13º Consejo: La Enemistad Eudaldo Formet padre de familia, catedrático de Metafísica en la Universidad Central de Barcelona Antes y después de su conversión, san Agustín dio una importancia extraordinaria a la amistad, tanta que incluso quiso que se mantuviese en la vida monástica que fundó. En uno de sus escritos se lee: «De entre los bienes de este mundo, unos son superfluos, otros necesarios (...) Hablemos de los necesarios; todos los restantes serán superfluos. En este mundo son necesarias estas dos cosas: la salud y el amigo; dos cosas que son de gran valor y que no debemos despreciar. La salud y el amigo son bienes naturales. Dios hizo al hombre para que existiera y viviera: es la salud; mas, para que no estuviera solo, se buscó la amistad. La amistad, pues, comienza por el propio cónyuge y los hijos y se alarga hasta los extraños» (Sermón 299 D, 1). Desde esta posición privilegiada que san Agustín da a la amistad, se comprende el consejo decimotercero que da a los jóvenes: «Evita cuidadosamente las enemistades, sopórtalas alegremente, termínalas inmediatamente». Los auténticos enemigos Se entiende por enemistad la relación entre dos personas que no tienen amistad, en la que por lo menos una de ellas es enemiga de la otra porque ésta le manifiesta antipatía, la ha injuriado, o le muestra odio. Debe procurarse no tener enemistades, porque hay que amar a todos nuestros semejantes, sean más o menos allegados. «Pero si consideramos que todos hemos tenido un único padre y una única madre, ¿quién puede considerarse extraño? Todo hombre es prójimo de todos los hombres. Interroga a su naturaleza. ¿Es un desconocido? Pero es un hombre. ¿Es un enemigo? Pero es un hombre. ¿Es un amigo? Siga siéndolo. ¿Es un enemigo? Hágase amigo» (Sermón 299 D 1). Para hacer amigo al enemigo, para que vuelva a aparecer la amistad natural que debe reinar entre todos los hombres porque hemos nacido para ser amigos, conviene ante todo asegurarse de su enemistad. «Prestad atención a lo que dice el apóstol Pablo: "Por tanto, no juzguéis nada antes de tiempo" ¿Cuándo será el tiempo? "Hasta que llegue el Señor e ilumine lo escondido de las tinieblas y manifieste los pensamientos del corazón, y entonces recibirá cada uno la alabanza de parte de Dios"(1 Cor 4, 5) ( ... ) Entonces estarán abiertos los corazones que ahora, en cambio, se nos ocultan. Sospechas que alguien es tu enemigo y tal vez es tu amigo» (Sermón 49, 4). Después, si su enemistad es clara y manifiesta, debe dejar de sentirse todo tipo de odio de enemistad y deseo de venganza. La malquerencia a una persona, a la que se considera mala en sí misma, se opone al amor natural de benevolencia que debe reinar entre todos los hombres -además de oponerse a la caridad o amor sobrenatural por Dios y en Dios- y es intrínsecamente mala. Si bien cuando no hay odio interior y exterior se puede desear el justo castigo del culpable de un mal y exigir la justicia por parte de la autoridad legítima para que sean reparados los derechos infringidos, debería, por el contrario, renunciarse a ello si se cae en la enemistad o el odio. Hay otro tipo de peligro que es el odiar por amistad. Nuestros amigos pueden querer que seamos también enemigos de sus propios enemigos. En este caso, san Agustín da esta respuesta dictada por la razón natural: «Di a tu amigo que quiere hacerte enemigo de tu amigo; háblale y trátale con la suavidad de la medicina, como a un enfermo en el alma; dile: -"¿Por qué quieres que sea enemigo de él?" Te responderá: - "Porque es mi enemigo': -"¿Deseas, pues, que yo sea enemigo de tu enemigo? Debo ser enemigo de tu vicio. Ese de quien quieres que me haga enemigo es un hombre. Hay otro enemigo tuyo, de quien tengo que ser enemigo si soy amigo tuyo': Replicará: -"¿Quién es ese otro enemigo mío?" -"Tu vicio': - ''¿Qué vicio? -"El odio con que odiaste a tu amigo'. Sé semejante al médico. El médico no ama al enfermo si no odia su enfermedad. Para librar al enfermo, persigue la fiebre. No améis los vicios de vuestros amigos si en verdad amáis a vuestros amigos» (Sermón 49,7). Los verdaderos enemigos nuestros, y que en este sentido merecen odio, son, en primer lugar, nuestros vicios o pecados. Dirá claramente san Agustín: «Vuestros pecados son vuestros enemigos; van dentro de vosotros» (Sermón 213, 9). En segundo lugar, debe odiarse al diablo, nuestro enemigo externo: «Vemos al hombre, no vemos al diablo. Amemos al hombre, odiemos al diablo; roguemos por el hombre, maldigamos al diablo y digamos a Dios: ''Apiádate de mí, ¡oh Señor!, porque me pisoteó el hombre" (Sal 56, 2). No temas porque te oprimió el hombre, piensa en el vino; fuiste hecho uva para ser estrujado» (Enarraciones sobre los salmos 55, 4). El amor a los enemigos Por último, no solamente debemos tolerar, sin odio, a nuestros enemigos y soportar las injurias y males que recibimos de ellos, no gozando nunca del mal que les pueda sobrevenir, sino que hay que amarlos con amor de caridad sobrenatural. Advierte san Agustín sobre esta ley fundamental establecida por Cristo: «Cuando dice: "Amarás a tu prójimo", ahí están incluidos todos los hombres, aunque sean enemigos, porque pensando en la proximidad espiritual no sabes lo que en la presencia de Dios es para ti aquel hombre que temporalmente te parece enemigo. Dado que la paciencia de Dios lo lleva a la penitencia, quizá llegue a conocer y seguir a quien le lleva» (Sermón 149, 18). Hay que amar a los enemigos pero no en cuanto que enemigos, sino en cuanto que son hombres y que son capaces de salvarse; y no hay que amarlos porque son enemigos, sino a pesar de ello. Como indica san Agustín, no es lícito amar los defectos o vicios del prójimo. Ni tampoco es preciso amar con afecto sensible como amamos al amigo, porque es un amor estrictamente sobrenatural. Menos aún es necesario sentir este afecto: basta que se encuentre en la voluntad y se manifieste también exteriormente, aunque no necesariamente con signos de amistad, sino con aquellos que, si faltan, cualquier persona consideraría que existe una enemistad. La reconciliación El amor a los enemigos, en cualquier caso, pasa por la reconciliación y se debe dar de la forma más pronta posible. La reconciliación interior debe ser inmediata. En cambio, la exterior puede diferirse para buscar el momento más oportuno, ya que a veces puede ser contraproducente, porque empeoraría la situación de enemistad. Hay que tener siempre presente que «obrar contra el amor es obrar contra Dios. Que nadie diga: «"Cuando no amo a mi hermano, peco contra un hombre; y pecar contra un hombre es cosa ligera; basta que no peque contra Dios" ¿Cómo no pecas contra Dios cuando pecas contra el amor? "Dios es amor" (1 Jn 4, 7)>> (Comentario a la I carta de san Juan, 7, 8). La vida de san Agustín es un verdadero ejemplo no sólo de querer evitar la enemistad, sino de procurar siempre la amistad. San Posidio, que fue discípulo y amigo de san Agustín además de su primer biógrafo, cuenta: «Cuando Agustín era requerido por los cristianos o personas de otras sectas, oía con diligencia la causa, sin perder de vista lo que decía cada uno; más quería resolver los pleitos de desconocidos que de amigos, pues entre los primeros es más fácil un arbitraje de justicia y la ganancia de algún amigo nuevo; en cambio, en el juicio de amigos se perdía ciertamente al amigo que recibía el fallo contrario» (Vida de san Agustín, IX).