Me pica la barba. Blanca. De pega. Estoy sudando. California no da un respiro. Ni en diciembre. Este traje da calor. Canadá. Eso es. El rifle es de verdad. Pesa. ¡Ah! Jan, por fin ¿Cómo ha ido la cena? Bien, padre. Le respondo que “bien”. En nuestra civilización, “bien” encierra un número bastante importante de connotaciones. No le iba a hablar al pobre padre Frances de la opinión que le merece a mi mujer que yo tenga que abandonar la cena de Nochebuena, nuestra cena, y deje tirados en la mesa a nuestros invitados a las diez y media de la noche con esa absoluta indecencia y desfachatez que me caracteriza. Así que le respondo que “bien”. Y a mi mujer le contesto que abandono nuestra cena para servir en la cena de Cristo, que está por encima de sus invitados. Ya hemos tenido la misma discusión mil veces. En realidad sólo soy el diácono de la misa de medianoche, en la Iglesia del Santo Redentor de un pueblecillo de California. Lo celebro sonríe . ¿Está todo listo? Se refiere a mi equipo de ayudantes. Le contesto que sí antes de comprobar la lista y se marcha con una bendición. Luego observo. Entre la gente que pulula desorientada y los que han decidido sentarse en los bancos hay reunidas unas nueve personas. Tres son mis subordinados y sólo veo a dos curas, así que calculo que cuatro personas de Montrose van a pasar la Nochebuena solas. Es irrelevante, pero, a mí, esta noche, me parece lo más triste que he visto en mi vida. Salgo un momento a respirar fuera. Aire. Tengo que llamar a mi mujer. No. Ya la veré en la misa. Tengo la lista en la mano. Según lo que pone aquí sólo falta Bruce Pardo, un buen hombre. Vendrá con una sonrisa, pobrecillo, tengo entendido que está pasando una mala racha. Qué curioso. Un tío vestido de Santa Claus acaba de cruzar la calle y se ha metido en un coche. A estas horas. Tengo frío, me vuelvo dentro. Veo. Oigo. Mejor que nunca. El corazón. Montrose. Nadie se echa a la carretera el 24 de diciembre. Bares cerrados. Beber en casa. Estoy borracho. Necesariamente borracho. A estas horas. Me pica la barba ¡Qué calor! No veo. Concéntrate. No veo la carretera. Veo, sí, sí veo. No hay ni un coche. Aparco. Covina, California. Dentro se ríen. Música. Noche de paz. Spike, viene Spike. Mi experro. Ven, chico. El aliento del perro está caliente. Mi perro. Mi ex-perro. Mi ex-mujer. La casa de mis ex-suegros. No puedo tocarlo con las manos ocupadas. Su respiración. Atraviesa. Mi pantalón rojo. Quito el seguro. Doy tres golpes en la puerta. Mamá y yo hemos repasado la carta otra vez. Matilda me ha dicho que Santa Claus no existe, y le he estado dando vueltas a la idea unos meses. Yo creo que no existe, pero no se lo voy a decir a nadie. Si yo me tuviera que pasar toda la noche repartiendo regalos por el mundo a niños desconocidos, lo que menos me gustaría en el mundo es que encima se creyeran que no existo. No les daría regalos. Eso no puede pasar. Yo creo que mamá también tiene dudas y, por eso, a ella sólo le traen un regalo. Además le gusta más repasar mi carta que la suya, cosa ilógica. Encima de la mesa están haciendo mucho ruido. Yo ya me aburría de no enterarme de nada y me he metido aquí abajo. La señora Ortega lleva unos zapatos muy feos. Mi madre me va a regañar porque dice que ya tengo ocho años y que por eso ya no es de recibo que me ausente en casa de los Ortega porque son muy amigos nuestros y unas personas encantadoras que nos invitan todos los años a su cena. Y no sé lo que significa “de recibo” pero mamá claramente me estaba echando la bronca cuando me lo dijo. Cómo se ríen ahí arriba. Tengo ganas de ser mucho más mayor y pasarlo bien. Como Matilda. Mi hermana Matilda es la más guapa de la fiesta. Creo que han llamado a la puerta. Salgo disparada de debajo de la mesa. Ya voy yo, señora Ortega. Cuando hablo, todo el mundo me mira como si fuera una especie de ardilla pequeña. O un cachorro. Me da la risa y sonríen como la gente de la tele. Muy amable, tesoro. Estás hecha una señorita. Anda, dame un beso. Le digo que es imposible porque no podemos hacer esperar a nuestro futuro invitado. Estoy hecha una señorita. Se ríen y me tropiezo un poco con la alfombra en el camino a la entrada. Casi me caigo. Pero no se dan cuenta. Qué vergüenza habría pasado. Ya es la segunda vez que golpean. Lo siento, se... No puede ser. Parpadeo tres veces. Es Santa Claus. Lo sabía. Existe. Se lo tengo que contar a Matilda. Pero tengo la boca muy abierta y no sé qué decir. Lleva un regalo en la mano. El papel es muy feo, como de correo. ¡Me lo va a dar en persona! Tengo que llamar a mamá. Sabía que existía. Pero qué papel más raro. Lleva poco envoltorio. Chasquido seco. Impacto. Oscuridad roja. Fuego. Muertos. Muertos de un tiro y carbonizados. Por mí. Joseph. Sylvia. Alicia. Veinticuatro invitados. La niña pequeña. Ojos brillantes. Napalm. ITT sabe instruir a sus empleados en la fabricación de material de guerra. Ex-empleados. Ex-familia. Ex-vivos. Ex-perro. Spike. ¿Dónde está Spyke? Mierda. Se me quema la casaca. Roja. Alquilada. Canadá. Canadá y diecisiete mil de los grandes. La niña pequeña. Estaba en casa hace un año. Debajo de la mesa. Ojos brillantes. Siempre. Boca abierta. Bala. Sirenas. Arranco. Covina. Montrose. Aparco. Luces de Navidad. Timbre. No puede ser mi timbre. No. No en Nochebuena más allá de medianoche. Voy a ignorarlo. No es el timbre. Fuera de la cama va a hacer frío. Es el timbre. Ha sido el timbre las tres veces. Mierda. Me pongo las zapatillas. ¡Joder! Bruce, pero ¿¡qué coño...?! Mi hermano. Lleno de sangre y con medio hombro desnudo, con heridas. Estoy soñando. Lleva un gorro de Santa Claus y se tambalea. Estoy soñando. Lo toco y da un respingo. Se aparta. Vale. Estoy despierto. Están muertos, Alex. Están quemados. Me voy a Canadá. Se ríe. ¡¿De quién coño hablas, Bruce?! La niña. Ya lo cojo. Está borracho. Una fiesta. Y a venir a dormir a casa del señor responsable. Tenía entendido que esta noche tenía un trabajo en la parroquia, me lo habré imaginado. Vale, Bruce, estás como una puta cuba, ¿no? Ya está. Has estado en una fiesta de disfraces. Te has metido en una pelea, ¿no es eso? Sí, Bruce, por décima vez, puedes dormir aquí. No, no hay nadie en mi cuarto, como de costumbre. Y sí, Bruce, estaría bien que te pasaras por mi casa para algo más que para pedir favores, para variar. Pero bueno, este es el espíritu ¿no? No ha dicho una palabra. Sigue callado. Lo miro fijamente y sus ojos están fijos en mi alfombra. Pobrecillo. Bueno, ya sabes, échate en el sofá. Mañana vamos al hospital y que te miren ese hombro... Feliz Navidad, por cierto. Me voy a la cama. Masculla algo. Creo que me ha devuelto la felicitación No merece la pena enfadarse en Nochebuena. Apago la luz. Chasquido. Un disparo. Me incorporo sin encender la luz. Se oye el tintineo de los adornos del árbol. La calma. Me lo habré imaginado. Vaya nochecita. Bruce Jeffrey Pardo, “Santa”, se suicidó en casa de su hermano en Montrose (California), la madrugada del veinticinco de diciembre de 2008, después de asesinar a nueve personas con un rifle semiautomático y de herir a otras tantas, irrumpiendo a las once y media de la noche en la fiesta de sus ex-suegros en Covina (California), y quemar la vivienda con Napalm casero, disfrazado de Santa Claus. Salió en los periódicos. Está todo en Internet.