2ª CATEGORÍA. 2º CICLO E.S.O. Accésit: Enrique Álvarez Villalobos No había sido el mejor mes de mi vida. Mi hijo se había ido de casa, mi padre había muerto, y para colmo, solo se le ocurrió a mi mujer dejarme las maletas en el portal de nuestra casa. Que no aguantaba más, decía. Bueno, a lo que iba, que allí me encontraba yo caminando aquella mañana hacia la comisaría, preguntándome qué habrían preparado mis queridos delincuentes para mantenerme entretenido. Al entrar en la oficina, se abalanzó sobre mí el comisario García y me encajó de golpe una carpeta en el pecho. - Anoche asesinaron a un hombre en el Plaza Norte. Estaban presentando un videojuego con aventuras de Don Quijote. Ya sabe, lo del cuarto centenario y todo eso. La víctima iba vestida como uno de los personajes de la historia. Necesito que vaya allí e interrogue a los testigos. Creemos que tiene alguna relación con el suceso de la semana pasada. Está en sus manos. - Yo también le deseo buenos días, señor. Me pondré a ello. El comisario me echó una mirada amenazadora y se volvió a su despacho. No, no estaba siendo el mejor mes de mi vida. Antes de salir para el centro comercial leí la información que me había proporcionado. Al parecer, la víctima interpretaba al mago Frestón y el arma homicida era una lanza (en la que no había ningún tipo de huellas, dato que me puso en alerta, ya que según ese informe, el asesino no llevaba guantes). Sin duda alguna, tenía razón mi comisario, guardaba una relación segura con el caso de la semana pasada, el del sarcófago de Cervantes. Según los hechos relatados por los científicos encargados, cuando estaban terminando de extraer los restos de Miguel de Cervantes de la Cripta de las Trinitarias, irrumpió en el interior un hombre a caballo que no paraba de gritar: ``¡Déjenlo descansar en paz!´´ Gracias a Dios los encargados de la seguridad del recinto actuaron rápido y lo retuvieron hasta que llegó la policía. Pero el tipo logró escaparse del coche patrulla mientras los agentes esperaban instrucciones de comisaría, llevándose, de paso, las esposas del pobre Esteban. Al hombre dejar de trabajar conmigo no le había evitado su mala suerte, al parecer. Gran parte del camino a Plaza Norte lo dediqué a mirar por la ventanilla del coche patrulla. Fue uno de los únicos momentos de tranquilidad de aquella semana: me relaja ver cómo las chimeneas vierten su vómito de humo, cómo el negro nocturno del cielo cede ante el púrpura del amanecer, mientras le doy vueltas a mis problemas. Cuando su ánimo se tornaba filosófico, mi padre solía decir que no hay situación por adversa que sea que no pueda empeorar. Y eso fue lo que me sucedió a mí. A fin de cuentas, los seres humanos vivimos en un universo hostil, en medio de impactos de meteoritos, explosiones estelares y toda suerte de fuerzas titánicas, cobijados en esa insignificante mota de polvo que es nuestro planeta y a merced de los caprichos de un azar siempre cruel o, cuando menos, indiferente. Lo milagroso no es que la vida surja, sino que perdure. En fin, comprensivos lectores, les ruego que disculpen esta breve y quizá un tanto pesimista reflexión, pero a lo largo de mi existencia he llegado a sospechar que si existe un poder sobrenatural omnipotente (eso que suelen llamar Dios), su único propósito es hundirme a mí. Entre pensamiento y pensamiento, habíamos llegado al aparcamiento del centro comercial, y tocaba ponerse manos a la obra. Dos testigos afirmaron que el sospechoso llevaba colgando de su mano derecha unas esposas. Tras mucho cavilar llegué a la conclusión de que el acto de la semana anterior y el de aquella habían sido realizados por la misma persona. Pero aún me quedaba por averiguar la respuesta a más enigmática e interesante pregunta, ¿por qué? Esa misma noche la dediqué entera al caso, no lograba encontrar una razón por la que alguien se hiciera pasar por el protagonista de un libro de ficción y cometer un delito. Parecía una broma macabra de algún perturbado mental. Con frecuencia he observado que los problemas suelen presentarse, al igual que las cerezas, de dos en dos y enredados unos con otros. Hay una frase hecha que, tarde o temprano, siempre acaba apareciendo en los periódicos: ``los acontecimientos se precipitaron. Procuro dentro de lo posible huir de las frases hechas, pero en esta ocasión la frase resulta perfecta para describir lo que pasó. A medianoche, un compañero que estaba de guardia recibió una llamada del Museo de Cera. Al parecer habían saltado las alarmas. Cuando me dijo que salía para allá, insistí en acompañarle. Así podría despejar un poco la cabeza. Al llegar, los guardias de seguridad nos llevaron hasta una de las salas. Un tipo alto, delgado, con pelos de loco y una extraña barba intentaba hacerse con la armadura de la estatua de Don Quijote. Al vernos, sorprendido, nos gritó ``¡Atrás malandrines!´´ y no sé qué historias de caballeros y honor. Al intentar mi compañero sujetarlo por la esposa que colgaba e su muñeca derecha, el hombre se agarró al Rocinante de cera, que se vino al suelo con estrépito, arrastrando a Sancho, al asno y a Jack el Destripador, que no andaba lejos. Todo aquello nos cayó encima mientras el tipo se escabullía celebrando su victoria contra ``aquellos perros villanos´´. ¿Ya les he dicho que no estaba siendo mi mejor mes? Tras desembarazarnos de tanta cera, pedimos refuerzos y pudimos ver por las cámaras de tráfico que el loco se había colado en la Biblioteca Nacional. Odiaba aquel edificio, pues no era nada más que un laberinto dividido en varios pisos. Una vez terminamos allí una persecución, los ladrones de un banco habían huido y no encontraron mejor sitio para despistarnos que esa maldita biblioteca. Por supuesto que lo consiguieron, eso y que me suspendieran durante tres meses. Maldito edificio. Allí nos dirigimos con los refuerzos, que por una vez llegaron a tiempo. En el interior todo estaba en silencio. El grupo se dividió en parejas, y cada pareja debía registrar un piso. A Esteban y a mí nos tocó el tercero. Oímos un estrépito, y al doblar una de las numerosas estanterías vi en el suelo un libro abierto por la mitad. Rápidamente llamé a mi compañero. Me agaché con esfuerzo, me puse los guantes, lo recogí y leí en la tapa: ``El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, ilustraciones de Gustavo Doré´´. La edición era de 1875. El libro había quedado abierto por la página en la que había una ilustración de Don Quijote encerrado en una jaula. Esteban y yo nos miramos con perplejidad. Oímos voces que se aproximaban. Esteban cogió el libro, lo cerró de golpe y lo dejó al azar en una de las estanterías. Yo me vi obligado a gritar ``¡Despejado! ¡Aquí no hay nadie!´´ No volvimos a tener noticias del tipo. Tampoco aparecieron las esposas de Esteban. Al llegar el 23 de abril se preparó una exposición con distintas ediciones del Quijote. Para entonces ya me habían degradado y patrullaba con la brigada de narcóticos. Ni Esteban ni yo fuimos a verla, pero a pesar de ello nos enteramos por los medios de comunicación de la retirada de una de las obras de la exposición. Estábamos tomando un café después de una larga noche de vigilancia cuando vimos en la televisión a un tipo estirado afirmar que había descubierto que el ejemplar de la edición de 1875 ilustrada por Doré era una burda falsificación. Alegaba que las ilustraciones habían sido copiadas recientemente por un estafador que no sabía distinguir unas esposas del siglo XXI de las diseñadas en el XIX. Cuando en la pantalla apareció el dibujo de Don Quijote encorvado en una jaula, mientras una animación marcaba con un círculo la mano derecha rodeada con una esposa no pude contener un ataque de tos. Esteban me sujetó. Decidimos seguir callando. Nadie iba a creernos. Todavía hoy el caso sigue abierto, como la mayoría de los que adornan mi carrera. Enrique Álvarez Villalobos. 4º ESO A.