenia y Luis puso a la familia en la mira de los organismos de inteligencia de la época, quienes, dice Luis, secuestraron a su hermana Francisca por un día completo y la torturaron. Esto gatilló que la familia viviera un año en España, en donde José Manuel y Mateo estudiaban. De vuelta en Chile, y con el dinero de la herencia dejada por Armando, iniciaron un negocio familiar y abrieron el Teatro La Batuta, en Ñuñoa. Entre el negocio familiar y la vida política, con 18 años en 1988 se inscribió en el Registro Electoral para participar en el plebiscito y celebró en Plaza Italia con sus amigos el triunfo del NO. LUIS, EL ABOGADO Cuando La Batuta ya llevaba cinco años funcionando, algunas “diferencias administrativas” distanciaron a Luis de su familia. Tras este quiebre, que enfrentó junto a Alejandra Areco, su polola de entonces y actual esposa, decidió irse a vivir a La Ligua. Tal como lo formó Eugenia, la vida le dio las herramientas que Luis necesitaba. Así como partió limpiando baños en La Punta y después de cinco años terminó administrando el local, con esos conocimientos abrió junto a Alejandra su propio restaurante en La Ligua, llamado “El Mago”. Con la llegada de sus hijos, Manuel y Nicolás, el trabajo hasta las cuatro de la mañana comenzó a pasarle la cuenta y decidió optar por una nueva vida. Se trasladaron a una casa en Con Con y con 36 años, Luis decidió que era el momento de concretar lo que antes no había podido hacer: estudiar derecho. “Siempre quise estudiar derecho. Puede ser porque mi padre era abogado y además, porque creo que también es una forma de pelear, es una cuestión idealista”, dice. Aunque ya contaba con un título de fotógrafo profesional, estudió de noche y trabajó de día, primero como administrador de un campo de limones y luego en una notaría. Ahí su jefa, Alina Morales, lo apoyó y le dio las facilidades para estudiar y trabajar. De esta manera, sacó su carrera en los 5 años y medio que se propuso. El mismo niño al que Víctor Jara presentó como “un bandidito” en un recital en la televisión peruana en junio de 1973, y como alguien que “en 20 años más podría dirigir una fábrica”, juró como abogado en junio y hoy administra la misma notaría en La Ligua, en donde trabajó mientras estudiaba. Durante 44 años Luis ha escuchado de todo sobre Luchín: “En algunas marchas o recitales la gente dice que el Luchín murió, o que se fue a vivir a Inglaterra con la Joan o que nunca existió. Sólo una vez le comenté a un grupo de personas que yo era Luchín y un dirigente de las Juventudes Comunistas me dijo que era un mentiroso, que cómo me atrevía a usar el nombre del Luchín de Víctor Jara. Por eso no hablo mucho del tema y sólo se lo comento a la gente que me pregunta y por eso también lo hablo ahora; para traerlo a la memoria y para que nadie olvide quién fue Víctor Jara y cómo murió”, dice y se queda un rato en silencio. No es fácil para él hablar de la canción. “Recién con mis hijos he podido escucharla, ya no la cambio cuando suena en la radio. Antes me daba mucha pena por el lazo que esa canción, y Víctor, tenían conmigo. Es inevitable pensar en qué habría pasado si no lo hubiesen matado, qué habría pasado si él hubiera estado más cerca de mí. Quizás no habría sido abogado y sería músico, no sé. Mis hijos encuentran bonita la historia. Cuando creí que podían entenderla, les conté y para mí fue un alivio”, dice Luis Iribarren. v 19