duelo en la sabana

Anuncio
DUELO EN LA
SABANA
C. LÓPEZ HERNÁNDEZ
R. ROUCO LEAL
DUELO EN LA SABANA
Llegaron al caer la tarde al algarrobo solitario perdido en
la sabana, y sin mediar palabras, ni observarse siquiera,
desenfundaron sus machetes “Corona” o “Collins” daba
igual, obsequio a ambos por quien mejor los manejaba en
la manigua, el famoso general mambí Quintín Banderas,
por méritos más que merecidos en la carga contra los
“Panchos”.
Pronto comenzó la macabra danza de machetazos al aire
o chocando arma con arma, acero contra acero, filo contra
filo, mientras despedían chispas encendidas y un
estruendo característico que hizo levantar las bandadas de
codornices, como si se dieran cuenta del drama que se
avecinaba. Los caballos de ambos: “Moro” y “Alazán”,
relinchaban con furia como si quisieran combatir entre
ellos.
No era la primera vez que Eulalio Rodríguez “Yayo” y
Hermenegildo Domínguez, “Gildo” cruzaban sus armas,
pues un machete en manos de un guajiro cubano es un
arma más temible que la más mortífera de las espadas por
la potencia de su golpe capaz de cortar de un solo tajo
una gruesa rama de marabú, incluso del duro jiquí; pero
en aquellas ocasiones solo era para practicar entre risas y
bomas y sin ningún ánimo agresivo.
Lalo y Gildo eran amigos inseparables en aquellos
tiempos felices en que las sabanas y montes de los
alrededores estaban poblados por decenas de “bohíos” y
vivían más de quince familias, pero después de 1895,
cuando comenzó la guerra, todo cambio y ellos se
unieron al ejercito mambí con el primer grupo que pasó
por allí, bajo las órdenes del famoso caudillo Quintín
Banderas. Con este valeroso general combatieron en
muchas batallas hasta finalizar la guerra y poder regresar
a las inmensas llanuras del Camagüey.
Cuando llegaron solo vieron destrucción. No quedaban ni
fincas ni cercados, ni animales, y mucho menos personas
en al menos diez leguas a la redonda. Las partidas del
General Weyler habían obligado a las familias que vivían
en la zona a internarse en aquellos campos de
concentración o “reconcentración”, como los llamaban,
desde donde no regresó ninguno, muerto por la nostalgia,
el hambre, los maltratos y las enfermedades contraídas
por aquellos pobres guajiros desnutridos
Después de mucho buscar entre tantas fincas hechas
cenizas y escombros, solo encontraron un bohío en pie en
la zona más intrincada del monte, donde solo entrar daba
miedo, y allí con rostro fiero y machete en mano estaba
ella, Soledad Martínez Cervantes, hija única del “isleño”
Manuel Martínez, hombre duro, de pocas palabras, único
ser humano que había podido doblegar aquella selva
impenetrable.
El isleño Martínez, a falta de hijo varón - su mujer solo le
había dado a Soledad después de sobrevivir pocos meses
al parto - dedicó toda su existencia sólo a esa hija a la que
crió como un hombre, sin juegos y sin muñecas, capaz de
realizar una faena más fuerte que la de cualquier guajiro
de la zona. De ahí su rostro hosco y huraño, sin sonrisas,
y su andar varonil, sin temor a nada ni a nadie; ni
siquiera a los caimanes del río y los enormes majas de
“Santa María” que podían medir más de cuatro varas. Y
el aislamiento y su fortaleza física y de carácter,
permitieron que sobreviviera a los horrores de la guerra,
después que una partida balaceara a su padre, sin mediar
juicio ni preguntas, por el solo hecho de no presentarse a
la reconcentración.
Al isleño Martínez no lo enterraron siquiera y lo dejaron
amarrado al poste madre de jiquí de una cerca. Ella, al ver
que no regresaba, lo buscó días y noches, por el monte
seguro y en la traicionera y alta sabana, hasta que al fin,
una bandada de auras, buitres de aquellas llanuras, la
llevó donde estaban los restos de su padre, o lo que
quedaba, después del macabro festín de las aves de
rapiña. Allí mismo le dio sepultura y dibujó una cruz con
su machete en la dura madera, pues en la sabana a uno lo
entierran donde muere y no donde ha nacido.
Cuando Yayo y Gildo vieron aquella guajira, única mujer
en tantas leguas a la redonda, les dio un vuelco en el
corazón y por sus cabezas solo cruzó un pensamiento, el
de conquistarla a las buenas o a las malas y pasando por
encima de cualquiera, ya fuese su hermano o su amigo y
esa tarde los antiguos y otrora entrañables compañeros
cumplían sus vaticinios.
Ambos eran fuertes y diestros en el manejo del machete.
Yayo, derecho y Gildo, zurdo, y no era la primera vez que
lo empleaban para matar, lo que era sabido y temido por
los imberbes soldados españoles durante la pasada guerra.
De manera, que las columnas militares se alejaban poco
de los poblados y esquivaban constantemente los
encuentros con los mambises.
Más que un duelo, los machetes en remolino parecían
bailar entre los estruendos de sus choques y las chispas de
fuego cada vez más brillantes a medida que oscurecía. Ya
prácticamente no se veía nada y en un mal paso, al
parecer, de Gildo al pisar una rama seca del algarrobo,
Yayo le alcanzó con un fuerte golpe el brazo izquierdo,
que quedó guindando bajo un borboteo intenso de sangre,
mientras su machete cayó al suelo y del que rápido se
apropió Yayo. Mientras, Gildo esperaba impaciente el
golpe final, sin miedo, pero con rabia, mirando a su
vencedor con el rostro contraído por el dolor y echando
chispas de odio por sus ojos.
Pero Yayo no era un asesino y muchas veces habían
compartido juntos el peligro de la muerte, como cuando
se batieron con cuatro soldados armados con bayonetas,
ambos con las espaldas pegadas para que cada uno fuera
el guardián del otro. Casi sin sostenerse, apoyado el
cuerpo sobre el tronco del algarrobo, Gildo vio como
Yayo montaba en su alazán y se alejaba, no sin antes
lanzarle el machete desde lejos.
Aquel alazán corrió más que nunca bajo las espuelas,
generalmente usadas pocas veces por su dueño, al cual
respondía el animal solo con cualquier gesto. Al traspasar
la arboleda y llegar al bohío de Soledad, Yayo encontró a
ésta como siempre, en la puerta, rodeada de sus dos
perros fieros y celosos, y por primera vez con un vestido
puesto. Ella lo miró como siempre, sin sonreír y le
preguntó: ─ ¿Qué pasó, será lo que me imagino?
Sí, tu sabes como se resuelven las cosas entre los
hombres, pero no temas, él era mi mejor amigo y no lo
maté, pero quedará manco de por vida, pues dudo que el
brazo se sane. Ahora, por las leyes del monte y la sabana
tú serás mía hasta la muerte.
─Te equivocas Yayo, yo no tengo dueño, nunca me he
entregado a nadie y hoy lo haré por quien me merece y ha
acabado de hacer por mí el sacrificio que me prometió,
dejarse cortar un brazo por mi amor si yo lo rechazaba, y
que yo sepa, Eulalio Rodríguez tu hasta ahora no has
hecho ningún verdadero sacrificio por mi. Así que coge el
trillo de vuelta, por donde llegaste y nunca más te
acerques a mis tierras
Yayo se quedó atónito, boquiabierto, no se daba cuenta
aun de lo que ocurría. Mientras, Soledad montó en su
potranca negra, a horcajadas como un macho, con el
vestido recogido por la rodilla y partió a galope tendido
en busca de un jinete que se veía venir a lo lejos, en la
extensa sabana, conducido lentamente por su fiel caballo
moro.
Atrás quedaba Yayo, bajo el ladrido de los perros de la
casa que enseñaban rabiosos los dientes. No le quedó
entonces más remedio que marcharse, lentamente, como
si el mundo le cayera encima. A la mañana siguiente se
marchó de aquellas tierras, que aunque suyas ya no tenían
ningún valor para él. Al pasar por la cerca donde se
encontraba el poste madre que señalaba el lugar donde
había sido enterrado el Isleño Martínez, sacó su machete,
aun manchado de sangre, y lo clavó con fuerza en el duro
jiquí formando entonces madera y metal una verdadera
cruz en el medio de la sabana.
Descargar