«Un hombre salió de un cuarto próximo y solo con una mirada me convencí de que era Long John. Tenía la pierna izquierda cortada casi hasta la misma cadera y bajo el hombro izquierdo llevaba una muleta que manejaba con maravillosa destreza y en la que se apoyaba para dar breves saltos igual que un pájaro. Era muy alto y robusto, con un rostro tan ancho como un jamón, pálido y ordinario, pero inteligente y risueño.» ROBERT LOUIS STEVENSON: La Isla del tesoro. El tío Kamil tenía la costumbre de sentarse a la puerta de su tienda y de dormir con un matamoscas sobre el pecho. No se despertaba hasta que no entraba un cliente, a no ser que Abbas, el barbero, lo hiciera con una de sus bromas. Era un hombre corpulento, con dos piernas como troncos y un enorme trasero redondo como la cúpula de una mezquita: la parte central reposaba en la silla y el resto desbordaba por los lados. Tenía la barriga como un tonel y los pechos parecían melones. El cuello no se veía, pero de entre los hombros salía un rostro redondo, hinchado e inyectado en sangre, con los rasgos desdibujados por la dificultosa respiración. Remataba el conjunto una cabeza pequeña, calva y de piel pálida y rubicunda como la del resto del cuerpo. Jadeaba constantemente, como si acabara de correr un maratón, y no era capaz de vender un solo dulce sin que volviera a vencerle el sueño. La gente le decía que se moriría el día menos pensado, con el corazón asfixiado bajo la grasa. Y él no los contradecía, sino al contrario. ¿Qué más le daba morir, si se pasaba la vida durmiendo?