KUNDERA, Milan (1967). La broma. Un joven estudiante, despechado porque su novia hubiera preferido ir a un campo de trabajo del Partido cuando él tenía otros planes, le escribe una postal con este texto, parodia de la célebre ocurrencia de Marx: “El optimismo es el opio del pueblo”. Pero ella lo denuncia y a él le caen encima toda suerte de desgracias: lo expulsan de la universidad, lo mandan a trabajar a las minas y lo consideran un enemigo del pueblo. Una broma mal entendida se convierte en una pesada carga para su autor en un mundo, el de la Checoslovaquia comunista, desquiciado por el control de las ideologías individuales y obsesionado por las purgas políticas. La novela llegó a ser publicada en su país en 1967 -y con un éxito inmenso-pero un año más tarde, con la entrada en Praga de las tropas del Pacto de Varsovia, fue prohibida y retirada de todas las bibliotecas públicas. Acerca de cómo llegué al primer naufragio de mi vida (y por su nada amable intermedio también a Lucie) no sería difícil hablar en tono ligero e incluso con cierta gracia: la culpa de todo la tuvo mi desgraciada propensión a las bromas tontas y la desgraciada incapacidad de Marketa para comprender una broma. Marketa era una de esas mujeres que se toman todo en serio (esta característica suya la identificaba plenamente con el mismísimo espíritu de su tiempo) y a las que los hados les han otorgado la capacidad de creer, como característica principal. Esto no pretende ser un eufemismo para indicar que fuese tonta; ni mucho menos: tenía suficiente talento y era lista y además tan joven (estaba en primer curso y tenía diecinueve años) como para que la ingenua credulidad fuese más bien uno de sus encantos y no uno de sus defectos, especialmente por estar acompañada por una indudable belleza física. En la facultad Marketa nos gustaba a todos y, de uno u otro modo, todos intentábamos conquistarla, lo cual no nos impedía (al menos a algunos de nosotros) hacerla objeto de chistes ligeros y bienintencionados. Pero el humor era algo que le caía mal a Marieta y peor aún al espíritu de nuestro tiempo. Corría el primer año posterior a febrero del cuarenta y ocho; había empezado una nueva vida, en verdad completamente distinta, y el rostro de esa nueva vida, tal como se quedó grabado en mis recuerdos, era rígidamente serio, y lo extraño de aquella seriedad era que no ponía mala cara, sino que tenía aspecto de sonrisa; sí, aquellos años afirmaban ser los más alegres de todos los años y quienquiera que no se alegrara era inmediatamente sospechoso de estar entristecido por la victoria de la clase obrera o (lo cual no era delito menor) de estar individualistamente sumergido en sus tristezas interiores. Yo no tenía entonces muchas tristezas interiores, por el contrario, tenía un considerable sentido del humor, y sin embargo no se puede decir que ante el rostro alegre de la época tuviera un éxito indiscutible, porque mis chistes eran excesivamente poco serios, en tanto que la alegría de aquella época no era amante de la picardía y la ironía, era una alegría, como ya he dicho, seria, que se daba a sí misma el orgulloso título de «optimismo histórico de la clase triunfante», una alegría ascética y solemne, sencillamente la Alegría. Fuente: http://www.historiacontemporanea.com/pages/bloque4/la-guerra-fria-ii-democracias-populares/fuentes_literarias/la-broma Última versión: 2016-11-21 01:57 - 1 dee 1 -