Los lazos sociales y sus vicisitudes

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Los lazos sociales y sus vicisitudes
Leticia Flores Flores
En este trabajo hemos abordado desde el campo de la sociología, la psicología social y el
psicoanálisis, algunas ideas sobre la manera como se constituye y estructura la vida
colectiva. Los vínculos sociales están normados, y en eso coinciden los autores que
aquí trabajamos. Sin embargo, la pregunta que organiza este ensayo es acerca del
origen y el sentido de los lazos sociales. La vida colectiva lejos de ser un dato natural,
es el resultado de un trabajo cultural. Intentamos abordar las vicisitudes, las dificultades
y las grietas que se muestran en la vida social para situar uno de los fenómenos
sociales más nocivos como lo es la corrupción. ¿De dónde surgen las normas que
rigen la vida entre los seres humanos? ¿Por qué son obligatorias, es decir, de dónde
proviene la obligatoriedad de la norma? Desde Durkheim hasta Freud, vemos que las
acciones humanas están orientadas por normas, porque tienen un sentido, es decir,
están determinadas por un universo simbólico que las ordena, las rige y las sanciona.
Los vínculos entre los seres humanos es una de las fuentes más importantes del
sufrimiento humano. Sin embargo, el trabajo cultural tiene como fin mantenerlos y
fortalecerlos. La cultura exige a los sujetos resignar sus intereses individuales para
lograr establecer lazos duraderos con los otros. Si bien ello permite soportar la
incertidumbre y la incompletud propia de lo humano, la pulsión de muerte produce
un excedente de goce que los sujetos tienen que soportar. Un excedente de goce que
se es la causa del malestar, de la infelicidad inevitable en la vida social, en la cultura.
Entre un ser y otro hay un abismo, hay una
discon-tinuidad.
BATAILLE
LOS ESTUDIOS QUE HAN ABORDADO el problema de la constitución y de la
estructura de la vida colectiva entre los seres humanos son muy abundantes.
Son muchos los investigadores que se han ocupado de estudiar las formas,
las causas y las vicisitudes de la vida colectiva. Filósofos, sociólogos,
psicólogos, antropólogos, han construido elaboraciones teóricas diversas
para intentar comprender no sólo su estructura, sino las dificultades y
los enigmas que se desprenden de la formación de los vínculos entre los
seres humanos.
ANUARIO DE INVESTIGACIÓN 2003 • UAM-X • MÉXICO • 2004 • PP. 607-619
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Como lo advierte Edgar Morin, dichas construcciones han sido
animadas por la tensión permanente entre la aspiración del investigador
a lograr construir un saber no parcelado ni dividido y el reconocimiento
que dicho saber no puede ser más que inacabado e incompleto.
Reconociendo esa tensión, en la reflexión que hemos venido haciendo
sobre la corrupción vemos la necesidad de acercarnos e interrogar
algunas de estas producciones teóricas sobre “lo social”, ya que nos
interesa aproximarnos a lo que para nosotros constituye un punto central
en nuestro análisis: la manera como se articula el problema de la
corrupción en las estructuras sociales. Este interés se funda en la tesis
de que el fenómeno de la corrupción aparece como uno de los avatares de
las relaciones humanas ya que compromete de una manera muy
particular los lazos sociales. Es interesante observar que en el origen
etimológico mismo del término, co-romper, y que significa romper,
aparece unido ese prefijo que indica unión o compañía. El prefijo indica
claramente la participación de un otro. Se trata de un acto que implica en
el término mismo un vínculo, por lo tanto una acción donde lo que se
altera o se rompe pone en primer plano algo del orden de la alianza y el
pacto con otro. La corrupción es una práctica que se juega en el terreno
de lo social y que interroga fundamentalmente la estructura de los
lazos que construimos con los otros y de los horizontes mismos de la
acción colectiva. Pero no sólo eso. Muestra también, que la naturaleza
de los vínculos es fundamentalmente conflictiva.
Siguiendo con el significado de la palabra, resulta interesante la definición
encontrada en el primer diccionario del español de Don Sebastián de
Covarrubias de 1611 Tesoro de la lengua castellana o española. Corromper,
nos aclara, viene del verbo latino ruptum, corrumpo, contamino, vitio, destruo.
Corromper las buenas costumbres, estragarlas. Corromper a los jueces,
cohecharlos. Corromper los licores, estragarse. Corromperse las carnes,
dañarse. Corromper las letras, falsearlas. Corromper la doncella, quitarle
la flor virginal. Corrupta, la que no está virgen. Corrupción, pudrimiento.
Corrupción de huesos, cuando se pudren hasta los huesos; enfermedad
gravísima y mortal.
Corrupción, alude directamente entonces a la ruptura y a la descomposición de algo que tiene que ver con los pactos, los lazos, las alianzas. Si
se rompe una norma, una costumbre, la carne, las letras, la dama o los
huesos, prácticamente cada una de esas referencias lleva implícita la relación
con otro y esa relación se encuentra en principio sellada por una referencia
tercera que regula las relaciones con los otros. Sin embargo, la corrupción
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demuestra que esta regulación contiene fallas que nos parece importante
reflexionar: cuándo y por qué se rompe con ese orden y se destruye, se
rompe o se contamina el vínculo con los otros apareciendo un rostro de lo
social enfermo y fallido.
Romper-con, sugiere el juego de complicidades en las que el otro es
finalmente anulado y liquidado. Incluso en la alianza perversa, en la
alianza transgresora con el otro, el orden social resulta dañado, si no
destruido o anulado. Romper-con implica una enfermedad gravísima y
mortal, la del sujeto que forma parte de una sociedad organizada a través
de normas que le permitirían en principio la con-vivencia, vivir con los
otros, en la vida cotidiana. Por lo tanto, corrupción, más allá de su relación
con la política, de los costos económicos, de su origen histórico o su
connotación jurídica, es un problema que toca e interroga la esencia
misma de la estructura social.
En este trabajo hemos elegido algunas reflexiones que desde el campo
de la filosofía, la literatura, la sociología y el psicoanálisis, reflejan
nítidamente las dificultades y las vicisitudes que se generan en la vida
colectiva, la forma como ésta es regulada y las fallas que pareciera son
inherentes a toda regulación, a toda ley.
Aristóteles, quien dedicó un tratado a la reflexión de la corrupción,
la identificaba con la pérdida de los rasgos humanos esenciales. Se
explicaba así:
Al común de la gente le parece que la mayor diferencia es la que se da entre lo
perceptible y lo no perceptible, pues dicen que hay generación cuando el
cambio culmina en una materia perceptible, y que hay corrupción cuando
culmina en una materia imperceptible.
Así definen al ente y al no-ente, por el ser y el no ser percibido, de modo
que resulta que lo conocido es y lo no conocido no es. Y luego insiste:
Pues es así como se usa el término de corrupción absoluta cuando algo llega
a lo imperceptible y al no-ente [1987:41, 43].
Quizá algunos analistas encuentren excesiva esta formulación. Sin
embargo, el sentido de la palabra misma implica, insistimos, la ruptura
con respecto a algo que pudre hasta los huesos, el alma, la esencia de lo
humano.
Atendamos la advertencia de que la corrupción no es una práctica
exclusiva de la esfera política. Aparece en todos y cada uno de los
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ámbitos de la vida social, en la familia, en los grupos religiosos, en los
negocios, privados y públicos, universidades, escuelas, asociaciones
deportivas, de asistencia privada, pública, y un largo etcétera.
La esencia de lo humano radica justamente en la posibilidad de establecer
vínculos con los otros, vínculos atravesados por normas de convivencia y
que tienen muy diversas formas de expresión en la estructura social. Marcada
por lo que podríamos llamar una dimensión tercera, de donde proviene
toda legitimidad concebible, es decir, marcada por un otro que apela al
sujeto en todo momento y permite inscribir la alteridad y la diferencia. En
ese sentido, podríamos afirmar que la génesis de la acción colectiva
proviene de los marcos simbólicos de la vida humana. Sin embargo,
observamos que éstos son el resultado de un trabajo que se nos impone
y no de un dato natural. La creencia en un instinto gregario como fuente
de lo social, que mantendría a los seres humanos unidos es insostenible
si reconocemos que las relaciones entre semejantes siempre llevan el sello
de la hostilidad y la inestabilidad.
La vida colectiva impone tareas que implican renuncias y esfuerzos
que pueden resultar en ocasiones imposibles e insolubles.
Si se puede hablar de algo congénito y constitucional en el ser humano,
afirmaba O. Paz, eso es más bien la enfermedad que roe nuestras sociedades.
Una enfermedad, nos dice, que multiplica nuestras contradicciones y
exacerba nuestra inclinación a la destrucción (1970:26). Cuando Freud aborda
este tema, llama la atención que coloque a los vínculos entre los seres
humanos como aquello que produce el padecer más doloroso de entre
cualquier otro (1930:77) entre otras razones porque las normas que regulan
dichos vínculos muestran su insuficiencia y fragilidad.
Quizás uno de los pensadores que planteó más de fondo una
articulación de la vida colectiva con el universo normativo fue Emile
Durkheim. Este sociólogo coloca los hechos sociales dentro de un marco
coercitivo que se da en el horizonte de una conciencia colectiva, social,
más que individual. Los hechos sociales implican siempre una
obligatoriedad, lo cual inscribe al sujeto inevitablemente en una dimensión
moral. La moral tiene su fundamento según Durkheim en las costumbres,
razón por la cual ese carácter de obligatoriedad es relativo y varía de un
grupo a otro. Ahora bien, Durkheim, en su tesis doctoral, La división del
trabajo social, analiza las causas de lo que llama anomia, es decir, la
situación provocada por la falta o la falla de la regulación social.
La moral, para Durkheim es un hecho intrínseco a la vida social y no
un agregado secundario o una yuxtaposición de moralidades individuales.
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El hombre no es un ser moral sino por vivir en sociedad, puesto que la
moralidad consiste en ser solidario a un grupo y varía como esta solidaridad.
Lo que caracteriza la moral de las sociedades organizadas es que tiene algo de
más humano, por consiguiente, de más racional [...] Sólo nos pide ser
afectuosos con nuestros semejantes y ser justos, cumplir bien nuestra misión,
y trabajar en forma que cada uno sea llamado a la función que mejor puede
llenar, y reciba el justo precio a sus esfuerzos. Las reglas que las constituyen
no poseen una fuerza coactiva que ahogue el libre examen; somos incluso
más libres frente a ellas porque están hechas para nosotros, y en cierto sentido,
por nosotros [1893:418, 427].
De acuerdo con Durkheim, la moral se constituye a partir de la red
de lazos, puesto que lo que une a los hombres en la sociedad es precisamente la solidaridad social. Ésta mantiene su fuerza y la posibilidad de
expansión de los sentimientos y deberes recíprocos, de la conciencia
común o colectiva.
La división del trabajo es la condición necesaria y esencial de la
solidaridad social. Bajo este término, Durkheim nombra las agrupaciones
profesionales, cada vez más especializadas, como resultado de la evolución
de la sociedad tradicional, más primitiva a una más desarrollada.
Si antiguamente las sociedades eran más homogéneas, cohesionadas o
integradas en una unidad, la modernidad ha conducido inevitablemente
a la especialización y la división social, lo cual implica otro tipo de cohesión
o solidaridad. En este último caso, las diferencias entre los individuos crean
la posibilidad de intercambio y complementariedad. Para exponer esta
dicotomía, Durkheim habla de dos tipos de solidaridades y las ejemplifica
recurriendo al derecho penal y al derecho civil. En el primer caso, se trata
de un derecho represivo y en el segundo, de uno restitutivo. En interesante
observar el método empleado por Durkheim para exponer los dos tipos
de solidaridad. Se sirve del análisis del derecho penal, del análisis del crimen
y del tipo de penas que se aplican así como del derecho civil, para explicar
este complejo proceso por el que la sociedad muestra su evolución hacia
las formas que se traducen en la división del trabajo.
Este estudio nos permite descubrir los elementos constitutivos de la
solidaridad social y los mecanismos que la regulan, así como sus crisis,
sus formas anormales y los efectos que ello provoca. Efectivamente es
interesante el análisis que realiza este sociólogo de la vida colectiva al
hablar de anomia o estado de falta de regulación —jurídica o moral—
en la sociedad.
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[La regla, nos advierte] no es sólo una manera de obrar habitual; es ante
todo una manera de obrar obligatoria, es decir, sustraída, en cierta medida, al
libre arbitrio individual. Ahora bien, sólo una sociedad constituida goza de
la supremacía moral y material indispensable para crear la ley a los individuos
[ibid.:11].
Si la regulación expresa necesidades sociales y éstas descansan sobre
la “conciencia colectiva”, es necesaria la constitución de un grupo que
erija el sistema de reglas que falta para que el estado de anomia termine.
Sería necesaria la coacción para conducir a los hombres a superarse
ellos mismos, a añadir a su propia naturaleza física otra naturaleza, a
hacerse, en resumidas cuentas, de una moral. Recordemos que los
hechos sociales implican una obligatoriedad sancionada por la ley
jurídica, pero sobre todo, moral.
Encontramos entonces en Durkheim la noción de norma como
central. La norma no existe sino cuando aparece incorporada a la acción.
La acción social posee un poder coercitivo que se impone a la conciencia
individual. Nunca se actúa de forma aislada sobre el mundo pues actuar
sobre el mundo es actuar sobre los otros, ya que el mundo social es el
resultado de esa conciencia colectiva. Es así como se hace legible, incluso
como puede existir. Donde se experimenta la obligatoriedad, hay norma.
Para este sociólogo, la norma se engendra en la interacción. Sin embargo,
ello lleva a preguntarnos hasta dónde una acción responde a las
exigencias del saber sobre la normatividad. El sujeto tiene un saber
sobre la norma y puede decidir libremente si actúa o no en función de
ella. El ejercicio de la libertad en el campo normativo para Durkheim
es central, ya que implica reconocer nuestro propio actuar frente a la
norma, de decisión con respecto a la correspondencia entre acción y
norma. Ello implica interrogarse sobre la relación del sujeto, de su acción
y su vínculo con la norma. La norma puede ser vista como resultado
de la acción, pero también como algo que el sujeto conoce. El saber
sobre la norma es un debate que podemos encontrar en la filosofía,
en la sociología, pero también en el psicoanálisis. En principio, en
Durkheim, se presupone que el sujeto es libre y puede decidir, discernir.
Esto compromete una decisión del sujeto. Sin embargo, es necesario
confrontar esta idea con las nociones de inconsciente y de deseo, pero
antes de hacerlo, quisiéramos puntualizar algunas ideas más acerca de
lo que en el campo de la sociología y la psicología social se ha trabajado
en torno al problema de la acción.
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Fue Max Weber uno de los sociólogos que hablaron de la acción
social para definir la vida colectiva. Para él, ésta sólo puede abordarse a
través de la comprensión del sentido que los actores sociales dan a sus
acciones.
La acción humana es social siempre que el sujeto o los sujetos de la acción
enlacen a ella un sentido subjetivo. La acción social, por tanto, es una acción
en donde el sentido mentado por su sujeto o sujetos está referido a la
conducta de otros orientándose por ella en su desarrollo [Weber, 1922:5].
El problema del sentido en el campo de la psicología social es central
aunque ha tenido un destino conceptual muy amplio y ha sido adoptado
dentro de diferentes tendencias teóricas. Se podría afirmar que las ciencias
sociales se han constituido fundamentalmente alrededor de este problema. Las acciones orientadas por fines es lo que preocupa a los investigadores del campo de lo social. Una acción no se entiende si uno no puede
descubrir la intención que tiene el actor al realizarlo y lo que pudo haber
motivado su acción y permite hacer inteligible la acción. Esta es la pregunta
tanto de la sociología como de la psicología social. Efectivamente una
acción que careciera de sentido, que no tiene fin ni estuviera motivada
por nada, sería la acción de un loco, como diría E. Verón (1986:122).
Coincidimos con este autor cuando insiste en señalar, que en el campo
de la psicología social la búsqueda de sentido de las acciones humanas
sólo puede ser comprendida cuando las manifestaciones humanas se
consideran como materia significante, como un discurso cuya significación
aunque puede tener diversas direcciones o significaciones múltiples, éstas
no carecen de sentido.
Hemos mencionado en otras ocasiones el caso quizás banal pero muy
frecuente de la mordida.1 Esa acción que suele ser clandestina y secreta,
pone en escena todo un horizonte de significación. Ya el vocablo mismo
indica cierta violencia y sometimiento al otro. Frente a una aparente
complicidad, dicha acción deja suspendida la intención de hacer cumplir
la ley. En ese encuentro efímero entre un ciudadano infractor y una
autoridad que se presenta para hacer cumplir la ley, ninguno ignora la
1
Grabriel Zaid (en ”Notas para una ciencia de la mordida”, en Revista Vuelta) la
describe como un pago en lo particular a quien es dueño de un poder oficial que puede
usar para bien o para mal de quien hace el pago e igualmente observa que se trata de un
acto que no es solitario, sino un co-hecho, soborno, propina, gratificación: una compraventa de buena voluntad.
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verdadera intención. La ganancia personal se impone sobre los acuerdos
o los pactos sociales regulatorios. La ganancia personal, la certidumbre
de que esa alianza es una alternativa, aceptada, incluso valorada, a
sabiendas que se está frente a una trasgresión de las normas instituidas
pero sobre todo que evita confrontar las fallas y las trampas de la ley, son
algunas de las razones que determinan la existencia de esta práctica.
Aunque decíamos que podría pensarse como un ejemplo banal, algunos
analistas no sin cierta ironía afirman que nuestro país está destinado a
fundar una ciencia de la mordida. Podemos acordar sin duda alguna
que esa práctica por sí sola permite reconocer la composición de nuestra
vida colectiva y nuestra relación con las normas.
Cabe preguntarse no sólo por el lugar de esos mecanismos de
regulación y su poder coercitivo sobre las maneras de obrar, de pensar y
de sentir de los individuos como lo trabaja Durkheim sino por sus
vicisitudes y sus fracasos. Por esa trama simbólica que determina el sentido
y la orientación de la acción, pues reconocemos que toda acción está
normada y que nuestro universo social gira en torno a la obligatoriedad
de la norma.
Sobre la obligatoriedad gira todo el universo social y tiene que ver con
el mundo de significación en la que el enunciado normativo se formula.
Pero para hablar de obligatoriedad es necesario involucrar el tema de la
subjetividad. Las normas no se aplican por medio de una reproducción
pasiva o por un acto de fe o de razón pues son independientes de la
cognición.
Cuando hablamos de subjetividad, nuestro marco referencial se
circunscribe al campo psicoanalítico fundamentalmente. En ese sentido
pensamos que, en primera instancia, la subjetividad se despliega porque
hay algo del orden del Eros que impulsa al ser humano a mantenerse
vivo en su relación con el otro. Es decir, el sujeto vive, aprende,
experimenta, desea, busca, crea, por y con los otros. El erotismo entonces,
entendido como aquello que nos mantiene, nos liga y nos impulsa a
vivir, a con-vivir.
La subjetividad existe en la medida en que estamos atravesados por
la palabra. Ello implica que nuestros actos, nuestra historia, nuestro
pasado así como nuestros sueños y proyectos se inscriben y toman
forma, vida, en un mundo de significación. Esta significación aunque
determinante, puede ser imperceptible, puede escapar a nuestros
propios sentidos. Sin embargo, el mundo humano no puede pensarse
sin la estructura que le da sentido y contenido. El hecho de la
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incertidumbre que produce la experiencia humana y la aprehensión
de sentido es al mismo tiempo lo que nos coloca en una condición de
falta ineludible.
Frente a esta condición es sorprendente el despliegue —más que del
desvalimiento y la fragilidad a la cual nos arroja la experiencia de la falta—
del odio, de la destrucción de los lazos, la agresividad, la violencia, la
supresión de lo humano en lo humano.
Si bien el reconocimiento del otro es parte vital del alma, su
destrucción, su anulación es un hecho también innegable. El mundo
que organiza, que estructura, que contiene, es algo incompleto, que
falla. No hay norma, ni regla, ni Ley que no sea vulnerable. Pareciera
que la Ley que nos permite inscribirnos en el mundo social, cultural, es
fallida. ¿Será que la inconsistencia de esa Ley, del Otro, se paga al precio
de la violencia, del estado de anomia que rige a veces las conductas
humanas?
Uno de los rasgos esenciales de la cultura, según Freud, es la de
regular los vínculos entre los seres humanos:
Cultura designa, toda la suma de operaciones y normas que distancian nuestra
vida de la de nuestros antepasados animales, y que sirven a dos fines: la
protección del ser humano frente a la naturaleza y la regulación de los vínculos
recíprocos entre los hombres [1930:88].
Al ocuparse de las preguntas que giran en torno a la relación del sujeto
y la cultura, Freud introduce reflexiones fundamentales para comprender
la manera como se estructura no sólo la relación de sujeto con el universo
normativo, sino también intenta responder a la pregunta sobre la génesis
misma de “lo social”. Siguiendo algunas de las elaboraciones en la obra
de Freud y de Lacan, intentaremos desarrollar las ideas que desde el
campo psicoanalítico permiten abordar esa pregunta que nos hemos
formulado acerca de la obligatoriedad de una norma, de su génesis y la
fuente de la “voz imperativa” que coacciona a los sujetos a seguirlas, así
como los mandatos y las prohibiciones que regulan nuestra vida.
Freud, que reconocía la habilidad de los poetas para pensar la
naturaleza humana, se sirvió de un dicho del filósofo y poeta Schiller
para explicar el sentido de su teoría sobre las pulsiones, Eros y Tanatos:
“Hambre y amor mantienen cohesionada la fábrica del mundo”
(1930:113). Un poco antes decíamos que bajo el nombre de Eros
suponemos aquella fuerza o tendencia que el ser humano ocupa para
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establecer lazos con los otros. Eros, por lo tanto, se refiere a todo lo que
puede sintetizarse como amor, desde el amor sexual, el filial, y siempre
donde se establecen vínculos con otros. El “Eros” del filósofo Platón se
corresponde entonces con la fuerza amorosa, la libido del psicoanálisis.
En el texto “Psicología de las masas y análisis del yo” Eros es un
concepto central que permitirá a Freud explicar cómo es posible la
sociedad. Si entre los seres humanos no puede alcanzarse una armonía
plena pues predomina el “narcisismo de la pequeña diferencia”, ese
sentimiento hostil o egoísta puede tomar un matiz positivo a raíz de un
proceso que será el motivo del desarrollo de este texto. Las masas se
cohesionan debido al papel aglutinador y pacificador del conductor. Por
amor al conductor, llegará a afirmar Freud, es decir, por el proceso mediante
el cual el conductor de la masa llega a ser colocado en el lugar del ideal
del grupo, y éste, en función de su vínculo con el conductor, permanece
ligado entre sí gracias a un proceso de identificación que se logra establecer
como consecuencia precisamente del vínculo del grupo con el conductor.
Por este proceso, vemos que la identificación entre los miembros de
la masa es posible debido al papel central que ocupa el conductor en este
proceso. El conductor se sitúa fuera de la masa para ordenar y pacificar
al mismo grupo. El papel del conductor es central pues permite la
constitución del grupo y la sociedad. Recordemos que el conductor no
necesariamente es un sujeto sino puede ser una idea o concepto que lo
representa y que posibilita la cohesión. Ese conductor, ocupa el lugar de
ideal del yo de los miembros del grupo. Esta función permite ordenar y
regular la vida social. Por amor al conductor se establecen los vínculos
en un grupo humano y se hace posible que los miembros de una
colectividad se identifiquen entre sí. Este proceso, que permite diluir
aquel narcisismo de la pequeña diferencia, permite o posibilita aspirar al
ideal de armonía, a la tolerancia de las diferencias así como a apaciguar
el odio que éstas provocan.
“Tótem y Tabú” es un texto donde Freud ya había abordado la
cuestión del origen de las sociedades y del papel del jefe en la horda
primitiva, a través de la construcción del mito del asesinato del padre
de la horda primitiva. En este trabajo encontramos la tesis del papel del
padre totémico, del jefe de la horda, que goza y prohíbe a los miembros
del grupo, un padre tirano, al cual los hermanos en mutuo acuerdo y en
complicidad, deciden matar para poner fin al estado de poder y tiranía
que aquel ejercía. Este acto, asegura Freud, no sólo da pie al origen de la
eticidad, de la religión y las sociedades, sino que produce un efecto al
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interior del grupo de hermanos que cometen el crimen. Ese efecto es
precisamente una culpa, culpa de sangre dirá, pues si bien el padre era
odiado y temido, al perderlo, emergen sentimientos de amor y admiración.
Alrededor de él se aglutinaba el grupo y poseía de alguna manera las
cualidades que Freud otorgara al conductor de masas más tarde, es decir,
la de producir una ligazón entre ellos así como mantenerse en el lugar
de ideal. La admiración y el amor que coexistían con el temor y el odio,
producen como efecto la culpa y también el rechazo del saber sobre ese
crimen. Todo grupo se funda sobre ese acto, y se apoya en la servidumbre
a un padre muerto —representación por excelencia del significante
amo— que vive eternamente en el alma de los grupos humanos.
Cuando Freud cita al poeta Schiller, ya había hecho su aparición en
el horizonte teórico la pulsión de muerte, de tal manera que estas
reflexiones que hemos esbozado sobre el conductor serán replanteadas.
En “El malestar en la cultura” encontramos desarrolladas de nuevo
sus ideas sobre la sociedad, el papel del conductor y los vínculos entre
los seres humanos, pero a la luz de la conceptualización de la pulsión de
muerte. Con ésta, el papel pacificador del conductor es puesto de nuevo
en la mira, ya que demuestra que a Eros, es decir, aquella tendencia que
permite el establecimiento de lazos sociales entre los sujetos, se opone
otra que contraría la posibilidad de cohesión y el apaciguamiento de las
tensiones en el seno del grupo. Esta otra fuerza ajena al universo
simbólico, y por lo tanto no sometida al significante, y cuyo rostro nos es
familiar como “la cara obscena y feroz del superyó”, impide que la
regulación armoniosa y pacífica de la vida colectiva sea posible.
Recordemos que una premisa fundamental en el campo psicoana-lítico
es que la estructura que organiza el mundo simbólico es de entrada una
estructura incompleta, una estructura más bien definida en relación con
el no-todo. Ello significa que la estructura, lejos de pensarse como un
conjunto de elementos que conforman un todo, consiste en un conjunto
definido por un elemento que falta. Cuando Freud afirma por ejemplo,
que la ley no alcanza a las exteriorizaciones más cautelosas y refinadas de
la agresión humana está aludiendo a este estado de cosas. Al considerar al
sujeto como sujeto del inconsciente, consideramos que ello quiere decir
que el sujeto se define a partir de la imposibilidad de saber todo sobre
aquello que lo constituye. El sujeto no puede saber sobre la pulsión. Ignora
algo de la verdad que le permitiría comprender el universo sobre el que se
inscribe. De ahí que las grandes preguntas de la humanidad queden
inevitablemente sin resolver: quién soy, a dónde voy, qué quiero, etcétera.
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Por esa razón podemos entender la importancia del conductor ya
que ésta es una función que le permite al sujeto encontrar una posible
salida frente a la insatisfacción y al enigma de su propia identidad. Los
modelos de identificación que el grupo (y el conductor) posibilitan,
son las alternativas frente a esa falla de la estructura. La sociedad provee
a los sujetos de significados convencionales que colman con sentido la
falta inherente a la pulsión, al deseo, al inconsciente.
Cuando Freud afirma que el vínculo entre los hombres es una de
las causas más importantes del sufrimiento humano, ha incorporado a
sus tesis la presencia de Tanatos. Freud, que había descubierto esta
pulsión diez años antes en “Más allá del principio del placer” mostraba
a partir de ella, un más allá en la búsqueda de placer y felicidad que
todo humano anhela. Un más allá, como un excedente, un excedente
de goce, que los sujetos experimentan en la vida. Cuanto más los sujetos
se someten a las exigencias culturales, a la imposición de deberes y
obligaciones, a la búsqueda del orden como virtud, etcétera, se produce
un excedente que en lugar de producir satisfacción y apaciguamiento
de esas exigencias, éstas se imponen con mayor fuerza y crueldad,
reclamando y exigiendo ilimitadamente más y más someterse a ellas. El
superyó es insaciable y entre más se somete el sujeto a sus demandas,
más se vuelve esclavo de ellas.
La conciencia moral [...] se comporta con severidad y desconfianza tanto
mayores cuanto más virtuoso es el individuo, de suerte que en definitiva
justamente aquellos que se han acercado más a la santidad son los que más
acerbamente se reprochan su condición pecaminosa [Freud, 1930:121-122)
La autoridad que antes había tenido el lugar pacificador, ahora
introyectada ocupa el sustituto de esa voz que demanda más y más,
que exige y cuyas demandas se vuelven insaciables.
Ahora quizás podemos retomar aquellas preguntas sobre la
obligatoriedad de la norma y sobre la voz imperiosa que manda
someterse a la Ley. Las coordenadas que hemos planteado en este trabajo
y que giran alrededor de las pulsiones que rigen a la vida humana, nos
permiten entrever que lo que rige la vida colectiva y lo que la regula se
organiza a partir de la lucha de esas dos tendencias, Eros y Tanatos,
que si bien mantienen cohesionada “la fábrica del mundo”, se puede
reconocer que es el resultado de una lucha, de una tensión. La tensión
que caracteriza los fundamentos de la vida social permite ver que hay
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algo que escapa a la posibilidad de darle un sentido, algo que queda
fuera, como un más allá que produce goce y exceso.
Si las reflexiones de Durkheim o de Weber permiten constatar la
estructura social llena de grietas y dificultades, Freud nos permite
construir un saber o una mirada aún más próxima a eso que Bataille en
nuestro epígrafe nos revela cuando habla de abismo y de discontinuidad
en las relaciones con los otros.
Bibliografía
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