Para cumplir con la escritura y con la vida Leer y escribir con destreza es un enorme poder sobre el propio destino. Una forma de erguirse y de convertirse en ciudadano. Angela Pradelli. Escritora y docente. Premio Clarín de Novela "Scrivo per vendetta", contestó Ferdinando Camon en 1985 en una entrevista publicada en un número especial del diario Libération de París, en la que 400escritores respondían la misma pregunta:¿por qué escribe? Así contestaba el escritor italiano nacido en Padua en 1935, cuyas obras fueron traducidas a veintiún idiomas: "Escribo por venganza. Todavía, dentro de mí, siento esta venganza como justa, santa, gloriosa. Mi madre sabía escribir sólo su nombre y apellido. Mi padre, apenas un poco más. En el pueblo en que nací, los campesinos analfabetos firmaban con una cruz. Cuando recibían una carta del municipio, del ejército o de la policía (nadie más les escribía), se asustaban y acudían al cura para que se las explicara. Desde entonces sentí a la escritura como un instrumento de poder. Y soñé siempre con pasar del otro lado, poseerme de la escritura, pero para usarla en favor de aquellos que no la conocían: para cumplirles sus venganzas". ¿Rozaremos los argentinos algún día la gloria que da poseer la escritura de la que nos habla el escritor italiano? Según el último Censo Nacional del 2001, en el país hay más de 750.000 personas que no saben leer ni escribir. Algunos de esos campesinos de los que nos habla Camon fueron los inmigrantes que llegaron al país a principios del siglo pasado y muchos de nosotros somos la descendencia de esos italianos que corrían, muertos de miedo, a buscar al cura para que les leyera. Ya en 1992, en el Congreso de Lectura que se desarrolló dentro del marco de la Feria del Libro de Buenos Aires, los especialistas presentaron la ampliación del concepto de analfabetismo. Según esos criterios, se considera analfabetos a los niños de siete y ocho años que no pueden explicar un texto; a los adolescentes de catorce y quince que no pueden leer las instrucciones de un aparato doméstico y a los jóvenes de la franja de diecisiete y dieciocho que no pueden redactar una carta para pedir trabajo. Es cierto que las cifras y esa realidad tristísima aplastan. Pero es más cierto que no hay duda de que la escuela debería hacer de la enseñanza de la escritura un acto de justicia. La escritura de la que hablamos no es la literaria ni tiene pretensiones de ninguna gloria vanidosa. Estamos hablando de la gente y su relación con la escritura más puramente vital, en el plano social y también en el más íntimo. De mujeres y hombres que, en ejercicio de la lectura y la escritura, se convierten en ciudadanos. Hablamos de escuelas que entrenen todos los días a sus alumnos en la escritura de cartas, noticias, canciones, reseñas, artículos, informes, solicitudes, notas, editoriales, reglamentos, relatos, argumentaciones, guiones, instrucciones... En el Primer Congreso Internacional de Escritoras que se desarrolló en agosto de 1998, en Rosario, la escritora Yukiko Kato, que había nacido en Sapporo, la ciudad más al norte de Japón, escuchó con interés las ponencias de sus pares. Escritoras que habían viajado desde Sudáfrica, Grecia, Puerto Rico, Estados Unidos. Cada una había planteado la escritura en relación al ejercicio de la libertad y de las conquistas de las mujeres. Yukiko Kato, a su turno, se refirió a las campesinas chinas, mujeres a las que se les tenía prohibido aprender a leer y a escribir. Campesinas que, privadas de educación y sometidas a la autoridad del hombre, crearon a principios del siglo XVIII un idioma secreto, el nushu, para poder expresarse. Imposibilitadas de escribir, plasmaron los caracteres en los bordados que realizaban en las mangas de los kimonos, en los abanicos. Si se piensa que, en silencio, en secreto, las mujeres analfabetas crearon un lenguaje propio que incluía alrededor de dos mil palabras, no puede dejar de valorarse la dimensión de la necesidad de expresarse. El nushu se transmitió de madres a hijas y desapareció a mediados del 2004, cuando murió Yang Huanyi, la última mujer que lo había aprendido. Antes de morir, había querido enseñarles a sus hijas, pero ninguna de ellas quiso aprenderlo. Quien escribe construye con palabras una casa propia donde habitar, que no pocas veces protege de los materiales corrosivos del tiempo. Siempre estamos aprendiendo a escribir y por eso el proceso de alfabetización no se agota nunca, ya que la escritura es un trabajo arduo que requiere, entre otras cosas, la búsqueda permanente de palabras y modos de decir. Y la escritura es, también, un camino hacia la comprensión. Quien escribe ampliará su conocimiento de los otros y también de sí mismo. Al escribir tenemos la posibilidad de revisar los conceptos cristalizados por los que, no pocas veces, permanecemos estancados en un conflicto. Me lo dijo una vez un alumno de la escuela nocturna. Les había pedido que escribieran un relato autobiográfico y no les di más que dos o tres pautas de trabajo. El había elegido contar una historia del abuelo, con el que vivía, se llevaba muy mal y peleaban mucho. Le costó escribir ese relato, lo corrigió durante varias clases. Logró un buen texto en el que se narraba una de las peleas más fuertes entre abuelo y nieto. Todos lo felicitamos cuando lo leyó en clase. Volvimos a hablar de su trabajo al día siguiente, y de su abuelo, que él había convertido en personaje. "No sé bien qué pasó", dijo mi alumno antes de terminar la clase. "Mi abuelo sigue siendo el mismo de siempre, dijo, pero ahora, después de escribir esto, lo quiero más". Al ponerle palabras a lo que nos pasa, a lo que sentimos, a lo que deseamos, descubrimos un costado que nos es revelado por la escritura. Como Ferdinando Camon, también Emily Dickinson percibe la potencia de la palabra escrita cuando nos advierte que tengamos cuidado con lo que escribimos porque las palabras hacen que las cosas se cumplan. Para que se cumpla entonces. Escribamos esto ahora, aquí mismo. Que todos puedan ir a la escuela para aprender, que la escuela les enseñe a todos, que el Ministerio de Educación apoye de verdad a los buenos docentes en la inmensidad de su tarea y no al revés. Que, como quería Camon, todos puedan poseer la escritura para pasar del otro lado. Porque los índices de analfabetismo, lejos de ser números dibujados en un papel, son los hombres y mujeres de carne, huesos y sangre que nunca van a escribir su nombre ni el de sus padres