Formación de la Conciencia

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La conciencia
P. Jorge Pacheco
Definición
La conciencia es lo más íntimo de la persona. San Agustín escribió “que el
interior del hombre se llama conciencia”, y Orígenes que “el alma del alma es la
conciencia”.
En efecto, lo que especifica la condición espiritual del ser humano es la
capacidad de autoreflexión; esto es, el ser consciente de sí mismo y de más
personal intimidad. Por eso la conciencia merece un total respecto y no puede ser
violentada por nada ni por nadie. El ser espiritual puede reflexionar sobre sí y
“caer en la cuenta” de que siente, actúa y piensa.
Por esta razón podemos hablar de tres tipos de conciencia: c. sensitiva, c.
racional y c. moral. A) La c. sensitiva se refiere a la capacidad del ser humano de
ser consciente de ellas, “siente pero n o siente” (Zubiri). B) La c. racional es el
proceso de reflexión que permite al sujeto saber qué es lo que piensa o desea
conocer, es el descubrimiento de la verdad teórica. Es la capacidad de conocer
aquello que es verdadero y aquello que es falso. C) La c. moral es la capacidad
del ser humano de dirigir su reflexión a lo que hace, ya que la persona no sólo
siente y piensa, sino que también vive y actúa. Y sus actuaciones no son ajenas al
juicio moral. La persona al actuar es capaz de descubrir si sus acciones son
buenas o malas. Esta reflexión y juicio sobre el actuar es la conciencia moral.
Así, la conciencia emite un juicio práctico acerca del bien que debe hacer o
del mal que debe evitar. La conciencia es el juicio de la razón práctica que
dictamina el valor moral de los propios actos. El Catecismo de la Iglesia Católica
enseña que la conciencia es: “un juicio de la razón por el que la persona humana
reconoce la calidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o
ha hecho” (CEC 1778)
Esta capacidad de emitir un juicio práctico sobre el actuar, donde la persona
pone en juego la calidad de su experiencia como ser humano, es lo que
engrandece a la persona.
La conciencia en las Sagradas Escrituras
En
las
Sagradas
Escrituras
al
vocablo
conciencia
se
encuentra
abundantemente sólo en el epistolario paulino.
En el Antiguo Testamento encontramos la palabra “corazón”, entendida
como el centro interior de la persona, la fuente de la voluntad, de los
pensamientos, de las emociones y de los afectos (Pr 12,20; Si 13,25; 1S 24,6;
Sal 17,3; 51,19). Para Jeremías el “pecado está grabado en las tablas del
corazón” (17,1). Ante las acusaciones de sus amigos, Job replica que su “corazón
no lo condena” (27,6). En todos estos casos y mucho más, la palabra corazón
puede ser sustituida por “conciencia”.
En los Evangelios, Jesús habla de una luz interior que guía los pasos del
hombre (Mt 6,22-23; Lc 11, 33-36), y proclama dichosos a los que tienen un
corazón limpio (Mt 5,8). La fidelidad o la transgresión de los mandamientos no
afectan únicamente a las acciones exteriores, sino que se fragua en el interior del
corazón (Mt 5,28). En general, el corazón es la sede de la moralidad y de la vida
nueva según el Espíritu. Más que la exterioridad, importa que sea el corazón que
esté limpio, es decir, la conciencia de los discípulos de Cristo. Para Jesucristo el
pecado fundamental es la dureza del corazón, la insensibilidad para percibir la
presencia salvadora de Dios en Cristo (Mt 19,8: Mc 6,52; 8,17; 10,5)
En sus escritos San Pablo introduce el concepto griego de “conciencia”
(syneidesis) que ha tomado de la literatura popular griega. Se trataba de un
determinado “con-saber” del ser humano sobre el valor moral del propio actuar o
del actuar del otro. Pablo entiende la conciencia en general como una instancia en
la obligación moral, que juzga el comportamiento propio o de otro en su
concordancia o no con las convicciones morales y religiosas.
Nos encontramos ante la conciencia recta desde el punto de vista subjetivo,
cuando el juicio al cual se ha llegado es fruto de una búsqueda diligente y
desinteresada de la verdad moral. Estamos ante la certeza moral. Y ante ésta la
conciencia algunas veces no es sólo probable, aún después de haber buscado
cuidadosamente la verdad. La conciencia dudosa es la que no alcanza a salir de la
falta de certeza y a formular un juicio convincente sobre el valor moral de una
acción.
La conciencia es siempre la norma subjetiva del actuar. Pero ésta debe
dejarse guiar por la ley moral, norma objetiva del actuar, que es quien señala lo
que es bueno o malo. Pero la ley sólo indica el bien universal y quien valora el
bien o el mal particular es el sujeto que lleva a cabo las acciones singulares.
Entonces el juicio particular de cada acción que realiza el individuo, se efectúa a
través de la conciencia. En este sentido, la conciencia es el verdadero intérprete
de la ley moral. La conciencia hace una auténtica lectura de la norma moral. La
conciencia hace una auténtica lectura de la norma moral para aplicarla a su vida
concreta. En consecuencia, no hay contraposición entre la ley moral y la
conciencia, sino que la conciencia hace suyo y cumple el contenido moral de la
ley, pues, “mediante el dictamen de su conciencia el hombre percibe y reconoce
las prescripciones de la ley divina” (CEC 1778)
La formación de la conciencia moral
Es en Cristo donde la persona alcanza la verdad de su ser y la conciencia
moral su forma definitiva.
Si la conciencia es un anhelo de verdad, para el creyente esta verdad no es
concepto abstracto, sino una persona: la persona de Jesucristo; Él es la imagen
perfecta del Padre, la revelación de su designio salvífico, de su voluntad.
Tipología de la conciencia moral
La teología moral ha desarrollado una tipología de los estados de la
conciencia para ayudar a discernir las situaciones en que se puede encontrar la
persona. En relación al acto la conciencia puede ser antecedente, si el acto no se
ha realizado aún; consecuente, si el acto se ha realizado ya.
En relación con la conformidad con la verdad moral objetiva, la conciencia
puede ser verdadera o errónea. La primera se refiere al juicio realizado
adecuadamente, al caso concreto, de acuerdo con la norma moral. La segunda
hace referencia a la falla en su objetivo, y por tanto,, el juicio realizado no es
conforme a la verdad moral objetiva. El error puede ser debido a la ignorancia de
los principios morales o de su significado, a la falta de conocimiento moral
adecuado, al escaso conocimiento de los aspectos de la situación, a la
precipitación, a condicionamientos afectivos negativos, etc. Al oscurecerse la
verdad moral el sujeto, de guiarse con tal conciencia, actuaría culpablemente.
Es necesario distinguir entre conciencia errónea vencible y conciencia
errónea invencible. La conciencia venciblemente errónea supone en la que se
tiene la posibilidad de salir del error, o bien corregir el juicio equivocado. Quien
actúa con c. venciblemente errónea comete pecado siempre, ya que demuestra no
querer conocer la verdad moral objetiva. En el caso de la c. invenciblemente
errónea el sujeto no es consciente de lo erróneo de su juicio; por esta razón debe
actuar por la apariencia de la verdad que se presenta, su error en el juicio no es
voluntario. Cuando el error desaparezca la persona se dejará guiar por la verdad
objetiva.
La conciencia cierta expresa la plena adhesión al contenido del juicio y la
ausencia de temor a equivocarse. Esta es la condición ideal de la presencia de la
verdad moral a la razón práctica.
En Cristo el creyente encuentra el sentido pleno de la ley natural, en cuanto
que habiendo asumido la naturaleza humana, la dará su auténtico ser (cfr. GS 22;
VS 53). La ley natural que se encuentra escrita en la razón humana, al ser Cristo
la imagen perfecta de Dios, encuentra su sentido más perfecto y su plenitud más
acabada; porque en Cristo se desvela su significado originario, ser la guía
auténtica de su actuar. Por esta razón el cristiano descubrirá para su conciencia la
luz plena de su actuar, y la interpretación más transparente del mandamiento del
amor.
Para el creyente Cristo es la revelación definitiva del Padre, en cuanto que
es revelación del misterio del amor y cómo debe el creyente asumirlo; en el
servicio a los otros por medio del lavatorio de los pies y en la entrega en la Cruz, el
discípulo descubre su forma de actuar. De esta forma se va configurando el
creyente en el amor y la verdad que brotan de Cristo, y su conciencia juzga la
plenitud y la verdad del amor, que es su actuar.
En lo profundo de su conciencia el cristiano reconoce que Cristo es el Hijo
de Dios que acoge su verdad como la luz de su existencia, y consciente de su
condición de hijo en el Hijo realiza el mayor juicio de su conciencia, dirigir toda su
vida según Cristo.
La formación de la conciencia es de deber moral del creyente para
responder a la llamada al seguimiento de Cristo; este seguimiento de Cristo; este
seguimiento implica la disposición a adquirir virtudes que dispongan la razón
práctica a formular juicios verdaderos sobre la moralidad de los actos humanos,
desde la óptica de la ley del Amor.
Es verdad que la formación de la conciencia no es una instrucción
intelectual, pero implica necesariamente aprender todo lo que la ciencia, ética y la
teología moral enseñan, al menos en un nivel catequético.
Esta formación debe suponer un crecimiento en las virtudes que le permiten
al creyente vivir la connaturalidad del bien en toda su realidad de persona
(inteligencia, voluntad, afectividad, etc.) que es una condición para ser capaz de
percibir lo que de bueno hay todas las circunstancias concretas de la vida.
De esta forma la luz originaria del bien, concedida a toda persona humana
en la experiencia moral, y en particular al creyente por el crecimiento en la virtud y
la ayuda de la gracia, llega a ser memoria viva, capaz de iluminar las acciones y
dirigir la vida. La frecuencia en la oración, diálogo con Dios que purifica el corazón,
ayuda a similar la sabiduría y nos hace capaces de disponernos con generosidad
a la luz de la ley y la verdad y actuar con conciencia de hacer la voluntad del
Señor.
No se debe olvidar que todo implica una constante conversión, un cambio
de mentalidad que lleve a pensar y saber que la luz de la verdad nos viene dada
por el Creador, como aquellas disposiciones reflejadas en los principios de la ley
natural y en la ley nueva del amor.
La encíclica Veritatis Splendor propone que el llamamiento a formar la
conciencia es un impulso a hacerla objeto de una continua conversión a la verdad
y al bien, un corazón convertido al Señor es la fuente del bien y de juicios
verdaderos de conciencia. Para hacer el bien es necesaria la ley de Dios, pero no
es suficiente; se requiere además, una cierta connaturalidad entre el creyente y el
bien verdadero. Así, el creyente se mueve a hacer el bien mediante la asunción de
las virtudes. La mejor formación de la conciencia es la vida en la virtud.
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